Josué

Estudio sobre el libro de

Capítulo 8

Medios y procedimientos para la restauración

El malo acababa de ser quitado de la asamblea de Israel. Pero, por la presencia del mal en medio de ellos, Dios les había hecho descubrir su confianza en sí mismos. Con frecuencia casos similares se presentan cuando una asamblea se siente satisfecha de sí misma. Se jacta de su estado, de sus bendiciones, crecimiento, etc. Así sucedió con Israel. El pueblo confió, no en Dios, sino en una victoria pasada, lo cual lo condujo al camino de la derrota. Esta experiencia adquirida, el juicio de sí mismo y la santificación práctica a la que acabamos de asisti­r, aún no significan la restauración del alma y la recuperación del terreno perdido. Además es imprescindible que la comunión con Dios, interrumpida por el pecado, sea restablecida.

Aquí deseamos hacer una observación muy importante. En el capítulo seis Dios manifestó ante Jericó su poder a Israel por medio de la victoria sobre el enemigo. Pero ocurrió que el pueblo no conocía realmente a Dios y tampoco se conocía a sí mismo. A menudo sucede lo mismo con los cristianos. El poder de Dios se manifiesta en nuestra vida, gozamos de él y de las victorias que nos trae; pero poco nos conocemos a nosotros mismos y menos a nuestro Dios. Sin embargo Josué, como el creyente en la lucha, debió haber conocido al Señor, pues había tenido un encuentro personal con el Ángel, y se había descalzado ante él, expresión de la santidad requerida para lanzarse a la lucha en comunión con Dios. El Jefe del ejército del Señor se le había revelado con la espada de Dios desenvainada en su mano, expresión del poder divino, pronta para combatir a favor de Israel. Luego, en compañía del pueblo, Josué había visto obrar este poder ante Jericó. Pero era necesario que la conciencia de Josué entrara de una manera práctica en relación con la santidad divina; todavía no tenía idea de lo que esta santidad exigía al pueblo para seguir avanzando. ¿A menudo no sucede lo mismo con el cristiano? Es salvo, posee la vida eterna, el perdón de sus pecados, pero aún desconoce las exigencias de Dios en el camino de la santidad como en el de su amor, lo que se aprende con la experiencia.

La ira de Dios tuvo que encenderse contra Israel y su conductor a fin de que aprendieran que él no puede tolerar el pecado. Sin embargo, preguntémonos: ¿la cólera de Dios es el único medio para aprender esa lección? No, permaneciendo en Gilgal se permanece en comunión con Dios. Por otra parte, pudiera parecer que, cuando uno ha pasado una vez por Gilgal, debe haber terminado con el yo. Mas, no es pasando solamente, sino permaneciendo allí, que se termina con la carne y se adquiere la sensibilidad espiritual para saber lo que conviene a la santidad divina. Aun cuando Dios había tomado mil cuidados para mostrar a Israel que la victoria sobre Jericó no provenía del pueblo, sino de Dios, su autosuficiencia pronto se los hizo olvidar. El resultado de esa jactancia fue la derrota, el retroceso y el dolor. Y cuando volvieron a tomar la ofensiva, se encontraron con un sin fin de obstáculos. Sin embargo, era necesario que Israel siguiera un camino penoso, lleno de complicaciones, un camino que mostrara claramente ante sus ojos su propia debilidad, manifestada ya a ojos del enemigo a través de su primer fracaso. Era necesario que volvieran atrás, estaban obligados a comenzar de nuevo y así hacer la experiencia de lo que cuesta confiar en la carne; pero esta vez la harían en compañía de la gracia de Dios en vez de hacerla como la anterior, con Satanás.

Notemos en este capítulo ocho cómo todo se complica cuando se ha seguido a la carne. ¡Cuán distinto había sido el camino siguiendo a Dios en torno a Jericó! El alma humillada se encuentra con Dios y Dios puede marchar con ella. No obstante, las consecuencias de caminar en la carne se hacen sentir, y de ellas Dios se sirve para dar la bendición final, la que se hubiera podido obtener siguiendo el sendero de Dios. Aquí el camino no tiene la sencillez del sendero primitivo de la fe, cuando se seguía el orden de Dios en una humilde dependencia de su Palabra, obteniendo la victoria. Frente a Hai, el mismo poder divino que había hecho caer los muros de la ciudad maldita estaba a favor de los combatientes; este poder no había cambiado. Pero el ejército de Israel tuvo que realizar maniobras: se separó en dos cuerpos; cinco mil hombres se pusieron en emboscada y el resto del pueblo atrajo a los defensores de la ciudad enemiga fuera de sus muros. En torno a Jericó la unidad de Israel se había mostrado como una realidad en la práctica, acompañando el arca de Dios como un solo hombre.

En el capítulo 7 los espías habían dicho en sus informes sobre Hai: Son pocos; “suban como dos mil o tres mil hombres” (v. 3). Aquí era necesario que treinta mil hombres valientes –diez veces más– subiesen contra la ciudad. ¡Qué humillación para Israel! ¡Cómo rebajaba todo esto su dignidad! Además era necesario subir de noche; unos debían ocultarse, los otros debían fingir la derrota ante sus enemigos. ¿Cómo enorgullecerse de esto?

Pero, alguien podría decir: Ustedes han mostrado que en Jericó no era cuestión de medios humanos, mientras que aquí, ¡cuántas estrategias para vencer a unos pocos hombres! Respondemos: Si Dios considera necesario emplear medios que pongan de manifiesto la incapacidad humana, que impriman al hombre el sello de su entera debilidad, que lo humillen de modo que no encuentre otro recurso que el de huir delante del enemigo, ¡en hora buena! En realidad, querido lector, no fueron más en Hai que en Jericó los medios humanos que dieron la victoria. La diferencia estuvo en que frente a Jericó Dios dio órdenes a fin de que su pueblo conociera el poder divino que le abría el camino; mientras que en Hai Dios ordenó todos estos movimientos para que Israel aprendiera a conocer su propia debilidad. Lección muy distinta por cierto, pero en uno como en otro caso el poder divino no ha cambiado. Fue él quien ante Hai dio la victoria, como la había proporcionado ante Jericó. Josué no subió contra Hai la primera vez –detalle importante– mas aquí dirigía personalmente las operaciones. Sin embargo, necesitaba esforzarse en su Dios: “No temas ni desmayes” (v. 1). Y el Señor le dio la misma seguridad dada a la fe frente a Jericó: “Levántate y sube a Hai. Mira, yo he entregado en tu mano al rey de Hai, a su pueblo, a su ciudad y a su tierra”. Bajo la orden del Señor,

Josué extendió hacia la ciudad la lanza que en su mano tenía (v.18).

Y

No retiró su mano que había extendido con la lanza, hasta que hubo destruido por completo a todos los moradores de Hai (v. 26);

su lanza permaneció extendida a lo largo de todo el combate. Josué e Israel realizaron su unidad. ¡Ojalá nosotros la experimentáramos más plenamente con nuestro divino Josué!

A menudo se oye decir: ¡Qué importan las divisiones! ¿No tenemos todos el mismo fin? ¿No combatimos todos por el mismo Señor? Aunque bajo banderas y nombres distintos, ¿no predicamos el mismo Evangelio? Mas preguntamos: ¿Es esto lo que nos enseñan las verdades que venimos meditando? No, por cierto. Una gran realidad predomina aquí: Israel era un solo pueblo, uno en su victoria (Jericó), uno en su falta (el anatema), uno en su derrota (Hai), uno en el juicio contra el mal (Acor), uno en su restauración. Actualmente el pueblo de Dios está dispersado, dividido, y se contenta con decir: ¿Qué importa esto? Queridos hermanos, ¿entonces para qué murió Cristo? ¿No fue

Para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos?
(Juan 11:52).

¿Acaso Dios los ha dispersado después de haberlos reunido? No, es el lobo quien dispersa las ovejas (Juan 10:12). Después de haber pagado un precio tan grande para reunir en uno a sus rescatados, ¿todavía nos atrevemos a decir: qué importan nuestras divisiones?

Es bueno dejar en claro que la diversidad no es división. Aquí ella se manifiesta en la unidad, y es precisamente lo que notamos en las últimas operaciones contra Hai, lo mismo que se había manifestado en el séquito que acompañaba el arca en torno a Jericó: gente armada, sacerdotes, el pueblo, etc. La emboscada tomó a la ciudad y le prendió fuego. Los veinticinco mil hombres huyeron delante del enemigo y luego, advertidos por el humo que subía de la ciudad, se volvieron contra él. En el momento en que combatían, la emboscada que había incendiado a la ciudad salió para tomar parte en la batalla (v. 22). Luego todos juntos tomaron a Hai y la hirieron a filo de espada. Había, pues, diversidad en la operación y en el servicio, pero era una acción en común. Los ejércitos eran uno bajo el mando que los dirigía: Josué con su lanza extendida. Solo así, teniendo en cuenta esta unidad, obtuvieron la victoria.

1 Corintios 12 nos muestra la diversidad de los dones espirituales y la variedad en los ministerios en la Iglesia, todos ligados entre sí por el vínculo de un solo cuerpo: “Ahora bien, hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo. Y hay diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo. Y hay diversidad de operaciones, pero Dios, que hace todas las cosas en todos, es el mismo… Porque así como el cuerpo es uno, y tiene muchos miembros (esto es la diversidad en la unidad), pero todos los miembros del cuerpo, siendo muchos, son un solo cuerpo (la unidad en la diversidad), así también Cristo” (v. 4-12). Estamos unidos en un solo cuerpo, el de Cristo, sin embargo cada hijo de Dios tiene su función y su tarea, la cual nadie más puede llenar sino él. A cada uno nos ha sido confiado un servicio distinto; yo no puedo hacer el suyo, querido lector, ni usted puede hacer el mío.

Israel volvió a encontrar la comunión con Dios. En toda la escena desarrollada en torno a Hai, la presencia de Josué caracterizó de una manera bendita la actividad del pueblo. Si se trataba de entrar en la guerra: “Se levantaron Josué y toda la gente de guerra” (v. 3). Si se trataba de los preparativos para el combate: “Josué se quedó aquella noche en medio del pueblo” (v. 9). Si era cuestión de ponerse en marcha: “Josué avanzó aquella noche hasta la mitad del valle” (v. 13). Si de atraer al enemigo se trataba: “Josué y todo Israel se fingieron vencidos y huyeron delante de ellos por el camino del desierto” (v. 15). Si era cuestión de herir al enemigo:

Josué y todo Israel… atacaron a los de Hai (v. 21).

Finalmente, si de ganar la victoria definitiva se trataba: “Josué no retiró su mano… hasta que hubo destruido por completo a todos los moradores de Hai”. ¡Ojalá siguiéramos al Señor con la misma humildad en la lucha espiritual en que él nos ha colocado!

La derrota de Hai tuvo por resultado enseñar a los israelitas a conocer mejor su propio corazón y, a la vez, el carácter del Dios que los conducía. Antes de considerar los resultados prácticos de esta lección que Dios dio a su pueblo, disciplinándolo, deseamos hacer un paralelo entre los capítulos 7 y 8 de Josué, y 20 y 21 de los Jueces. Solo unos cincuenta años distan los acontecimientos relatados en ellos. A partir del capítulo 17, el libro de los Jueces no sigue el orden cronológico de los acontecimientos. Más bien nos ofrece un cuadro moral de la situación reinante en Israel antes de que Dios suscitara los jueces, un cuadro de la historia de Israel inmediatamente después de la muerte de Josué. La decadencia moral en este periodo fue tan rápida como completa: idolatría y corrupción reinaban por todas partes. El comienzo y el fin de los capítulos que relatan los acontecimientos son marcados por idénticas palabras: “En estos días no había rey en Israel; cada uno hacía lo que bien le parecía”. No había ninguna dependencia de Dios, de su Palabra: la medida del bien y del mal era la conciencia del hombre. Cada uno se conducía según su propio modo de ver.

Este cuadro moral, ¿difiere mucho del que nos ofrece la cristiandad actual? ¿Qué sucedió después de la muerte de los apóstoles? El declive no ha sido menos rápido y completo; después de abandonar el primer amor, y tras las primeras persecuciones permitidas por el Señor para hacer volver a la Iglesia al nivel del cual había caído, los principios perversos de la idolatría junto con la corrupción moral, sin hablar del abandono de la verdad, invadieron la cristiandad. Después de apartarse de los principios corrompidos del papismo, la cristiandad protestante esclarecida propuso más bien la conciencia de cada cual como guía, en lugar de obedecer la Palabra de Dios. Si pretendemos tener la libertad para interpretar la Biblia, en vez de someternos a ella con la sencillez de la interpretación que da el Espíritu Santo, respetando la unidad de la misma, ¿cuál es el resultado? El desmoronamiento en infinidades de sectas y la confusión absoluta que hoy observamos: cada uno sigue su propia interpretación.

Es el cuadro que nos ofrece, en figura, el final del libro de los Jueces. Una maldad horrible había sido cometida en Gabaa, ciudad de la tribu de Benjamín. Ya no era el anatema oculto de Acán, sino una vileza cometida a los ojos de Dios y de los hombres: el capítulo 19 refiere todos los detalles. El desgraciado levita publicó él mismo su oprobio; no quedó una sola tribu de Israel que no se enterara del hecho (Jueces 19:29). ¿Qué haría el pueblo? ¿Pensaría en Dios, el único que lo podría guiar? No; pero como en el caso de Acán, Dios se sirvió del pecado de Gabaa para poner a descubierto el estado moral de Israel, para humillarlo y despertar en él la conciencia de lo que es debido a Dios. Solamente que aquí el estado moral de las tribus era mucho más grave que en Hai. Se indignaron por la abominación cometida contra ellos, mas no tuvieron el menor pensamiento en cuanto al agravio hecho a Dios; la gloria divina amancillada estaba absolutamente ausente de su espíritu. Hablaban de la infamia y crimen cometido en Israel, de la maldad “hecha” por los de la tribu de Benjamín, pero no se hace la menor alusión a la deshonra hecha al nombre del Señor. ¡Cómo comprueba esto el precipicio moral en que habían caído! ¡Y qué diferencia con la exhortación del sacerdote Finees a las dos tribus y media, años antes: “¿Qué transgresión es esta con que prevaricáis contra el Dios de Israel?” (Josué 22:16).

A este primer síntoma de decadencia sigue un segundo. Habían abandonado lo que podríamos llamar el primer amor. El Señor no estaba más ante sus ojos, el afecto hacia él había menguado, y en consecuencia también había disminuido el amor por lo que había nacido de él. Olvidaron que Benjamín era su hermano. “¿Quién subirá de nosotros el primero en la guerra contra los hijos de Benjamín?” (Jueces 20:18). Y estos, por su parte, “no quisieron oír la voz de sus hermanos” (v. 13). Un tercer síntoma es el olvido de la unidad del pueblo. Notemos que las once tribus formaban en apariencia una unidad magnífica. Era casi tan hermosa como cuando Israel se purificó de Acán y fue restaurado delante de Hai. ¡Ah, pero esta no era la unidad de Dios! El pueblo se había reunido como “un solo hombre” (v. 1), se había levantado “como un solo hombre” (v. 8), “ligados como un solo hombre” contra Gabaa (v. 11), pero Benjamín faltaba en la unidad de Israel, y Dios solo reconocía una unidad. Queridos lectores, estos años de decadencia se ligan unos a otros. Vemos el olvido de la presencia de Dios, el abandono del primer amor, el menosprecio a la unidad del cuerpo de Cristo, a pesar de las apariencias.

¿Acaso Benjamín no era culpable? Sí, era infinitamente culpable. Desde el principio vemos en él la decisión de no juzgar el mal. Advertido de un crimen patente, tanto como las otras tribus, y sabiendo que la congregación de Israel estaba en camino de juzgar el mal, aunque quería purificarse en un espíritu carnal, se rehusó a juzgar el mal. Negó la unidad de Israel estableciendo la independencia, y lejos de purificarse del crimen de Gabaa, se asoció con el inútil y miserable simulacro de hacer una diferencia (Jueces 20:15). Benjamín debía ser juzgado, pero el estado moral de todo el pueblo de Israel era tan malo que hacía imposible el juicio según Dios, y era necesario que él mismo pasara por la criba antes de poder purificarse realmente del crimen de Gabaa. ¿Qué debía haber hecho Israel, si hubiera tenido un sentido recto de las cosas? Primero humillarse en la presencia de Dios, consultarle, y después obrar. Pero, en lugar de esto, ¿qué hicieron? Comenzaron por consultarse entre sí, pobre resultado del olvido de la presencia de Dios. Tomaron medidas y decidieron muy religiosamente quitar el mal de en medio de Israel, olvidando que ellos estaban contaminados por el mismo mal. Después de haber tomado todas las medidas y disposiciones para la guerra, solo después, “subieron a la casa de Dios y consultaron a Dios”. Este es el camino hacia la caída, el espíritu y los factores que conducen a la derrota, y los que más se encuentran en la cristiandad actual. Nos proponemos un remedio que parece ser muy bueno, trazamos planes, arreglamos las cosas, y solo al final nos acordamos de consultar a Dios pidiéndole que nos ayude en nuestros propósitos.

El resultado de tan equivocados procedimientos fue el lamentable balance de la primera jornada. “Derribaron por tierra aquel día veintidós mil hombres de los hijos de Israel”. Los que querían quitar el mal fueron vencidos. Al pueblo le costó caro meterse en asuntos ajenos; parecían mejores que los demás, querían aparentar santidad, y pagaron las consecuencias. ¡Ah, bien hecho!, son las expresiones que, ante la disciplina de Dios, a menudo se oyen en las congregaciones de los santos. Entonces “los hijos de Israel subieron y lloraron delante de Jehová”. ¿Quién había llorado antes de la batalla? Ya no era una indignación carnal la que llenaba sus corazones, sino el dolor, un dolor de conciencia. El amor fraternal perdido y el espíritu de solidaridad se despertaron, los malvados eran sus hermanos. Luego preguntaron a Dios: “¿Volveremos a pelear con los hijos de Benjamín nuestros hermanos?”. Este es el primer fruto de una derrota. Después de haber recibido una orden formal de Dios, nuevamente salieron a la batalla y perdieron dieciocho mil hombres más. ¿Por qué esta segunda derrota? Dios, en su bondad, quería producir en ellos una obra más profunda con un resultado completo. El dolor y la proclamación de los vínculos fraternales olvidados no eran todo. Se requería un enjuiciamiento completo de sí mismo, el arrepentimiento ante Dios; era necesario remontar el camino del declive hasta encontrar la presencia de Dios y su comunión perdida. “Entonces subieron todos los hijos de Israel, y todo el pueblo, y vinieron a la casa de Dios; y lloraron, y se sentaron allí en presencia de Jehová, y ayunaron aquel día hasta la noche; y ofrecieron holocaustos y ofrendas de paz delante de Jehová” (v. 26). Además volvieron a encontrar el arca del pacto de Dios y el servicio sacerdotal representado por Finees hijo de Eleazar, hijo de Aarón. Allí preguntaron: ¿Volveremos aún a salir contra los hijos de Benjamín nuestros hermanos? El amor fraternal, el dolor profundo, el arrepentimiento y la confianza en la presencia de Dios estaban recuperados.

A partir de este momento vemos desarrollarse una escena que ofrece gran analogía con la de Hai. Fue necesario que Israel pusiera una emboscada contra Gabaa (v. 29), que huyera delante de los rebeldes (v. 32), que treinta hombres fueran añadidos a sus bajas, que el fuego subiera de Gabaa para servirles de señal. Así, enteramente juzgado y la comunión con Dios restaurada, Israel pudo realizar el penoso deber de juzgar al profano Benjamín. Pero, ¡cuántos sollozos y lágrimas después de la victoria! (cap. 21:2). ¡Cuán diferente es esta escena de la de Jericó, donde todo el pueblo “gritó con gran vocerío, y el muro se derrumbó”! (Josué 6:20). Aquí se trataba de sus hermanos, de una tribu hermana casi aniquilada por el juicio. Mas a pesar de esto, Dios en su gracia y en medio de muchas complicaciones causadas por la premura carnal de las primeras decisiones tomadas por Israel, restauró lo que había quedado de Benjamín.

Hubo un bando en la congregación de Israel que fue tratado con mayor rigor por el pueblo restaurado que lo que lo fue el mismo Benjamín. Jabes de Galaad no “había venido al campamento, a la reunión” (cap. 21:8). Era una indiferencia altamente evidenciada, una neutralidad que no tenía en cuenta el mal, siendo peor aún que la cólera carnal con la cual Benjamín se había alzado contra sus hermanos. Esta neutralidad frente al mal, tan a menudo manifiesta entre los cristianos, tuvo por consecuencia el exterminio de Jabes.

Resultados de la disciplina

Volvamos a Josué. Israel acababa de aprender, a través de la humillación, que no podía tener ninguna confianza en sí mismo. Esta experiencia produjo inmediatamente sus frutos. ¡Que en lo sucesivo sea la Palabra de Dios quien dirija al pueblo! Para evitar nuevas caídas, solo tenían que confiar en esa guía tan infalible como segura. Los versículos 27-35 nos muestran al pueblo y a su jefe obedeciendo el mandato de Dios: hicieron “conforme a la palabra de Jehová que le había mandado a Josué… como Moisés siervo de Jehová lo había mandado a los hijos de Israel, como está escrito en el libro de la ley de Moisés… de la manera que Moisés, siervo de Jehová, lo había mandado… No hubo palabra alguna de todo cuanto mandó Moisés, que Josué no hiciese leer delante de toda la congregación de Israel, y de las mujeres, de los niños, y de los extranjeros que moraban entre ellos”.

Además, la humillación tuvo por efecto recordar al corazón de Israel y de Josué, su conductor, las prescripciones contenidas en Deuteronomio 21. “Si alguno hubiere cometido un crimen digno de muerte, y lo hiciereis morir, y lo colgareis en un madero, no dejareis que su cuerpo pase la noche sobre el madero” (v. 22-23). El suplicio del rey de Hai muestra que la conducta de Josué estaba en conformidad con la Palabra de Dios. “Y cuando el sol se puso, mandó Josué que quitasen del madero su cuerpo, y lo echasen a la puerta de la ciudad” (Josué 8:29). Para el hombre, este detalle podría parecer sin importancia, pero un corazón nutrido de la Palabra no puede descuidarlo. Una desobediencia a este respecto habría llevado a Josué a cometer la misma falta que había acarreado tan severo castigo sobre el pueblo. No hubiera tenido en cuenta la santidad de Dios, tal como lo podemos ver por la ordenanza misma: “No dejareis que su cuerpo pase la noche sobre el madero… porque maldito por Dios es el colgado; y no contaminarás tu tierra que Jehová tu Dios te da por heredad” (Deuteronomio 21:23). Además: “No contaminéis, pues, la tierra donde habitáis, en medio de la cual yo habito; porque yo Jehová habito en medio de los hijos de Israel”. En otras palabras, el Dios santo no podía morar junto con la mancha del pecado. ¡Lección bendita enseñada a Josué desde un principio por el Jefe del ejército ante Jericó, aprendida en medio de lágrimas en el valle de Acor y libremente realizada el día de la victoria por una conciencia ejercitada en la escuela de Dios.

El juicio sobre el rey de Hai nos presenta aún otra lección. Con razón Deuteronomio 21:18-23 enlaza sin interrupción los dos hechos contenidos en los capítulos 7 y 8 de Josué, a saber, la destrucción del malo y el enjuiciamiento del enemigo. Prácticamente siempre es así. Es necesario que la asamblea quite el mal que hay en medio de ella antes de poder combatir y obtener la victoria sobre el enemigo que está fuera. Si el mal es tolerado en una asamblea de creyentes, estos jamás hallarán la decisión y firmeza para tratar al enemigo sin transigencia, como a un enemigo, poniéndolo en el único lugar que Dios le asignó, del cual está escrito:

Maldito todo el que es colgado en un madero
(Deuteronomio 21:23; Gálatas 3:13).

Otra coincidencia en estos versículos de Josué también nos llama la atención: la horca en que fue colgado el rey de Hai era el lugar del juicio y de la maldición del enemigo de Israel. Pero he aquí el mismo Israel obligado a mantenerse en el monte Ebal, donde la maldición de Dios era pronunciada contra él. “Y mandó Moisés al pueblo en aquel día, diciendo: Cuando hayas pasado el Jordán, estos estarán sobre el monte Gerizim para bendecir al pueblo… Y estos estarán sobre el monte Ebal para pronunciar la maldición… Y hablarán los levitas, y dirán a todo varón de Israel en alta voz: Maldito el hombre…”. Doce veces se repite la misma palabra (Deuteronomio 27:11-26). Esta conclusión terrible de la ley, a la que Israel no podía escapar y bajo la cual se había colocado voluntariamente, Dios la redujo a nada por la cruz de Cristo. La maldición pronunciada en Ebal contra el hombre responsable y a la vez culpable fue llevada por Cristo en la cruz, a fin de rescatarnos. En la horca del rey de Hai Israel podía ver, en figura, al rey enemigo por excelencia, al diablo, deshecho y aniquilado, el mismo que nosotros vemos vencido en la cruz de Cristo. “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto” (Juan 3:14). Bien sabemos que la serpiente es figura de quien originó el pecado y cuya ponzoña se ha introducido por la primera herida hecha al hombre, y que ha pasado a todos nosotros. Pero, ¡maravillosa gracia!, Dios “condenó al pecado en la carne” de un sustituto, su propio Hijo (Romanos 8:3). En Gálatas 3:10 y 13 hallamos la misma relación bendita entre Ebal y la cruz. “Pues escrito está: Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas”. La palabra maldito, doce veces pronunciada en Ebal, el anatema que pesaba sobre los culpables, ha pasado para siempre en el juicio que cayó sobre Aquel que tomó nuestro lugar:

Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición (porque está escrito: Maldito todo el que es colgado en un madero)
(Gálatas 3:13).

Otro resultado de la disciplina: Israel humillado se hallaba en condición para rendir culto: “Entonces Josué edificó un altar a Jehová Dios de Israel en el monte Ebal… y ofrecieron sobre él holocaustos a Jehová, y sacrificaron ofrendas de paz” (v. 31). Lo mismo sucede con nosotros: sin el juicio de nosotros mismos no hay comunión, y si no hay comunión, tampoco hay culto. ¡Valioso resultado de la cruz! ¿Qué habría sido de Israel, y del mundo entero, si un altar no hubiera sido edificado en el monte mismo de la maldición? El altar en Ebal era la provisión en gracia para la maldición que la ley pronuncia sobre los transgresores. En el altar hallamos la expiación, base de todo verdadero culto, pero aquí vemos un altar en presencia de un pueblo amenazado de maldición, si no obedecía. Nuestro culto tiene la cruz por punto de partida y por centro, la cruz que puso fin a nuestra maldición y hace resplandecer sobre nosotros los rayos de la plena luz y de la gracia divina.

Sin embargo, esta misma gracia no ha debilitado la responsabilidad de los amados hijos de Dios; como lo sabemos, existen condiciones bajo las cuales se toma posesión del país. Un duplicado de la ley de Moisés debía ser escrito sobre grandes piedras, levantadas y revocadas con cal. Además, esta ley debía ser leída en alta voz “delante de toda la congregación de Israel” (Deuteronomio 27:2-3; Josué 8:32, 35). Las grandes piedras que Josué debía levantar en el monte Ebal podían verse desde lejos y, revocadas con cal, el resplandor de la luz añadía aún a su blancura. Estas mismas piedras, pero “piedras vivas”, las hallamos alzadas en los evangelios a vista del mundo entero: María Magdalena, la pecadora en la casa de Simón, Zaqueo el publicano, la mujer samaritana, el ladrón en la cruz y, en fin, el primero de todos los pecadores: Saulo de Tarso. ¿Acaso descubrimos en ellas alguna negrura, alguna mancha que recuerde la suciedad pasada? Todo ha sido llevado por Aquel de quien a su vez recibieron su blancura inmaculada. Esas grandes piedras emblanquecidas con cal debían llevar el testimonio de la Palabra de Dios: “y escribirás en ellas todas las palabras de esta ley”. Notemos un detalle muy importante: Jamás se hubiera podido escribir el testimonio de Dios sobre ellas antes de haber sido emblanquecidas. Para ser “carta” de Cristo, es necesario que el pecador haya sido lavado de sus pecados. “Habéis sido lavados”, escribe el apóstol. “Sois carta de Cristo… escrita… con el Espíritu del Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne del corazón” (2 Corintios 3:3). Al terminar este cuadro, notemos que el israelita sobre el monte Ebal no podía hacer otra cosa que regocijarse delante del Señor su Dios (Deuteronomio 27:7).