Josué

Estudio sobre el libro de

Capítulos 20-21

Las ciudades de refugio

“Señalaos las ciudades de refugio, de las cuales yo os hablé por medio de Moisés, para que se acoja allí el homicida que matare a alguno por accidente y no a sabiendas” (cap. 20:2-3). Para “que tengamos un fortísimo consuelo los que hemos acudido para asirnos de la esperanza puesta delante de nosotros. La cual tenemos como segura y firme ancla del alma, y que penetra hasta dentro del velo” (Hebreos 6:18-20). Con relación a estos dos capítulos, que forman el tema de las ciudades de refugio, hemos citado este pasaje de Hebreos porque hace una alusión evidente al mismo, tal como también lo hallamos en Éxodo 21:13; Números 35:9-28; Deuteronomio 19:1-14; Josué 20 y 21; 1 Crónicas 6:54-81.

Los tipos del Antiguo Testamento nos presentan a menudo, en su aplicación al cristiano, contrastes más bien que analogías. Estos contrastes hacen resaltar el valor y la belleza de “las cosas nuevas” (Mateo 13:52) que nos han sido reveladas; este es el propósito expreso del Espíritu Santo. Tal es el caso de las ciudades de refugio. Limitando la alusión a ellas en relación con la muerte del Salvador y sus resultados, daríamos una interpretación incompleta y limitada; mientras que la aplicación inmediata y literal de este tipo, como sin duda lo saben muchos de nuestros lectores, es más bien histórica y profética. El homicida involuntario prefigura a Israel, homicida de Cristo por ignorancia. Fue a favor de este pueblo que el Señor rogó en la cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34). Jerusalén no había conocido el día de su visitación. “Sé que por ignorancia lo habéis hecho”, dice el apóstol (Hechos 3:17). Sin embargo, en otro sentido, los judíos jefes del pueblo fueron homicidas voluntarios, pues rechazaron deliberadamente y con conocimiento de causa a Dios y a su Hijo. “Este es el heredero; venid, matémosle, y apoderémonos de su heredad” (Mateo 21:38). “No queremos que este reine sobre nosotros” (Lucas 19:14). Pero llama nuestra atención el hecho de que en ninguna parte del Antiguo Testamento existe una referencia acerca de un homicida involuntario que haya aprovechado el recurso que le ofrecían estas ciudades; el fratricida Absalón y Joab no intentaron salvar sus vidas acudiendo a una ciudad de refugio, a cuya protección, por otra parte, no tenían derecho. No es la ley la que ofrece el privilegio de una ciudad de refugio, sino la gracia.

La primera de estas ciudades de refugio fue Cedes en la tribu de Neftalí, al extremo norte de Canaán; la segunda fue Siquem en la tribu de Manasés, en el centro del país; en el Nuevo Testamento la conocemos mejor con el nombre de Sicar; la tercera era la famosa Hebrón, en el territorio de Judá, al sur; Beser, la cuarta, se hallaba del otro lado del Jordán, en el sureste de Rubén; la quinta fue Ramot de Galaad en el centro de la tribu de Gad; la sexta, Golán en Basán, situada en el extremo noreste de la media tribu de Manasés. La gracia quiso diseminar sus ciudades de refugio tanto de este lado del Jordán como del otro. Las seis ciudades, aparte de poseer el derecho de asilo para el homicida involuntario, eran ciudades sacerdotales, dadas a los levitas. Unos detalles interesantes sobre las tres primeras: Cedes, mencionada en Jueces 4, es célebre por ser la ciudad de Barac. En su tiempo juzgaba en Israel una mujer llamada Débora, la profetisa. Oprimidos por Jabín, los hijos de Israel clamaron a Jehová; Débora hizo llamar a Barac que se hallaba en Cedes para que encabezara los ejércitos de Israel y deshiciera el yugo opresor. Este capitán no se sentía capaz de tal hazaña si Débora no lo acompañaba. Para obtener la victoria, ella y Barac subieron juntos en el mismo carro de guerra… Luego, juntos también, cantaron un himno de triunfo. En un pasaje de la carta a los Efesios, Pablo cita algunas expresiones de este cántico para celebrar la victoria de Uno mayor y más valiente que el morador de Cedes, y que no tiene vergüenza de llevarnos en su carro triunfal: “Subiendo a lo alto, llevó cautiva la cautividad, y dio dones a los hombres” (Efesios 4:8).

Siquem nos llevaría lejos en su historia; está situada entre el monte Ebal y Gerizim; allí estaba el pozo de Jocob y la porción que pertenecía a José. Allí fueron puestos sus huesos traídos de Egipto (cap. 24:32), allí juntó Josué a todo Israel para su discurso de despedida (cap. 24:1-28). Este también fue el lugar donde Jesús encontró a la mujer samaritana (Juan 4:6-30).

De Hebrón ya hemos hablado. Digna posesión de Caleb, recuerda la fe, la perseverancia; ciudad real, sacerdotal y también el lugar donde los que murieron en la fe fueron sepultados, esperando la resurrección.

De Ramot, Galaad, Beser y Golán no tenemos detalles, sino una triste historia en relación con la primera. Caída bajo el poder de los sirios, el impío rey Acab la quiso recuperar; y por ayudar a este en la guerra contra el enemigo, el piadoso Josafat rey de Judá casi pierde la vida. Una flecha tirada a la ventura hirió mortalmente a Acab, cumpliéndose así la profecía de Micaías (1 Reyes 22:28-37). Más tarde Ramot fue reconquistada por Joram hijo de Acab; pero el juicio divino salió de esta ciudad: habiendo dejado allí sus tropas con algunos jefes y Jehú como capitán, el rey Joram había ido a Jezreel a curarse de las heridas causadas por los sirios en la batalla. En este momento, cumpliendo la profecía de Elías, Eliseo envió a un joven quien ungió a Jehú por rey sobre Israel. De Ramot, la ciudad sacerdotal y de refugio, salió el juicio divino que barrió la casa del homicida voluntario, Acab, y vengó la sangre del inocente y piadoso Nabot (2 Reyes 8:28-29; 9:1-26).

Estas ciudades de refugio ilustran lo que la gracia ofrece y las benditas riquezas que están en Cristo. ¿Es de extrañar que el sitio circundante a cada una de ellas tuviera tres mil codos de ancho al norte, tres mil al sur, tres mil al occidente, tres mil al oriente, y sus caminos de acceso estuvieran debidamente arreglados, sin tropiezo ni obstáculo para permitir una huida más rápida y fácil? (Números 35:4-5). Apliquemos estos detalles y el aspecto general de estas ciudades a lo que nos ofrece la muerte del Salvador y sus consecuencias para Israel en particular, y para el mundo. El primero ocupa un lugar importante, en su tierra murió un hombre: Jesús, su propio Mesías; Israel fue el homicida, su responsabilidad debía estar claramente establecida:

Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen
(Lucas 23:34).

Hasta ese momento Israel era considerado como homicida involuntario; Jerusalén no había conocido el tiempo de su visitación; el testimonio del Espíritu Santo a través de Pedro atribuye el homicidio a la ignorancia: “Mas ahora, hermanos, sé que por ignorancia lo habéis hecho, como también vuestros gobernantes” (Hechos 3:17). En su gracia Dios dispuso de todos los recursos necesarios para que Israel acudiera a la ciudad de refugio, es decir, a la gracia ofrecida: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados… Y con otras muchas palabras testificaba y les exhortaba, diciendo: Sed salvos de esta perversa generación”. “Así que, arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados” (Hechos 2:38-40; 3:19). Así eran arreglados los caminos que conducían a la ciudad de refugio, y ensanchados sus términos alrededor. ¡Ay del rezagado, el vengador de la sangre (la justicia de Dios en castigo sobre el pueblo) lo alcanzaba! En la primera predicación de Pedro, tres mil personas se convirtieron, huyeron de “la ira venidera”. “Y el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos” (Hechos 2:47). Un remanente, los residuos de Israel escogidos por gracia, franqueaban así la puerta de la salvación “para asirnos de la esperanza puesta delante de nosotros” (Romanos 11:5; Hebreos 6:18).

A medida que seguimos la historia de los Hechos de los Apóstoles, notamos un cambio en las expresiones de la gracia en la predicación de los discípulos, pues Israel había pasado de ser homicida involuntario a ser homicida consciente: ya no invocaban más la ignorancia a favor de los culpables; las amenazas, los azotes y la cárcel no pudieron hacer callar su voz. Siguieron acusando al pueblo homicida. Esteban, después de una larga requisitoria ante el concilio de Jerusalén, murió bajo una lluvia de piedras. Sin embargo, allí mismo donde derramaban la sangre inocente (Hechos 8:59-60), se hallaba uno que lo hacía por ignorancia, Saulo: “Fui recibido a misericordia porque lo hice por ignorancia, en incredulidad” (1 Timoteo 1:13). Mas, la responsabilidad se agravó, y en vez de huir de la ira de Dios acudiendo a la gracia en arrepentimiento, el pueblo prefirió asumir la espantosa responsabilidad del crimen cometido contra Esteban. “¿Quién ha creído a nuestro anuncio?”, pregunta el profeta. “Extendí mis manos todo el día a pueblo rebelde”, dice el Señor (Isaías 53:1; 65:2). Y una vez agotados los recursos de la gracia, el apóstol repite las mismas palabras. “¿No ha conocido esto Israel?” (Romanos 10:16-21). Moisés había anunciado este endurecimiento, el salmista también lo hizo en sus poesías, Isaías lo recordó, pero el Señor lo sintió más que nadie. “Y cuando llegó cerca de la ciudad, al verla, lloró sobre ella, diciendo: ¡Oh, si también tú conocieses, a lo menos en este tu día, lo que es para tu paz! Mas ahora está encubierto de tus ojos”. “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados!” (Lucas 19:41; 13:34).

Si hasta la cruz y después de la resurrección del Salvador su homicidio no les había sido tomado en cuenta, cuando todos los recursos de la gracia a favor del pueblo culpable fueron agotados, entonces, no solo la sangre de Jesús (cuya eficacia rechazaron) les es demandada, sino también toda la sangre justa que ha sido derramada sobre la tierra, desde la sangre de Abel (Mateo 23:35). El homicida voluntario debía morir. Este juicio, como varias profecías relativas a los judíos, tuvo su cumplimiento parcial en la destrucción de Jerusalén. El rey “se enojó; y enviando sus ejércitos, destruyó a aquellos homicidas, y quemó su ciudad” (Mateo 22:7). Jerusalén fue destruida por los ejércitos romanos bajo el mando de Vespasiano y Tito, aniquilando a la vez al empedernido resto judío. “Vino sobre ellos la ira hasta el extremo” (1 Tesalonicenses 2:16).

Ahora bien, ¿cuál es la responsabilidad de los gentiles ante la muerte del Señor? Pilato

Tomó agua y se lavó las manos delante del pueblo, diciendo: Inocente soy yo de la sangre de este justo; allá vosotros
(Mateo 27:24).

Si Pilato no acudió a la “ciudad de refugio”, la gracia que hubiera podido aprovechar para lavar su pecado en la única sangre que lo podía limpiar, en vano se lavó las manos con agua. Pero, dejemos a los demás su propia responsabilidad con la cual aparecerán ante el tribunal de Dios, y hagamos una pregunta personal. ¿Cuál es su responsabilidad, querido lector? ¿Puede usted ser culpable de una muerte acaecida hace casi dos mil años? Y haciendo suyo el caso mencionado en Deuteronomio 21:1-9, donde leemos: “y medirán la distancia hasta las ciudades que están alrededor del muerto”, si se midiera la distancia desde el Gólgota hasta el lugar donde usted está, se sumarían miles de kilómetros. Sin embargo, pese a la distancia y a los años, su responsabilidad frente a la muerte del Hijo de Dios se presenta con toda su gravedad. ¿Es un homicida involuntario?, tal vez hasta hoy ignoraba la muerte de Jesús; pero su incredulidad, el menosprecio que siente por la Palabra de Dios y su desinterés por Aquel a quien sus pecados obligaron a estar en la cruz, establecen claramente su responsabilidad. Llegará el día cuando Dios le pregunte: ¿Qué hiciste con mi Hijo, a quien te di como Salvador? Haga, pues, como aquellos gentiles tesalonicenses a quienes llegó el mensaje de la gracia. Se convirtieron “de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo, al cual resucitó de los muertos, a Jesús, quien nos libra de la ira venidera” (1 Tesalonicenses 1:9-10). ¿Soy idólatra, acaso?, preguntará usted. No, tal vez no, por cierto; quizá nació en un país o en un hogar cristiano, pero esta posición agrava su responsabilidad; la distancia que se puede medir entre usted y el que murió en la cruz se resume en un paso: “No digas en tu corazón: ¿Quién subirá al cielo… o, ¿quién descenderá al abismo?… Cerca de ti está la Palabra, en tu boca y en tu corazón. Esta es la palabra de fe que predicamos: que si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo” (Romanos 10:6-9). Resaltemos aquí tanto las bendiciones como la seguridad que tenemos en nuestra ciudad de refugio: pecados perdonados, conciencia purificada, un fortísimo consuelo, una esperanza segura de la herencia celestial, un ancla firme por la que no hay temor de ir a la deriva de falsas doctrinas, un Precursor en el cielo, Jesús, hecho Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec, rey de paz y de justicia a cuyo trono de gracia se puede acudir siempre para el oportuno socorro.

Ahora bien, se supone un tercer caso, el de un homicida voluntario que hubiera aprovechado el amparo de la ciudad: “Pero si hubiere alguno que aborreciere a su prójimo y lo acechare, y se levantare contra él y lo hiriere de muerte, y muriere; si huyere a alguna de estas ciudades, entonces los ancianos de su ciudad enviarán y lo sacarán de allí, y lo entregarán en mano del vengador de la sangre para que muera” (Deuteronomio 19:11-12). Tristemente este es el caso de muchas almas; indebidamente han penetrado en la ciudad de refugio, por así decirlo; llevan el nombre de cristianos sin tener nada de Cristo; son como el que quiso gozar de las bodas sin tener el vestido adecuado. “Han entrado encubiertamente” (Judas 4). ¿Cuál será la suerte del culpable? “El rey dijo a los que servían: Atadle de pies y manos, y echadle en las tinieblas de afuera” (Mateo 22:13). La responsabilidad de los ancianos, de los levitas y del ayuntamiento de la ciudad de refugio era examinar cada caso y recibir solamente al que estuviera vestido con la justicia de Dios, la cual justifica al culpable “que es de la fe de Jesús” (Romanos 3:26).

Aparte de estas aplicaciones prácticas y actuales que ofrecen las ciudades de refugio, podemos encontrar en ellas un alcance futuro. Después de que la Iglesia se haya ido al cielo con su Señor, habrá en el actual pueblo de Israel, como entre las naciones, un remanente que la gracia de Dios considerará como homicida involuntario. Por su Espíritu y la predicación del Evangelio del reino le será ofrecido un medio de salvación, una “ciudad de refugio”. Escuchemos más bien las oraciones de este remanente consciente de su responsabilidad frente a la muerte del Mesías a quien la nación crucificó: “Líbrame de homicidios, oh Dios, Dios de mi salvación”. “Has sido mi amparo y refugio en el día de mi angustia” (Salmo 51:14; 59:16). El profeta, además, anuncia: “Anda, pueblo mío, entra en tus aposentos, cierra tras ti tus puertas; escóndete un poquito, por un momento, en tanto que pasa la indignación. Porque he aquí que Jehová sale de su lugar para castigar al morador de la tierra por su maldad contra él; y la tierra descubrirá la sangre derramada sobre ella, y no encubrirá ya más a sus muertos” (Isaías 26:20-21). Podríamos multiplicar los textos donde oímos al remanente judío cantar y celebrar lo que significa para él estar en la “ciudad de refugio” durante la gran tribulación. Pero, ¿cuál será la suerte del pueblo, el homicida caído bajo el poder del anticristo en quien ha puesto su confianza? “Mía es la venganza, yo daré el pago, dice el Señor. Y otra vez, el Señor juzgará a su pueblo. ¡Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo!” (Hebreos 10:30-31), texto que también se aplica, y en primer lugar, a la cristiandad apóstata que caerá bajo el juicio del Señor (2 Tesalonicenses 2:11-12). Una vez pasada la gran tribulación y cuando el sacerdocio de Cristo tipificado en Aarón haya dado lugar al sacerdocio eterno de Cristo según el orden de Melquisedec, entonces el “homicida involuntario”, el remanente judío que haya acogido la gracia ofrecida por el Evangelio del reino, podrá volver a gozar de su heredad terrenal (Josué 20:6; Números 35:28).

Para terminar, notemos cuán maravillosos eran los recursos que la gracia ofrecía al judío que se acogía a ella: huía de delante del juicio listo para caer sobre su pueblo apóstata, poseía una absoluta certeza de entrar en la “ciudad de refugio”, se encontraba a salvo del “vengador de la sangre”, recibía el perdón de sus pecados mediante la sangre de un sacrificio que hasta aquí ignoraba; en esta “ciudad” entraba a gozar de las arras de una patria celestial que también desconocía y que le hacía olvidar la terrenal, la cual se hallaba en aquel entonces bajo el dominio gentil. Además, se le revelaba un santuario en el cual podía entrar con plena libertad por un camino nuevo y vivo, a través de un velo roto para llegar hasta la presencia misma de Dios. ¡Cuán distinto era todo aquello de las cosas terrenales a las que estaba acostumbrado y apegado a la vez! Quizás, lo que le podía llenar de asombro era saber que sus pecados eran lavados, y que el mismo Dios los había olvidado para siempre; lo que nunca, ningún sacrificio ofrecido bajo la ley había logrado hasta aquí. Además, al penetrar en ese santuario, donde tenía plena libertad para adorar (ya que este no hacía distinción de sectas entre los judíos), veía al Sumo Sacerdote y Rey, al Señor Jesús sentado a la diestra de Dios, habiendo sido él mismo el sacrificio por sus pecados. Desde allí podía entrever ya la Jerusalén celestial, la que sus antepasados habían esperado. Todas estas, y más excelentes a las antiguas, eran las bendiciones que la gracia en la epístola a los Hebreos ofrecía al feliz morador de la ciudad de refugio: “cosas mejores”, “mejor esperanza”, “mejor pacto”, “mejor ministerio”, “mejores promesas”, “mejores sacrificios”, “mejor y perdurable herencia” (Hebreos 6:9; 7:19, 22; 8:6; 9:23; 10:34). Y lo que asombraba aún más al cristiano con antecedente judío era que debía compartir todas estas bendiciones con paganos gentiles a quienes la gracia había dado lugar en la misma “ciudad de refugio”.