Josué

Estudio sobre el libro de

Capítulo 11

La victoria de Hazor

Llegamos a la descripción del combate final que entregó definitivamente toda Canaán a Israel. Recordemos que la toma de posesión es el gran objetivo del libro de Josué, y que el país de la promesa corresponde, para nosotros, a las regiones celestiales. Pero, en medio de los bienes que constituyen nuestras bendiciones espirituales, tenemos una porción especial: Cristo. Dios Padre “nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo”(Efesios 1:3), y quiere que nuestros corazones se apoderen de las riquezas de Aquel en quien hemos sido elegidos. Además nos brinda los medios para ello, porque por nuestra inteligencia y capacidades nunca lo lograremos. Solo la fe y el poder que nos da el Espíritu Santo pueden abrirnos estos tesoros.

Buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios
(Colosenses 3:1),

esto es, el lugar. Además el apóstol dice: “Prosigo, por ver si logro asir aquello para lo cual fui también asido por Cristo Jesús”. Esta es la persona, Cristo Jesús, por quien fui asido (Filipenses 3:12).

Entre los capítulos 1 y 11 de Josué hallamos toda clase de dificultades; no obstante, cuando el corazón es recto en su presencia, Dios se vale de las experiencias descritas para enseñarnos a desconfiar de la carne y esperar solamente en él, y para finalmente llevarnos a tomar en la tierra esta posición elevada, la única importante, la de un cristiano que marcha humildemente en este mundo, teniendo su corazón y sus afectos en el cielo. En el capítulo once vemos una última confederación unida a la del capítulo nueve (estando destruida la del diez) para constituir un ejército formidable: “Mucha gente, como la arena que está a la orilla del mar” (v. 4). Satanás trata ahora de aniquilar a Israel bajo la presión numérica. Es la enemistad abierta, declarada, que el mundo profesa contra el pueblo de Dios. Observemos los ejércitos del diablo congregados contra la Iglesia en los primeros tiempos: burladores, libertinos, cireneos, alejandrinos (Hechos 2:13); veamos a los ancianos de Israel, el concilio entero, todo el pueblo unido en contra de los testigos del Señor (Hechos 4:5-22), la multitud apedreando a Pablo (Hechos 14:19), agolpándose contra Pablo y Silas (Hechos 16:22), todo el mundo reunido para la batalla del gran día del Dios Todopoderoso (Apocalipsis 16:14). Los hombres se alían para hacerle la guerra a Dios, cuando su enemistad contra él ha llegado a su efervescencia. Mientras comúnmente se unen con el fin de mejorar o reformar al mundo; de ahí las sociedades políticas, filantrópicas, religiosas… ¡Cuán poco sospechan los hombres, y aun muchos cristianos, que toda esta actividad en apariencia loable no es más que una oposición oculta o disfrazada contra Dios, contra su Palabra y sus designios de gracia! Dios no trata de mejorar al hombre; mentiría a su Palabra que lo declara enteramente perdido; y si esta verdad por humillante que sea, pero fundamental, no es aceptada, tampoco lo es la salvación por el sacrificio de Cristo. Las hojas de higuera bastarían entonces para tapar la miseria y el pecado del mundo, o las cadenas para sujetar al poseído por los demonios.

En suma, las mejores alianzas de los hombres no son, en el fondo, más que la guerra disfrazada del hombre natural contra Dios. En nuestro capítulo hallamos, pues, la guerra abierta contra él, pero en la persona de sus santos. De norte a sur, de oriente a occidente, todos “salieron, y con ellos todos sus ejércitos, mucha gente, como la arena que está a la orilla del mar en multitud, con muchísimos caballos y carros de guerra. Todos estos reyes se unieron, y vinieron y acamparon unidos junto a las aguas de Merom, para pelear contra Israel” (v. 4-5). La confederación que hallamos aquí tiene un jefe: Jabín, y un centro de reunión: la ciudad de Hazor. “Pues Hazor había sido antes cabeza de todos esos reinos” (v. 10). En principio, esta coalición satánica se repite hoy en contra de

Todo lo que es nacido de Dios,

pero este último

Vence al mundo; y esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe
(1 Juan 5:4).

“Sois fuertes, y la palabra de Dios permanece en vosotros, y habéis vencido al maligno”, es decir, al príncipe de este mundo (cap. 2:14). Observemos en estos dos textos que las armas de nuestra guerra son la fe y la Palabra de Dios. Semejantes al Señor Jesús tentado en el desierto, los luchadores ponen en fuga a Satanás mediante las mismas armas. Aunque para el caso de Josué, Dios reiteró las palabras necesarias para fortalecerlo: “No tengas temor de ellos” (v. 6). Aquí reaparece la misma verdad: desde el final del capítulo ocho, en Ebal junto al altar y el arca de Jehová, la Palabra de Dios había sido leída y escrita sobre piedras emblanquecidas, tomando su lugar en el corazón y los pensamientos de Josué y el pueblo. En el capítulo diez vemos que siguen en el camino de la obediencia (v. 27 y 40). En el capítulo once, esa Palabra viene a ser su guía infalible y constante: “Josué hizo con ellos como Jehová le había mandado” (v. 9). “Los destruyó, como Moisés siervo de Jehová lo había mandado” (v. 12). “De la manera que Jehová lo había mandado a Moisés su siervo, así Moisés lo mandó a Josué; y así Josué lo hizo, sin quitar palabra de todo lo que Jehová había mandado” (v. 15). Respecto a esta obediencia, es digno de notar que Josué no se contentó con obedecer a un mandamiento particular, como lo vemos en el versículo nueve, y como lo había hecho tantas veces, ni de confiar a otros el cuidado de cumplir lo que Moisés había mandado. Ese valiente soldado de Dios, llegado al término de su importante carrera, no omitió nada de todo lo que Dios había mandado a Moisés (cap. 8:35). Toda la Palabra, tal como le había sido comunicada, fue objeto de una escrupulosa atención y dirigía su caminar; entonces pudo realizar lo que al comienzo de esa misma carrera Dios le había encomendado: “Nunca se apartará de tu boca este libro de la ley, sino que de día y de noche meditarás en él, para que guardes y hagas conforme a todo lo que en él está escrito; porque entonces harás prosperar tu camino, y todo te saldrá bien” (cap. 1:8). ¡Qué poder brinda esa obediencia! En el capítulo ocho la Palabra de Dios, escrita en “piedras vivas” del corazón, forma los pensamientos de Josué,

Aquí la espada del Espíritu arma su brazo: Satanás no puede hacer nada contra de ella. ¿Son estas nuestras experiencias? ¿Nos lanzaríamos a la batalla sin habernos nutrido de ella?

Observemos todavía cómo en esta escuela divina se nos enseña a desechar todos los recursos del poder humano. “Confían en caballos; y su esperanza ponen en carros, porque son muchos, y en jinetes, porque son valientes”, dice el profeta (Isaías 31:1). Pero estos recursos no son más que elementos para destrucción: “Desjarretó sus caballos, y sus carros quemó a fuego… a Hazor pusieron fuego” (v. 9-11). La cabeza de todos estos reinos, la capital del mundo, jamás podría llegar a ser centro para el reino de Israel. Esta verdad permanece para siempre: trátese de Hazor, Roma o Babilonia. Nuestra ciudad es la Jerusalén celestial, de la cual Dios es el Fundador y Arquitecto; y si Babilonia todavía no ha sido quemada a fuego como lo anuncia la Palabra (Apocalipsis 18:2; 19:3), que lo sea para nuestro corazón y nuestro espíritu. La destrucción de estas capitales nos enseña que todos los principios que gobiernan este mundo: políticos o religiosos, o lo que constituye su centro de atracción, deben ser juzgados y desechados, como Israel lo hizo con Hazor. “El mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo” (Gálatas 6:14). “Viene el príncipe de este mundo, y él nada tiene en mí” (Juan 14:30), dice el Señor, el modelo perfecto.

La espada del Señor había cumplido su juicio y destrucción; Josué había sido el instrumento para ello. Es fidelidad hacia Dios, de parte del creyente, colocar al hombre natural enteramente y sin merced bajo la espada del juicio de Dios. Del hombre en Adán nada debe subsistir en la tierra de la promesa: “A todos los hombres hirieron a filo de espada hasta destruirlos, sin dejar alguno con vida. De la manera que Jehová lo había mandado” (v. 14). El “viejo hombre” no tiene lugar en la vida del creyente, pero el instrumento, nuestro cuerpo, puede ser presentado en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios (Romanos 12:1). Como lo habíamos presentado para servir a la inmundicia y a la iniquidad, así ahora lo presentamos para santificación a Dios, “como instrumentos de justicia” (Romanos 6:13). “Tomó, pues, Josué toda la tierra, conforme a todo lo que Jehová había dicho a Moisés; y la entregó Josué a los israelitas por herencia conforme a su distribución”. Detalle importante, es Josué quien toma la tierra y la entrega por herencia a Israel. Es a través de un Cristo victorioso que tenemos nuestras bendiciones celestiales, y por quien el Israel futuro heredará su tierra. “Y Jehová será visto sobre ellos, y su dardo saldrá como relámpago… porque como piedras de diadema serán enaltecidos en su tierra” (Zacarías 9:14-17). “Y la heredaréis así los unos como los otros” (Ezequiel 47:14), porque todas las cosas estarán reunidas en Cristo “en la dispensación del cumplimiento de los tiempos, así las que están en los cielos, como las que están en la tierra” (Efesios 1:10).

Los anaceos

Satanás fue derrotado, su último ejército destruido, sus ciudades tomadas, el botín y las bestias de aquellas ciudades cayeron bajo el poder de Israel, quien pudo ofrecerlas a Jehová su Dios. ¿Qué faltaba aún por hacer? Israel encontró en su camino los tropiezos y motivos de espanto que lo habían hecho caer treinta y ocho años antes en el desierto: los anaceos; estos habían hecho desfallecer su corazón, impidiendo que Israel tomara posesión del país de la promesa. Los espías habían dicho de ellos: “Vimos allí gigantes, hijos de Anac, raza de los gigantes, y éramos nosotros, a nuestro parecer, como langostas; y así les parecíamos a ellos” (Números 13:33). ¿Qué impresión podrían producir ahora los hijos de Anac sobre el espíritu de aquel que marchaba hacia delante con el poder de la Palabra de Dios? La victoria estaba en él.

La Palabra de Dios permanece en vosotros, y habéis vencido al maligno
(1 Juan 2:14).

“Vino Josué y destruyó a los anaceos… los destruyó a ellos y a sus ciudades” (v. 21), “ciudades grandes y amuralladas hasta el cielo” (Deuteronomio 1:28). Como lo vimos, Josué recibió la Palabra de Dios y confió en su promesa: “Tú vas hoy a… entrar a desposeer a naciones más numerosas y más poderosas que tú… un pueblo grande y alto… de los cuales tienes tú conocimiento, y has oído decir: ¿Quién se sostendrá delante de los hijos de Anac? Entiende, pues, hoy, que es Jehová tu Dios el que pasa delante de ti como fuego consumidor, que los destruirá y humillará delante de ti” (Deuteronomio 9:1-3).

¡Ah, cuán pequeños y mezquinos parecen nuestros temores pasados cuando marchamos con Dios! ¿Qué es un hombre de seis codos y un palmo de altura, y con una coraza de planchas de cinco mil ciclos de metal, delante del Dios soberano, creador de los cielos y Señor de toda la tierra? ¿Y qué serán el Anticristo, la bestia romana y todos los reyes de la tierra congregados contra el Señor que desciende del cielo en llamas de fuego? (2 Tesalonicenses 1:8; 2:8). “El Dios de paz aplastará en breve a Satanás” (Romanos 16:20).