Capítulo 1
El conductor
En el momento en que empezaba esa nueva etapa de la historia de Israel, Josué fue llamado a tomar la conducción del pueblo. Este hombre digno de nuestra atención aparece por primera vez en Éxodo 17, en ocasión al combate contra Amalec; en esta oportunidad, su aparición como jefe de los ejércitos de Israel nos da la clave de su carácter típico. Mientras Moisés (en esta circunstancia, tipo de la autoridad divina íntimamente asociada al sacerdocio celestial y a la justicia de Cristo, representados en las personas de Aarón y Hur) estaba en la cumbre del monte alzando sus manos a favor de Israel que luchaba en el campo de batalla abajo, había un hombre asociado al pueblo que encabezaba, dirigiendo la batalla de Jehová, un hombre en quien estaba el Espíritu (Números 27:18, V. M.); este hombre era Josué. Para nosotros los cristianos, ese Josué es Cristo, Cristo en nosotros o en medio de nosotros, en el poder del Espíritu Santo.
Como Moisés había sido el conductor inseparable de Israel en el desierto, así sería también Josué, conductor inseparable de Israel en Canaán. “Nombre Jehová, el Dios de los espíritus de toda carne –había pedido Moisés– un hombre que esté sobre la congregación, que salga delante de ellos, y que entre delante de ellos, y que los haga a ellos salir y entrar; para que no sea la congregación de Jehová como ovejas que no tienen pastor. Por lo cual Jehová dijo a Moisés: Toma contigo a Josué hijo de Nun, hombre en quien está el Espíritu, y pon tu mano sobre él. Luego le presentarás delante de Eleazar sumo sacerdote, y delante de toda la congregación” (Números 27:16-19, V. M.). La autoridad sacerdotal de Cristo y su poder como jefe de su pueblo están representados aquí: Eleazar y Josué, íntimamente unidos para el bien de su pueblo; pero el segundo depende de la primera: Josué “se pondrá delante del sacerdote Eleazar, y le consultará por el juicio del Urim delante de Jehová; por el dicho de él saldrán, y por el dicho de él entrarán, él y todos los hijos de Israel con él” (v. 21).
Josué, al igual que el nombre de Jesús, significa Jehová-Salvador. Veamos en qué momento de su actuación Josué manifestó el carácter que llevaba su nombre. Precisamente en la extraordinaria obra de la conducción de Israel desde las orillas del río Jordán, pasando a través de sus profundidades, y luego en las victorias que aseguraron al pueblo la plena posesión del país de la promesa. En este sentido Jesús es nuestro Salvador: “Puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios” (Hebreos 7:25). Es igualmente en ese carácter de Salvador que vendrá para introducir a los suyos en el cielo: “Nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo”. “Y aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan” (Filipenses 3:20; Hebreos 9:28).
El país y sus límites
Levántate y pasa este Jordán, tú y todo este pueblo, a la tierra que yo les doy a los hijos de Israel
(Josué 1:2).
Orden terminante que no solo encierra una gran responsabilidad, sino que también es un imposible a la vista humana: debían cruzar el Jordán, una barrera infranqueable que separaba al pueblo de Israel de la tierra prometida. ¿Para qué habría dado Dios esta orden si no se podía cumplir? En realidad, también había dado el hombre bajo cuyo mando se podía cruzar el río: Josué, solo él; otro hombre no hubiera podido realizarlo, pues solo él había sido indicado para ello. Además, la heredad de Canaán era un puro don de la gracia de Dios: “La tierra que yo les doy a los hijos de Israel”. Les pertenecía por promesa directa del Señor; y como Dios les había dado el país, también había dado el hombre que los conduciría a poseerlo. No se trataba solamente de tener la promesa, sino de entrar en posesión de la tierra prometida: “Yo os he entregado… todo lugar que pisare la planta de vuestro pie” (v. 3).
Ahora bien, en el sentido espiritual tenemos todas estas cosas: la pura gracia de Dios nos ha dado el cielo, nuestra Canaán, pero no podemos entrar allí sin haber pasado a través de nuestro Jordán, es decir, la muerte y la resurrección con Cristo –nuestro Josué–, por el poder del Espíritu Santo. Para vivir una vida feliz, el cristiano debe apropiarse de sus bendiciones celestiales, de lo contrario se asemejaría a un pobre rey inválido, viviendo en el extranjero, y que nunca ha transitado en sus propios dominios.
Sin embargo, en Canaán había enemigos; este hecho importante caracterizaba al país: había obstáculos, y por doquiera pusieran el pie surgiría un adversario. Pero Dios les dio una magnífica promesa: “Nadie te podrá hacer frente en todos los días de tu vida”, es decir, hasta que hayas establecido al pueblo en posesión definitiva del país, dijo el Señor a Josué. Aquí vemos, como se ha observado frecuentemente, que Canaán no es el cielo como lo encontraremos por la muerte corporal; nuestra Canaán actual forma el conjunto de las bendiciones espirituales en las cuales entramos por medio de la Palabra de Dios y de su Espíritu de una manera inteligente y personal, pero con Cristo. En este sentido nosotros también encontramos obstáculos y enemigos que nos impiden el libre goce de nuestra Canaán; y bajo este punto de vista, el cielo constituye la actual esfera del combate cristiano. Mas, ¡preciosa promesa, la misma que fue dada a Josué: nadie te podrá hacer frente en todos los días de tu vida! Lector, ¿comprende el alcance de tal promesa? Nuestro Dios nos asegura la victoria no solamente por un día, sino por todos los días de nuestra vida. Nuestro divino Josué está con nosotros “todos los días, hasta el fin del mundo” (Mateo 28:20) ¡Qué seguridad la nuestra! Sabemos que ningún obstáculo pudo hacer frente a Jesús en todo el tiempo de su andar terrenal; y la mayor de sus victorias fue sobre la muerte misma; su triunfo es también nuestro triunfo.
Dios dice: Apenas encuentres al enemigo en tu camino, él se dispersará. ¡Victoria!, hubiera podido exclamar Israel, ¡el enemigo no nos puede hacer frente! Mas, pobre Israel, pronto lo veremos ante la ciudad de Hai: no era más que un juguete en las manos de Satanás, no tenía fuerza en sí mismo y tendría que aprenderlo por experiencia. Nuestra fuerza está en Cristo. “Nadie te podrá hacer frente” (v. 5), dijo Dios a Josué.
Después de estas promesas, el Dios de Israel dio la descripción exacta de los límites de Canaán, pues este país tiene sus fronteras. ¿Cuáles son? ¿Dónde están? Más extensas de lo que Israel hubiera imaginado. En su historia pasada nunca las alcanzó; solo en la gloria del reino milenial heredará la totalidad de su tierra por medio de Cristo, a quien una vez rechazó. Para nosotros, como ya lo hemos dicho, los lugares celestiales son nuestra conquista actual, por dondequiera nuestro pie se pose; pero ¿alcanzamos a medir la extensión de nuestra herencia? Como Israel, la conocemos en parte. Mas llegará el día “cuando venga lo perfecto, entonces lo que es en parte se acabará… Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como fui conocido” (1 Corintios 13:10-12).
Los límites del país de la promesa consistían en un gran desierto, una gran montaña, un gran río (el Éufrates en este caso) y un gran mar. He aquí lo que se hallaba fuera de ese fértil país, aquello sobre lo cual el pueblo no podía ni debía poner su pie. ¿No descubrimos allí al mundo con todos sus caracteres morales? Su aridez: el desierto; su poder: la montaña; su prosperidad: el río; su agitación: el mar. En cuanto a la aridez del desierto, Israel acababa de atravesarla, pero para experimentar que allí no había ningún recurso para él, y que solo el pan del cielo –el maná– y el agua de la roca lo habían sostenido a través de esas soledades. Tales son, amados lectores, los caracteres de las cosas que no nos pertenecen: la aridez del mundo, su poder, su prosperidad y su agitación no pueden satisfacer nuestras almas. Pero Canaán, el cielo, sí nos pertenece; Canaán con sus combates, sin duda, pero también con sus victorias: Canaán con nuestro “Josué”, Jesús, y el goce apacible de posesiones infinitas, resumiéndose y concentrándose todas alrededor y en la persona del Cristo resucitado, sentado en la gloria.
Cualidades morales necesarias para entrar en Canaán
Esfuérzate y sé valiente; porque tú repartirás a este pueblo por heredad la tierra (v. 6).
Aquí hallamos la energía espiritual, lo que el apóstol Pedro llama “virtud”, una de las primeras cualidades para la conquista. “Añadid a vuestra fe virtud”. La fe les daba la seguridad para posar la planta de su pie en la tierra prometida, pero la virtud debía serle añadida para tomar posesión de dicha heredad. Notemos que esta virtud no tiene su fuente en nosotros, como tampoco estaba en Israel, sino en Josué, y para nosotros está en Cristo. “Esfuérzate y sé valiente; porque tú repartirás a este pueblo por heredad la tierra de la cual juré a sus padres que la daría a ellos”. “Bienaventurado el hombre que tiene en ti sus fuerzas… Irán de poder en poder; verán a Dios en Sión” (Salmo 84:5-7).
Este principio es de suma importancia. Muchos cristianos tratan de hallar la fuerza espiritual en sí mismos, creyéndose fuertes para el combate espiritual. Su búsqueda, si no los conduce al desaliento, termina en el contentamiento de sí mismos. La fuerza para la conquista no está en nuestra capacidad carnal sino en Cristo, en Cristo por nosotros. ¿Y para qué nos la quiere dar? ¿Para engrandecernos a nuestros propios ojos, para gloriarnos? Lejos de ello. Es para introducirnos en el camino de la obediencia. “Para cuidar de hacer conforme a la ley que mi siervo Moisés te mandó; no te apartes de ella ni a diestra ni a siniestra” (v. 7). La obediencia hace al hombre humilde, le otorga el carácter de aquellos que son los modelos para entrar en el reino de Dios, es decir, los niños. La fortaleza que proviene de Dios nos vuelve pequeños, hace al hombre nulo para que el poder de Cristo sea ensalzado. De esta verdad tenemos un hermoso ejemplo en la persona de Gedeón: “El ángel de Jehová se le apareció, y le dijo: Jehová está contigo, varón esforzado y valiente”. E inmediatamente Gedeón, mirándose a sí mismo (en lugar de mirar a Dios), tuvo conciencia de su flaqueza, y respondió: “He aquí que mi familia es pobre en Manasés, y yo el menor en la casa de mi padre. Jehová le dijo: Ciertamente yo estaré contigo” (Jueces 6:12-16). La presencia de Dios y su fortaleza están íntimamente unidas, y teniendo la presencia divina consigo, su fortaleza vino a ser la de Gedeón. Tal era también la experiencia del apóstol Pablo: “No temas, sino habla, y no calles; porque yo estoy contigo, y ninguno pondrá sobre ti la mano para hacerte mal, porque yo tengo mucho pueblo en esta ciudad” (Hechos 18:9-10). En nuestro caso podemos hacer la misma experiencia: “Tenemos este tesoro –Cristo en nosotros– en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios, y no de nosotros” (2 Corintios 4:7).
La obediencia siempre se guía por la Palabra de Dios. Allí está el secreto del poder. Dios dio la fuerza a Josué para “hacer conforme a toda la ley que mi siervo Moisés te mandó” (v. 7). Pero, además de la energía espiritual necesaria para obedecer, se requiere otra cosa, y el Señor agrega: “Nunca se apartará de tu boca este libro de la ley, sino que de día y de noche meditarás en él, para que guardes y hagas conforme a todo lo que en él está escrito” (v. 8). Asimismo Pablo aconsejó a Timoteo: “Ocúpate en la lectura” (1 Timoteo 4:13). Junto con la energía divina, es necesario un cuidado diligente para apropiarnos de los pensamientos de Dios a través de su Palabra; conociendo estos, podremos andar en el camino de la obediencia: “Para que guardes y hagas conforme a todo lo que en él está escrito”. A menudo leemos la Palabra de Dios para instruirnos y enseñar a los demás, cosa excelente sin duda; pero, ¿la leemos también con el fin de obedecerla diligentemente? Si así fuera, ¡cómo cambiaría el curso de nuestra vida cristiana! Nuestro texto dice: “De día y de noche meditarás en él”. Hay cristianos que leen un capítulo (o quizás un versículo) de la Biblia cada mañana, como una especie de amuleto que debe guardarlos durante el día. ¿Es esto meditar la Palabra de Dios día y noche? ¿Y nuestras ocupaciones?, dirá usted. Pero, le preguntamos: ¿Se nutre de la porción de Dios a través de sus ocupaciones diarias, para el gozo de su alma y la guía en el camino de Cristo? Este es el secreto para realizar la extraordinaria promesa que se nos da a continuación: “Harás prosperar tu camino, y todo te saldrá bien”. ¡Poderosa seguridad!
El versículo 9 nos proporciona otra regla de conducta: “No temas ni desmayes, porque Jehová tu Dios estará contigo en donde quiera que vayas”. ¡Qué poder otorga la certeza de la presencia de Dios con nosotros! Como ya lo hemos visto, toda indecisión en la marcha, todo sobresalto y todo temor delante del enemigo desaparecen. Se goza de la presencia de Dios en cualquier lugar, porque se está conducido por su Palabra. La presencia de Dios, el Libro de su ley y una santa vigilancia para obrar conforme a la voluntad divina, son los factores que deben gobernar el corazón para librar los combates de Dios y gozar de los bienes celestiales. Así, pues, antes de que Israel diera un solo paso en la tierra prometida, Dios estableció los principios de su lucha en el comienzo del libro de Josué, entregando a los luchadores bruñidas armas con las que obtendrían la victoria.
Los que entran en Canaán
Después de haber presentado al conductor de Israel, el país de la promesa y las cualidades morales para entrar en Canaán, la Palabra nos habla de los que fueron llamados a tomar posesión del país: el pueblo de Israel, pero dividido en dos bandos. Nueve tribus y media entraron, pues las de Rubén, Gad, y la media tribu de Manasés habían elegido su posesión cerca del desierto que acababan de cruzar; la heredad de estos no estaba en Canaán.
Estas dos tribus y media, a diferencia de la generación precedente –cuando los espías enviados por Moisés hicieron desmayar el corazón del pueblo–, no rehusaron entrar en el país de la promesa (Números 13 y 14). Los combatientes de Rubén, Gad, y la mitad de Manasés se asociaron a sus hermanos que iban a cruzar el río Jordán, y se pusieron en las primeras filas para combatir, pero no para entrar en posesión del país. El territorio que habían elegido, ubicado entre el desierto y el Jordán, les pareció el lugar apropiado para su ganadería, pues tenían mucho ganado. Las circunstancias y las ventajas materiales de esos lugares habían orientado su elección (Números 32:1). Ahora bien, podríamos comparar la posición de estas dos tribus y media con la de una multitud de verdaderos cristianos; se podría decir que hoy en día abunda más el tipo de cristianos que han elegido sus dominios de este lado del Jordán. Su cristianismo no es mundano, sino terrenal; no poseen el país de la promesa, el celestial, como razón de su vida. Las circunstancias y las necesidades de cada día, la abundancia o la escasez, las majadas para sus rebaños o las ciudades para sus negocios constituyen el principal objetivo y motivación de su vida cristiana. Esas dos tribus y media tipifican a los que rebajan el cristianismo a una vida de fe para las circunstancias terrenales que atraviesan, experimentan la bendición material que Dios les concede, pero limitan los ejercicios de esa fe ya sea a sus negocios o a sus campos.
Cuando Israel rehusó seguir adelante, prefiriendo volver a Egipto en lugar de subir a la conquista de Canaán cuarenta años antes, diciendo: “Designemos un capitán, y volvámonos a Egipto” (Números 14:4), ofrece el tipo de un cristianismo mundano, casi apóstata; mientras que, en la circunstancia que nos ocupa, Rubén, Gad y Manasés simbolizan a los cristianos que limitan sus experiencias con el Señor a las circunstancias terrenales de su vida. Amados lectores, esta tendencia a rebajar nuestra vocación celestial a un nivel meramente terrenal se manifiesta con frecuencia. Aunque se pretenda poseer un poder espiritual, poco se conoce más allá de un Cristo en quien se confía para los detalles pequeños o grandes de la vida diaria. Ahora bien, si el Señor nos conduce a través de este mundo, no es para hacernos reposar aquí. Los “delicados pastos” y “las aguas de reposo” del Salmo 23 no son la hierba, ni las majadas, ni las ciudades de este mundo, sino los abundantes pastos del país de la promesa, nuestra Canaán celestial. Es de suma importancia confiar en Cristo y depender de él para todos los detalles de nuestra vida. ¡Que Dios nos guarde de rebajar esta confianza! Debemos recordar que nuestro llamamiento es celestial y en consecuencia gustar desde ahora la felicidad de entrar allí donde se halla Cristo glorificado, de ser sacados de la influencia del mundo que nos rodea, arrancados de esta escena para ser introducidos, como muertos al mundo y resucitados con Cristo, en la Canaán celestial. A esta altura, la “inmensa muchedumbre de ganado” no es el motivo de la marcha, ni el arreglar su vida más o menos fielmente según lo que se posee, sino que, como dice el apóstol Pablo: “Ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo” (Filipenses 3:8). Y quiere que todos sigan su ejemplo:
Ninguno que milita se enreda en los negocios de la vida, a fin de agradar a aquel que lo tomó por soldado
(2 Timoteo 2.4).
Notemos que en el caso de las dos tribus y media, de buen o mal grado todos los soldados debieron cruzar el Jordán. Para muchos cristianos verdaderos sucede lo mismo: combaten contra la incredulidad, contra el poder de Satanás, anuncian las buenas nuevas de la salvación en Cristo muerto y resucitado, pero la posición celestial adonde esta misma muerte y resurrección los ha llevado les es totalmente desconocida. Entremos, pues, con resolución en las aguas de nuestro Jordán, el cual tiene la virtud de desembarazarnos de todos nuestros impedimentos, de nuestro «yo», para luego tomar posesión de nuestras bendiciones en Cristo, gozándolas por la fe y el poder del Espíritu Santo. Esta es la enseñanza que nos presentan los capítulos 6 y 7 de la epístola a los Romanos, y a la vez el camino para llegar a los bienes del capítulo 8. Notemos, además, que los que se quedaron en las poblaciones construidas entre el desierto y el Jordán no pudieron experimentar realmente las profundidades de las aguas que los separaban para siempre de las soledades que acababan de recorrer durante cuarenta años. Sin embargo, aunque les faltó la experiencia, todos se hallaban representados en las doce piedras colocadas en el fondo del río, como también en aquellas que fueron levantadas en el país de la promesa. ¡Cuán aleccionador es todo esto!
Querido hermano, ¿realiza usted en la práctica su muerte con Cristo y su posición celestial en él? ¿Se halla del otro lado del río de la muerte, o solo le basta con leerlo en la Biblia? Sepa que está en Cristo, que no es miembro de una secta sino del cuerpo de Cristo, cuya expresión es ese un solo “pan” en la mesa del Señor que cada primer día de la semana se parte en la Cena para recordar su muerte, y donde está su lugar.