Josué

Estudio sobre el libro de

Capítulo 23

Últimas instrucciones de Josué

Israel ya se hallaba en posesión de su heredad. Por su parte el conductor Josué, viejo y avanzado en años, estaba listo para terminar su carrera. Ahora bien, cuando el sostén visible del orden divino en la congregación falta, y los que estaban al frente en el combate no están más, todo falta en apariencia. Pero si los ojos de los que siguen están realmente fijos en el Señor, si hay fe, nada falta en realidad. Él está siempre presente: “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (Hebreos 13:8). “Jehová vuestro Dios es quien ha peleado por vosotros” (v. 3). Los conductores pueden desaparecer, el éxito de su conducta es una cosa preciosa a considerar, hemos de imitar su fe; pero Jesucristo es el mismo hoy, ayer y por los siglos, es el mismo para salvar, para conquistar y para alcanzar la meta de la carrera. Él no cambia, no se va, permanece con nosotros todos los días; además tenemos su Palabra, y es a ella, como lo hiciera Pablo con los ancianos de Efeso (Hechos 20:32), que Josué encomendó al pueblo:

Esforzaos, pues, mucho en guardar y hacer todo lo que está escrito en el libro de la ley de Moisés, sin apartaros de ello ni a diestra ni a siniestra (v. 6).

Nada falta si hay fe en el Señor y obediencia a su Palabra. Pero si esto no existe, todo se desploma, como sucedió con Israel y la iglesia.

Para que en lo sucesivo Israel se mantuviera a la altura de sus privilegios, era imprescindible que el poder del Espíritu de Dios, quien en la persona de Josué los había conducido a la victoria, obrara eficazmente en sus almas y en su conducta. “Esfuérzate y sé valiente”, había dicho Dios a Josué antes de comenzar la lucha, porque tú harás que este pueblo herede la tierra que juré a sus padres que les daría. He aquí, pues, el poder para obtener la victoria; a su vez, después de haber probado cuán acertada fue la orden divina, Josué ordenó al pueblo: “Esforzaos, pues, mucho”. Esta fuerza debía realizarse en ellos. Pero, ¿en qué forma podía evidenciarse ese poder espiritual en el pueblo? En la misma forma que lo había sido para el conductor: en la obediencia a la Palabra escrita, “en guardar y hacer todo lo que está escrito en el libro” (v. 6).

Para obedecer así, el pueblo poseía el poder del Espíritu de Dios, pero también había tenido un modelo, un hombre, Josué, en quien la Palabra de Dios había obrado hasta el fin del camino de la obediencia. Nosotros somos más privilegiados, ¡tenemos al verdadero Josué, al Modelo perfecto, al Autor y Consumador de la fe! Pero notemos, además, que Josué como el apóstol Pablo tenía pleno conocimiento de los cambios que se producirían en el pueblo de Dios; algunos síntomas se advertían. Después de las primeras victorias, Israel había demostrado poco entusiasmo para terminar la conquista del país. Una vez pasado lo que podríamos llamar “el primer amor”, Josué tuvo que decirles: “Hasta cuándo seréis negligentes para venir a poseer la tierra que os ha dado Jehová el Dios de vuestros padres?” (cap. 18:3). En los tiempos de Pablo, los cristianos precisaban amonestaciones para que retuviesen hasta el fin el principio de su esperanza; al mismo Timoteo el apóstol escribe: “Por lo cual te aconsejo que avives el fuego del don de Dios que está en ti… Porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio” (2 Timoteo 1:6-7). Pero el mismo Señor Jesús reveló claramente todo lo que iba a suceder en la iglesia como expresión del reino de Dios manifestado en la tierra: “El reino de los cielos será semejante a diez vírgenes que tomando sus lámparas, salieron a recibir al esposo. Cinco de ellas eran prudentes y cinco insensatas… Y tardándose el esposo, cabecearon todas y se durmieron”. “Pero mientras dormían los hombres, vino su enemigo y sembró cizaña entre el trigo, y se fue” (Mateo 25:1-5; 13:25).

Estos dos hombres, Josué y Pablo, con una lucha distinta pero parecida en su aplicación espiritual, discernían ciertos síntomas de la decadencia de su obra; sin embargo, tanto para Israel como para la Iglesia, el poder preservativo y el guía infalible es el mismo: la Palabra de Dios. Josué exhortó a los ejércitos israelitas a permanecer fieles a esa Palabra; Pablo encomendó a los ancianos de Efeso

 

A Dios, y a la palabra de su gracia, que tiene poder para sobreedificaros y daros herencia con todos los santificados
(Hechos 20:32).

Edificar, dar una herencia a los santificados y guardarlos de la influencia mundana es lo que la Palabra de Dios puede hacer tanto por los cristianos como por Israel. Este podía gozar de su heredad en Canaán, pero, y sobre todo, ser guardado de la influencia idólatra de sus poderosos vecinos. “No os mezcléis con estas naciones que han quedado con vosotros, ni hagáis mención ni juréis por el nombre de sus dioses” (v. 7). Por haber olvidado esta exhortación, Israel fue cayendo gradualmente al nivel de las naciones idólatras. Veamos cómo la pendiente es a la vez insensible y resbaladiza: tomamos lugar con los inconversos, luego olvidamos la separación con el mundo, hacemos mención de sus dioses, los principios que rigen al mundo primero se nos hacen familiares, luego nos dirigen, les servimos y al fin nos postramos ante ellos. Llegamos a ser unos miserables esclavos del mundo y de su príncipe: “Hijitos, guardaos de los ídolos”, último versículo de la primera epístola de Juan.

La energía que debían demostrar para conquistar a Canaán y marchar hacia delante no estaba fundada solamente en exhortaciones y advertencias; ¿qué hubiera habido entonces para el corazón? Escuchemos más bien: “Mas a Jehová vuestro Dios seguiréis, como habéis hecho hasta hoy”. “Guardad, pues, con diligencia vuestras almas, para que améis a Jehová vuestro Dios” (v. 8,11). Si el primer medio para guardar el corazón es la obediencia, el segundo es el apego al Señor; es necesario que el corazón y los afectos estén unidos a la persona de Cristo. Después de la obediencia viene la comunión. ¿Piensan a menudo, amados lectores, en este texto del Salmo 63, que debería estar subrayado en nuestras Biblias:

Está mi alma apegada a ti; tu diestra me ha sostenido?
(Salmo 63:8).

Sentimos allí un corazón enteramente entregado al Señor, conversando con él, un alma embelesada, llena de la hermosura de su objeto; descubre en Cristo una fuerza que la eleva por encima de toda dificultad y la preserva a la vez de todo peligro: “tu diestra me ha sostenido”. “Atráeme; en pos de ti correremos” (Cantares 1:4), puede exclamar. En tal comunión y con semejante poder del primer amor, ¿qué eran las imágenes y los falsos dioses de los cuales Israel debía huir? Elementos para el fuego. ¿Qué son todos estos errores, falsas doctrinas y codicias mundanas cuando se goza de la persona de Cristo? ¡Oh, que podamos hallar, en estos días de tanta confusión, este apego íntimo que siente el alma con su Señor! Es el estado de un corazón que no hace alarde de sus sentimientos o de su consagración a Dios, un corazón que no dice: “Yo soy rico, y me he enriquecido” (Apocalipsis 3:17), sino que en el silencio, cuando solamente su oído puede oír el susurro, dice al Señor: Te amo, porque tú me amaste primero, pero también te amo por tu incomparable belleza. ¡Oh Modelo inimitable del cual quisiera reproducir algunos rasgos, mi alma está apegada a ti para seguirte!

Si la obediencia y el apego a Dios son los dos primeros medios para seguir hacia delante, el tercero es la vigilancia: “Guardad, pues, con diligencia vuestras almas” (v. 11). “Mirad por vosotros” (Hechos 20:28). La entrada a nuestro corazón es de fácil acceso: codicias de toda clase están sembradas en el camino, siempre sutiles, las cuales debilitan nuestros afectos hacia el Señor, nos alejan de su Palabra, nos hacen perder el tiempo precioso y crean un algo que estorba el corazón en su presencia. Entonces la disciplina es necesaria: “Porque si os apartareis, y os uniereis a lo que resta de estas naciones que han quedado con vosotros, y si concertareis con ellas matrimonios, mezclándoos con ellas, y ellas con vosotros… os serán por lazo, por tropiezo, por azote para vuestros costados y por espinas para vuestros ojos” (v. 12-13). Querido lector cristiano, ¿cuál es el estorbo que le impide gozar del Señor?