Josué

Estudio sobre el libro de

Capítulo 7

Hai y el anatema

Acabamos de considerar el brillante cuadro de una victoria divina sobre Satanás, obtenida por la fe. Después de una conquista semejante, podríamos pensar que Israel marcharía de victoria en victoria. Pero no fue así, el capítulo séptimo se abre con una derrota. Una pequeña ciudad, un obstáculo insignificante comparado con Jericó, y unos “pocos” hombres bastaron para poner en fuga a tres mil de Israel y disolver como agua el corazón de todo el pueblo. Si hay secretos para la victoria, también los hay para la derrota. Y sin temor a equivocarnos podemos decir que el primer peligro se halla escondido en la victoria misma. ¿Cómo? Después de haber obtenido un triunfo con una verdadera fe y dependencia de Dios, el alma, en presencia de los deslumbrantes resultados, se atribuye fácilmente algo de gloria y satisfacción de sí mismo; desde entonces el próximo combate ya está comprometido. Veamos aquí la conducta del mismo jefe: “Josué envió hombres desde Jericó a Hai”. Repitió lo que había hecho respecto al país y a Jericó (cap. 2:1); pero lo que era entonces el camino de Dios, viene a ser ahora el camino del hombre, la voluntad de la carne. Cuando volvieron de reconocer a Jericó, los espías dijeron: “Jehová ha entregado toda la tierra en nuestras manos” (cap. 2:24). ¿Por qué entonces mandar a otros emisarios? En cierta medida Josué había olvidado la dependencia de Dios y confiaba en medios humanos. Además, Josué envió los mensajeros desde “Jericó”, la ciudad maldita, que no era el verdadero punto de partida. ¿Dónde estaba el ángel, el Príncipe del ejército del Señor? En Gilgal se hallaba el cuartel general, el lugar de la circuncisión, donde la voluntad de la carne debía despojarse. Había que volver allí. Josué, el que hasta aquí había sido una figura de Cristo –quien por su Espíritu obra en los creyentes para ponerlos en posesión de sus privilegios– descendió al nivel de un hombre común: Josué como tipo de Cristo desapareció para dar lugar a Josué hombre.

¿A veces no sucede lo mismo con nosotros? En su medida, cada creyente es una imagen de Cristo, una “carta” destinada a hacerlo conocer (2 Corintios 3:3). Pero desde el momento en que olvida su Gilgal, esa carta desaparece para dar lugar al viejo hombre, al que por negligencia hemos dejado de juzgar. ¿Y el pueblo? ¡Ah!, siguió el ejemplo de su jefe: los espías enviados por Josué tomaron un lugar que no les correspondía. Ufanados, contestaron:

No suba todo el pueblo, sino suban como dos mil o tres mil hombres, y tomarán a Hai; no fatigues a todo el pueblo yendo allí, porque son pocos (v. 3).

Arreglaron las cosas, trazaron sus planes y calcularon. Confiaban enteramente en sí mismos: “Tomarán a Hai”. ¿Qué es esto para nosotros, para nuestros hombres de guerra? ¿No demostramos ante Jericó lo que somos? ¡Engañosa confianza!, es el orgullo, preludio de la ruina. Olvidaron a Dios, y esta falta de dependencia, esta confianza en sí mismos, frutos de una carne no juzgada, proceden de otro motivo más grave aún: habían quedado vestigios de Jericó, habían despojos del botín, ocultos a los ojos de todos, enterrados en medio de la tienda de un israelita: había anatema.

Notemos, amado lector, que la palabra subrayada en las primeras líneas de nuestro capítulo: “Pero los hijos de Israel cometieron una prevaricación”, nos lleva cuatro veces al borde del abismo donde el hombre ha caído: “Pero la serpiente era astuta”, en el jardín de Edén. “Pero los hijos de Israel cometieron una prevaricación”, en la entrada al país de la promesa. “Pero el rey Salomón amó… a muchas mujeres extranjeras”, en el comienzo del reinado glorioso del hijo de David. “Pero cierto hombre llamado Ananías, con Safira su mujer”, en el principio de la Iglesia (Génesis 3:1; Josué 7:1; 1 Reyes 11:1; Hechos 5:1). ¡Desconcertante fracaso! Sin embargo, gracias a Dios, de una sola persona, de Jesús, la Palabra no formula ninguna excepción.

Sí, un motivo más profundo, una raíz de amargura desconocida, había brotado, y por ella el pueblo estaba contaminado (Hebreos 12:15). Dios había maldecido a la ciudad de Jericó con todo lo que le pertenecía. Nadie se atrevió a tocar algo por temor a convertirse en anatema o hacer anatema al campamento de Israel (cap. 6:18). Solo un hombre había desobedecido. Acán, escuchando la voz de la codicia, le prestó oído, abandonó el camino del temor de Dios, de una verdadera separación de todo lo que estaba bajo maldición, y se apoderó del anatema. Lamentablemente él no ha sido la única víctima de la codicia, también hallamos a Judas Iscariote, Ananías y Safira, etc. Pero, además, ¿quién de nosotros no ha oído esta voz? ¿Quién no ha sentido el vértigo de la tentación? Después de oír al tentador del ser humano, ese hombre siguió la pendiente natural; comenzó por donde todos comenzamos, por donde comenzó el primer hombre: “Vi” (v. 21). “Y vio la mujer que el árbol era bueno para comer”, dice la Palabra en Génesis 3:6. “Vi entre los despojos”, dijo el culpable. Su corazón siguió el camino que sus ojos le abrieron. No había centinela para velar, ningún ¡Viva el Señor! que pudiera resonar en sus oídos ante el ataque. A través de los ojos, el objeto maldito se apodera del corazón y excita la codicia: “Lo cual codicié”. Y la codicia, después que ha concebido, da a luz el pecado: “y tomé”. El manto babilónico que podía engalanar la soberbia de la vida, la plata y el oro que podían satisfacer todos sus deseos, fueron la presa de Acán. ¡Ah, o más bien, estos hicieron de él su presa! Cadena fatal y satánica que uniendo el mundo al corazón natural del hombre, lo apresa mediante el objeto codiciado, para hacer de él un miserable esclavo de Satanás.

Observemos ahora cómo el pecado de uno resulta ser el pecado de toda la nación: “Pero los hijos de Israel cometieron una prevaricación… y la ira de Jehová se encendió contra los hijos de Israel… Israel ha pecado… han quebrantado mi pacto… han tomado del anatema… han hurtado, han mentido”. El pueblo habría podido decir: ¿Y qué culpa tenemos nosotros? ¿Podíamos conocer una cosa oculta? Y no teniendo conocimiento de ella, ¿cómo seríamos responsables? A todas estas objeciones, la Palabra tiene una sola respuesta: Dios siempre tiene ante sus ojos la unidad de su pueblo. Considera los individuos como miembros de un solo cuerpo, solidarios los unos con los otros: el sufrimiento, el pecado o el gozo de uno es el sufrimiento, el pecado y el gozo de todos. Si tal era la regla para Israel, con mayor razón lo es también para la Iglesia de Cristo, un cuerpo unido por el Espíritu Santo a Jesucristo, su Cabeza que está en el cielo.

Pero, si Israel hubiese estado en comunión con Dios, el mal oculto entre ellos hubiera sido manifestado sin necesidad de una derrota. El poder del Espíritu Santo, no contristado en una asamblea cristiana, saca a la luz todo lo que deshonra a Cristo entre los suyos. Si no ocurrió así con Israel, era porque había algo que juzgar en el pueblo y en su conductor. El mal oculto de Acán fue el medio de manifestar a su vez el mal escondido en el corazón del pueblo. Cuando una asamblea se halla en una posición espiritual según Dios –aunque siempre solidaria al pecado de uno de sus miembros–, es advertida del mal por el Espíritu Santo, y en consecuencia tiene la obligación de quitarlo de en medio de ella y, según el caso, echar fuera de comunión al que cometió tal pecado. Observemos de paso, como ejemplo de lo que acabamos de decir, con qué poder el mal fue manifestado y juzgado en el caso de Ananías y Safira. La Palabra no dice que el apóstol Pedro conocía el caso, sin embargo, advertido por un elevado “discernimiento” (1 Corintios 12:10), puso el mal a la luz: “¿Por qué llenó Satanás tu corazón para que mintieses al Espíritu Santo?… Al oír Ananías estas palabras, cayó y expiró” (Hechos 5:3-5). El mal fue juzgado de raíz y la congregación no se contaminó. Vemos otro ejemplo en el caso de los corintios: para manifestar el mal que había entre ellos, el Espíritu Santo se valió de los “de Cloé”, y así Pablo fue enterado del estado de la asamblea. El mal fue juzgado, pero ya había contaminado toda la congregación. Sus consecuencias se habían manifestado por la enfermedad y la muerte de muchos entre ellos (1 Corintios 11:30). “¿No sabéis que un poco de levadura leuda toda la masa? Limpiaos, pues, de la vieja levadura, para que seáis nueva masa” (1 Corintios 5:6-7).

En este caso, en Israel, los corazones debían aprender, mediante el castigo, a llevar sobre sí mismos el pecado de uno solo como si fuera el pecado de todos. ¿Permanecería la misma regla en todos los tiempos? Dios no cambia; nueve siglos después de Josué, el profeta Daniel en su oración hizo suyo el pecado de todo el pueblo. El pecado de uno es el pecado de todos; la misma regla rige para la Iglesia. Aunque no pertenezcamos a la «misma congregación», como suele decirse, todos los hijos de Dios formamos una sola familia. Las sectas, las numerosas divisiones y las falsas doctrinas que leudaron la masa, todo esto y mucho más aún, querido lector, testifica la ruina general. ¿Sentimos dolor en nuestro corazón por la miseria en que se halla la cristiandad? En presencia de las ruinas y escombros, ¿tendríamos suficiente confianza en nosotros como para pensar que obramos mejor que los demás? Ahora bien, si nuestros corazones no sienten ningún dolor a causa de esta ruina, si no oramos a Dios por todos los suyos, somos sectarios. ¿Cuál es la posición a adoptar? ¿Nos acomodamos al mal, nos acostumbraremos a él? ¡Imposible! Si en verdad amamos la verdad de Dios y los intereses del Señor, buscaremos en su Palabra cuál es la senda divina en estos tiempos difíciles y ruines en que nos hallamos, y luego la seguiremos.

Tal vez una derrota escandalosa recordará a nuestros corazones la humildad que conviene a los que debieran haber permanecido en Gilgal. Veamos cómo Dios la permite: “Y subieron allá del pueblo como tres mil hombres, los cuales huyeron delante de los de Hai. Y los de Hai mataron de ellos a unos treinta y seis hombres, y los siguieron… y los derrotaron en la bajada; por lo cual el corazón del pueblo desfalleció y vino a ser como agua” (v. 4-5). Estaban aniquilados; les faltaba fuerza y energía. El temor se había apoderado de sus almas de tal manera que el orgullo por su primera victoria estaba al mismo nivel de los amorreos, cuyo corazón había desfallecido al oír llegar a Israel. ¡Triste experiencia, pero cuán necesaria! ¿Y dónde estaba el ángel, el jefe de los ejércitos del Señor? En Gilgal. Israel había olvidado este lugar. A través de las lágrimas de la derrota, el enemigo se encargó de enseñarles cuál era la dosis de fuerza que sus corazones naturales tenían y qué confianza podían tener en la carne. ¡Ah, Israel, si hubieseis permanecido con Dios, habríais sido preservado de una vergonzosa fuga!

Es lo que la experiencia del apóstol Pablo nos muestra de una manera notable. Él había sido arrebatado victoriosamente hasta el tercer cielo, al paraíso mismo; allá había escuchado “palabras inefables que no le es dado al hombre expresar” (2 Corintios 12:4). Pero, cuando descendió otra vez a la tierra, para que no se enalteciera a causa de tal privilegio, le fue dado un aguijón en la carne, un mensajero de Satanás para abofetearlo. Aunque era apóstol, en él estaba el “viejo hombre”; por eso Dios previno a su amado siervo e impidió que se enorgulleciera. El peligro era real. ¡Cuántas lisonjas le hubiese murmurado Satanás! Hubiera escuchado a la carne, jactándose de las maravillas de esta visión y comprometiendo así no solamente su paz, sino también su apostolado y su carrera misma. Dios tuvo cuidado de su siervo y le dio el correctivo necesario para que el curso de sus victorias no fuera interrumpido. Tres veces el apóstol pidió que le fuese quitado, pero Dios le respondió con amor y sabiduría:

Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad
(2 Corintios 12:9).

¡Quédate en Gilgal, ese es precisamente el lugar que necesitas! Así el poder será enteramente mío y te daré la victoria. Posición de sufrimiento y humillación para Pablo, pero de gran bendición, comunión constante con el Señor y secreto de la victoria. “A los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien” (Romanos 8:28), incluso un mensajero de Satanás. El camino fue distinto para Pedro. Este, a través de una penosa caída y amargas lágrimas de arrepentimiento, tuvo que aprender lo que valía su carne.

Y Josué, el jefe de los ejércitos, el varón de Dios, ¿qué hizo? ¡Ah, estaba aniquilado! Rompió sus vestidos y se postró rostro en tierra delante del arca del Señor (v. 6). ¿Dónde había estado el arca durante el combate contra Hai, esta arca ante la cual habían caído los muros de Jericó? También había sido olvidada. El corazón piadoso de Josué reconoció, pues, su valor y se postró en tierra ante su presencia; no sabía qué hacer. Ignoraba el anatema escondido en el campamento, y prorrumpió en lamentos: “¡Ah, Señor Jehová! ¿Por qué hiciste pasar a este pueblo el Jordán, para entregarnos en las manos de los amorreos, para que nos destruyan?… ¡Ay, Señor!” (v. 7-8). No se lamentaba por lo que él había hecho, ni por lo que había hecho el pueblo, sino, ¡ah, tristemente se lamentaba por lo que Dios mismo había hecho haciéndolos pasar el Jordán! Algo parecido a lo que Adán dijo: “La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí” (Génesis 3:12). ¡Qué retroceso! “¡Ojalá nos hubiéramos quedado al otro lado del Jordán!”, dice Josué. ¡Qué bien ilustran estas palabras lo que es el corazón del hombre! Canaán, la tierra prometida, era el único lugar que Josué hubiese querido evitar. El tono de su demanda manifiesta debilidad. Pero muestra que lo que ocupa sus pensamientos es ante todo Israel, la fama del pueblo, luego los cananeos y el mundo. “Israel ha vuelto la espalda delante de sus enemigos… los cananeos y todos los moradores de la tierra oirán, y nos rodearán, y borrarán nuestro nombre de sobre la tierra”. Solo al final de sus lamentos, Josué agregó: “¿Qué harás tú a tu grande nombre?” (v. 8-9).

¡Cuán distinto es el ejemplo que nos ofrece Moisés, el maestro de quien había aprendido Josué! Había estado en el monte de Dios. Esta proximidad hizo que Aquel que todo lo ve le revelara el pecado que había cometido Israel, adorando el becerro de oro. ¿Cuál fue la reacción de Moisés? ¿Pensó en la fama de Israel? No; pensó en la ofensa cometida contra el santo nombre del Señor y lo que concierne a su gloria. Moisés proclamó los derechos de la santidad de Dios menospreciada por Israel. En cuanto a las naciones, preguntó a Dios si la destrucción de su pueblo lo glorificaría ante los egipcios. Recordó a Dios la elección de Abraham, Isaac e Israel, de su juramento a sus siervos, una de las armas más poderosas de la intercesión; solo en ese momento abogó a favor de los culpables, haciendo un llamado a la gracia de Dios, única cosa que podía glorificar el nombre del Señor en presencia del Israel culpable. Moisés intercedió a favor del pueblo, porque él no necesitaba, como Josué, hallar para sí mismo la comunión perdida. E inmediatamente fue escuchado: “Entonces Jehová se arrepintió del mal que dijo que había de hacer a su pueblo” (Éxodo 32:11-14). Josué, por el contrario, estaba precisamente en la posición que no debía estar:

Levántate; ¿por qué te postras así sobre tu rostro? (v. 10).

Humillarse por la derrota no bastaba, ya era tiempo de obrar. En Jueces 20 hallamos lo contrario, en circunstancias similares: en lugar de obrar, Israel tenía que humillarse. Pero tuvo que aprenderlo a través de tremendas derrotas (Jueces 20:19-26). ¡Miserable carne, cuánto desorden introduce en las cosas de Dios! ¡Siempre está fuera del curso de los pensamientos divinos, cuando no se halla en abierta hostilidad contra Dios! Que podamos decir como el apóstol:

No teniendo confianza en la carne
(Filipenses 3:3).

Josué debía actuar; era necesario que el mal fuese quitado de en medio de la congregación.

Los hijos de Israel habían olvidado pronto la presencia del único que podía esclarecerlos, descubriendo el pecado. El mismo Josué se hallaba incapacitado; en cierta medida había caído en la trampa de Satanás, estaba envuelto en la debilidad del pueblo. Si hubiera realizado personalmente la actitud tomada en el capítulo 5, cuando quitó “el calzado de sus pies” en presencia del Ángel, habría comprendido que era imprescindible andar en santidad, a fin de que el Dios santo pudiera marchar con el pueblo. Pero Josué se postró sobre su rostro, hizo casi un reproche a Dios: “¿Por qué hiciste pasar a este pueblo el Jordán?”, y olvidó hablar de su santidad. No estaba, al menos por el momento, en la corriente de los pensamientos de Dios. ¡Qué revelación para Josué cuando se enteró de que Israel había pecado, que había quebrantado el pacto del Señor, que había tomado del anatema, que había hurtado y mentido! ¡Qué motivo de humillación! Entonces el Señor les impartió las instrucciones necesarias: “Santifica al pueblo… santificaos para mañana” (v. 13). Esto significa separarse de todo mal delante de Dios, para luego pasar bajo su ojo divino y escudriñador. No “estaré más con vosotros, si no destruyereis el anatema de en medio de vosotros… Os acercaréis, pues, mañana por vuestras tribus; y la tribu que Jehová tomare, se acercará por sus familias” (v. 12-14). ¡Pensamiento solemne! La conciencia de cada uno debía ser despertada y el “yo” juzgado! Momento solemne a la vez, cada uno debía tomar su lugar en presencia del juicio divino. “Seré yo… Seré yo”, preguntaron los discípulos al Señor Jesús (Marcos 14:19).

Querido lector, la santidad práctica, la que Josué había olvidado, es una de las verdades más importantes de nuestra vida cristiana en el tiempo actual. Tiene como objetivo una comunión real con el Santo y Verdadero, dos nombres que toma el Señor Jesús al presentarse a la asamblea de Filadelfia, y que se relacionan con la santidad colectiva. Si el capítulo 5 de nuestro libro nos presenta las circunstancias necesarias para llegar a la santidad individual práctica, el capítulo 7 nos muestra el camino que nos conduce a la santidad colectiva, la del pueblo de Dios. Era necesario que cada tribu, cada casa e individuo pasara ante el ojo escudriñador de Dios; la prueba era indispensable. El pueblo debía quitar el mal introducido en el seno de la congregación, a fin de no contaminarse y llevar el carácter de anatema él mismo. ¡Seria lección, pero difícil de aprender! No es fácil encontrar entre los amados hijos de Dios la comprensión de estos dos aspectos de la santidad práctica: la individual y la colectiva. La mayor parte del tiempo los cristianos buscan la primera, la santidad individual, pero dejan de lado la segunda, la de la asamblea de Dios. Sin embargo, la Palabra hace resaltar la importancia de ambas. A través de un ejemplo quiero mostrar que la santidad individual no es plenamente comprendida si no realizamos la santidad colectiva: Mi hijo es de un carácter irreprochable. Todo el mundo habla bien de él y de sus virtudes; no se embriaga; es muy estimado en la ciudad; todos me dicen: ¡Qué buen hijo tiene usted! Pero este joven pasa todas las tardes en el cabaret, en compañía de ebrios, en vez de quedarse en casa de su padre y sentarse a la mesa con su familia. ¿Puedo llamarlo un buen hijo?

En 2 Corintios 6:16 a 7:1 vemos el enlace íntimo entre estas dos faces de la santidad. El Espíritu de Dios comienza por la santidad colectiva: “Vosotros sois el templo del Dios viviente” (v.16). “Porque el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es” (1 Corintios 3:17). Esta es la santidad colectiva, pero sigue mencionando la santidad individual y la responsabilidad de cada individuo en su aspecto práctico: “Por lo cual, salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor, y no toquéis lo inmundo; y yo os recibiré, y seré para vosotros por Padre, y vosotros me seréis hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso. Así que, amados, puesto que tenemos tales promesas, limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios”. La santidad individual es inseparable de la santidad colectiva y de las promesas que le han sido hechas. Este aspecto individual de la santidad es aun más subrayado en el conocido texto :

El fundamento de Dios está firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a los que son suyos; y: Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo.
(2 Timoteo 2:19).

En la iglesia de Corinto la humillación había sido producida por el dolor de haber ofendido la santidad de Dios, originando también la debida actividad y celo para purificarse del mal, de modo que la verdadera humillación fue acompañada con la acción: “Porque he aquí, esto mismo de que hayáis sido contristados según Dios, ¡qué solicitud produjo en vosotros, qué defensa, qué indignación, qué temor, qué ardiente afecto, qué celo, y qué vindicación!” (2 Corintios 7:11). Todos pasaron bajo el ojo escudriñador de Dios. Tal es la santidad colectiva, fruto del ejercicio práctico de la santidad individual. Pero aquélla no es comprendida entre los hijos de Dios que pretenden seguir su camino sin preocuparse por los demás cristianos. La solidaridad del pueblo de Dios es una cosa desconocida para ellos. Con frecuencia se oye decir: ¡Oh, yo no me preocupo por los demás, me encuentro solo con Dios, tomo la cena para mí! Pero no es así como Dios nos considera. Él nos ve a todos en conjunto como formando un solo cuerpo, unidos por el Espíritu Santo a Cristo la Cabeza glorificada en los cielos. El pecado y el sufrimiento de un miembro del cuerpo es el pecado y el sufrimiento de todos. «Yo tomo la cena para mí», dicen algunos. Pero, ¿qué dice la Escritura sobre este punto? “Siendo uno solo el pan, nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan” (1 Corintios 10:17) ¿Cuáles son los “muchos” con quienes declaramos ser un solo cuerpo? Y para excusar la alianza con el mundo a la mesa del Señor, dicen que toman la cena para ellos solos, y no ven que profesan ser un solo cuerpo con el mundo homicida que crucificó a nuestro Señor.

Observemos otro punto: Dios dice: “Santificaos para mañana” (v.13). No es, pues, en el momento de presentarse ante él que hay que santificarse; somos llamados a hacerlo de antemano. ¿De dónde proviene nuestra reiterada incapacidad para juzgar el mal y obrar según la voluntad de Dios? De no habernos santificado desde el día anterior. ¿Por qué a menudo, en el culto, los corazones están fríos y los labios mudos para alabar al Señor? Porque no hemos obedecido el principio divino: “Santificaos para mañana”. En 1 Corintios se repite lo mismo: “Limpiaos, pues, de la vieja levadura, para que seáis nueva masa, sin levadura como sois”. “Quitad, pues, a ese perverso de entre vosotros” (cap. 5:7, 13). Acán había participado de lo que estaba bajo la maldición divina, por lo tanto debía ser quitado: “Entonces Josué, y todo Israel con él, tomaron a Acán hijo de Zera, el dinero, el manto, el lingote de oro, sus hijos, sus hijas… y todo cuanto tenía, y lo llevaron todo al valle de Acor. Y le dijo Josué: ¿Por qué nos has turbado? Túrbete Jehová en este día. Y todos los israelitas los apedrearon, y los quemaron después de apedrearlos. Y levantaron sobre él un gran montón de piedras, que permanece hasta hoy” (v. 24-26). Pero aquí no termina la historia de este lugar; no pensemos que el resto del pueblo fue mejor que el miserable Acán. Demasiado a menudo el manto babilónico, la plata y el lingote de oro satisficieron sus concupiscencias y sirvieron para su idolatría. A lo largo de su historia Israel demostró su incapacidad para separarse del anatema. El colmo de su maldad llegó cuando crucificó al Hijo de Dios. Después apedreó al santo que se había apartado del mal: Esteban. ¡Monstruosa aberración de un pueblo trastornado!

Pero, cosa maravillosa, en Oseas 2:15 leemos una palabra consoladora concerniente a Israel: “Y le daré… el valle de Acor por puerta de esperanza”. Amados lectores, siempre es así; la bendición nos es dada en el mismo lugar donde el juicio fue efectuado, en la cruz, allí donde el alma se encuentra con sus pecados y con su Salvador sufriendo el castigo en su lugar; allí encuentra la puerta de salvación. Es también en la disciplina donde el creyente caído halla lugar al perdón y la restauración. “Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad”, exclamó David haciendo las mismas experiencias. “Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová; y tú perdonaste la maldad de mi pecado”. Después de la confesión y restauración, puede haber gozo: “Alegraos en Jehová y gozaos, justos” (Salmo 32:5-11). En el mismo lugar donde el juicio fue efectuado, junto con la puerta de esperanza, el Señor dará a Israel sus viñas, “y allí cantará como en los tiempos de su juventud, y como en el día de su subida de la tierra de Egipto”. Allí también Josué encontró la restauración de su alma y la fuerza para marchar con Dios y conducir al pueblo a la victoria.