Capítulo 5
La circuncisión
En el primer capítulo hallamos los principios morales requeridos para tomar posesión del país de la promesa; en el segundo vimos que, cuando se trata de los lugares celestiales, Dios traspasa los límites israelitas para introducir allí a todos los que estén fundados sobre el principio de la fe, los gentiles en la persona de Rahab y los suyos. Los capítulos tercero y cuarto nos revelan el camino para entrar en Canaán. El quinto a su vez nos revela el secreto para obtener la victoria.
Desde luego, esta porción del libro de Josué comienza mencionando a los enemigos: “Cuando todos los reyes de los amorreos que estaban al otro lado del Jordán al occidente, y todos los reyes de los cananeos que estaban cerca del mar, oyeron cómo Jehová había secado las aguas del Jordán delante de los hijos de Israel hasta que hubieron pasado, desfalleció su corazón, y no hubo más aliento en ellos delante de los hijos de Israel” (v. 1).
Todos los reyes de Canaán desfilan así ante nuestros ojos, pero el poder de Satanás que ellos poseían ya había sido quebrantado en el río de la muerte. Cuando oyeron que el Señor había secado las aguas del río, “desfalleció su corazón”. Es exactamente lo que tenemos al principio del libro de los Hechos de los apóstoles: la muerte había sido vencida, el Señor Jesús había acabado con el poder de Satanás; sin embargo, a pesar de haber crucificado al Señor, los reyes del mundo, los príncipes y sacerdotes de Israel junto con la ciudad de Jerusalén temblaron frente al poder de la victoria de Jesús. Bastó escuchar a Pablo disertar sobre la justicia, la continencia y el juicio venidero para que el gobernador Félix se espantara (Hechos 24:25). Pero, a pesar del miedo que dominaba al enemigo, este todavía era demasiado fuerte para el pobre Israel. Sin embargo, Dios pondría a su débil pueblo en condiciones de vencer a sus enemigos. ¿Por qué medio? A través de la circuncisión. Extraño, dirá alguien. En efecto, apenas menciona a todos los enemigos, lejanos o cercanos, el relato sigue diciendo:
En el primer capítulo hallamos los principios morales requeridos para tomar posesión del país de la promesa; en el segundo vimos que, cuando se trata de los lugares celestiales, Dios traspasa los límites israelitas para introducir allí a todos los que estén fundados sobre el principio de la fe, los gentiles en la persona de Rahab y los suyos. Los capítulos tercero y cuarto nos revelan el camino para entrar en Canaán. El quinto a su vez nos revela el secreto para obtener la victoria.
Desde luego, esta porción del libro de Josué comienza mencionando a los enemigos: “Cuando todos los reyes de los amorreos que estaban al otro lado del Jordán al occidente, y todos los reyes de los cananeos que estaban cerca del mar, oyeron cómo Jehová había secado las aguas del Jordán delante de los hijos de Israel hasta que hubieron pasado, desfalleció su corazón, y no hubo más aliento en ellos delante de los hijos de Israel” (v. 1).
Todos los reyes de Canaán desfilan así ante nuestros ojos, pero el poder de Satanás que ellos poseían ya había sido quebrantado en el río de la muerte. Cuando oyeron que el Señor había secado las aguas del río, “desfalleció su corazón”. Es exactamente lo que tenemos al principio del libro de los Hechos de los apóstoles: la muerte había sido vencida, el Señor Jesús había acabado con el poder de Satanás; sin embargo, a pesar de haber crucificado al Señor, los reyes del mundo, los príncipes y sacerdotes de Israel junto con la ciudad de Jerusalén temblaron frente al poder de la victoria de Jesús. Bastó escuchar a Pablo disertar sobre la justicia, la continencia y el juicio venidero para que el gobernador Félix se espantara (Hechos 24:25). Pero, a pesar del miedo que dominaba al enemigo, este todavía era demasiado fuerte para el pobre Israel. Sin embargo, Dios pondría a su débil pueblo en condiciones de vencer a sus enemigos. ¿Por qué medio? A través de la circuncisión. Extraño, dirá alguien. En efecto, apenas menciona a todos los enemigos, lejanos o cercanos, el relato sigue diciendo:
En aquel tiempo Jehová dijo a Josué: Hazte cuchillos afilados, y vuelve a circuncidar la segunda vez a los hijos de Israel (v. 2).
¡Preparación singular para ser llevados a la victoria! Pero así es. Dios empezó por despojar a su pueblo de todas las armas y recursos que este podría hallar en sí mismo, los cuales solo podrían llevarlo a la derrota. La capacidad humana y el poder de la “carne” no sirven para alcanzar los bienes celestiales; Dios los juzga y los deja de lado: esto es lo que representa la circuncisión, tema que nos obliga a extendernos un poco.
La circuncisión espiritual, que es “echar de vosotros el cuerpo pecaminoso carnal” en Cristo, es un hecho cumplido a favor de todo creyente, como asimismo lo es la liberación en las aguas del Jordán, realicemos o no su alcance. La enseñanza apostólica sobre “la circuncisión de Cristo”, que también es la nuestra, es clara y de una belleza sin igual. Ante todo presenta a Cristo: “Porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la deidad”; todo está en Cristo, deidad y humanidad, nada le falta; pero un poco más adelante muestra que nosotros también tenemos todo en él, nada nos falta: “Vosotros estáis completos en él” (Colosenses 2:9-11). Él es nuestra perfección. Ahora llega la circuncisión: “En él también fuisteis circuncidados (o despojados) con circuncisión no hecha a mano, al echar de vosotros el cuerpo pecaminoso carnal, en la circuncisión de Cristo”. No hay nada que agregar a los que están en Cristo, pero tampoco hay nada que quitarles; sus cuerpos carnales han sido juzgados, despojados de su personalidad adámica. Fue un hecho cumplido en la cruz una vez para siempre. Cristo, el segundo Adán, no puede estar junto al primero. Un poco más adelante, en el versículo 12, vemos que ese despojamiento del viejo hombre que para nosotros tuvo lugar en la muerte de Cristo, se convierte en un acto personal en el cristiano:
Sepultados con él en el bautismo, en el cual fuisteis también resucitados con él, mediante la fe en el poder de Dios que le levantó de los muertos
(Colosenses 2:12).
Este pasaje abarca la circuncisión de Cristo en toda su extensión y corresponde a dos verdades representadas por el Jordán: la muerte (al viejo hombre) y la resurrección con Cristo (a una nueva vida). He aquí pues dos verdades bien establecidas: estamos completos ante Dios en Cristo y perfectamente libres de todo lo que somos en nosotros mismos, es decir, completamente despojados de nuestra personalidad adámica.
Para que no haya confusión entre la circuncisión israelita y la de Cristo, es decir, la nuestra, Pablo establece claramente el contraste que hay entre ambas, deduciendo a la vez otras consideraciones: “Porque nosotros somos la circuncisión, los que en espíritu servimos a Dios” (Filipenses 3:3). En efecto, si “la carne” no puede tomar posesión de los bienes celestiales, tampoco puede rendir culto al Padre en espíritu y en verdad. Para gozar de este privilegio es necesario haber terminado con el viejo hombre y recibir el Espíritu Santo. Luego el apóstol agrega otra particularidad a la circuncisión de Cristo: “Nos gloriamos en Cristo Jesús”. La carne, aun la religiosa, solo se gloría en sí misma. Hallamos una prueba de ello en Colosenses 2:21-23. Las ordenanzas, mandamientos y enseñanzas de los hombres pueden tener una apariencia de sabiduría y de sacrificio, hasta en el duro trato del cuerpo, pero todo ello no es más que un “culto voluntario” para satisfacer a la “carne”, al yo religioso. ¿Por qué insistir tanto sobre estas verdades?, preguntará el lector. ¡Ah!, leyendo la carta a los gálatas podemos ver que la circuncisión, o sea el judaísmo, fue una de las primeras armas que Satanás utilizó para combatir contra la iglesia, a fin de hacerla abandonar su carácter y posición celestial, cosa que ha logrado hasta en la actualidad.
He aquí, pues, la verdadera circuncisión, la de Cristo. Es el renunciamiento, a través del juicio en la cruz de Cristo, a lo que la Palabra llama la “carne” y sus obras, de modo que de aquí en adelante no tengamos ninguna confianza en ella. Verdad de sumo valor, pues para avanzar en la lucha, tanto los ejércitos de Israel otrora como el pueblo cristiano actual, es necesario que el estigma de la muerte de la carne, del hombre en Adán, esté en nosotros, que sea marcado en forma indeleble sobre los combatientes. Amados lectores, observemos que aquí no se trata de procurar terminar con nuestra personalidad adámica, ni de tratar de despojarnos a nosotros mismos. Ya es un hecho cumplido en la cruz, del cual la fe se apodera, y que se torna en una realidad práctica a medida que nuestra conciencia comprueba su eficacia. En Isaías vemos un ejemplo que ilustra la aplicación de esta verdad en nosotros, cuando en presencia del Señor, el profeta exclamó: “¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos! Y voló hacia mí uno de los serafines, teniendo en su mano un carbón encendido, tomado del altar con unas tenazas; y tocando con él sobre mi boca, dijo: He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado”. Si para satisfacer la justicia de Dios bastó que hasta el último átomo del fuego judicial se agotara sobre Su víctima ofrecida en la cruz por el pecado, también era necesario que el poder purificador representado por el carbón encendido fuese aplicado sobre los labios inmundos del profeta. Así Isaías estaba en contacto personal y directo con este mismo fuego, comprobando su eficacia, y quizás hasta su dolor. Luego, a la pregunta del Señor: “¿Quién irá por nosotros?”, la respuesta no se hizo esperar. El profeta que acababa de experimentar el enjuiciamiento de sí mismo, contestó: “Heme aquí, envíame a mí” (Isaías 6:5-8).
Gilgal
“Y Jehová dijo a Josué: Hoy he quitado de vosotros el oprobio de Egipto; por lo cual el nombre de aquel lugar fue llamado Gilgal, hasta hoy” (v. 9). ¿No lo había quitado antes, al pasar Israel el mar Rojo? Allí el pueblo fue librado de la esclavitud de Satanás; pero la esclavitud de la carne: sus murmuraciones y rebeliones, caracterizaron a Israel a través del desierto. Dios lo llama “el oprobio de Egipto”. Y solo en este lugar, en Gilgal (hebreo: galar, esto es: rodar. El significado más posible de Gilgal es redondo, por la forma como realizaban el corte del prepucio en el rito de la circuncisión), por primera vez, a través del juicio, el yugo de la carne les fue quitado. Con razón la Palabra nos da el siguiente detalle:
Y cuando acabaron de circuncidar a toda la gente, se quedaron en el mismo lugar en el campamento, hasta que sanaron (v. 8).
¡Qué libertad! Aquí halla lugar esta segunda e importante verdad: la circuncisión de Cristo presentada bajo su aspecto esencialmente práctico, el que ya vimos. Esta no puede ser considerada bajo una forma meramente doctrinal, pues se precisa un lugar donde tuvo su realización práctica, en Gilgal. Además, este fue el centro de congregación del ejército del Señor antes de marchar hacia la victoria, el lugar de reunión después y el punto de partida para ir hacia nuevas conquistas. Si no realizamos lo que significa Gilgal, es decir, nuestra muerte con Cristo, el poder del viejo hombre recuperará lo que ha perdido y jamás obtendremos una victoria tras otra. Dios quiere combatientes libres del mundo, de sí mismos y de cualquier otra atadura. “Despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante” (Hebreos 12:1). Tal es nuestro Gilgal; para lograr ese propósito, son imprescindibles los afilados cuchillos de Josué: la Palabra de Dios, que es “más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (Hebreos 4:12).
Otra ilustración nos ayudará a comprender la importancia de nuestro Gilgal. Sucedió en los días en que Israel tenía como capitán de sus ejércitos a un hombre muy distinto de Josué, a Saúl. Este era precisamente el rey según la carne, porque ella era la que había pedido rey a Dios. Llegó el día cuando filisteos e israelitas debían enfrentarse en la batalla: no había ningún recurso del lado de Israel, hasta cuando un hombre, David, se presentó ante el rey. Al parecer de Saúl (el rey según la carne), David, por ser joven y no tener armas, no podía enfrentarse al enemigo. Vistió a David con sus ropas, puso un casco sobre su cabeza, lo armó de coraza; David ciñó la espada sobre su armadura, pero no pudo andar. “Y dijo David a Saúl: Yo no puedo andar con esto, porque nunca lo practiqué. Y David echó de sí aquellas cosas” (1 Samuel 17:33-39). ¡Qué ejemplo para el cristiano de hoy! No haber utilizado las armas carnales, echar de sí estas cosas, tomar el cayado, escoger piedras lisas del arroyo y así marchar seguro al encuentro del enemigo. Aquí hallamos todavía otra lección: la carne tiene sus armas y las quiere proporcionar. Pero estas jamás podrán llevar al hombre de fe a la victoria. “Vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad” (Efesios 4:24). “Cuando fui a vosotros para anunciaros el testimonio de Dios, no fui con excelencia de palabras o de sabiduría… ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría” (1 Corintios 2:1-4).
El alimento de Canaán
Despojarse de la carne por el juicio realizado en la cruz (la circuncisión), y practicar diariamente este juicio (Gilgal), son las primeras e indispensables condiciones para ir a la batalla. El casco de Saúl, su coraza y su espada no fueron de ninguna utilidad a David para ir al combate contra el filisteo. Fue necesario echar de sí estas cosas.
Sin embargo, también hay otros recursos: Antes de levantarse para combatir, Israel debía sentarse a la mesa de Dios para comer. “Y los hijos de Israel acamparon en Gilgal, y celebraron la pascua a los catorce días del mes, por la tarde, en los llanos de Jericó. Y al otro día de la pascua comieron del fruto de la tierra (el “trigo viejo” del país), los panes sin levadura, y en el mismo día espigas nuevas tostadas” (v. 10-11). Para resistir las fatigas de la guerra es necesario estar alimentados; allí está la fuerza práctica. Pero, ¿alimentados de qué? De Cristo. Él es la fuente de la fuerza. La mesa de Dios ofrece alimento abundante y variado: el maná, el cordero pascual, los frutos de la tierra, los panes sin levadura, las espigas nuevas tostadas. Todo esto nos habla de Cristo bajo distintos aspectos. ¡Cuán bendito es entrar en el combate con corazones nutridos de él! Existen varios motivos por los cuales es indispensable alimentarnos: para mantener nuestra comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo, para alabarlos en el culto, pero aquí era a fin de marchar a la lucha. Si se avanza contra el enemigo con un corazón vacío, solo se puede esperar la derrota; además Satanás podrá ofrecer un objeto codiciable, como lo veremos luego.
En el caso inverso, es decir, si se está nutrido de Cristo, el combate no infunde ningún temor. La victoria es ganada por quien está “nutrido con las palabras de la fe y de la buena doctrina” (1 Timoteo 4:6). No esperemos hasta mañana para alimentarnos; podríamos ser llamados a combatir ahora mismo. Alimentémonos de Cristo hoy, mañana, a cada instante, a fin de estar listos para que a la primera señal marchemos hacia la victoria. Si queremos contender “ardientemente por la fe” (Judas 3), debemos estar llenos de la Palabra de Cristo y del Espíritu Santo; por otra parte, sabemos que la corona está prometida solo a los que contienden legítimamente, es decir, según las leyes de la guerra impartidas por el Jefe. Amados lectores, nuestro alimento no es una religión, y menos la comida que el mundo podría ofrecer al nuevo hombre; es una persona: Cristo; no son verdades ni privilegios, es Cristo mismo. Aquí nos es presentado como nuestro alimento bajo tres aspectos distintos: la pascua, el fruto o trigo viejo del país y el maná.
Entremos en algunos detalles. Esta pascua celebrada en Canaán, en los llanos de Jericó, era la misma que el pueblo había celebrado en Egipto cuarenta años antes; sin embargo, ¡cuán diferente es la una de la otra! Allá Israel tenía conciencia de su culpabilidad, estaba acosado por el enemigo, protegido por la sangre del cordero pascual y dispuesto a huir en medio de las tinieblas de la noche y del juicio. En Canaán Israel ya había alcanzado la meta, había entrado en la tierra prometida, estaba libre del oprobio de Egipto. Era un pueblo resucitado que había atravesado la muerte y venía a sentarse en plena paz a la mesa de Dios, en el punto de su partida, en el fundamento mismo de todas sus bendiciones, alrededor del cordero. La pascua celebrada en Canaán (porque hay una que se celebró en el desierto justo un año después de la salida de Egipto, Números 9:1-13, y que nos brinda enseñanzas prácticas de mucho valor) corresponde a lo que es la Cena del Señor para los cristianos, especialmente cuando la realizamos teniendo conciencia de nuestra posición celestial. Y notemos que en su sentido espiritual, es un alimento permanente. Incluso en el cielo, nuestra Cena no cesará, solamente que ya no será más en memoria de la muerte del Señor, celebrada en su ausencia, y tampoco necesitaremos elementos materiales (el pan y la copa). En medio del trono veremos al Cordero mismo, como inmolado, centro visible de la nueva creación fundada en la obra de la cruz, punto de apoyo en que estriba toda bendición, ¡objeto que los millones de millones contemplarán y adorarán en un culto universal!
Pero hay otro manjar, por así decirlo, de la mesa celestial:
Al otro día de la pascua comieron del fruto de la tierra (el trigo viejo del país), los panes sin levadura, y en el mismo día espigas nuevas tostadas (v. 11).
Dios brindó a su pueblo un alimento que no había conocido en Egipto ni en el desierto: los frutos de la tierra prometida. Para nosotros, los cristianos, un Cristo celestial, glorioso, antes de que se humanara; pero nos lo ofrece como Hombre, quien en esa humanidad inmaculada (figurada en los panes sin levadura) sufrió el fuego del juicio de Dios, cual las espigas tostadas lo simbolizan. Un Cristo que ha entrado en la gloria por la resurrección, donde como Hombre está a la diestra de Dios. Ahora bien, ese Hombre está allí por nosotros. No es solamente nuestro representante ante Dios, o nuestro abogado para con el Padre, sino que en su persona fue introducido un hombre nuevo en la gloria, en el tercer cielo. “Conozco a un hombre en Cristo, que”, exclama el apóstol, “(si en el cuerpo, no lo sé; si fuera del cuerpo, no lo sé; Dios lo sabe) fue arrebatado hasta el tercer cielo… donde oyó palabras inefables” (2 Corintios 12:2-4). Las “espigas tostadas” también eran del agrado de Pablo; sus palabras lo comprueban: “A fin de conocerle, y el poder de su resurrección, y la participación de sus padecimientos, llegando a ser semejante a él en su muerte” (Filipenses 3:10). Esta comida le daba las fuerzas necesarias para proseguir hacia adelante, hasta llegar a manifestar plenamente en su vida el poder de la resurrección de entre los muertos.
El hombre en Cristo ha entrado en el pleno goce de las bendiciones celestiales. Puedo alzar mis ojos, considerar a ese Hombre y decir: He aquí mi lugar, estoy en Cristo poseyendo su propia vida, la vida eterna, la vida del Hombre resucitado de entre los muertos, estoy unido a él, sentado con él en los lugares celestiales, gozando de esta infinita bendición por el Espíritu Santo, el poder que me hizo entrar allí. ¡Adorable Salvador, por mí descendiste hasta la muerte, subiste y me introdujiste allí en tu persona antes de llevarme contigo, semejante a ti, por la eternidad! ¡Qué gozo y poder nos comunica contemplar a semejante Cristo! “Nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor” (2 Corintios 3:18). En este versículo hallamos el resultado del poder nutritivo del “fruto del país” y de “las espigas tostadas”. El alma alimentada de un Cristo celestial, formada en el mismo molde, es capaz de reproducir los rasgos de tal objeto bendito. Esta fue la porción del mártir Esteban, y asimismo es la nuestra. En él vemos a un hombre lleno del Espíritu Santo, como consecuencia de la obra perfecta de Cristo, lo que debiera manifestar todo creyente en su carácter normal; en medio de las circunstancias más difíciles, respondió perfectamente al objetivo para el cual Dios lo puso en la tierra. Esteban no ofreció ninguna resistencia carnal que el Espíritu debiera vencer. Este pudo, con plena libertad y poder, formar la imagen de Cristo en él. Los rasgos del Hombre glorioso en el cielo se manifestaron en Esteban, cual los del hombre perfecto en la tierra; y al sufrir una muerte horrible, se le oyó repetir las palabras del Modelo: “Señor, no les tomes en cuenta este pecado” (Hechos 7:60). He aquí un ejemplo que nos ilustra lo que significa ser “transformados de gloria en gloria en la misma imagen”. No es nada místico, ni el producto vago de la imaginación humana; es, a través de nuestra vida diaria, en nuestros actos, en nuestras palabras, por el amor, la intercesión, la paciencia y la dependencia, que en gracia reproducimos los caracteres del Cristo glorificado a quien contemplamos. Para lograr tal éxito, tanto el maná que encontramos en el Evangelio como el cordero y las espigas tostadas constituyen el alimento indispensable. ¿Estamos tan bien alimentados de Cristo que quienes nos rodean pueden verlo en nuestra vida práctica? ¿Los hombres pueden ver, como vieron en Esteban, Moisés y Pablo, los rayos de gloria de Jesús en nuestro testimonio? Para lograr tal propósito basta contemplarle y hablar con él. No perdamos de vista nuestro Modelo; así, sin que lo sepamos, manifestaremos sus caracteres a nuestro alrededor.
Y el maná cesó el día siguiente, desde que comenzaron a comer del fruto de la tierra (v. 12).
El maná era el alimento apropiado para el desierto, figura de un Cristo descendido del cielo, viviendo y sufriendo en las circunstancias penosas de la vida terrenal, para animarnos en las circunstancias difíciles del camino: “Fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Hebreos 4:15). Al contrario de Israel, nosotros los cristianos tenemos el privilegio de gozar de Cristo como lo presenta el maná y los frutos de Canaán a la vez. En los evangelios lo contemplamos atravesando las circunstancias de esta humanidad doliente, haciendo bienes, sanando… Sus palabras, sus enseñanzas y sus ejemplos nos brindan confianza, fe, dependencia, perseverancia, paciencia, alimento que nos sostiene a través de nuestras luchas, a fin de seguirlo. Sin embargo, notemos que el maná no es un alimento permanente: la fe, la esperanza y la paciencia no se necesitarán cuando el viaje haya terminado. Sin duda, el maná es precioso y ofrece un recuerdo eterno: el Hombre, Cristo Jesús, que padeció aquí, lleva señales indelebles de su cruz; estas permanecen para siempre ante Dios, guardadas en una urna de oro, figura de un cuerpo glorificado; y serán la porción especial, “el maná escondido”, premio y recompensa para el vencedor (Hebreos 9:4; Apocalipsis 2:17). ¡Qué sabor y dulzura tendrá el recuerdo resguardado del dolor de lo pasado! Con razón podemos cantar:
En la célica morada de las cumbres del Edén,
Donde cada voz ensalza al Autor de todo bien;
El pesar olvidaremos y la triste cerrazón,
Tantas luchas del espíritu con el débil corazón.
Sí, allí será gratísimo en el proceder pensar
Del Pastor fiel y benéfico que nos ayudó a llegar.
Himnos y Cánticos N° 108
Pero “el trigo del país”, el Cristo celestial, el Hijo de Dios, el Cordero inmolado será un alimento permanente y eterno; no para que seamos transformados a su imagen, como aquí abajo (2 Corintios 3:18), sino que entonces “seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es” (Filipenses 3:21; 1 Juan 3:2).
No podemos dejar este tema sin recordar la expresión: “la mesa de Jehová” (Malaquías 1:7, 12). En efecto, amados lectores, si Cristo es nuestro alimento, fue en primer lugar el alimento de Dios. Él nos regaló su propia comida: ¿Sobre quién pudo poner su mirada y su corazón el Padre aquí en este mundo, sino en ese Hijo amado, en el cual tuvo complacencia? Él era su gozo, el objeto mismo de su amor. Toda su vida, su dependencia de Dios, su obediencia y su entrega satisfizo el corazón del Padre. El despliegue de su poder sanando, resucitando y predicando era perfecto. Además, si Cristo hizo las delicias del Padre y lo glorificó en la tierra (Juan 17:1), como Hijo del Hombre también glorificó a Dios en la cruz (Juan 13:31). Antes de descender a esta tierra, el Hijo estaba en el seno del Padre, era su delicia.
A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer
(Juan 1:18).
Era su delicia de día en día, teniendo solaz delante de él en todo tiempo
(Proverbios 8:30).
Actualmente, en la gloria, el Hijo de Dios hace las delicias del Padre por los resultados de su obra. Es la “vid verdadera”, y si el Padre es el labrador que la cuida, también participa de sus frutos. Esta es, pues, la “mesa del Señor” (1 Corintios 10:21), a la que estamos convidados para disfrutar sus bienes, con el fin de ser fortalecidos para gozar nuestra comunión con el Señor y ofrendar al Padre el culto que le agrada; pero también para la lucha que debemos sostener, motivo de nuestro libro.
El jefe del ejército del Señor
El combate iba a comenzar, pero el General del ejército no se había presentado aún. Se reveló en el último momento, justo a la hora precisa: “Estando Josué cerca de Jericó, alzó sus ojos y vio un varón que estaba delante de él, el cual tenía una espada desenvainada en su mano. Y Josué, yendo hacia él, le dijo: ¿Eres de los nuestros, o de nuestros enemigos?” (v. 13). La fe puede contar con el Jefe en el instante preciso, cuando los combatientes están listos y acercándose al obstáculo. Los preparativos ya habían tenido lugar: la circuncisión, Gilgal, la comida celestial. Pero el poder, el plan, la formación en orden, el momento de lanzarse al combate, todo esto y mucho más era responsabilidad del Jefe del ejército. El que no ha estado en Gilgal no puede comprender semejante manera de combatir. Por el contrario, introduce en la batalla sus propias combinaciones, se lanza a la lucha demasiado tarde o demasiado temprano, sin el Jefe de los ejércitos del Señor, combate en una falsa dirección; luego cae y es vencido, pues luchando así solo puede registrar derrotas.
Notemos cómo el “Ángel de Jehová”, el representante mismo de Dios bajo un carácter misterioso y angelical, de quien el Antiguo Testamento nos habla a menudo, se adapta de una manera maravillosa, llena de gracia, a todas las circunstancias de su pueblo: cual libertador se manifestó a Israel en el mar Rojo (Éxodo 14:19-20). En las penosas jornadas del desierto fue el Viajero divino que acompañó a su pueblo, a menudo cansado (Éxodo 23:20-23). En Canaán el “Ángel de Jehová” se reveló como el conquistador, jefe del ejército. Y cuando el reino sea establecido, morará en paz en medio de su pueblo; y se podrá llamar el lugar: “Jehová-sama”, esto es: el Señor está aquí (Ezequiel 48:35). ¡Admirable condescendencia la suya, y además, cuánta seguridad brinda a nuestras almas! Aquí el jefe del ejército tiene la espada desenvainada en su mano; ella dará certeros golpes, el pueblo no necesita de otra.
Tres veces el “Ángel de Jehová” apareció con la espada desenvainada en su mano para intervenir en la historia de Israel. La primera vez preservó al pueblo de los peligros que lo amenazaban, cuando Satanás en la persona de Balaam salió para maldecir a Israel (Números 22:23). La segunda vez la espada de Jehová combatió con los ejércitos de Israel para darles la victoria. Y la tercera, ¡ah!, la espada apareció para juzgar al pueblo que había pecado en la persona de su rey (1 Crónicas 21:16). Amados lectores, nosotros también podemos tener relación con el Ángel de estas tres maneras. ¡Cuántas veces, sin que ni siquiera nos hayamos dado cuenta, nuestro Intercesor ha hecho frente al enemigo que trataba de acusarnos y maldecirnos! La espada del Abogado puso en fuga al que nos quería maldecir. ¡Cuántas veces el Señor nos asocia en gracia a la lucha
Contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes!
(Efesios 6:12)
Pero, ¡ah!, él también se revela a nosotros como a David, teniendo su espada desnuda contra la ciudad de Dios, debiendo pelear contra el mal que se halla en ella. Así se manifiesta a la iglesia en Pérgamo: “El que tiene la espada aguda de dos filos dice esto: Yo conozco tus obras” (Apocalipsis 2:12-13). Aquel que es cual “fuego consumidor” castiga a los suyos y los humilla para volver otra vez su espada a la vaina y restaurarlos al fin. Además, es consolador saber que en gracia el Señor obra a nuestro favor; mientras para el hombre que, como Balaam, ha entregado a Satanás el don de profeta que había recibido de Dios es terrible encontrar al “Ángel de Jehová” con la espada desnuda en sus manos: “Ahora te mataría”, dijo el Ángel a Balaam (Números 22:33). Pero, ¡ah!, cuántos verdaderos cristianos en nuestros días de ruina se asocian de alguna manera al camino de Balaam, a una hostilidad abierta contra el pueblo de Dios, disfrazados con el manto de profeta. Estos hombres, que están al servicio del mundo para hacer la obra del enemigo, introdujeron la idolatría en la Iglesia, de la cual nunca se ha podido limpiar: “Tienes ahí a los que retienen la doctrina de Balaam, que enseñaba a Balac a poner tropiezo ante los hijos de Israel, a comer de cosas sacrificadas a los ídolos, y a cometer fornicación” (Apocalipsis 2:14, 20).
“Y Josué, yendo hacia él, le dijo: ¿Eres de los nuestros, o de nuestros enemigos?”. Es imposible permanecer neutral en el combate. Todos debemos saberlo, como Josué. Nuestro Jefe, el Señor Jesús, lo dijo en días de lucha:
El que no es contra nosotros, por nosotros es. El que no es conmigo, contra mí es; y el que conmigo no recoge, desparrama
(Marcos 9:40; Mateo 12:30; Lucas 11:23).
¿Qué actitud asumió Josué frente al personaje que se le apareció? “Postrándose sobre su rostro en tierra, le adoró” (v. 14). ¡Qué notable encuentro entre estos dos jefes: el “Ángel de Jehová”, quien como siempre permanece invisible, y un hombre débil en sí mismo pero sobre quien los ejércitos de Israel tenían puestos los ojos, y cuya responsabilidad era enorme. Josué se postró en tierra y adoró. Tal es la posición del hombre ante Dios. En presencia del “Ángel de Jehová”, es decir, de Jesús, el ser humano tiene que adorar. La diferencia es que en el Nuevo Testamento Dios se ha hecho Hombre, pero sin quitar nada a su dignidad, y cuando una de sus criaturas se postra a sus pies, sea un jefe de ejércitos o un repugnante leproso, Jesús –Jehová Salvador– recibe su adoración. “¿Qué dice mi Señor a su siervo?”, preguntó Josué. La orden era notable y extraña a la vez: “Quita el calzado de tus pies, porque el lugar donde estás es santo”. La obediencia fue inmediata: “Y Josué así lo hizo”; cumplió la orden tal como un soldado frente a su superior. Aquí no es reivindicado el amor, la caridad, ni la misericordia, sino la santidad; sin esta no se puede ir a la lucha. Josué cumplió una orden tal vez sin darse cuenta de su alcance práctico; es lo que veremos más adelante.
No es la primera vez que oímos al “Ángel de Jehová” impartir esta clase de orden. Cuando se manifestó a Moisés en la zarza ardiendo, con el propósito de salvar a Israel, la primera palabra divina fue la misma: “Quita tu calzado de tus pies, porque el lugar en que tú estás, tierra santa es” (Éxodo 3:5). La presencia de Dios santifica el lugar donde se manifiesta, y el ser humano que allí se acerca debe abandonar todo cuanto lo comunica con otro lugar manchado por el mal. Notemos que si Dios es santo reivindicando este carácter en la obra redentora, no es menos santo cuando se trata de marchar a la conquista de la tierra prometida. ¡Qué ejemplo aleccionador nos presenta la Palabra de Dios! ¡Con qué santidad práctica (nuestro andar) deberíamos acercarnos a la cruz, allí donde nuestra salvación fue enteramente solucionada para gloria de Dios, donde su santidad, como en ningún otro lugar, fue plenamente reivindicada! Acerquémonos con reverencia. “Pruébese cada uno a sí mismo… Si, pues, nos examinásemos a nosotros mismos, no seríamos juzgados; mas siendo juzgados, somos castigados por el Señor, para que no seamos condenados con el mundo” (1 Corintios 11:28-32). Igual santidad y separación del mal exige nuestro divino “Capitán” en la lucha contra el enemigo. Permanecer con un mal no juzgado en nuestro corazón nos priva de la presencia de Dios y nos expone al juicio del Señor, entregándonos indefensos en las manos de nuestros enemigos. La clase de calzado que debemos llevar está indicada en la indumentaria del soldado: “Calzados los pies con el apresto del evangelio de la paz” (Efesios 6:15). Marchando así siempre se podrá exclamar: “¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian la paz, de los que anuncian buenas nuevas!” (Romanos 10:15). El andar de los que llevan estas buenas nuevas siempre debe estar de acuerdo con el mensaje que han de entregar.