Josué

Estudio sobre el libro de

Capítulo 3

El Jordán

Los dos capítulos anteriores, que podríamos llamar preliminares, nos han llevado a la parte principal del relato; para entrar en el país de la promesa, Israel debía cruzar el río Jordán, ¿qué es, pues, el Jordán?

Hasta el punto donde hemos llegado con nuestro relato, la salvación de Israel había estado caracterizada por dos eventos de suma importancia: la pascua y el mar Rojo. Para comprender el alcance espiritual del tercer evento, es decir, el paso del Jordán, es necesario comprender el de los dos primeros. Cada uno de estos tres hechos nos presenta un aspecto de la cruz de Cristo. Pero para nosotros la cruz encierra una riqueza infinita, pues todos los símbolos y figuras del Antiguo Testamento no alcanzan a representar toda su profundidad y extensión.

Sin embargo, entremos en unos detalles: en la pascua hallamos la cruz de Cristo cual abrigo para el pecador: “Tómese cada uno un cordero… y lo inmolará toda la congregación… y tomarán de la sangre, y la pondrán en los dos postes y en el dintel de las casas… Pues yo pasaré aquella noche por la tierra de Egipto, y heriré a todo primogénito en la tierra de Egipto… y veré la sangre y pasaré de vosotros” (Éxodo 12:3-13). La misma necesidad que Israel tenía de un sacrificio comprobaba que se hallaba bajo peligro de muerte tanto como los egipcios. Y solo bajo esa sangre se hallaba al abrigo. El castigo debía caer sobre todos, mas Dios dio a Israel este medio de salvación, y no porque el pueblo lo mereciera. El amor de Dios proveyó el sacrificio que alejó el juicio divino: tal es el Señor Jesús para nosotros. Su sangre derramada detiene el castigo del Dios santo y justo, castigo que debía caer sobre el pecador. Esto es la expiación; mantiene a Dios fuera, por así decirlo, al mismo tiempo que protege y da seguridad, adentro, a los que hemos obedecido por la fe: “Veré la sangre y pasaré de vosotros”. No olvidemos que el amor de Dios ha provisto en la persona de Jesús la única víctima capaz de enfrentar su propio juicio, el que jamás hubiéramos podido evitar.

La pascua, además, nos enseña otra verdad: la sangre derramada era la de un cordero cuya carne debía ser asada al fuego. “Ninguna cosa comeréis de él cruda, ni cocida en agua, sino asada al fuego; su cabeza con sus pies y sus entrañas” (Éxodo 12:9). Cristo nuestra pascua ha sido sacrificada, escribe el apóstol (1 Corintios 5:7). Él padeció en nuestro lugar el juicio de Dios, y de la manera más completa tanto exteriormente como en las profundidades infinitas de su alma. Mientras la sangre protege al que se cobija bajo su eficacia, el cordero es el alimento para su corazón: “Mi carne es verdadera comida” (Juan 6:55). Además, la comida pascual debía ser acompañada con hierbas amargas. ¡Ah!, amado lector, si el alimento que Cristo nos da, su propia carne, es de sabor agradable al paladar espiritual, no debemos olvidar los amargos y profundos sufrimientos que le causaron nuestros pecados, pecados que están absolutamente expiados por medio de él. “Se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado” (Hebreos 9:26). Fue en “Moriah”, que significa amargura del Señor, donde el Hijo bebió hasta vaciar la copa que el Padre le dio, mezclada con la hiel de nuestro juicio.

Si en la pascua hemos hallado el abrigo y la expiación, el primer aspecto de la cruz de Cristo, en el mar Rojo hallamos un segundo aspecto: la redención. En efecto, si el cordero pascual detuvo el cuchillo del juicio alzado contra Israel en Egipto, recibiendo él su golpe, en el mar Rojo Dios intervino como Salvador a favor de los suyos perseguidos por Satanás. El momento era crítico; la situación terrible. ¡Perseguiré, alcanzaré!, dijo el enemigo, pues quería recobrar su presa. Faraón y su ejército pensaban aniquilar a Israel, acorralado entre su espada y el mar. El pueblo de Dios se hallaba sin recurso frente a la destrucción, y era incapaz de combatir. Mas, en ese momento Dios intervino.

No temáis; estad firmes, y ved la salvación que Jehová hará hoy con vosotros… Jehová peleará por vosotros, y vosotros estaréis tranquilos
(Éxodo 14:13-14).

Dios intervino a favor de Israel peleando contra los enemigos de su pueblo. Así es para el pecador, el poder de Satanás lo empuja hacia la muerte, la muerte como juicio de Dios. “Está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio” (Hebreos 9:27). Ahora bien, es necesario que tarde o temprano el alma tenga que vérselas con este último; directa y personalmente debe enfrentarse con la muerte, cual expresión del juicio de Dios. El pecador no tiene medios para escapar; es incapaz de luchar contra Satanás, carece de recursos frente al poder de la muerte. Mas en esta situación extrema es que Dios interviene, la vara de su autoridad judicial se extiende, no contra el pecador, sino a su favor, sobre el poder de la muerte, el mar, que hubiera debido ser su sepulcro. “Alza tu vara, y extiende tu mano sobre el mar, y divídelo, y entren los hijos de Israel por en medio del mar, en seco” (Éxodo 14:16). En vez de ser un abismo, el mar se tornó en un camino seguro que llevó a la orilla opuesta a los que entraron allí por el poder de la fe (Hebreos 11:29).

¡Horas solemnes cuando todo un pueblo en las tinieblas de la noche, alumbrado por la columna de la gloria de Dios que lo conducía, pasó entre esas murallas líquidas alzadas por la poderosa acción de un “recio viento oriental” (el viento que sopló sobre Otro en la tormenta del Gólgota), murallas que en lugar de engullirlo le fueron una protección! La solemnidad de esas horas permaneció grabada por siempre en el recuerdo de todo Israel, mientras que su horror desapareció por la eternidad. Ahora bien, en toda esta escena hallamos algo que conmueve a todo creyente: un tipo de la muerte y el juicio sufrido por otro, el Señor Jesús. Él se presentó por nosotros. “¿Por qué clamas a mí?”, dijo el Señor a Moisés. Y en el huerto de Getsemaní oímos a Aquel cuya frente se cubrió de sudor de sangre, quien con ruegos y súplicas pidió ser librado de la muerte. “Di a los hijos de Israel que marchen… y entren los hijos de Israel por en medio del mar” (Éxodo 14:15). “Las aguas han entrado hasta el alma. Estoy hundido en cieno profundo, donde no puedo hacer pie; he venido a abismos de aguas, y la corriente me ha anegado”, dijo el Señor (Salmo 69:1-2; Jonás 2:4-6). En las tres últimas y tenebrosas horas de la cruz, Cristo llevó el justo castigo de Dios contra del pecado. Abandonado por Dios, Cristo sufrió todo el horror de la muerte, y lo sintió en las profundidades infinitas de su alma santa, a fin de abrirnos el camino hacia el cielo.

Si el pueblo atravesó el mar en seco, significa que el juicio divino no halló nada que juzgar en él. Pudo subir sano y salvo a la orilla opuesta, donde en figura hallaba su resurrección. Igualmente para nosotros, pues todo el juicio se desató sobre la Víctima en la cruz. Esta es la enseñanza que presenta el mar Rojo. El pueblo redimido prorrumpió en alegrías del otro lado: fue salvo. El ejército adversario halló su destrucción y su tumba donde los rescatados hallaron un camino. Todo espanto había pasado, no quedaba ningún enemigo. Para nosotros esto corresponde a la hermosa expresión de la epístola: “Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo, para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre” (Hebreos 2:14-15).

Pero lo que nos hace partícipes de esta victoria es la fe: “Por la fe pasaron el mar Rojo como por tierra seca; e intentando los egipcios hacer lo mismo, fueron ahogados” (Hebreos 11:29). Mientras la fe atraviesa la muerte, el mundo que intenta hacer lo mismo por su propio poder encuentra el juicio divino y las enfurecidas aguas del “rey de los espantos” (Job 18:14). Los egipcios probaron el camino por donde entró Israel; el mundo de hoy con su religión se mezcla a los salvados, cree en el mismo Dios, predica al mismo Jesús y tiene la misma Biblia, pero le falta el poder de la salvación que procede de una fe viva en la muerte y resurrección de Jesús. La muerte cual juicio de Dios será el sello de su perdición.

Después de haber subido del mar Rojo, como tipo de la muerte y resurrección de Cristo, preguntémonos cuál es la extensión de la liberación operada a nuestro favor. Esa liberación se llama salvación. Palabra sencilla, pero para nuestro corazón tiene una importancia inigualable que toca el mismo cielo. En la salvación hay un lado negativo y otro positivo. El primero es la destrucción del enemigo, de todo su poder y de las consecuencias de ese poder. “Condujiste en tu misericordia a este pueblo que redimiste; lo llevaste con tu poder a tu santa morada”. “Vosotros visteis lo que hice a los egipcios, y cómo os tomé sobre alas de águilas, y os he traído a mí” (Éxodo 15:13; 19:4). “Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1 Pedro 3:18). “Habiendo de llevar muchos hijos a la gloria, perfeccionase por aflicciones al autor de la salvación de ellos” (Hebreos 2:10). “Por medio de él los unos y los otros tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre” (Efesios 2:18). Bendición infinita para un pueblo librado de la muerte, salvado de la esclavitud, llevado por un camino nuevo y vivo a la presencia misma de Dios, quien para nosotros los cristianos es el Padre. “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios” (1 Juan 3:1).

En toda esta obra, ¿cuál era la actuación de Israel y cuál es la nuestra? Absolutamente ninguna. La salvación nos es traída por la libre gracia de un Dios que no nos exige nada, pues se lo reclamó todo a Cristo en la cruz, pero que halla su satisfacción en ser un dador soberano, un dador eterno. “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios” (Efesios 2:8). Notemos aquí que, en la pascua como en el mar Rojo, la magnífica ostentación del poder de Dios está atribuida a la fe. “Por la fe celebró la pascua… Por la fe pasaron el Mar Rojo” (Hebreos 11:28-29). ¿No es una maravilla de la gracia de Dios, quien todo lo hace y lo atribuye luego a los que le obedecen?

Volvamos al Jordán. La expiación fue realizada en la pascua, la redención en el Mar Rojo. Aquí, en el Jordán, se adquiere el estado propicio para entrar en posesión del país prometido. Entre el mar Rojo y el Jordán, Israel había atravesado el desierto. Esta distancia consta de dos partes: en la primera, hasta el monte Sinaí, la gracia condujo al pueblo, la misma gracia que lo había rescatado de Egipto, comprobando por ella los recursos de Cristo a través de todas las flaquezas de los que protegía. “Todos comieron el mismo alimento espiritual, y todos bebieron la misma bebida espiritual; porque bebían de la roca espiritual que los seguía, y la roca era Cristo” (1 Corintios 10:3-4). En la segunda parte del viaje, después del Sinaí, Israel se halló bajo el régimen de la ley, el cual deliberadamente escogió; entonces el pueblo fue probado para que conociera lo que había en su corazón: experiencia que era indispensable. La prueba demostró el estado carnal de Israel: vendido al pecado, no teniendo en él ninguna fuerza. Hasta su propia voluntad era enemiga de Dios; rehusó obedecer la ley, se rebeló incluso cuando se trató de ocupar el monte de los amorreos para entrar en posesión de las promesas (Números 14).

El estado moral de Israel constituía, pues, un obstáculo absoluto que le cerraba el paso hacia Canaán. Y cuando llegó al fin de sus experiencias en el desierto, he aquí el Jordán, un río desbordante que se oponía con justicia al avance del pueblo. El mar Rojo les había obstruido el paso en su salida de Egipto, el Jordán les impedía entrar en el país prometido. Como frente al mar Rojo, Israel carecía de recursos propios para cruzar el río; intentar hacerlo hubiera sido el fin del pueblo, ser tragado por el río. Necesitaban alguien que les abriera el camino. Aquí encontramos, en las aguas del Jordán, un nuevo tipo de la muerte. Vencer este obstáculo significaba la victoria del pueblo de Israel sobre sí mismo, el fin del hombre en la carne, y al mismo tiempo la victoria sobre el poder que Satanás tenía sobre nosotros por la “carne”. Pero, ¿cómo salvar estos obstáculos? En nosotros mismos no tenemos fuerzas para ello; la corriente del juicio de Dios en contra del “viejo hombre” nos separa del goce de las promesas. “¡Miserable de mí!”, exclama Pablo, “¿quién me librará de este cuerpo de muerte?” (Romanos 7:24).

Pero aquí también la gracia de Dios ha provisto todo.

El arca condujo al pueblo; no solamente le hizo conocer el camino por el cual debía andar –pues jamás había pasado por esos lugares– sino que también se asoció al pueblo para cruzar el río de la muerte y dejar en su lecho lo que no podía pasar a la otra orilla (v. 3-4).

Los sacerdotes, representantes del pueblo, debían cargar el arca del pacto sobre sus hombros y pasar delante de Israel (v. 6). Ella era la expresión de la presencia del “Señor de toda la tierra” y debía pasar por en medio del Jordán delante del pueblo, pero no sin él. Conservaba su preeminencia: “Entre vosotros y ella haya distancia como de dos mil codos, algo más de un kilómetro (v. 4); los ojos del pueblo, fijos en ella, verían al mismo tiempo a los sacerdotes que la llevaban. Cuando los pies de estos tocaran las aguas del río, estas se dividirían y su curso se suspendería. Entonces el pueblo marcharía en pos de ella. “No me puedes seguir ahora; mas me seguirás después” (Juan 13:36), dijo el Señor a Pedro, después de que los pies del vencedor de la muerte hubiesen sido marcados por ella: “Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy” (Lucas 24:39). Un poder victorioso sobre el poder de la muerte se encontraba aquí asociando a Israel a Su victoria.

Querido lector, quedémonos aquí unos instantes, reposemos en la ribera del Jordán. Tres días de descanso habían sido ordenados antes de pasar (v. 1-2). Consideremos lo que ello significa. Si Israel debía meditar allí, con cuánta más razón nosotros debemos detenernos frente a la cruz. Todo lo que éramos en la carne halló su fin en la cruz. Cristo entró en la muerte y nosotros con él. Ahora cada creyente puede decir: Estoy muerto al pecado, muerto a la ley, crucificado con Cristo, sepultado con él. Mis ojos fijos en Cristo ven terminar allí, en medio del río del juicio, mi personalidad como hijo de Adán; pero en él también un poder victorioso que igualmente ha llegado a ser mío me introduce en su vida de resurrección, más allá de la muerte, en el pleno goce de la victoria. “Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí” (Gálatas 2:20).

Sin duda, la muerte todavía no está del todo “sorbida en victoria”, como lo muestra nuestro texto: “Y aconteció que cuando los sacerdotes que llevaban el arca del pacto de Jehová subieron de en medio del Jordán… las aguas del Jordán se volvieron a su lugar, corriendo como antes sobre todos sus bordes” (Josué 4:18). Mas, “cuando… esto mortal se haya vestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: Sorbida es la muerte en victoria” (1 Corintios 15:54). Porque en esperanza somos salvos, y esperamos, aguardando la adopción, es decir, la redención de nuestro cuerpo (Romanos 8:23-24). Entonces el lugar donde está nuestro Precursor, más allá de todo lo que puede retenernos de este lado del cielo, vendrá a ser el nuestro también: “Los muertos (en Cristo) serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados” (1 Corintios 15:52). Mientras tanto, por la fe podemos hacer nuestra la exclamación del apóstol:

Gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria (no dice: que nos dará) por medio de nuestro Señor Jesucristo
(1 Corintios 15:57).

En el Jordán hallamos, pues, la muerte a lo que somos por naturaleza adámica, y el comienzo de un nuevo estado en el poder de la vida de resurrección con Cristo; esta muerte y resurrección nos introduce en nuestra Canaán, es decir, en todas las bendiciones celestiales. En estas últimas líneas hemos visto que la fe en Cristo, tal como nos es revelado en el Jordán, nos otorgó la liberación de nuestro viejo hombre y la posesión de una nueva naturaleza. El creyente, después de largas experiencias, experiencias que podríamos comparar con las que hizo Israel durante los cuarenta años en el desierto, comprende –y es Dios quien se lo revela– que nada pudo hacer para lograr su liberación del “viejo hombre”. Para saberlo tuvo que llegar por fe al goce de un hecho, no por realizar sino ya realizado a su favor, cuando Cristo murió en la cruz. “Sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido”. “¿O no sabéis”, pregunta el apóstol, “que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte? Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva” (Romanos 6:3-6). Durante mucho tiempo he admirado la extrema sencillez con que Pablo expresa el descubrimiento de este hecho principal acompañado, por cierto, de una gran felicidad, mientras que para llegar a este descubrimiento fue necesario todo el capítulo 7 de Romanos, donde describe las amargas experiencias del alma de un creyente antes de poseer esta liberación, agregando un grito desesperado al encontrarse en una situación espantosa y sin salida: “¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?”. Y sin transición alguna este grito da lugar a uno de gratitud y alegría: ¡“Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro”! (Romanos 7:25). La razón de esa sencillez me parece ahora muy clara: el alma ha descubierto que la liberación –que con tanto afán trataba de lograr– era un hecho que Dios había cumplido desde hacía mucho tiempo, cuando Cristo murió en la cruz y fue sepultado. Entonces en la calma y la paz que inundan su alma, el creyente puede decir: “Yo por la ley (o a causa de la ley) soy muerto para la ley (en la muerte de Cristo), a fin de vivir para Dios. Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí” (Gálatas 2:19-20; Romanos 6:4, 10; Colosenses 2:20).

Esta verdad no pertenece al dominio de la inteligencia, el razonamiento no la explica, y a menudo la memoria no la recuerda. ¡Cuántas veces he visto almas angustiadas tratando de apoderarse, por así decirlo, de esa liberación mediante grandes esfuerzos humanos! Tras un largo trabajo de espíritu, creían haber alcanzado el significado de esta obra, ¿pero qué resultado obtuvieron? Bastaron unas pocas horas para disipar lo que creían haber logrado por sus esfuerzos, como sucede con las hojas muertas que un soplo barre de la noche a la mañana. ¡Ah!, la liberación no se adquiere de un salto, no la gozamos sino después de una larga experiencia que enseña lo que es el “viejo hombre”, “la carne”. Y sin esta experiencia, la liberación no se puede disfrutar, como tampoco podía existir el Jordán para Israel antes de haber cruzado el desierto. Para hablar más claramente, la liberación no es una experiencia, sino un estado en el que el creyente se halla por la fe, cual una obra cumplida para él y fuera de él, tal como sucede en cuanto a la redención. Solo es experimental cuando el cristiano la posee por la fe y goza de sus benditos efectos: la santificación práctica.

Lo que acabamos de decir nos explica el porqué en las orillas del Jordán no encontramos ningún enemigo acosando a Israel, como los había habido antes de pasar el mar Rojo. Y si los había, era el mismo Israel en “la carne”, como la nuestra, pero sepultada en el Jordán. Esto también nos explica el porqué no se oye prorrumpir en cantos de alegría como después de cruzar el mar Rojo. ¿Cómo cantar cuando sabemos que hemos necesitado ser sepultados con Cristo?

Ahora se disponían a entrar en una serie de experiencias nuevas en Canaán. Pero recordemos las pasadas. La del desierto de Sinaí fue la experiencia del “viejo hombre”, del pecado en la carne; luego viene en figura el Jordán, el conocimiento adquirido por la fe; hemos sido transportados de nuestra asociación adámica a una relación nueva con Cristo muerto y resucitado. En Canaán hallamos las experiencias del nuevo hombre, no sin debilidades ni caídas, si no somos vigilantes, pero con un poder a nuestra disposición, el cual podemos emplear siempre para ser fortalecidos en la “batalla” o para mantenernos “firmes contra las asechanzas del diablo” (Efesios 6:11).