Capítulo 4
Las doce piedras en Gilgal
Tal es el significado del río Jordán para nosotros. Dios quiere que tengamos constantemente bajo nuestros ojos el memorial de esta victoria. “Tomad de aquí de en medio del Jordán, del lugar donde están firmes los pies de los sacerdotes, doce piedras, las cuales pasaréis con vosotros, y levantadlas en el lugar donde habéis de pasar la noche”, ordenó Dios a Josué (v. 3). Y este lugar fue Gilgal. ¿Qué significan estas doce piedras? Representan a las doce tribus de Israel, el pueblo arrancado de la muerte por medio del arca que estuvo allí en el mismo lugar del cual el pueblo debía ser liberado, y que había detenido el curso de las impetuosas aguas para que Israel cruzara el río. Tal es el doble aspecto de la obra de Cristo a nuestro favor: arrancados de la muerte, la atravesamos también llevados sobre “alas de águilas” para penetrar en nuestra Canaán celestial. Estas piedras fueron alzadas como un monumento a la entrada de la tierra prometida, en Gilgal, adonde el pueblo tendría que volver siempre, como señal que recordaría a las generaciones futuras el paso del río Jordán:
Estas piedras servirán de monumento conmemorativo a los hijos de Israel para siempre (v. 7).
Como Israel otrora, nosotros somos ese trofeo de la victoria obtenida sobre las impetuosas aguas del río. Cristo descendió a la muerte, porque nosotros estábamos muertos: “Si uno murió por todos, luego todos murieron” (2 Corintios 5:14); y como estas piedras, fuimos arrancados de allí y traídos a una vida nueva por su propia resurrección: “Aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos), y juntamente con él nos resucitó”. En él hemos atravesado la muerte: “Y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús” (Efesios 2:5-6). Además, si las piedras de Gilgal a la entrada de Canaán constituían un memorial para Israel, para nosotros ese monumento es Cristo, “el primogénito de entre los muertos”, resucitado y sentado en lugares celestiales. Pero un Cristo que nos representa allá y nos asocia a él, como él se asoció a nosotros en la muerte. Estamos unidos a él, como las doce tribus de Israel formaban un solo monumento en Gilgal: “Siendo uno solo el pan, nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo” (1 Corintios 10:17). “Porque el que santifica y los que son santificados, de uno son todos; por lo cual no se avergüenza de llamarlos hermanos” (Hebreos 2:11).
Ahora bien, Dios quiere que este memorial produzca en nosotros el efecto moral correspondiente; en efecto, el creyente resucitado con Cristo lleva sobre sí mismo tanto el carácter imborrable de su muerte como el de su resurrección. “Sepultados con él en el bautismo, en el cual fuisteis también resucitados con él” (Colosenses 2:12). Y si su muerte es mi lugar, ¿puedo vivir todavía en las cosas que he abandonado, con las que por gracia Cristo cargó y dejó en el fondo del Jordán? “Porque en cuanto murió, al pecado murió una vez por todas; mas en cuanto vive, para Dios vive. Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Romanos 6:10-11). He aquí, pues, el efecto moral que debemos realizar en nuestra vida al contemplar el memorial de la muerte y resurrección del Señor.
Si el Jordán significa nuestra muerte y resurrección con Cristo, las doce piedras en Gilgal representan el memorial de esta muerte y resurrección vistas en Cristo resucitado y entrado en la gloria. Pero se necesita el poder del Espíritu de Dios para su realización práctica diaria aquí abajo. Todo el pueblo había pasado las aguas del río, pero quizá muchos de ellos eran indiferentes –como lo son hoy día muchos cristianos– para inquirir en el significado del monumento de Gilgal, de estas doce piedras que decían claramente a Israel: “Consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Romanos 6:11). Allí encontramos los dos lados de la vida del cristiano: un lado negativo: muerto al pecado y al mundo, y otro positivo: vivo para Dios. Permanezcamos siempre de este lado, como “piedras vivas”, donde “todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay virtud alguna, si algo digno de alabanza” forma la vida normal del cristiano y brinda los frutos para Dios, quien también los ha producido (Filipenses 4:8).
Las doce piedras en el fondo del Jordán
Si las doce piedras en Gilgal hablaban a la conciencia de Israel, otro monumento alzado en medio del Jordán hablaba seriamente a su corazón: “Josué también levantó doce piedras en medio del Jordán, en el lugar donde estuvieron los pies de los sacerdotes que llevaban el arca del pacto; y han estado allí hasta hoy” (v. 9). ¿Qué ojos podrían ver estas piedras, si las aguas corrían por sobre todas sus riberas, cubriéndolas? Ellas solo podían ser conocidas por la fe. Y no eran el símbolo de una vida de resurrección, que había atravesado la muerte y llevaba su carácter. Estas piedras eran esencialmente el monumento de la muerte. Las de Gilgal, en Canaán, son el monumento de la introducción, a través de Cristo, en nuestros privilegios celestiales, en los cuales solo entramos después de haber pasado por la muerte con él. Mientras que las que están en el fondo del Jordán son las de un Cristo descendido a la muerte. “Y eso de que subió, ¿qué es, sino que también había descendido primero a las partes más bajas de la tierra? El que descendió, es el mismo que también subió por encima de todos los cielos para llenarlo todo” (Efesios 4:9-10).
En efecto, cuando pienso en las piedras en el fondo del Jordán, mi corazón entra en comunión con Cristo en su muerte. Vuelvo a la ribera del río Jordán, por así decirlo, me siento frente a esas aguas profundas, y digo: He aquí mi lugar; allí estaba yo, allí entró él por mí. Me libró del pecado, de mi “viejo hombre”, lo dejó con su vida en el fondo del río de la muerte; las aguas me han sepultado en su persona bendita; lo oigo como si desde allí hablara:
Estoy hundido en cieno profundo, donde no puedo hacer pie; he venido a abismos de aguas, y la corriente me ha anegado
(Salmo 69:2).
¿Qué te ha obligado, oh Salvador amado, a tomar este lugar? Tú eras el único que no estaba obligado a ocuparlo, mas tu amor por mí te ha hecho descender allí. Solo tú, habiendo dejado tu vida, tenías el derecho de volverla a tomar, pero no quisiste volverla a tomar sin mí. Ningún otro motivo, a no ser el de la gloria de Dios a quien yo había deshonrado, hubiera podido hacerte descender a la muerte. Y no solamente detuviste victoriosamente las aguas del Jordán para mí, librando solo el combate “hasta que se hizo todo lo que Jehová había mandado” (v. 10) y que todo tu pueblo pasó, sino que las mismas aguas pasaron sobre ti. En ese monumento sumergido veo lo que la muerte fue para tu alma santa. “Un abismo llama a otro a la voz de tus cascadas; todas tus ondas y tus olas han pasado sobre mí”, clamaste (Salmo 42:7). Aquí vuelvo a encontrar el recuerdo de la amargura que solo tú probaste, de esa copa que solo tú podías apurar por mí. Las doce piedras “han estado allí hasta hoy” (v. 9), el monumento permanece, como también permanece la cruz cual testigo eterno de un amor que aprendí a conocer allá en el Gólgota, donde mi corazón ahora puede contestar a la voz de tu clamor: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mateo 27:46). Testimonio también del único lugar donde Dios pudo poner fin a todo lo que es de nuestro viejo hombre.
En el marco de este cuadro, veamos aún lo que nos dice el versículo 18: “Y aconteció que cuando los sacerdotes que llevaban el arca del pacto de Jehová subieron de en medio del Jordán, y las plantas de los pies de los sacerdotes estuvieron en lugar seco, las aguas del Jordán se volvieron a su lugar, corriendo como antes sobre todos sus bordes”. La sentencia fue ejecutada, “el viejo hombre” sepultado, la condena pasada, la muerte vencida; sin embargo, esta aún permanece. Lo que antes era un obstáculo para entrar en Canaán, obstáculo anulado por el arca que nos abrió el camino, se convirtió en lo que nos separa para siempre no solo del lejano Egipto y del desierto de Sinaí, sino también de nuestro “yo”. Amados lectores, ¿estamos satisfechos de haber terminado con todo lo que pertenece a nuestra personalidad en la carne y en Adán? De lo contrario, no podrá haber gozo duradero en el país de Canaán. Es precisamente lo que se desprende de la posición de los hombres armados de las dos tribus y media cuya posesión estaba del otro lado del Jordán. Pasaron el río para luchar con sus hermanos, pero no llegaron a conocer de una manera duradera dos cosas: el valor del país de la promesa y el significado del río de la muerte. Este no los detuvo cuando volvían para unirse nuevamente a los suyos, a sus ganados y a sus bienes que los esperaban en la orilla del desierto. El país de su elección los atraía, mientras que sus hermanos, gozando del país que Dios les había dado, veían en el Jordán con satisfacción la barrera que los separaba de todo lo que ya no tenía ningún valor a sus ojos, de las tristes experiencias pasadas.
En aquel día Jehová engrandeció a Josué a los ojos de todo Israel; y le temieron, como habían temido a Moisés, todos los días de su vida (v. 14).
Tal fue una de las consecuencias del paso del Jordán. Así también engrandeció Dios a Aquel que se humilló hasta la muerte, y muerte de cruz, pero con una gloria mucho mayor. Dios exaltó a Jesús como “Príncipe y Salvador, para dar a Israel arrepentimiento y perdón de pecados” (Hechos 5:31). Pero antes de que esto se realice de una manera mucho más gloriosa en tiempos futuros para este pueblo, Dios lo ensalzó, como en figura lo podemos contemplar en la persona de José a quien Faraón exaltó y delante del cual, en su carro, los egipcios se debían arrodillar. Más tarde sus hermanos también tuvieron que postrarse ante él; pero antes de ser reconocido por ellos, José recibió de Faraón una esposa. Y es lo que para Cristo se verifica plenamente, cual resultado y en virtud de su obra redentora, en el goce actual de la Esposa, don que recibió del Padre mismo. Además, Dios lo dio por “cabeza sobre todas las cosas a la iglesia, la cual es su cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo” (Efesios 1:22-23). Tal es su título y honor para siempre. Pero el Señor tiene otras diademas: se sentó en el trono de su Padre, así lo revela Apocalipsis 3:21. Y llegará para él el día, como lo tipifica Salomón, del cual es dicho: “Y se sentó Salomón por rey en el trono de Jehová en lugar de David su padre, y fue prosperado; y le obedeció todo Israel. Y todos los príncipes y poderosos, y todos los hijos del rey David, prestaron homenaje al rey Salomón. Y Jehová engrandeció en extremo a Salomón a ojos de todo Israel, y le dio tal gloria en su reino, cual ningún rey la tuvo antes de él en Israel” (1 Crónicas 29:23-25). Él reinará, su pueblo Israel se le someterá, e incluso los que él se ha dignado llamar sus hermanos doblarán la rodilla ante él felices y reconociendo con gozo, en su gloria, en su presencia, que él es el Señor.
En la persona del rey Ezequías hallamos otra gloria futura de la exaltación de Cristo: después de la liberación de Israel con el juicio de las naciones, en la persona del asirio, es dicho:
Y muchos trajeron a Jerusalén ofrenda a Jehová, y ricos presentes a Ezequías rey de Judá; y fue muy engrandecido delante de todas las naciones
(2 Crónicas 32:23).
Todas las naciones se someterán a él. Entonces se realizará la escena gloriosa que nos revela el profeta Daniel. En visión entró en el cielo adonde vio llegar al Hijo del Hombre, a quien le fue dado dominio, gloria y reino, para que todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieran. Esta visión es confirmada por el Señor cuando anuncia que él mismo, cual Hijo del Hombre, se sentará en su trono de gloria ante todas las naciones (Mateo 25:31).
Mientras tanto, los que él se digna llamar sus “hermanos”, lo aclamamos como Señor en el tiempo de su rechazo y ausencia. Decimos con el apóstol: “Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Filipenses 2:9-11).