Capítulo 24
La gracia opuesta a la ley
En este capítulo, a través de su siervo Josué, Dios recapitula todas sus vías de gracia para con Israel, desde el llamamiento de Abraham hasta la plena posesión de Canaán. “Reunió Josué a todas las tribus de Israel en Siquem –una ciudad de refugio– y llamó a los ancianos de Israel, sus príncipes, sus jueces y sus oficiales; y se presentaron delante de Dios” (v. 1). Era un momento solemne; Dios, en cuya presencia estaban, les iba a resumir la historia de su gracia para con ellos. Empezó con los patriarcas: “Vuestros padres habitaron antiguamente al otro lado del río (el Eufrates), esto es, Taré, padre de Abraham y de Nacor; y servían a dioses extraños. Y yo tomé a vuestro padre Abraham del otro lado del río, y lo traje por toda la tierra de Canaán, y aumenté su descendencia, y le di Isaac. A Isaac di Jacob y Esaú. Y a Esaú di el monte de Seir, para que lo poseyese; pero Jacob y sus hijos descendieron a Egipto. Y yo envié a Moisés y a Aarón, y herí a Egipto, conforme a lo que hice en medio de él, y después os saqué. Saqué a vuestros padres de Egipto… Después estuvisteis muchos días en el desierto. Yo os introduje en la tierra de los amorreos, que habitaban al otro lado del Jordán, los cuales pelearon contra vosotros; mas yo los entregué en vuestras manos… Después se levantó Balac hijo de Zipor… y envió a llamar a Balaam hijo de Beor, para que os maldijese… y os libré de sus manos. Pasasteis el Jordán, y vinisteis a Jericó, y los moradores de Jericó pelearon contra vosotros… y yo los entregué en vuestras manos… Y os di la tierra por la cual nada trabajasteis, y las ciudades que no edificasteis, en las cuales moráis; y de las viñas y olivares que no plantasteis, coméis” (v. 2-13).
La recapitulación comienza con el llamamiento de Abraham. Dios subraya que el patriarca, como sus antepasados, eran idólatras; no era, pues, nada glorioso para el pueblo oír de quién eran descendientes:
Mirad a la piedra de donde fuisteis cortados, y al hueco de la cantera de donde fuisteis arrancados. Mirad a Abraham vuestro padre
(Isaías 51:1-2 ).
Para poder apreciar la gracia de la cual hemos sido los objetos, es menester recordar el lugar de donde fuimos sacados. “Él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados, en los cuales anduvisteis en otro tiempo, siguiendo la corriente de este mundo”. “Sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo” (Efesios 2:1-2; 1 Pedro 1:18-19). Judíos y gentiles debían recordar que la obra de la gracia fue la que los sacó de sus pecados y del mundo en el cual estaban, para llevarlos al cielo. Introducidos en las bendiciones de Dios para gozarlas, él nos quiere hablar de su gracia y por ella afianzar nuestros corazones; pero para comprenderla bien, es necesario que nuestro estado se halle plenamente revelado. Así sucedió con Israel en los caminos de Dios; por esa gracia llegó a Canaán y allí se enteró, quizá por primera vez, de la idolatría de sus padres y de la ruina total del tronco de donde había salido.
El cristiano hace idéntica experiencia: la ruina total del viejo hombre que abrigamos no se nos manifiesta en su plena realidad sino después de nuestra conversión y numerosas experiencias. ¿Cuándo supo Pablo que era el primero de los pecadores, y que en él no moraba el bien? Solamente cuando la plena luz de Dios alumbró su estado moral; así la ruina del hombre en Adán no nos aparece en su entera realidad sino cuando estamos plenamente librados de él. Pocos cristianos comprenden esta verdad, porque tristemente son pocos los que en realidad gozan de las bendiciones en Cristo. El pródigo sabía y sentía muchas cosas en cuanto a su estado miserable mientras iba de regreso a su casa: el hambre, sus harapos, su pecado, su culpabilidad; pero cuando fue introducido en la casa del padre, oyó por primera vez estas palabras:
Porque este mi hijo muerto era, y ha revivido
(Lucas 15:24).
¡Muerto! Sí, tal era su estado según la apreciación de su padre; así también es la nuestra después de haber sido introducidos en las bendiciones celestiales. ¡Cuán lejos estaba el hijo mayor de realizar esta condición para sí mismo!
Los trece primeros versículos de nuestro capítulo marcan indelebles huellas de la gracia divina desplegada a favor de su pueblo. Después de haber recordado la servidumbre idólatra de Abraham en Ur de los caldeos, señalan la elección de Dios en el patriarca, el llamamiento, la fe y las promesas que se concentran sobre su hijo. En Isaac la gracia recuerda el don del propio Hijo de Dios; en Jacob y Esaú (v. 4) hallamos la libre elección de la gracia, eligiendo a quien quiere, y casi siempre al peor. Seguidamente es mencionado Egipto, nombre que recordaba a Israel su redención; la gracia menciona a Moisés y a Aarón, quienes los sacaron de allí. El mar Rojo es recordado aquí como el lugar donde la gracia se glorificó aniquilando al enemigo; el desierto está mencionado para recordar la gracia siempre activa a favor de un pueblo rebelde y contradictor. La presencia de los enemigos resalta la poderosa gracia de Dios: el egipcio que lo retenía bajo el yugo estaba destruido; el amorreo que se oponía a su marcha estaba desbaratado; Balaam, el enemigo sutil, fue avergonzado. En fin, todas las naciones cananeas huyeron delante de Israel como perseguidas por tábanos. “Los cuales los arrojaron de delante de vosotros”; y la gracia se complace en repetir al pueblo: no es con tu espada ni con tu arco que poseíste esta tierra (v. 12). “Y os di la tierra por la cual nada trabajasteis, y las ciudades que no edificasteis” (v. 13). Una gracia tan maravillosa, ¿no hubiera debido empeñar a la nación a seguir al Señor?
Si Israel hubiera sido conmovido por tan inagotable misericordia, si sus experiencias pasadas hubieran abierto sus ojos sobre el valor de la gracia de Dios, y a la vez sobre su propia indignidad, habría respondido a Dios más o menos en estos términos: Que tu gracia, y solo tu gracia, siga guardándonos y conduciéndonos siempre. Pero su desatino le hizo hablar en esta ocasión como lo hiciera al pie del monte Sinaí.
Allí Dios había recordado también a su pueblo toda la obra misericordiosa realizada a su favor: “Vosotros visteis lo que hice a los egipcios, y cómo os tomé sobre alas de águilas, y os he traído a mí. Ahora, pues, si diereis oído a mi voz, y guardareis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro” (Éxodo 19:4-5). Pero Israel no había comprendido la gracia que lo había llevado hasta allí; confiado en sí mismo, se colocó sobre el terreno de su responsabilidad legal, y respondió: “Todo lo que Jehová ha dicho, haremos” (v. 8), reiterándolo dos veces más (Éxodo 24:3, 7). ¿Estaba mal contestar así? No precisamente; el error consistía en confiar en sí mismos, en el hombre en la carne y sus capacidades, para cumplirle a Dios.
Después de esta primera ocasión en que Israel se confía en sí mismo, una segunda le fue presentada cuarenta años después de su salida de Egipto, cuando terminaron las experiencias del desierto. Dios hizo recordar a su pueblo, a través de Moisés, su tierna misericordia: “Le halló en tierra de desierto, y en yermo de horrible soledad; lo trajo alrededor, lo instruyó, lo guardó como a la niña de su ojo. Como el águila que excita su nidada, revolotea sobre sus pollos, extiende sus alas, los toma, los lleva sobre sus plumas, Jehová solo le guio, y con él no hubo dios extraño. Lo hizo subir sobre las alturas de la tierra, y comió los frutos del campo, e hizo que chupase miel de la peña, y aceite del duro pedernal” (Deuteronomio 32:10-13). ¿En qué forma respondió Israel a tan tierna bondad manifestada a su favor en el desierto? Los mismos versículos lo dicen a continuación; y además el Espíritu de Dios lo recuerda por el profeta: “¿Me ofrecisteis sacrificios y ofrendas en el desierto en cuarenta años, oh casa de Israel? Antes bien, llevabais el tabernáculo de vuestro Moloc y Quiún, ídolos vuestros, la estrella de vuestros dioses que os hicisteis” (Amós 5:25-26).
En estas tres circunstancias: al pie del monte Sinaí, después de las experiencias del desierto antes de cruzar el Jordán, y en la misma tierra de la promesa que ya poseían, Israel confió en sus propias fuerzas en vez de apoyarse solamente en Dios. Todavía ignoraba que la carne no se sujeta a la ley de Dios, y tampoco puede: “Serviremos a Jehová”, contestaron. Sin embargo, acababan de oír su historia sin prestar la atención debida: “Nunca tal acontezca, que dejemos a Jehová para servir a otros dioses; porque Jehová nuestro Dios es el que nos sacó a nosotros y a nuestros padres de la tierra de Egipto, de la casa de servidumbre; el que ha hecho estas grandes señales, y nos ha guardado por todo el camino por donde hemos andado… Nosotros, pues, también serviremos a Jehová, porque él es nuestro Dios” (v. 16-18). ¡Hermosas palabras, expresiones perfectas de hombres de buena voluntad, pero de hombres en la carne!
¿Cuál fue la respuesta de Josué? ¿Se mostró satisfecho? En ninguna manera: sabía que había un mal escondido en el pueblo, una raíz que no había sido extirpada: “No podréis servir a Jehová, porque él es Dios santo, y Dios celoso; no sufrirá vuestras rebeliones y vuestros pecados” (v. 19). Josué sabía que las palabras de Israel no provenían de un corazón sincero. La idolatría tenía raíces demasiado profundas en el pueblo. ¡Cómo podían declarar servir al Señor y proclamar que solo él era su Dios, teniendo consigo ídolos escondidos! Israel desconocía la verdadera santificación que no puede mezclar a Dios con los ídolos:
Quitad de entre vosotros los dioses a los cuales sirvieron vuestros padres al otro lado del río, y en Egipto (v. 14).
¿Estaban estos dioses entre ellos todavía? Jamás los quitaron; la idolatría ha llenado toda su historia. “Ningún siervo puede servir a dos señores” (Lucas 16:13). “Escogeos hoy a quien sirváis… Entonces el pueblo respondió y dijo: Nunca tal acontezca, que dejemos a Jehová para servir a otros dioses” (v. 15-16). Nunca se limpiaron de su idolatría. Dios tuvo que dejarlos seguir el camino de su instinto, y su ruina ha sido total.
Sin embargo, los oímos decir por tercera vez estas palabras: “A Jehová nuestro Dios serviremos, –como lo dijeron otrora en Sinaí– y a su voz obedeceremos” (v. 18, 21, 24). En lugar de la gracia que desecharon, una alianza está concluida aquí; estas palabras fueron escritas en un libro, tanto las que el pueblo acababa de pronunciar como también las de Dios. Afuera, junto al santuario de Jehová, debajo de una encina, Josué levantó una piedra, y agregó: “He aquí esta piedra nos servirá de testigo, porque ella ha oído todas las palabras que Jehová nos ha hablado; será, pues, testigo contra vosotros, para que no mintáis contra vuestro Dios” (v. 26-27).
Esta gran piedra, imagen de la ley, quedó moralmente levantada como testimonio y juicio contra Israel hasta hoy, quien es objeto de un castigo inexorable; sin embargo, aquí no termina Dios sus propósitos: la ley que vino cuatrocientos treinta años después no abroga las promesas de la gracia: “Porque irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios” (Romanos 11:29). ¿Por qué, pues, fue dada la ley?, preguntará alguien. “Fue añadida a causa de las transgresiones”, para que el hombre en la carne sea demostrado enteramente pecador; “el pecado, para mostrarse pecado, produjo en mí la muerte por medio de lo que es bueno, a fin de que por el mandamiento el pecado llegase a ser sobremanera pecaminoso”. ¿Qué queda, pues, a favor de seres en tales condiciones? “Mas cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia; para que así como el pecado reinó para muerte, así también la gracia reine por la justicia para vida eterna mediante Jesucristo, Señor nuestro” (Gálatas 3:19; Romanos 7:13; 5:20-21).
El hecho de que Dios hiciera recordar a Israel sus caminos de gracia a su favor, como por otra parte la ruta opuesta seguida por el mismo pueblo, demuestra que la última palabra divina no es la ley ni el castigo, sino la gracia. Este hecho es de singular importancia, no solamente para este pueblo, sino también para nosotros los cristianos. Introducidos en lugares celestiales, en nuestra verdadera Canaán, y gozando la plena salvación por el Señor Jesucristo, nuestra historia, la de la Iglesia responsable, ¿sería mejor que la de Israel? Para contestar y haciendo justicia a la verdad, sería indispensable recordar lo que ha sucedido en la cristiandad durante los tiempos transcurridos después de los apóstoles hasta hoy. Los capítulos 2 y 3 del Apocalipsis y muchos otros pasajes del Nuevo Testamento revelan la historia pasada y actual de la Iglesia. A la luz de la Palabra de Dios y con el testimonio de la historia, sin temor a equivocarnos, debemos confesar que somos infinitamente más culpables que Israel. ¿Qué nos queda? Como a Israel, solamente la gracia.
En efecto, Dios no concluye sus caminos con el fracaso humano: sus juicios retributivos ejerciendo el castigo tendrán lugar tanto para Israel como para la cristiandad; pero pasarán con la historia de la tierra. Una cosa permanecerá eternamente: el decreto de Dios a favor de los redimidos tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento:
A los que predestinó, a estos también llamó; y a los que llamó, a estos también justificó; y a los que justificó, a estos también glorificó
(Romanos 8:30).
Lo que su boca pronunció, su mano lo cumplirá con base en la obra redentora hecha una vez para siempre en la cruz, y sobre el fundamento de un nuevo pacto hecho a favor de Israel (Jeremías 31:31-34). La sangre bendita de nuestro Señor ya fue derramada, y “todas las promesas de Dios son en él Sí, y en él Amén, por medio de nosotros, para la gloria de Dios” (2 Corintios 1:20). Y si tal era la seguridad del apóstol en cuanto a los propósitos divinos a favor de pobres paganos convertidos, tal era también su seguridad para su amado pueblo en la carne, por lo que reveló un misterio a los cristianos romanos: “Porque no quiero, hermanos, que ignoréis este misterio, para que no seáis arrogantes en cuanto a vosotros mismos: que ha acontecido a Israel endurecimiento en parte, hasta que haya entrado la plenitud de los gentiles; y luego todo Israel será salvo, como está escrito: Vendrá de Sión el Libertador, que apartará de Jacob la impiedad… Porque irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios” (Romanos 11:25-36). Esto hace prorrumpir al apóstol, embelesado: “¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos!… Porque de él, y por él, y para él, son todas las cosas. A él sea la gloria por los siglos. Amén.”