Capítulo 2
Rahab
En la segunda parte del primer capítulo vimos dos clases de personas llamadas a cruzar el río Jordán para entrar en el país de la promesa, tipo de los lugares celestiales: la primera, el pueblo de Israel, los que no dejaron nada del otro lado del río; la segunda, las dos tribus y media, los que como soldados fueron a la lucha para ayudar a sus hermanos, pero todos sus bienes estaban del otro lado del río. Allí volverían después de terminada la conquista. El carácter moral de estos últimos, como ya lo vimos, no estuvo a la altura de su llamamiento.
El capítulo 2 nos presenta una tercera clase de personas: los gentiles, personificados en Rahab la ramera, quienes por la fe participan del goce de las promesas hechas a Israel, el antiguo pueblo de Dios. Rahab era pagana. Por nacimiento pertenecía a esa vasta clase de personas a las cuales se refiere la epístola a los Efesios en estos términos: “Acordaos de que en otro tiempo vosotros, los gentiles en cuanto a la carne… estabais sin Cristo, alejados de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo” (Efesios 2:11-12). Además, entre estos mismos paganos, Rahab era una mujer de mala vida. Si la epístola a los Efesios presenta la posición gentil en contraste con Israel, la epístola a los Romanos detalla su espantoso estado moral. “Estando atestados de toda injusticia, fornicación, perversidad, avaricia, maldad; llenos de envidia, homicidios, contiendas, engaños y malignidades” (cap. 1:29-31). A lo que la epístola a los Colosenses agrega: “muertos en pecados” (cap. 2:13). Esta es la situación que personifica Rahab. Pero después de haber recibido la gracia y sus efectos, vienen a ser de aquellos que alaban al Señor con su pueblo:
Alabad al Señor todos los gentiles, y magnificadle todos los pueblos
(Romanos 15:11).
Y para recordar una verdad más importante aún, son hechos “coherederos y miembros del mismo cuerpo, y copartícipes de la promesa en Cristo Jesús” (Efesios 3:6).
En efecto, el poder de la gracia no se detiene ante ningún obstáculo; pero para ella es mucho más difícil vencer una obstinada incredulidad –incluso la que tiene apariencia de piedad– que la miseria manifiesta de una ramera o de un ladrón. ¿Quiénes fueron los primeros en arrepentirse al oír la predicación de Juan el Bautista? “De cierto os digo, que los publicanos y las rameras van delante de vosotros al reino de Dios. Porque vino a vosotros Juan en camino de justicia, y no le creísteis; pero los publicanos y las rameras le creyeron; y vosotros, viendo esto, no os arrepentisteis después para creerle”, dijo el Señor a los religiosos y doctores de la ley (Mateo 21:31-32). La gracia divina tenía un mensaje a favor de Jericó, y sus portadores sabían adónde había que llevarlo. La misericordia de Dios no se equivoca de lugar ni de señas, porque si Rahab era una pecadora, era una pecadora que había oído. En efecto, la Palabra de Dios había llegado a ella: “hemos oído”, dijo a los espías. Las noticias oídas encerraban el juicio para los incrédulos, pero traían la gracia y la salvación para los que creían. La fe en este mensaje, oído antes de que los espías llegasen a su puerta, puso inmediatamente la conciencia de Rahab bajo el peso del juicio: “Oyendo esto, ha desmayado nuestro corazón; ni ha quedado más aliento en hombre alguno” (v. 11). Como su pueblo, ella también estaba atemorizada; pero mientras en los incrédulos no había más aliento, para ella este temor había llegado a ser el principio de la sabiduría, porque era el temor de Señor, el cual la hizo mirar a Dios, e inmediatamente adquirió una convicción: “Sé que Jehová os ha dado esta tierra” (v. 9).
Si bien los espías eran la señal del juicio que se cernía sobre la ciudad, también llevaban la gracia y la salvación para los que se sometían a la voluntad de Dios y recibían su mensaje. El Evangelio también presenta estos dos aspectos: otorga una certidumbre a los que después de haber oído, se arrepienten y creen con temor reverente; les hace saber que Cristo ha vencido a Satanás y, por consiguiente, sería inútil permanecer en las filas de un jefe vencido. También les muestra que Dios ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia, y que su ira está a la puerta. ¿Qué hacer entonces? Rechazar el mensaje sería inútil. Aunque Dios ejercerá el juicio, también obra en gracia y ofrece esta al que oye, cree y tiembla ante su Palabra. Rahab buscó su refugio en ese mismo Dios, el único recurso para el pecador expuesto al juicio eterno.
La fe no es una imaginación humana que hace deducciones o que ve las cosas bajo las formas y colores que se le antojen; no arguye sus conclusiones sobre posibilidades o probabilidades. Ella dice: “Sé”, porque he oído lo que Dios ha hecho; tal es nuestra fe. Los hechos en que la fe de Rahab se apoyaba databan de unos cuarenta años atrás: “Hemos oído que Jehová hizo secar las aguas del Mar Rojo delante de vosotros cuando salisteis de Egipto”. Pero la fe también tiene el recuerdo de hechos recientes: “Y lo que habéis hecho a los dos reyes de los amorreos que estaban al otro lado del Jordán, a Sehón y a Og, a los cuales habéis destruido” (v. 10). Nuestra fe recuerda y hace suyos hechos antiguos que datan de dos mil años atrás y aún más, los que la Palabra de Dios ha revelado a la fe; para esta, lo pasado siempre es actual, y lo que parece lejano está a la puerta.
Otra cosa caracterizaba a Rahab; los espías se presentaron a su puerta, ¿cómo los recibió? Ella era enemiga de Dios por sus malas obras, era una pobre gentil que no poseía ningún derecho a su favor, y su moralidad era dudosa, sin embargo se puso del lado de Dios. Recibió a los mensajeros en paz; así lo testifica Dios: “Por la fe Rahab la ramera no pereció juntamente con los desobedientes, habiendo recibido a los espías en paz” (Hebreos 11:31). Se reconcilió pronto con el adversario, mientras este estaba por llegar. Cualquier demora hubiera sido fatal: “Antes que ellos se durmiesen, ella subió al terrado” (v. 8). Entregarse al sueño esa noche hubiera significado su destrucción. Ahora Rahab no corría peligro solamente por los ejércitos invasores, sino porque el pueblo que la rodeaba, su propio pueblo, se había constituido enemigo de Dios, mientras ella se había reconciliado con él. El rey de Jericó buscó a los mensajeros de Josué para matarlos y así desembarazarse del testimonio de Dios. Rahab los protegió, los puso a salvo porque sabía que ellos eran el medio empleado por Dios para escapar de tal juicio: de la conservación de este testimonio dependía su salvación. Notemos que la fe de Rahab no necesitó ver a Jericó rodeada del ejército de Dios para estar segura de su destrucción. Esto no hubiera sido fe, porque la fe es la seguridad que se tiene de cosas esperadas, la convicción que hay de cosas que aún no se ven. “Es, pues, la fe la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve” (Hebreos 11:1). La respuesta que Rahab recibió fue tan inmediata como completa: no solamente obtuvo la salvación del Dios de Israel, sino que, como alguien lo ha dicho, Rahab se identificó con el Israel de Dios. “Os ruego pues, ahora, que me juréis por Jehová… que libraréis nuestras vidas de la muerte”, dijo a los mensajeros de Josué (v. 12-13). ¿Cuál fue la respuesta? “Nuestra vida responderá por la vuestra”, contestaron ellos. Esto era digno de Dios; la fe de Rahab halló en otros (y nosotros en Cristo) la garantía, por sustitución, de que la muerte y el juicio de Dios no la alcanzarían. Rahab y los suyos se identificaron de tal manera con el pueblo de Israel, que aquellos a quienes recibió bajo su techo estaban dispuestos a poner sus propias vidas por ellos: morirían en su lugar si alguien los tocaba. ¿No es lo que nosotros hemos hallado en Cristo de una manera mucho más excelente?
¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió
(Romanos 8:34).
Esto no es todo: un cordón de grana, símbolo de la sangre de aquel que pudo decir: “Mas yo soy gusano, y no hombre” (Salmo 22:6), bastó como garantía visible a la fe de Rahab. Y como la sangre del cordero pascual pintó de rojo el dintel y los postes de las casas israelitas en Egipto, alejando el juicio del ángel exterminador, así este cordón de grana atado en la ventana de una casa que estaba “en el muro” protegería a todos los que allí estuvieran cuando el mismo muro se desplomara al sonido de las trompetas del Señor. Agreguemos todavía que los dos mensajeros de Josué eran los fiadores vivos a favor de Rahab. Lo mismo sucede con nosotros: Cristo, después de haber sido resucitado y glorificado, es nuestro fiador delante de Dios según la eficacia perfecta de su sangre vertida en la cruz por nosotros: “No por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención” (Hebreos 9:12). “Por tanto, Jesús es hecho fiador de un mejor pacto… Por cuanto permanece para siempre… puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos” (Hebreos 7:22-25) La fe de Rahab no esperó que Israel hubiera cruzado el Jordán, ni hasta el último día antes de que se desplomasen las murallas de Jericó, para atar el cordón de grana. Apenas se fueron los espías, sin perder un instante, Rahab ató a la ventana la preciosa prenda de su salvación y la de toda su casa. Su fe fue diligente y no se escondió: se manifestó altivamente. Desde su ventana proclamó a Cristo –en figura– y la eficacia de su sangre para salvar a la más miserable de las pecadoras y a todos los que se acogieran bajo su misma señal.
En fin, Rahab no es solamente un ejemplo de fe, sino de las obras de la fe. “Asimismo también Rahab la ramera, ¿no fue justificada por obras, cuando recibió a los mensajeros y los envió por otro camino?” (Santiago 2:25). Sabemos que hay obras muertas, las que no son producto de la fe; y hay una fe muerta, aquella que no produce obras. En su epístola, Santiago hace resaltar que la fe sin obras es muerta, y para apoyar su declaración presenta dos ejemplos: el de Abraham y el de Rahab; ejemplos que nadie hubiera buscado, pues sus actos de fe son reprobados por el mundo. En efecto: ofrecer a su hijo en holocausto, como lo hizo Abraham; traicionar su patria, como Rahab, o quebrar un vaso de alabastro para dilapidar su único bien, un perfume de gran precio, como lo hizo María, son actos que el sentido humano condena, que el mundo censura y castiga a sus autores. Mas Dios los aprueba, porque el móvil de ellos ha sido la fe, una fe inteligente que pesa las cosas en la balanza de Dios. Así, pues, Rahab halló su recompensa: su nombre está escrito en la portada del Nuevo Testamento, y unidos en un mismo vínculo encontramos también el de Rut, Tamar y Betsabé en la genealogía del Mesías, en quien pusieron su esperanza.