Josué

Estudio sobre el libro de

Capítulo 10

La victoria de Gabaón

Antes de entrar en este nuevo tema deseamos hacer una o dos observaciones importantes. Cuanto más meditamos estos primeros capítulos de Josué, más nos llama la atención el papel que Satanás, el adversario, juega en la lucha de Israel contra los cananeos. Tiene un curso de circunstancias para cada ocasión. Sin que lo sospechen, él conduce a los hombres, sugiriéndoles decisiones, las cuales estos creen tomadas y elaboradas por su propia voluntad; así el diablo alcanza su propósito, a veces valiéndose de los mismos hijos de Dios que tuvieron la osadía de prestar oído a sus seducciones. En medio del formidable funcionamiento del mundo y sus innumerables actividades, Satanás se oculta de tal manera que ningún síntoma extraordinario permite sospechar su presencia. Y a veces es tan poco notaria su existencia que muchos llegan a negarla. ¿Qué tiene que ver Satanás con circunstancias tan naturales, la política, las ambiciones humanas, las luchas entre los pueblos?

Y después de todo, ¿quién tiene razón en esta lucha? ¿En qué bando está la verdadera y justa causa? ¿Cuál es el agresor? ¿Dónde se encuentra el espíritu de crueldad y exterminio? Pesemos los hechos, seamos equitativos, decidamos. Oigo, peso, y me pongo a favor de los cananeos, el morador y dueño de estos lugares, y en contra de Israel el invasor. En conclusión, me he puesto a favor de Satanás y en contra de Dios. Sin embargo, me he equivocado: el enemigo logró por los hechos mismos hacerme juzgar de manera diferente a Dios. Para discernir la verdad y obtenerla, debo abrir la Palabra de Dios y escucharlo solo a él; únicamente ella puede revelarme la verdad, la luz, la justicia, la santidad. Desde luego, estando del lado de Dios, mi alma no tendrá dificultad para juzgar entre el bien y el mal; Satanás será desenmascarado y sus designios puestos a la luz.

Mas el adversario no se da por vencido. Para engañar a las almas, ataca directamente a los portadores de la Palabra de Dios, a los que llevan la espada del Espíritu y su testimonio. Penetra en su corazón mediante la codicia, y después de haber cumplido su obra corruptora, pregunta: ¿Son estas personas mejores que las demás? Hablan de separación, pero miren a Acán, a los gabaonitas. Hablan de humildad, pero observen su confianza en sí mismos, su orgullo espiritual. Estos argumentos a menudo penetran en las almas, a las cuales el enemigo logra hacerles rechazar a Dios. Otra observación se deduce de las anteriores: Satanás tiene dos grandes medios para corromper a los hijos de Dios. El primero es el anatema, la codicia, el mundo introducido en el corazón; el segundo es la alianza con Gabaón: el mundo introducido en nuestro andar. A través de toda nuestra carrera cristiana, debemos ser guardados de estas dos trampas. Siempre se plantea esta doble pregunta: ¿Basta el Señor a mi corazón, o buscaré los atractivos que el mundo me ofrece? ¿Existe algún medio para permanecer como fieles cristianos, nada más que cristianos en nuestro corazón como en nuestro andar, completamente separados del mundo, aun del mundo religioso, de no darle la mano ni entrar en ninguna asociación con él? Satanás logró hacer caer a la iglesia en estas dos trampas. Como Israel, la iglesia comenzó por la codicia: la historia de Ananías y Safira fue su primera caída; luego concluyó aliándose con el mundo, tal como lo vemos hoy día.

Una nueva confederación de reyes se organizó, pero esta vez no estaba dirigida contra Israel sino contra Gabaón. Así comienza nuestro capítulo: “Por lo cual Adonisedec rey de Jerusalén envió a Hoam rey de Hebrón, a Piream rey de Jarmut, a Jafía rey de Laquis y a Debir rey de Eglón, diciendo: Subid a mí y ayudadme, y combatamos a Gabaón; porque ha hecho paz con Josué y con los hijos de Israel” (v. 3-4). Parece que Satanás luchara contra sí mismo, pero es una de sus artimañas para lograr una victoria. “Entonces los moradores de Gabaón enviaron a decir a Josué al campamento en Gilgal: No niegues ayuda a tus siervos; sube prontamente a nosotros para defendernos” (v. 6). ¿Ayudaría Israel a Gabaón o dejaría que lo exterminaran? Este parecía un medio excelente para desembarazarse de las consecuencias de su falta; pero ¿dónde quedaría la rectitud ante Dios? ¿Qué sería de su humillación y disciplina? Por otra parte, acudir al llamado de Gabaón significaba aceptar definitivamente su alianza con el mundo. Satanás suele presentar semejantes dilemas. ¡Cuántas veces los puso en el camino del hombre por excelencia, Cristo, quien fue perfecto en todas las cosas! Fariseos, saduceos y herodianos fueron sus instrumentos; el asunto del tributo para pagar a César y el adulterio de una mujer fueron algunos de sus ardides. Y nosotros, ¿cómo podremos salir siempre victoriosos de estos dilemas? Por la sencilla dependencia de Dios realizada en la escuela de Gilgal, expresada por la oración. A menudo hemos notado que el solo hecho de estar en Gilgal no preservó a Israel de un error. Los gabaonitas fueron a Gilgal para hablar con Josué, y allí este se dejó engañar. Lo que a veces nos falta es la aplicación práctica de la cruz de Cristo en todos los detalles de nuestra vida, es decir, despojarnos de la confianza en nosotros mismos: “Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros” (Colosenses 3:5). Es necesario no solamente estar en Gilgal (v. 6), sino subir de Gilgal (v. 7) y volver a Gilgal (v. 15). La circuncisión y Gilgal son dos cosas inseparables, como lo son la cruz y su poder aplicados a nuestro testimonio diario.

Hemos visto que el enjuiciamiento de sí mismo produce la dependencia de Dios, la que a su vez se manifiesta en felices comunicaciones con él, experiencia que el alma nunca había conocido antes. Eso es lo que vemos en estos versículos: “Jehová dijo a Josué” (v. 8); “Josué habló a Jehová” (v. 12); “habiendo atendido Jehová a la voz de un hombre”, Josué (v. 14). Hay contacto permanente con Dios, una de las condiciones indispensables para luchar; el aliciente, el poder y la victoria son los frutos benditos de esta dependencia que mantiene nuestras almas en relación con Dios. Por fin Israel se hallaba en condiciones para continuar sin trabas el camino hacia la conquista. Sin embargo, notemos que aquí no es tanto el pueblo, sino el mismo Dios quien combate: turba al enemigo, lo hiere, arroja sobre él grandes piedras. “Y fueron más los que murieron por las piedras del granizo, que los que los hijos de Israel mataron a espada” (v. 11). Fue Dios quien entregó a Maceda, Libna, Laquis, fue él quien destruyó al enemigo, y por otra parte, el que pudo combatir libremente con sus ejércitos sin impedimento que quitar de en medio de ellos por la disciplina. Así los vemos obtener la mayor victoria que jamás haya sido consignada en la Palabra de Dios:

Entonces Josué habló a Jehová el día en que Jehová entregó al amorreo delante de los hijos de Israel, y dijo en presencia de los israelitas: Sol, detente en Gabaón; y tú, luna, en el valle de Ajalón (v. 12).

Un día que duró veinticuatro horas a fin de permitir al pueblo recoger hasta el último fruto de su triunfo.

Y no hubo día como aquel, ni antes ni después de él (v. 14).

Si esto fue para la lucha “contra carne y sangre”, cuánto más lo es para la lucha en el día de la gracia. El sol no se apresura en ponerse, Dios no tiene prisa para que el día de la salvación se termine, aunque ya estamos en su ocaso, pues no quiere que ninguno perezca.

El Dios del cielo y de la tierra, el Creador del universo, proclamó así que Israel, este pueblo vencido ante Hai y engañado por Gabaón, cuya conducta habría podido agotar su paciencia, pero un pueblo juzgado, humillado y con el corazón doblegado, era objeto de su favor y sin obstáculo podía llevarlo al triunfo. “Habiendo atendido Jehová a la voz de un hombre”. Querido lector, todos nosotros estamos en esta misma condición. Por débiles que seamos, podemos dirigirnos a él a través de Cristo, cuya voz Dios atiende con agrado y nos lleva siempre en triunfo con él. “En tiempo aceptable te he oído, y en día de salvación te he socorrido” (2 Corintios 2:14; 6:2). Cuando la gracia manifiesta su poder, hasta el sol puede retroceder. El piadoso rey Ezequías pudo comprobar que Dios no tenía afán en apagar la luz de su testimonio: hizo retroceder el sol diez grados y le dio quince años más de vida.

Nada era demasiado elevado para Josué. Conociendo el corazón y la voluntad de Dios, podía pedir hasta que los cielos, el sol y la luna se pusieran al servicio de sus amados. Si la Palabra de Dios permanece en nuestro corazón: “Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho”, nos dice el Señor (Juan. 15:7). Desde entonces Israel marchaba de victoria en victoria. Maceda, Libna, Laquis, Gezer, Eglón, Hebrón y Debir fueron las siete etapas victoriosas al tomar posesión de la tierra prometida. Cinco reyes fueron apresados en la misma cueva donde se escondieron; pero no era el momento de matarlos. “Rodad grandes piedras a la entrada de la cueva”, ordenó Josué (v. 18-19). Se les guardó presos en el mismo sitio donde se refugiaron, en la oscuridad de una cueva. Las tinieblas serán la porción del príncipe de las tinieblas; este será arrojado en el abismo, allí donde se hallan guardados con cadenas y prisiones de oscuridad los ángeles que pecaron (2 Pedro 2:4; Apocalipsis 20:1-3). Satanás, la muerte y el infierno, estos “reyes enemigos”, ya fueron vencidos por Cristo en la cruz. Mientras esperamos el día en que el Dios de paz quebrante a Satanás debajo de nuestros pies (Romanos 16:20), recojamos constantemente los frutos de nuestra victoria, en tanto que dura el día de la gracia. “Llamó Josué a todos los varones de Israel, y dijo a los principales de la gente de guerra que habían venido con él: Acercaos, y poned vuestros pies sobre los cuellos de estos reyes. Y ellos se acercaron y pusieron los pies sobre los cuellos de ellos” (v. 24). Nos parece oír al Señor decir a sus discípulos: “He aquí os doy potestad de hollar serpientes y escorpiones, y sobre toda fuerza del enemigo, y nada os dañará” (Lucas 10:19-20). Primicias de victorias futuras: “Porque preciso es que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies. Y el postrer enemigo que será destruido es la muerte” (1 Corintios 15:25-26). El versículo 27 llama aún nuestra atención: una experiencia precedente ayudó a Josué a discernir el camino a seguir, porque había sido hecha con Dios. Ya estaba acostumbrado a lo que conviene a la santidad de Dios: no dejó colgados en los maderos a estos cinco reyes vencidos; a la caída del sol, los hizo bajar y echar en la cueva donde se habían escondido. Además, esta referencia nos hace recordar la cruz donde Satanás fue vencido; las tinieblas serán su suerte por la eternidad: “Pusieron grandes piedras a la entrada de la cueva, las cuales permanecen hasta hoy” (v. 27). ¡Qué contraste advertimos ante la tumba de Lázaro, donde el Señor ordena: “Quitad la piedra”, y mayor aún en el sepulcro del Vencedor de la muerte, de cuya entrada un ángel rodó la piedra para siempre!