Josué

Estudio sobre el libro de

Capítulo 9

El ardid de Gabaón

A medida que avanzamos en el estudio del libro de Josué, aprendemos a conocer al enemigo bajo nuevos aspectos, como también nuevas flaquezas de los combatientes. Satanás sabe hacer la guerra, disponer sus baterías de distintos modos, atacar de frente, aplastar por una mayoría abrumadora; pero también sabe rodear, engañar por medio de astucias, poner trampas.

En este capítulo 9 hallamos lo que la epístola a los Efesios llama las asechanzas del diablo. Y es en contra de ellas que la Palabra de Dios nos previene expresamente, dándonos la capacidad necesaria para discernirlas, siendo confortados en el Señor con el poder de su fortaleza y revestidos de toda la armadura de Dios para poder estar firmes contra ellas (Efesios 6:11). Esta misma epístola, como los primeros capítulos de Josué, nos muestra el poder de Dios obrando bajo distintos aspectos: “La supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, según la operación del poder de su fuerza, la cual operó en Cristo, resucitándole de los muertos” (Efesios 1:19-20), corresponde al paso del río Jordán. “El ser fortalecido con poder en el hombre interior por su Espíritu” (cap. 3:16) corresponde a los alimentos y la pascua que ofrece el capítulo 5 de nuestro libro. Por último, “fortaleceos en el Señor, y en el poder de su fuerza”, como la exhortación a vestirnos con “toda la armadura de Dios, para que podáis estar firmes contra las asechanzas del Diablo” (cap. 6:10-11), corresponde al discernimiento necesario para desbaratar el ardid de Gabaón.

Jericó fue el obstáculo que cayó frente al poder de la fe. Pero Satanás no se desanimó; al contrario, se introdujo en Israel mediante la codicia de Acán. Luego distrajo al pueblo con su victoria, la confianza en ellos mismos se apoderó de sus corazones. Israel olvidó la armadura de Dios y fue a caer en los lazos del enemigo. Pero esta victoria de Satanás es la escuela de Dios para los justos. Estos pierden la confianza en sí mismos, comprenden lo que exige la santidad de Dios, buscan en la Palabra su salvaguardia, y al fin llegan al sentimiento de su responsabilidad. El enemigo experimenta una nueva y aplastante derrota, sin embargo no se da por vencido; sabe encontrar otro medio para introducirse entre los combatientes que descuidan algún aspecto de la armadura con que tienen que estar revestidos.

Los instrumentos que Dios se digna emplear para el combate son de dos clases. Primero, aquellos que no tienen ningún valor propio. “Lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es, a fin de que nadie se jacte en su presencia” (1 corintios 1:27-29). ¿Puede acentuarse más la nulidad de estos instrumentos? Sin embargo, Dios también emplea instrumentos de gran valor a los ojos de los hombres y a sus propios ojos. Un ejemplo de ello es Moisés, instruido en toda la sabiduría de los egipcios, y Saulo de Tarso: erudito, religioso, de recta conciencia; en apariencia no les faltaba nada para que Dios pudiera utilizarlos. Pero tanto aquellos como estos tuvieron que pasar por la escuela de Dios.

La conciencia de nuestra nulidad como instrumentos nos guarda constantemente en una dependencia de la mano que se sirve de nosotros; este es el camino donde se halla el poder de Dios. Así fue frente a Jericó, pero el pueblo todavía tenía que aprender que sin la dependencia de Dios se convertiría en presa de Satanás. La expresión de esta dependencia es la oración; al terminar la descripción de las distintas piezas de la armadura de Dios, el apóstol dice:

Orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda perseverancia
(Efesios 6:18).

La oración continua y perseverante expresa una dependencia habitual. Pues bien, ¿cuál fue la falta capital de Israel en el relato que nos ocupa?

No consultaron a Jehová (v. 14).

Al final del capítulo anterior vimos la importancia que la Palabra de Dios –la espada del Espíritu de Efesios 6– había vuelto a tomar a los ojos de Israel, sin embargo ahora olvidan consultar a Dios para estar en comunión con él respecto al problema que han de solucionar.

Observemos en qué forma Satanás logró hacer perder a Israel el sentimiento de su dependencia. Lo intimidó mediante un espectáculo pavoroso: la enemistad del mundo, una confederación de reyes reunidos para la guerra. “Cuando oyeron estas cosas todos los reyes que estaban a este lado del Jordán, así en las montañas como en los llanos, y en toda la costa del mar Grande delante del Líbano, los heteos, amorreos, cananeos, ferezeos, heveos y jebuseos, se concertaron para pelear contra Josué e Israel” (v. 1-2). Comenzó por fijar los ojos del pueblo de Dios sobre el formidable poder que amenazaba con aplastarlo; luego, sin ninguna transición, por así decirlo, les ofreció su propio recurso: los habitantes de Gabaón. “Mas los moradores de Gabaón, cuando oyeron lo que Josué había hecho a Jericó y a Hai, usaron de astucia; pues fueron y se fingieron embajadores, y tomaron sacos viejos sobre sus asnos, y cueros viejos de vino, rotos y remendados, y zapatos viejos y recosidos en sus pies, con vestidos viejos sobre sí; y todo el pan que traían para el camino era seco y mohoso. Y vinieron a Josué al campamento en Gilgal” (v. 3-6). Israel no estaba preparado para este encuentro, no tenía toda la armadura de Dios; una de sus piezas le faltaba: la oración. “No consultaron a Jehová”.

¡Cómo se sabe disfrazar Satanás! Vino con cueros de vino, zapatos, vestidos, pan, etc., pero todo era viejo y estaba roto, mohoso; y para engañar mejor, dijo que venía de lejos: “Nosotros venimos de tierra muy lejana”, pero agregó: “Nosotros somos tus siervos”. Aquí nos tienen para ayudarles, parece decir Satanás, “haced ahora alianza con nosotros”. Los conductores de Israel, los príncipes, no tuvieron en cuenta lo que el pueblo sospechó por un momento: “Y los de Israel respondieron a los heveos: Quizás habitáis en medio de nosotros”. Con frecuencia sucede lo mismo. La humildad va acompañada de un ojo sencillo, al cual pertenece la verdadera inteligencia según Dios. Y agregaron: “¿Cómo, pues, podremos hacer alianza con vosotros?”. Sin embargo, a Israel le faltó el arma necesaria para descubrir la astucia del enemigo. ¿Quién hubiera desenmascarado a Satanás sino el Señor? A su vez Josué parece carecer de la misma arma; en vez de consultar al Señor, preguntó al enemigo: “¿Quiénes sois vosotros, y de dónde venís?”. Nada más peligroso que entablar una conversación con Satanás. Eva lo experimentó por su parte. El enemigo respondió: “Tus siervos han venido de tierra muy lejana, por causa del nombre de Jehová tu Dios; porque hemos oído su fama, y todo lo que hizo en Egipto”. Se reconoce la voz del que es mentiroso desde el principio: “Por lo cual nuestros ancianos y todos los moradores de nuestra tierra nos dijeron: Tomad en vuestras manos provisión para el camino, e id al encuentro de ellos, y decidles: Nosotros somos vuestros siervos”. ¡Qué buena ocasión para Israel! Esta gente venía con toda clase de buenas intenciones, buscaba alianza con el pueblo de Dios, reconocía su supremacía moral y espiritual. “Nosotros somos tus siervos”, dijeron a Josué, cosa bien hecha para predisponerlo favorablemente. Por último proclamaron el poder del Dios de Israel, lo que había hecho en Egipto y en el desierto pero, notémoslo, no dijeron nada de lo que Dios había hecho en Canaán. Satanás se hubiera traicionado hablando de los lugares celestiales y de su combate. Puede acreditar a los siervos del Dios Altísimo, “quienes os anuncian el camino de salvación” (Hechos 16:17), y a veces dice mucho más, pero nunca reconoce el señorío de Cristo en virtud de la victoria del Señor sobre él en la cruz (Colosenses 2:15).

Como podemos verlo, los gabaonitas tenían un carácter bien delineado, convicciones religiosas acentuadas; llegaron, pues, a Gilgal sobre el terreno reconocido por Dios. Se presentaron como embajadores “por causa del nombre de Jehová”. Mas eran cananeos disfrazados: el mundo bajo las apariencias de piedad. Israel, hasta este momento, había sido guardado de acudir a algún recurso humano; pero, ¿cómo resistir a aquellos que profesaban el mismo credo y tenían las mismas aspiraciones? Una alianza, ¿no era cosa legítima? «Conocemos a Dios como ustedes, somos sus servidores, y en caso de necesidad podríamos ayudarles»; este es el lenguaje corriente hoy en día, y se llama el ecumenismo. “Edificaremos con vosotros, porque como vosotros buscamos a vuestro Dios, y a él ofrecemos sacrificios”, dijeron los enemigos de Judá y Benjamín (Esdras 4:2). Satanás ofrecía su ayuda para edificar el templo de Dios. ¡Ah!, cuán lejos estaban Josué e Israel de sospechar que estos embajadores en “nombre de Jehová” eran los cananeos a quienes debían exterminar. Cayeron en la trampa, pese a la advertencia divina dada por el común del pueblo: “Quizás habitáis en medio de nosotros. ¿Cómo, pues, podremos hacer alianza con vosotros?”. Helos aquí enredados en compromisos porque descuidaron consultar a Dios; Josué hizo paz con ellos, los príncipes de la congregación les juraron en el nombre de Jehová, tomaron de sus provisiones, señal de comunión, y la alianza se efectúo. Un elemento ajeno, mundano, se introdujo en Israel; y esto en el momento más crítico, cuando todas las naciones de los cananeos estaban unidas para atacarlos. ¡Artificio diabólico, Satanás alcanzó su propósito! Sabía muy bien que desde el momento en que el mal fuera introducido en el campamento de Dios, toda empresa le resultaría fácil. Tuvieron más discernimiento los constructores del templo cuando el enemigo vino a ofrecerles su ayuda en la obra: “Nosotros solos la edificaremos a Jehová Dios de Israel”, contestaron (Esdras 4:3).

Estas cosas, ¿no nos recuerdan la historia de la Iglesia? Desde el tiempo de los apóstoles, los cristianos fácilmente se dejaron seducir por las apariencias de una religión terrenal y mundana, el judaísmo, que trataba de penetrar en el ambiente predicando “otro evangelio”, haciendo perder de vista a la Iglesia su posición celestial, llevando los corazones hacia una alianza con el mundo que crucificó a Cristo. Satanás ganó la partida. Erigió su trono en medio de la Iglesia, y el Señor tuvo que decir al final:

Yo conozco… dónde moras, donde está el trono de Satanás
(Apocalipsis 2:13).

Esta lucha debió librar el apóstol Pablo entre los gálatas. ¡Cuántas dificultades tuvieron que pasar para poner en fuga al enemigo que venía diciendo: “Si no os circuncidáis conforme al rito de Moisés, no podéis ser salvos”! (Hechos 15:1). Pero no siempre hubo el discernimiento y la energía de Pedro y Juan para rechazar el dinero ofrecido por Simón, quien quería el poder de dar el Espíritu Santo (Hechos 8:19), pues Satanás, habiendo ayudado a luchar y construir, entró en la Iglesia. En adelante, el combate no sería solo contra los enemigos de afuera; también habría que hacer frente al poder de Satanás dentro de la misma Iglesia.

La infiltración de los gabaonitas en Israel, y del mundo en la Iglesia, nos hace recordar la parábola del Señor: “El reino de los cielos es semejante a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero mientras dormían los hombres, vino su enemigo y sembró cizaña entre el trigo, y se fue. Y cuando salió la hierba y dio fruto, entonces apareció también la cizaña” (Mateo 13:24-26). Aquí sucedió lo mismo: pasados tres días después del convenio con estos extraños, “oyeron que eran sus vecinos, y que habitaban en medio de ellos” (v. 16). A veces se necesitan más de tres días para descubrir que los que han sido introducidos en la congregación no son verdaderos cristianos; y solo después de una larga noche de espera, cuando el clamor se hace oír: “Aquí viene el esposo”, se manifiestan los que verdaderamente poseen la vida (Mateo 25:6).

La gracia de Dios se manifestó a favor de la Iglesia como también había sucedido con Israel en el caso de los gabaonitas. Si bien es cierto que el mal penetró, no tuvo el desarrollo que Satanás esperaba. Aunque el primer resultado que observamos es el desorden: “Y toda la congregación murmuraba contra los príncipes”, no había otra solución sino soportar la presencia de los que habían dejado entrar por su propia negligencia. “Nosotros les hemos jurado por Jehová Dios de Israel; por tanto, ahora no les podemos tocar. Esto haremos con ellos: les dejaremos vivir, para que no venga ira sobre nosotros por causa del juramento que les hemos hecho… y fueron constituidos leñadores y aguadores para toda la congregación” (v.19-21). La primera murmuración que se oyó en la Iglesia provenía de una diferencia racial: las viudas griegas eran desatendidas en el servicio diario. Una rivalidad carnal les hizo olvidar que el hombre no debe separar “lo que Dios juntó”, pero la solución a este mal trajo también “leñadores y aguadores para la congregación”, es decir, la elección de siete varones llenos del Espíritu Santo para servir a las mesas (Hechos 6:1-7). Tal es la gracia de Dios obrando a favor de la Iglesia para subsanar un mal introducido por haber descuidado la Palabra de Dios. “Y llamándolos Josué, les habló diciendo: “Por qué nos habéis engañado?”. Josué reconoció su error. “Ahora, pues, malditos sois, y no dejará de haber de entre vosotros siervos, y quien corte la leña y saque el agua para la casa de mi Dios… y para el altar de Jehová”. Josué colocó a los gabaonitas en el lugar donde había perecido el rey de Hai, el de la maldición; en ese mismo sitio Israel había sido colocado sobre el monte Ebal, pero librado por el sacrificio ofrecido en el altar. Solamente por el nombre de Jehová, invocado a la ligera por los príncipes del pueblo, los gabaonitas tuvieron el privilegio de servir al altar del Señor donde, como para Israel, el sacrificio les libraba de la maldición.

Otra verdad se desprende del ardid de Gabaón. Israel debería soportar la presencia de extraños; así sucedió para la Iglesia. Hemos de sufrir las consecuencias de nuestra infidelidad, la humillación por el mal introducido en la casa de Dios; pero si somos fieles, podremos diferenciar lo que es verdaderamente de Dios de lo que lleva solamente su nombre. La Palabra discierne esa mezcla y nos la revela, y la fe deja al mundo religioso bajo su maldición, usando a la vez de gracia a su favor; no podemos arrancar la cizaña: “Dejad crecer juntamente lo uno y lo otro”, dijo el Señor; solo el juicio de Dios hará la separación (Mateo 13:30).

Pero esto no es todo: la historia de los gabaonitas no termina en el libro de Josué. Vemos claramente que el propósito de Dios no era quitarles el lugar que habían usurpado en la asamblea de Israel. Cuatro siglos después el rey Saúl, animado por un celo carnal ajeno a los pensamientos de Dios, exterminó a los gabaonitas. Pero esta infracción al juramento no quedó sin castigo: en tiempo de David una calamidad cayó sobre Israel. David buscó a Dios e inquirió acerca de su causa: “Es por causa de Saúl, y por aquella casa de sangre, por cuanto mató a los gabaonitas” (2 Samuel 21:1). La carne que ha introducido el mal busca afanosamente desembarazarse de las consecuencias que la molestan. El camino de Dios es muy distinto y va por una dirección opuesta al de la carne; es menester que sus hijos sean conscientes del mal que han dejado introducir y así se manifieste su comunión con Dios en el día malo. En el tiempo del profeta Ezequiel, Dios ordenó al ángel poner una señal en la frente de los que gemían y clamaban a causa de las abominaciones que se hacían en Jerusalén (Ezequiel 9:4). Tal era la voluntad de Dios: gemir por el mal introducido y separarse de él. Esta señal fue el medio de poner al abrigo del destructor a aquellos que la llevaban. Es, además, la conducta que debemos seguir: si podemos discernir entre el trigo y la cizaña, no debemos de arrancarla, sino separarnos del mal: “Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo” (2 Timoteo 2:19). Esto es lo que un cristiano mundano nunca aprende; la presencia del mundo en la iglesia no lo humilla, al contrario, pretende que es imposible distinguir entre un verdadero hijo de Dios y un cristiano nominal o exigir la separación del mal.

Amado lector cristiano, no se trata de tomar la espada para exterminar el mal, sino de separarnos de él. Cuántas veces la historia de la iglesia se manchó de casos como el de Saúl. La exterminación de los herejes, verdaderos o supuestos, no fue sino la repetición del crimen de Saúl; y este será vengado sobre aquellos mismos que lo cometieron, como lo fue para la casa de Saúl; sus siete hijos fueron ahorcados, hechos a su vez maldición de Dios (2 Samuel 21:9). La luz que se necesita para diferenciar entre un hijo de la raza maldita –pero creyente– de un israelita según la carne, brilla con vivo esplendor en Jesús, el verdadero Hijo de David. “Y he aquí una mujer cananea que había salido de aquella región clamaba, diciéndole: ¡Señor, Hijo de David, ten misericordia de mí! Mi hija es gravemente atormentada por un demonio. Pero Jesús no le respondió palabra… Entonces ella vino y se postró ante él, diciendo: ¡Señor, socórreme! Respondiendo él, dijo: No está bien tomar el pan de los hijos, y echarlo a los perrillos. Y ella dijo: Sí, Señor; pero aun los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos. Entonces respondiendo Jesús, dijo: Oh mujer, grande es tu fe; hágase contigo como quieres” (Mateo 15:22-28). Cananea, sí, según la carne; pero hija de Abraham según la fe.

Quiera el señor que dependamos continuamente de él para discernir, mediante su Palabra, lo que es nacido de Dios, de lo que simplemente aparenta llevar su nombre. Que el Señor nos de ojos abiertos para descubrir las asechanzas del diablo y poder rechazarlas llevando toda la armadura de Dios. ¡Que nos guarde de perder de vista las cosas celestiales o rebajar nuestro cristianismo hasta hacer de él algo bastardo que compartimos con el mundo!