Josué

Estudio sobre el libro de

Capítulo 22

El altar de Ed

Volvemos a hallar aquí a las dos tribus y media –Rubén, Gad y Manasés– que habíamos dejado en el primer capítulo de nuestro libro. Mientras sus familias permanecían del otro lado del río, los hombres de estas tribus habían pasado armados delante de sus hermanos para combatir contra los enemigos de Dios y establecer a Israel en el país de la promesa. Después de seis años, Josué les ordenó volver a sus heredades al otro lado del Jordán. Habían sido fieles a las órdenes de Moisés y de Josué, guardando el mandamiento de Dios y no abandonando a sus hermanos. La obediencia a Dios y el amor fraternal los caracterizó durante ese largo tiempo de lucha, en el cual estuvieron separados de los suyos. Aparentemente no hay nada que censurar en su conducta; pero, como lo sabemos por el capítulo 1 de nuestro libro y el 32 de Números, el corazón de ellos no estaba en el país de la promesa, sino en sus bienes del otro lado del Jordán.

Su punto de partida fue su ganado; desde luego, era muy natural buscar pastos para alimentarlo. E inmediatamente, desde el comienzo de su historia, surgió un peligro provocado por su posición equívoca. Moisés se los señaló. La negativa a establecerse del otro lado del Jordán y proseguir su marcha hacia el país de la promesa podía influenciar al resto del pueblo y hacerle perder de vista la meta: “¿Irán vuestros hermanos a la guerra, y vosotros os quedaréis aquí? ¿Y por qué desanimáis a los hijos de Israel, para que no pasen a la tierra que les ha dado Jehová? Así hicieron vuestros padres… desalentaron a los hijos de Israel… y la ira de Jehová se encendió entonces” (Números 32:6-15). En esta estratagema de Satanás había caído Israel cuarenta años atrás, desalentado por los espías y sus informes. Sin embargo, la actuación de las dos tribus y media no tuvo las mismas consecuencias, y el pueblo prosiguió su marcha. Mas el peligro permaneció, la derrota frente a Hai lo comprueba: Josué lamentó no haberse quedado del otro lado del Jordán (Josué 7:7).

Otro peligro más real aún se presentó: la influencia que no pudo detener la marcha del pueblo manifestó un principio mundano en sus familias. Jair, hijo de Manasés, y Noba, pusieron sus propios nombres a las aldeas y ciudades que construyeron. No tememos afirmar que esto es un principio enteramente mundano que se remonta al origen del mundo de Caín: “Y edificó una ciudad, y llamó el nombre de la ciudad del nombre de su hijo, Enoc” (Números 32:41-42; Génesis 4:17). ¡Cuán distinto es el principio divino enunciado por el Señor Jesús mismo:

Regocijaos de que vuestros nombres están escritos en los cielos
(Lucas 10:20).

Con el peligro de hacer tropezar a los hombres de fe en su andar hacia Canaán, manifestaron una influencia mundana sobre sus familias, la que caracterizó su posición. Además, surgió otra consecuencia de esta situación: las dos tribus y media prefirieron una vida complicada, pues se vieron obligadas a edificar majadas para sus ganados, a establecer sus familias en ciudades amuralladas y a abandonarlas durante seis largos años. Los que se quedaron allí no pudieron dar testimonio ni experimentar las maravillas que Dios hiciera en Canaán; no supieron lo que era Gilgal, no vieron el milagro frente a Jericó, ni las luchas de Hai, de Hazor. Así sucede con el cristiano; cuando este, en lugar de vivir por la fe prefiere en alguna medida los principios del mundo, su posición llega a complicarse bastante; mientras que nada es tan simple como andar por fe. Comparemos a Abraham y Lot. La vida del primero fue simple, la del segundo estuvo llena de inextricables complicaciones. ¿Y Jacob? Qué serie de aventuras sin salida en una existencia atormentada, mientras que su padre Isaac vivía simplemente con Dios.

La exhortación de Josué (cap. 22:5) nos muestra aún claramente el peligro de un cristianismo rebajado. El verdadero nervio de toda la conducta del creyente les faltaba. La obediencia a los mandamientos de Dios conocidos y el amor fraternal no son suficientes para mantenernos firmes por mucho tiempo. La marcha, la obediencia, la entrega y el servicio deben brotar del amor, y sin la acción directa de este, seremos como aros que el primer golpe de vara de un niño hace marchar, pero pronto se tambalea y cae, si el impulso no se renueva. Eso fue lo que sucedió aquí. Las tropas volvieron a sus hogares; Josué las despidió bendiciéndolas y exhortándolas a que guardaran los mandamientos de Moisés, a que amaran y sirvieran a su Dios, y sobre todo, a que con diligencia cumplieran el mandamiento y la ley que Moisés siervo del Señor les había ordenado. Pero, cosa notable, cuando llegaron advirtieron una nueva complicación. El Jordán los separaba del resto de las tribus. Tuvieron que desandar el camino que habían recorrido con Dios. Se inquietaron y temieron que el vínculo que los unía a sus hermanos no fuera suficientemente estrecho y que el río lo pudiera cortar. Su posición los exponía a una división; vieron con inquietud que podía llegar el momento en que sus hermanos los trataran como extranjeros. Este peligro los obligó, por así decirlo, a establecer un testimonio mediante el cual proclamaban que eran israelitas y servían a Jehová su Dios. Esta posición dudosa también los motivó a construir un altar:

Y llegando a los términos del Jordán que está en la tierra de Canaán, los hijos de Rubén y los hijos de Gad y la media tribu de Manasés edificaron allí un altar junto al Jordán, un altar de grande apariencia… pusieron por nombre al altar Ed; porque testimonio es entre nosotros que Jehová es Dios (v. 10, 34).

Establecieron este testimonio según su propia sabiduría; no consultaron a Dios para esta empresa. En términos cristianos, osaríamos llamar a este altar «una confesión de fe», cosa en sí misma tal vez perfectamente correcta, como el altar de Ed, y a la cual por el momento no había nada que reprochar, pero que le daba la apariencia de establecer otro centro de reunión. Este altar, destinado según ellos a unir las partes separadas de Israel, podía ser erigido en oposición al del tabernáculo de Silo. Su profesión de fe podía convertirse en un nuevo centro y reemplazar el único y verdadero centro de unidad, Cristo, y deshonrarlo. Este acto, realizado con buena intención, fue un acto meramente humano. Su intención de mantener la unidad daba la apariencia de negarla. Además, surgió una nueva complicación: se expusieron a ser mal comprendidos, a sublevar las otras tribus contra ellos y a ser exterminados. Este altar podría aparentar ser el resultado de un supuesto mal, más oculto aún: podría esconder los principios de independencia, pues lo que se temía sucedió: las diez tribus y media oyeron decir cómo los hijos de Rubén, Gad y Manasés habían edificado un altar junto al río, y se juntó toda la congregación en Silo para subir a pelear contra los supuestos rebeldes. Estos cosecharon los amargos frutos de sus errores. La unidad parecía peligrar, y Finees, ejemplo de celo por Cristo, fue elegido con los principales del pueblo para tomar conocimiento de lo que acontecía en las riberas de Jordán y hablar a las dos tribus y media.

Amado lector, la cristiandad, poco después de su comienzo, no actuó de otra manera; solamente que ha ido mucho más lejos aún que las dos tribus y media. Los cristianos se han reunido alrededor de un gran número de confesiones de fe, más o menos correctas, que no son Cristo, luego, viendo que la unidad se les escapaba, hicieron confesiones mucho más elásticas para abarcar mayor número, y así, en lugar de realizar la unidad, solo lograron introducir la incredulidad abierta en medio de la iglesia.

¿Dónde se hallaba el tabernáculo de Jehová el Dios de Israel, y el altar de los sacrificios, centro de los cultos? En Silo: “Toda la congregación de los hijos de Israel se reunió en Silo, y erigieron allí el tabernáculo de reunión” (Josué 18:1). Desde este lugar las dos tribus y media se despidieron de sus hermanos (v. 9); el centro de reunión ya había desaparecido de su vista; no recordaban el monumento de Gilgal construido con doce piedras, expresión de su unidad y, llegados frente al Jordán que debían atravesar, advirtieron la división. Tal será siempre la experiencia de un cristiano cuando da la espalda al verdadero centro de reunión.

¡Qué peligro corría la unidad y la comunión de Israel! La paz entre hermanos, la verdad y el testimonio estaban comprometidos; la guerra civil estaba a punto de estallar. Llegados a esos límites, Finees les presentó tres casos unidos entre sí que establecían la responsabilidad de todo Israel. El primero fue la maldad cometida por el pueblo en Baal-peor (Números 25:1-3), la que en su conjunto significaba la alianza adúltera con el mundo religioso e idólatra de aquel entonces; alianza que la Iglesia también ha mantenido con el mundo idólatra en el curso de su historia (Apocalipsis 2:14). Y en materia espiritual, los cristianos la comprenden y la odian muy poco, haciendo caso omiso de los derechos divinos, no teniendo en cuenta la santidad de Dios. El segundo fue el pecado de Acán, es decir, la codicia que introdujo el anatema en la asamblea de Dios. Y el tercero, ese altar de Ed, símbolo de la independencia religiosa.

¡Ah!, lector cristiano, ¿no reconocemos en todos estos detalles la historia de la Iglesia responsable? La alianza con el mundo religioso, las riquezas mundanas y la independencia son los principios de la situación actual de la Iglesia. Pero la astucia satánica de Baal-peor es más terrible todavía que el anatema de Acán. Cuando Balaam, después de haber tratado de separar a Dios de su pueblo mediante una maldición vio que no podía lograrlo, usó otra artimaña intentando el inverso, es decir, separar a Israel del Señor su Dios mediante una alianza con las hijas de Moab y la participación a los sacrificios idólatras, y triunfó. Entonces el furor del Señor se encendió contra Israel. Tratándose de los afectos de Dios hacia su pueblo, el adversario tuvo que proclamar que Dios no había percibido iniquidad en él. Sin embargo, en el caso contrario, tratándose de los afectos de Israel hacia su Dios, Satanás logró su propósito: el corazón del pueblo se apegó a un objeto idólatra que lo hizo caer bajo el juicio de Dios. Así sucedía entre los corintios a quienes el apóstol escribe:

No podéis beber la copa del Señor, y la copa de los demonios; no podéis participar de la mesa del Señor, y de la mesa de los demonios
(1 Corintios 10:21).

El mismo mal se advierte en la iglesia de Pérgamo, donde era tolerada la doctrina de Balaam, que enseñaba a comer de cosas sacrificadas a los ídolos; por esta razón el Señor se presenta a esta iglesia como Aquel que tiene la espada aguda de dos filos para juzgar el mal (Apocalipsis 2:14).

El peligro en el cual a menudo caen los creyentes es el de pensar que el culto de Dios puede unirse con la religión del mundo. Fue en esta ocasión que se manifestó el celo de Finees; tomando a pecho la deshonra contra Dios, purificó la asamblea de su mancilla (Números 25:7-8). En el asunto del altar de Ed, su celo lo impulsó a ponerse nuevamente manos a la obra: los sentidos ejercitados por la costumbre en el discernimiento del bien y del mal le capacitaron para descubrir el peligro; discernió ese tercer principio malo: la independencia que significa la ruina del testimonio colectivo. Descubrió que el establecimiento de un nuevo altar, otro centro de culto, no era otra cosa que la rebelión contra Dios y el testimonio: “¿Qué transgresión es esta con que prevaricáis contra el Dios de Israel para apartaros hoy de seguir a Jehová, edificándoos altar para ser rebeldes contra Jehová?… No os rebeléis contra Jehová, ni os rebeléis contra nosotros, edificándoos altar además del altar de Jehová nuestro Dios” (v. 16-19). El santo empeño de Finees previno el peligro; pero como las intenciones del corazón de las dos tribus y media eran rectas, no hubo consecuencias: los hijos de Israel “no hablaron más de subir contra ellos en guerra, para destruir la tierra en que habitaban los hijos de Rubén”, Gad y Manasés (v. 33). Sin embargo, los principios revelados en esta circunstancia permanecen.

¿En qué situación estamos nosotros los cristianos, frente a una lección tan solemne como la que estos hermanos israelitas nos enseñan aquí? La alianza religiosa con el mundo (doctrina de Balaam), la mundanalidad (la codicia de Acán), la independencia, es decir, otro centro de culto que no es la mesa del Señor (el altar de Ed). ¿No son estos los males que azotan a la Iglesia? La independencia religiosa, principio mismo de pecado, esa tendencia natural de nuestros corazones, es altamente exhibida como una cualidad y un deber. Ella, no queriendo reconocer que solo hay un altar, una mesa, establece nuevas denominaciones cada día. Se rebela contra el Señor, y en su ceguera menosprecia no solamente la unidad del pueblo de Dios, sino el único centro de su unidad, el Señor Jesús (Mateo 18:20). Dios nos guarde, amados lectores, de estos tres principios malos que atraen el juicio de Dios sobre su casa: la alianza con el mundo religioso, la mundanalidad y la independencia; esta última, la más sutil, es también la más peligrosa porque, como principio mismo del pecado, está en la base de todos los otros males.

Recordémonos los caracteres de Cristo manifestados en lo que el Espíritu escribe a Filadelfia: la santidad y la verdad, expresadas en sus dos nombres:

Esto dice el Santo, el Verdadero
(Apocalipsis 3:7).

Esta iglesia es aprobada por ensalzar estos dos nombres mediante su dependencia de la Palabra de Dios. No guardemos nada en nuestros corazones, pensamientos, conducta y andar individual o colectivo, que no sea según estos caracteres de Cristo. Vivamos en la santidad y en la dependencia de la verdad, sin las cuales no hay comunión con Dios.