Josué

Estudio sobre el libro de

Capítulos 13-19

Repartición de la tierra

Junto con este capítulo 13 mencionaremos el contenido del resto de esta sección del libro, es decir, del capítulo 15 al 19, reservando el 14 como sujeto de una meditación particular.

Todos los adversarios estaban vencidos, pero no todos habían sido exterminados. El poder enemigo permanecerá en el mundo hasta la manifestación del mismo Señor en la gloria, luego,

El postrer enemigo que será destruido es la muerte
(1 Corintios 15:26).

Ahora bien, para Israel se trataba de desalojarlos, porque mientras el adversario poseyera alguna porción del país de la promesa, el goce del pueblo de Dios no podía ser completo; además, la presencia del enemigo significaba una ocasión permanente de caída. Si este no era aniquilado, o si no se guardaba bien “la entrada de la cueva” donde estaba preso, no tardaría en volver a levantar la cabeza para tomar las armas o, en su defecto, seducir al pueblo vencedor.

Tal fue, efectivamente, la trampa en que cayeron las huestes vencedoras establecidas en Canaán:

Mas a los gesureos y a los maacateos no los echaron los hijos de Israel, sino que Gesur y Maaca habitaron entre los israelitas hasta hoy
(cap. 13:13).

Idéntica observación vemos acerca de los jebuseos: “Mas a los jebuseos que habitaban en Jerusalén, los hijos de Judá no pudieron arrojarlos; y ha quedado el jebuseo en Jerusalén con los hijos de Judá hasta hoy” (cap. 15:63). Efraín tampoco arrojó al cananeo que habitaba en Gezer: “Antes quedó el cananeo en medio de Efraín, hasta hoy” (cap. 16:10). En fin, hallamos la misma afirmación en cuanto a Manasés: “No pudieron arrojar a los de aquellas ciudades; y el cananeo persistió en habitar en aquella tierra” (cap. 17:12). Si los ejércitos de Israel demostraron más o menos energía y fidelidad para tornar aparentemente inofensivos a los cananeos, ni una sola tribu, sin embargo, estuvo a la altura de su cometido. ¿Cuál sería el resultado de esta influencia enemiga para Israel? Los principios mundanos e idólatras que otrora Israel había combatido no tardarían en penetrar, bajo la influencia de los cananeos, cual levadura en medio del pueblo de Dios. La confianza en sus propias fuerzas, la búsqueda de alianzas con las naciones vecinas en lugar de confiar en Dios, la idolatría, etc., invadieron al pueblo. Pero sobre todo, la idolatría de los cananeos los invadió como una gangrena, e Israel terminó por prostituirse con todos los dioses de los gentiles. La corrupción, la mentira, la injusticia, la violencia y la rebelión abierta contra Dios, todas estas cosas que constituían la “maldad del amorreo” (Génesis 15:16), y por la cual el juicio de Dios había caído sobre ellos, vino a ser la triste porción del pueblo terrenal de Dios. Israel mismo, ¡cosa terrible!, reemplazó y se convirtió, por así decirlo, en hordas cananeas que Satanás utilizó para atacar al Señor. ¡Rechazó y crucificó a Cristo, el Hijo de Dios!

Dios ha tenido mucha paciencia para con Israel; les hizo llamados urgentes, les envió juicios parciales seguidos por liberaciones momentáneas, luego nuevos llamados. “¿Qué más se podía hacer a mi viña, que yo no haya hecho en ella?” (Isaías 5:4). Pero al fin el juicio definitivo cayó sobre ellos. Fueron transportados a Babilonia y dispersados entre las naciones. Mas he aquí una cosa maravillosa: si el hombre responsable –aquí, representado en Israel– llegó al fin de su historia, la cual se termina con el juicio, Dios no ha claudicado en sus recursos, a fin de cumplir sus propósitos con este pueblo. “Porque irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios” (Romanos 11:29). Para poder bendecirlos, Dios los atraerá hacia él en una condición totalmente nueva; les hará participar del beneficio del nuevo nacimiento, según lo que está escrito: “Quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne” (Ezequiel 36:26). Dios obrará en sus conciencias para atraerlos; escribirá Sus leyes en sus corazones, les hará conocer el perdón de los pecados y la relación bendita con él, en la cual quiere hacerlos entrar. Entonces serán restauradas de una manera mil veces más benditas que todas las bendiciones perdidas. Oseas 14 nos ofrece un emocionante cuadro en el cual vemos que Israel, después de volverse a Dios pidiéndole las bendiciones del nuevo pacto, exclama: “Quita toda iniquidad, y acepta el bien, y te ofreceremos la ofrenda de nuestros labios” (v. 2). El remanente rechazará toda alianza con el mundo, toda confianza en la fuerza del hombre, todo falso dios, y aprenderá a conocer la misericordia de Dios, de donde depende toda bendición para él: “No nos librará el asirio; no montaremos en caballos, ni nunca más diremos a la obra de nuestras manos: Dioses nuestros; porque en ti el huérfano alcanzará misericordia” (v. 3).

Observemos los cuidados minuciosos que el Espíritu de Dios tomó para definir las fronteras y las posesiones de cada tribu, para que cada una tuviera conocimiento exacto de su porción en la herencia que le había tocado en el país de la promesa. Este detalle tiene su aplicación para el pueblo cristiano. Dios ha dado a cada uno de los suyos un lugar definido y una función en el cuerpo de Cristo. Cada uno de sus miembros está en la obligación de ser consciente de su herencia celestial con Cristo, pero también de ubicación en el cuerpo, para obrar en consecuencia. La energía de la vida que emana de la Cabeza debe hallar en sus miembros la disposición necesaria para el crecimiento, y contribuye a un común impulso. A ello nos exhorta el siguiente texto:

Crezcamos en todo en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo, de quien todo el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas que se ayudan mutuamente, según la actividad propia de cada miembro, recibe su crecimiento para ir edificándose en amor
(Efesios 4:15-16).

Es lo que particularmente podemos notar en relación con las cinco hijas de Zolofehad, cuyos nombres la Palabra se digna mencionar varias veces: Maala, Noa, Hogla, Milca y Tirsa. Para entrar en el goce de su herencia, ellas se presentaron ante la autoridad sacerdotal, el capitán del ejército y los príncipes del pueblo: les recordaron la palabra que el Señor había mandado a Moisés (cap. 17:3-4). Si esta palabra había sido obedecida a lo largo de la lucha para la conquista, también debía ser obedecida para la repartición de la herencia. El elemento femenino acudió a la autoridad más poderosa para obtener la porción de los bienes que la gracia les había otorgado. ¡Cuántas veces notamos esta delicadeza en las mujeres que estuvieron a los pies del Señor Jesús!

La porción de la tribu de Leví

Detengámonos ahora en las disposiciones divinas acerca de la tribu de Leví; son interesantes y tienen su aplicación actual: “Pero a la tribu de Leví no dio heredad; los sacrificios de Jehová Dios de Israel son su heredad, como él les había dicho” (cap. 13:14, 33; Números 18:20; Deuteronomio 18:1-2). La heredad de Leví era el mismo “Jehová Dios de Israel”, por una parte, y por la otra “los sacrificios”, “las ofrendas encendidas de Jehová” (cap. 13:14, V. M.).

Es fácil entender el significado espiritual como la enseñanza que nos ofrece esta disposición de Dios establecida para con la tribu de Leví. En este mundo nosotros no tenemos ninguna herencia; nuestros privilegios, como pueblo celestial, consisten en estar delante de Dios, servirle y además poseerle, tener comunión con él en lugares celestiales; nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo (Mateo 11:27; 1 Juan 1:3). Pero, como los hijos de Leví, nuestra porción es igualmente “los sacrificios de Jehová”, es decir, Cristo, según toda la perfección de su obra y persona ofrecida a Dios. Cristo, Hombre perfecto, tipificado en la ofrenda de flor de harina amasada y untada con aceite (el Espíritu Santo), cubierta de incienso; Cristo: Cordero, víctima, holocausto, sacrificio por el pecado, en fin, todo en lo cual Dios halla eternamente sus delicias. Esta porción es, pues, la nuestra, revelada por las Escrituras y gozada por el Espíritu Santo. “Nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo”.

Pero Cristo también es nuestro modelo. Él ha sido el levita sin mancha, el siervo perfecto, el lector y expositor de la Palabra de Dios, y el medio por el cual Dios bendice (Deuteronomio 21:5; Nehemías 8:7-8; Malaquías 2:5-7). Cristo ha sido el levita por excelencia, de quien está escrito: “Tu Tumim y tu Urim (luces y perfecciones) sean para tu varón piadoso, a quien probaste en Masah, con quien contendiste en las aguas de Meriba, quien dijo de su padre y de su madre: Nunca los he visto” (Deuteronomio 33:8-9). Cristo, el hombre que no tuvo dónde reclinar su cabeza, hizo las mismas experiencias benditas durante su vida en la tierra, y exclamó: “Jehová es la porción de mi herencia y de mi copa”. Y contemplando su herencia celestial, agregó: “Las cuerdas me cayeron en lugares deleitosos, y es hermosa la heredad que me ha tocado” (Salmo 16:5-6).

En fin, amados lectores, nuestra porción actual es al mismo tiempo nuestra heredad futura; pero en plenitud, cuando hayamos alcanzado la meta celestial de la cual en esta tierra solo gozamos las arras (Efesios 1:13-14). Para los hijos de Leví, sacerdotes y ministros de Dios, también llegará el momento de su recompensa, cuando Israel goce en paz de la gloria milenaria bajo el reinado del Mesías. Hablando de este tiempo bendito, al recordar la fidelidad pasada de la tribu de Leví y particularmente la familia de Sadoc, el profeta Ezequiel dice: “Mas los sacerdotes levitas hijos de Sadoc, que guardaron el ordenamiento del santuario cuando los hijos de Israel se apartaron de mí, ellos se acercarán para ministrar ante mí… Y habrá para ellos heredad; yo seré su heredad, pero no les daréis posesión en Israel; yo soy su posesión” (Ezequiel 44:15-28), y continúa mostrando que los “sacrificios de Jehová” serán su porción en ese tiempo glorioso. Abramos ahora nuestras Biblias en los capítulos 4 y 5 del Apocalipsis. Esta escena celestial, ¿no nos habla de las mismas cosas? La comunión perfecta con Dios y con el cordero será la parte de nuestra herencia eterna.