Capítulo 12
Reyes vencidos
Con este capítulo entramos en la segunda parte del libro de Josué; la primera, que comprende los capítulos 1 a 11, detalla las victorias de Josué (tipo de Cristo en el poder del Espíritu Santo en los suyos) otorgando a Israel la entrada en posesión de las bendiciones prometidas. En el curso de sus victorias, el ejército de Jehová (y Josué mismo considerado como figura del cristiano sujeto a flaquezas humanas) había realizado numerosas e importantes experiencias de su debilidad. Estas no faltan desde el momento en que como instrumentos del poder divino entramos en escena; además constituyen un aporte muy valioso para conocernos a nosotros mismos y para conocer a Dios, quien nos conduce. Pero el punto capital presentado en este libro es la gracia divina dando la victoria a Israel para establecerlo en Canaán, y no la responsabilidad del pueblo una vez establecido allí. Esta responsabilidad forma otro aspecto de la historia de Israel y pertenece más bien al libro de los Jueces. ¡Qué contraste entre estos dos libros! ¡Qué lozanía y fuerza en el de Josué, donde el poder del Espíritu de Cristo obra libremente en vasos débiles, pero llenos de este poder! ¡Y qué descenso repentino y completo se muestra en el libro de los Jueces, cuando una generación que no había conocido a Josué se levantó y fue entregada a su responsabilidad para guardar lo que Dios le había confiado! La historia de la iglesia nos ofrece idéntico contraste. Leamos los Hechos de los Apóstoles, 1 Tesalonicenses y Efesios; luego pasemos a 2 Timoteo, Judas, Apocalipsis capítulos 1 y 2, y veremos la diferencia entre la obra perfecta de Dios establecida en el comienzo del cristianismo, esparciendo a su alrededor toda la fragancia de su origen, y el resultado de la obra confiada al hombre, la cual vino a ser como tal el objeto del juicio de Dios. Leamos también los dos primeros capítulos del Génesis, luego pasemos al tercero y experimentaremos la misma decepción.
La primera parte del libro de Josué (cap. 1-11) concluye con estas palabras: “Y la tierra descansó de la guerra”. Después de la victoria viene la paz. Siempre es así; Dios no nos da solamente la victoria, sino que también nos permite gozar de sus frutos. Si hemos marchado fielmente bajo la guía del Espíritu Santo, en el camino del combate, hallaremos el goce apacible de nuestros bienes celestiales, esta recompensa espiritual de la fidelidad, la cual en figura nos presentan los siguientes capítulos, objeto de nuestra meditación. La recompensa y el gozo del pueblo es también la recompensa y el gozo individual; después de las luchas y victorias de Caleb, el valiente conquistador de la tribu de Judá, leemos:
Y la tierra descansó de la guerra
(Josué 14:15).
Amado lector, ¿lo desanima la lucha en la cual está empeñado? ¿Estaría tentado a arrojar las armas y decir: esto es demasiado para mí? Tal vez olvida que la lucha tiene como objeto el conducirnos a ese momento bendito cuando el Capitán diga: “Entra en el gozo de tu Señor”. Después de haber peleado la buena batalla, acabado la carrera y guardado la fe, se obtiene la corona de justicia (2 Timoteo 4:8).
La segunda parte del libro (capítulos 12-24) trata de la repartición del país; si después de la victoria sigue la paz, esta misma nos permite el goce de la herencia. Pero, preguntamos, ¿de qué modo disfrutó Israel de su heredad? Aquí también veremos surgir en el pueblo, al lado de la gracia de Dios que le permitía gozar sus dones, las mismas debilidades y cobardías humanas demostradas anteriormente durante la lucha. Pero antes de entrar en este tema, notemos que el capítulo doce, al hacer la recapitulación de los treinta y tres reyes vencidos, atribuye a Israel todas las victorias que Dios mismo obtuvo por sus armas. Esto significa que todo cuanto la gracia produjo y la fe conquistó, el príncipe del ejército de Jehová lo atribuyó a sus soldados. Este es el glorioso cómputo que hace Hebreos 11, para los santos del Antiguo testamento, y Romanos 16, para los de las nuevas filas, los del Nuevo Testamento.
Dios solo hace la cuenta de nuestras victorias cuando el combate está terminado. Esta es una verdad importante: el creyente no debe ocuparse con sus victorias hasta que no haya alcanzado el fin de la lucha. Cuando el apóstol no había alcanzado la meta, se expresaba de la siguiente manera:
Olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo
(Filipenses 3:13-14).
Si en plena carrera no se debe mirar atrás, detenerse es más que tiempo perdido. Toda mirada hacia atrás, mientras se esforzaba por llegar a la meta, era no solamente tiempo perdido para el apóstol, sino que también significaba una cosa mala y peligrosa, pues alejaba los pensamientos y el corazón del verdadero objetivo. De ello tenemos muchos ejemplos. ¡Ah, cuando lleguemos a la meta, podremos enumerar nuestras victorias! Y esta no será tarea nuestra, pues Dios mismo las contará.
Notemos que el capítulo doce se divide en dos partes; la primera, del versículo 1 a 6, enumera los reyes vencidos por Moisés; del versículo 7 al 24, los derrotados por Josué; en un solo capítulo la Palabra de Dios resume las victorias del maestro como las del discípulo. Y estas últimas son mayores: “De cierto, de cierto os digo: El que en mí cree, las obras que yo hago, él las hará también; y aún mayores hará, porque yo voy al Padre”. Y cuántas veces esta verdad ha sido verificada a través del libro de los Hechos de los Apóstoles. “Ayudándoles el Señor y confirmando la Palabra con las señales que la seguían” (Marcos 16:20; Juan 14:12).