Capítulo 6
Jericó
Por fin el pueblo de Israel llegó frente al obstáculo, erigido ante él para impedirle tomar posesión de la tierra prometida. “Jericó estaba cerrada, bien cerrada, a causa de los hijos de Israel; nadie entraba ni salía” (v. 1). No hay nada que el enemigo aborrezca más que el vernos entrar en nuestros privilegios y tomar una posición celestial. Él sabe bien que un pueblo celestial se le escapa y le arrebata sus bienes, por eso su primer esfuerzo es poner un obstáculo a nuestra marcha hacia delante y a la vez resguardar sus bienes: “Cuando el hombre fuerte armado guarda su palacio, en paz está lo que posee. Pero cuando viene otro más fuerte que él y le vence, le quita todas sus armas en que confiaba, y reparte el botín” (Lucas 11:21-22). ¿Imperaba el temor en la ciudad? ¿Tenían miedo a los hijos de Israel? Por supuesto, sabían que el Señor había abierto el mar Rojo; conocían sobre la suerte de sus vecinos: Sehón y Og, reyes de los amorreos. Sin embargo, tenían confianza en sus murallas, en sus puertas y cerrojos. ¡Vana confianza! El día de su destrucción estaba cerca, Satanás lo sabía y cegó a los cautivos hasta en presencia misma del juicio; los convenció de que había que resistir. ¡Cuántos actúan de la misma manera frente a la muerte, cuando están solo a un paso del infierno! Confían todavía en la juventud, en la salud, en el dinero, en un médico, en una religión. Cierran las puertas al Señor, el único que puede salvarlos. ¡Qué locura! Tarde o temprano el último baluarte se desplomará.
Sin embargo, otro motivo también indujo al rey de Jericó a cerrar las puertas de la ciudad. Si nadie del exterior debía entrar, nadie tampoco debía salir. Satanás sabía que Rahab y todos los que estaban con ella en la casa que una noche abrigó a los testigos de Dios y de cuya ventana colgaba un cordón de grana contaban con una esperanza. El diablo es astuto, no quiere que nadie escape de sus garras ni del juicio de Dios. Ningún esfuerzo humano era capaz de abrir brechas en estas murallas alzadas hasta el cielo, ni ante el mar Rojo o frente al Jordán; nadie habría podido abrir paso. Pero Jericó debía caer; Satanás tendría que comprender que ninguna fuerza podía oponerse al pueblo de Dios que marchaba bajo la dependencia de su Jefe.
¿Temía Israel? En Jericó había mucho para amedrentarlos y hacerlos volver atrás; esto era precisamente lo que se proponía el adversario, tratando de intimidarlos cuanto antes. Pero, por el momento, el pueblo de Dios estaba preparado; ya había vivido varias y provechosas experiencias. ¡Ojalá las hubiera recordado siempre! Estas mismas murallas se alzan en la historia de cada cristiano. No digo que el obstáculo se encuentra siempre cuando sucede la conversión, pero tarde o temprano se mostrará cuando se quiere entrar en el camino del combate para realizar nuestra vocación celestial. El primer objeto que encontramos es un obstáculo levantado por Satanás, una fortaleza en apariencia impenetrable. El cristiano no la podrá evitar; no precisamos enumerar aquí todas las dificultades de cada creyente, son tan diversas como numerosas; pero se resumen todas con esta palabra: obstáculo. ¿Qué sucederá si avanzo? Perderé mi posición social, mi carrera será interrumpida, mis amigos me abandonarán, mis padres no lo soportarán, tendré que separarme de los que amo, de los cristianos en medio de los cuales he hallado bendición…
Tal es el aspecto que con frecuencia las altas murallas de Jericó revisten para el alma. ¡Cuántos cristianos, frente a ellas, se amedrentan incluso antes de combatir y vuelven atrás! Satanás lo sabe muy bien: nos hace considerar la altura de esos muros, el espesor de las puertas, de los cerrojos, etc., porque no hay cosa que él odie y tema más que cuando nos apropiamos de nuestros privilegios. Pero el alma preparada por Dios no retrocede ante las dificultades. Sabe que posee un medio para vencerlas, y lo utiliza. Es un medio muy sencillo, pero único, no hay otro: la fe.
Por la fe cayeron los muros de Jericó después de rodearlos siete días
(Hebreos 11:30).
“Estáis firmes en un mismo espíritu, combatiendo unánimes por la fe del evangelio, y en nada intimidados por los que se oponen, que para ellos ciertamente es indicio de perdición –como los incrédulos de Jericó–, mas para vosotros de salvación” –como Rahab e Israel– (Filipenses 1:27-28). Del poder de estas palabras los filipenses habían tenido una valiosa prueba cuando, en la misma cárcel de esa ciudad, en el calabozo de más adentro, “orando Pablo y Silas, cantaban himnos a Dios… Entonces sobrevino de repente un gran terremoto, de tal manera que los cimientos de la cárcel se sacudían; y al instante se abrieron todas las puertas, y las cadenas de todos se soltaron” (Hechos 16:25-26).
La fe es la simple confianza en el Señor, pero al mismo tiempo es la absoluta ausencia de confianza en sí mismo; estas dos cosas son inseparables. Basta la fe para derribar los obstáculos. ¡Qué importa si las murallas se elevan hasta el cielo, o si se está en el calabozo de más adentro! La fe no cuenta con el poder del hombre, ni está fundada en la sabiduría humana. Ella cuenta con Dios, con su poder y su sabiduría; es su carácter indeleble, y a la vez proporciona ese poder y esa sabiduría a aquel que anda por fe.
Vuestra fe no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios
(1 Corintios 2:5).
Lo indispensable para el combate es un poder absolutamente divino; este puede derribar el obstáculo; la fe reposa únicamente en él.
Veamos ahora como este poder divino, cuando hace algún llamado a la fe, se muestra celoso y no deja subsistir nada que pueda tener apariencia de fuerza y sabiduría humanas. La elección de las armas o los medios del combate no fueron revelados por el jefe del ejército del Señor que hablaba con Josué. Israel no pudo elaborar ningún plan, ningún convenio, no pudo concentrarse para hallar los medios de ganar la victoria. Dios ordenó todo. Porque la fe se somete al plan divino, emplea los medios que Dios le indica, no inventa nada. Se necesitan sociedades, comités, sínodos, dinero, etc., dice la gente. El hombre requiere de estas cosas; mas para la fe esto no es necesario. “Jehová dijo a Josué: Mira, yo he entregado en tu mano a Jericó y a su rey, con sus varones de guerra”, ¡plena seguridad para la fe! “Rodearéis, pues, la ciudad todos los hombres de guerra, yendo alrededor de la ciudad una vez; y esto haréis durante seis días. Y siete sacerdotes llevarán siete bocinas de cuernos de carnero delante del arca: y al séptimo día daréis siete vueltas a la ciudad, y los sacerdotes tocarán las bocinas” (v. 2-4).
Dios tiene sus propios medios. Pero, dirá alguien, ¿por qué no simplifica el camino? ¿Por qué todas estas complicaciones? ¿Por qué dar vuelta a la ciudad una vez cada día y siete veces el séptimo día? ¿Y ese cortejo, el arca y las trompetas? ¿Para qué? Amado lector, la fe no exige explicaciones. Ella no razona sobre los medios empleados por Dios; simplemente los acepta, obedece, combate, obtiene la victoria y luego comprende. Así fue cuando Israel salió de Egipto, lo mismo sucedió en el mar Rojo y frente al Jordán. Usted dirá: ¡Entonces la fe es estúpida! No, ella primeramente se somete, luego comprende, obedece y sigue al jefe; esto es la fe que proviene de Dios. La fe nos dirá el porqué de los siete días, de la presencia del arca, del cortejo, de los cuernos de carnero, los gritos de alegría, pero solo nos lo dirá después de habernos sometido. Si ella deseara comprender antes de someterse, no sería fe sino la inteligencia y los razonamientos humanos.
Pero esto no es todo. La fe marcha hacia delante, en la dependencia de Dios, quien dijo: “Yo he entregado en tu mano a Jericó y a su rey, con sus varones de guerra”. Desde luego, está segura de la victoria. Pero debe ser puesta a prueba; le es necesaria la paciencia. “Para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo” (1 Pedro 1:7). “Y no solo esto, sino que también nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia” (Romanos 5:3). Israel tuvo que marchar así durante seis días. Luego, “al séptimo día daréis siete vueltas a la ciudad”. Es necesario que la paciencia tenga “su obra completa, para que seáis perfectos y cabales, sin que os falte cosa alguna” (Santiago 1:4). Notemos, además, otros caracteres benditos de esta “fe igualmente preciosa”. Ella nos asocia con Cristo, nos da parte y comunión con él en medio de la lucha, la tribulación o la prueba. Este fue el motivo por el cual Dios alineó a su pueblo alrededor del arca: “Los hombres armados iban delante de los sacerdotes que tocaban las bocinas, y la retaguardia iba tras el arca”. Ya no era, como en el Jordán, el arca precediendo al pueblo en una distancia como de dos mil codos, o como en el desierto, cuando en cierta oportunidad la distancia era mayor: “El arca del pacto de Jehová fue delante de ellos camino de tres días, buscándoles lugar de descanso” (Números 10:33). La verdadera arca, el Señor, precedió a los suyos camino de tres días; y al tercero, el lugar de descanso había sido hallado; después pudieron seguir mucho más de cerca al Maestro. Aquí, frente a Jericó, los hombres armados iban delante, los sacerdotes y el arca ocupaban el centro. Los demás cerraban la marcha, formando así el cuerpo mismo del ejército.
Mas esta asociación con Cristo jamás tiene por blanco ni por resultado exaltar al hombre o darle importancia. Ella exalta a Cristo, le da el primer lugar. “Varones israelitas, ¿por qué os maravilláis de esto? ¿O por qué ponéis los ojos en nosotros, como si por nuestro poder o piedad hubiésemos hecho andar a este?… El Dios de nuestros padres, ha glorificado a su Hijo Jesús… Y por la fe en su nombre… le ha confirmado su nombre; y la fe que es por él ha dado a este esta completa sanidad en presencia de todos vosotros” (Hechos 3:12-16). Imposible exaltar más el nombre del Señor Jesús y ocultarse a sí mismo. Prosigamos nuestra aplicación espiritual. En los Hechos de los Apóstoles vemos, en primer lugar, formarse la Iglesia mediante el descenso del Espíritu Santo; la presencia y el nombre de Jesús son realidades, como el arca en medio del cortejo israelita. Luego un testimonio –la voz de las bocinas– proclama la victoria de Cristo. ¡Ah!, Jerusalén como Jericó había cerrado sus puertas en la incredulidad; y como había rechazado al Mesías, rechazó también el testimonio del Espíritu Santo. Sin embargo, las filas que junto al Señor habían tocado las bocinas de la salvación, “los hombres armados”, siguieron hacia delante. Fenicia, Chipre y Antioquía (Hechos 11:19) fueron algunos de los sitios adonde llevaron el Evangelio. El apóstol Pablo, el luchador por excelencia, encontró lugar en sus filas, empezando desde Damasco, llenándolo todo del Evangelio de Cristo, desde Jerusalén hasta Roma, con el deseo de llegar hasta España. Notemos la presencia de los sacerdotes: llevaban las siete bocinas de cuernos de carnero delante del arca del Señor andando siempre. Aquí hallamos un alcance espiritual tan hermoso como elevado; el corazón del creyente que lo percibe será fortalecido en la convicción de que ninguna palabra divina ha sido dada en vano y que cada una encierra un rasgo de la gloria de Dios. Como lo sabemos, el número siete es el símbolo de la perfección en las cosas divinas; la bocina representa el medio divino que hace llegar hasta el corazón y la inteligencia la voz del testimonio de Dios (Números 10:2). ¿Y los cuernos de carnero?, preguntará el lector. ¡Ah!, el carnero era la víctima del sacrificio de las consagraciones de los sacerdotes, así lo leemos en la ordenanza levítica: “Hizo que trajeran el carnero del holocausto, y Aarón y sus hijos pusieron sus manos sobre la cabeza del carnero… Después hizo que trajeran el otro carnero, el carnero de las consagraciones, y Aarón y sus hijos pusieron sus manos sobre la cabeza del carnero. Y lo degolló; y tomó Moisés de la sangre, y la puso sobre el lóbulo de la oreja derecha de Aarón, y sobre el dedo pulgar de su mano derecha, y sobre el dedo pulgar de su pie derecho” (Levítico 8:18-23). Era la ceremonia de una plena y perpetua consagración de Aarón y sus hijos a Dios.
Ahora bien, las bocinas de cuernos de carnero simbolizan el poder del testimonio de una completa consagración de Aquel que se entregó a sí mismo hasta la muerte, y muerte de cruz, y cuya figura aparece desde los tiempos remotos de Abraham, cuando este ofreció una víctima en lugar de Isaac su Hijo, un carnero que apareció enredado por los cuernos en un zarzal (Génesis 22:13). Los apóstoles, y también la Iglesia en sus primeros días, siguieron las pisadas de esta plena consagración en pos del jefe y consumador de la fe. ¿Llevan nuestros oídos, manos y pies un poco de la sangre de la santa Víctima de nuestra consagración, que por su parte el apóstol Pablo y otros cristianos llevaban, y cuya consagración a Dios fue hasta el derramamiento de su sangre? (Gálatas 6:17; Filipenses 1:17). ¡Cuán hermoso es todo aquello! ¡Un pueblo rescatado en el pleno goce de sus privilegios, llevando consigo la presencia misma de Dios, un pueblo obediente de corazón y de hecho! ¡Oh, si Israel hubiese seguido este camino, si la Iglesia, el ejército del Nuevo Testamento, hubiese guardado esa consagración tan bendita y feliz de los primeros días! Se hubiera cumplido plenamente el anhelo del Hijo al Padre:
Que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti… para que el mundo crea que tú me enviaste
(Juan 17:21).
La fe que es celosa para exaltar a Cristo y rendirle testimonio, también lo es para marchar al combate. “Y Josué se levantó de mañana… Al séptimo día se levantaron al despuntar el alba” (v. 12, 15). Notamos también cómo el celo del jefe provoca y anima el celo de sus hombres; la fe ostentó el mismo carácter de aquel de quien es hija, cuando el día del gran sacrificio “Abraham se levantó muy de mañana… Y cuando llegaron al lugar que Dios le había dicho, edificó allí Abraham un altar, y compuso la leña, y ató a Isaac su hijo, y lo puso en el altar” (Génesis 22:3-9). Fue el mismo celo que animó a su Jefe y Consumador: “Levantándose muy de mañana, siendo aún muy oscuro, salió y se fue a un lugar desierto, y allí oraba” (Marcos 1:35). Pero, como ya lo hemos visto, es necesario que sea él quien los elija, los prepare y los emplee:
Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres
(Mateo 4:19).
Si tenemos algún valor a los ojos de los hombres, Dios se ve obligado a quebrarlo, como lo hiciera con Saulo de Tarso. Luego puede decir: “Instrumento escogido me es este”, útil al Maestro, “preparado para toda buena obra”, y si son “hombres sin letras y del vulgo”, tanto mejor porque se les reconocería que han estado con Jesús (Hechos 9:15; 4:13; 2 Timoteo 3:17).
Sin embargo, hemos observado que a menudo el proceder de los cristianos en la lucha espiritual es opuesto al de Dios: ellos cuentan ante todo con sus propios medios y recursos. Dicen: hemos encontrado un excelente método, estamos organizados de buena manera, tenemos un cuerpo notable de evangelistas, etc. Amados lectores, estas expresiones no son de nuestra invención, las hemos leído en los informes y revistas, hasta nosotros mismos las hemos empleado en alguna ocasión. Si consideramos la obra humana, siempre hallaremos esta deplorable mezcla: edificamos con oro, plata, piedras preciosas, pero lamentablemente también lo hacemos con madera, heno y hojarasca. Si Israel hubiera dicho: Muy bien, que el poder sea de Dios, lo admitimos; pero tratemos de hallar los medios más adecuados para derribar los muros de Jericó, ¿qué habría visto el séptimo día? Nada, no habría caído ni una sola piedra de la muralla. Pero aquí andaban por fe. Las murallas del enemigo se desplomaron, el pueblo aniquiló a la ciudad maldita: el juicio de Dios cayó sobre el amorreo que ya había colmado la medida de su maldad.
La toma de Jericó no solo puso de relieve el merecido juicio de Dios sobre los incrédulos; también ensalzó la gracia que salvó a una pecadora cuya fe activa aprovechó los pocos y últimos días de la paciencia de Dios para proteger a quienes se pusieron al abrigo del cordón de grana. Salvada de la muerte por la sangre cuyo emblema era ese mismo cordón, Rahab, otrora prisionera en su casa sobre el muro, iba a gozar de plena libertad. Los mismos espías que habían sido fiadores de su vida,
Entraron y sacaron a Rahab, a su padre, a su madre, a sus hermanos y todo lo que era suyo; y también sacaron a toda su parentela (v. 23).
¡Cuántos frutos produjo la obra de fe de esa mujer en tan poco tiempo! Parece que oímos la parábola del sembrador: “Y otra parte cayó en buena tierra, y nació y llevó fruto a ciento por uno” (Lucas 8:8). Y no solo esto, también vino a ser un eslabón en el libro de la genealogía de Jesucristo, donde hallamos que Salmón engendró de ella a Booz, digno hijo de la fe y redentor de Ruth la viuda moabita, mujer que siguió las mismas pisadas, unidas con otras cualidades para llegar hasta Cristo. Observemos todavía un detalle de mucha importancia: la fe no hace ningún compromiso con el mundo; no recibe ni toma nada de él: “Y respondió Abram al rey de Sodoma: He alzado mi mano a Jehová Dios Altísimo, creador de los cielos y de la tierra, que desde un hilo hasta una correa de calzado, nada tomaré de todo lo que es tuyo” (Génesis 14:22-23). Además, Dios prohibió al pueblo tocar algo de la ciudad maldita: “Pero vosotros guardaos del anatema; ni toquéis, ni toméis alguna cosa del anatema, no sea que hagáis anatema el campamento de Israel, y lo turbéis. Mas toda la plata y el oro, y los utensilios de bronce y de hierro, sean consagrados a Jehová, y entren en el tesoro de Jehová” (v. 18-19). El Señor puede reivindicar estas cosas para glorificarse por ellas: le pertenecían a él, no a los hijos de Israel. Estos solo podían tocarlas para ponerlas en el “tesoro de Jehová”. ¿No son para el Señor todos los frutos de su obra? ¡Ay de aquel que dice: “Yo soy de Pablo; y yo de Apolos; y yo de Cefas” (1 Corintios 1:12). ¿Fue crucificado Pablo por vosotros? El que no anda en las pisadas de la fe que consagra todo al Vencedor y espera todo de él, pronto caerá bajo maldición: Ananías y Safira fueron los primeros que se extraviaron lejos de estas pisadas en la Iglesia.
Dos cosas comprueban el derrumbamiento de las murallas de Jericó: el feliz estado de corazón de aquellos que marchan delante, alrededor y detrás del arca del Señor, y la presencia de Dios en medio de su pueblo, con su omnipotencia. Tal es, amados lectores, el combate de la fe. Mas no siempre fue así en Israel: dos ocasiones nos hablan con elocuencia a este respecto. La primera se halla en el capítulo 14 de Números. El Señor pronunció un castigo contra un pueblo desobediente. Por no haber querido marchar al combate contra el amorreo, Israel fue condenado a errar durante cuarenta años por el desierto. La carne se rebela contra el castigo: “Henos aquí para subir al lugar del cual ha hablado Jehová; porque hemos pecado”, dijo el pueblo. “No subáis”, contestó Moisés, “porque Jehová no está en medio de vosotros… Sin embargo, se obstinaron en subir a la cima del monte; pero el arca del pacto de Jehová, y Moisés, no se apartaron de en medio del campamento. Y descendieron el amalecita y el cananeo que habitaban en aquel monte, y los hirieron y los derrotaron” (Números 14:40-45). ¡Ejemplo de lamentable resultado que se obtiene queriendo subir a la batalla sin la presencia del Señor! En 1 Samuel 4 asistimos a otra derrota: los filisteos, instrumentos del poder de Satanás, pero a quienes Dios tuvo que emplear en contra de su pueblo infiel, vencieron a Israel. En lugar de ser llevado a la humillación por estos primeros reveses, buscando la presencia de su Dios, el pueblo quiso unir el arca del Señor con su estado pecaminoso: “Traigamos a nosotros de Silo el arca del pacto de Jehová, –dijeron– para que viniendo entre nosotros nos salve de la mano de nuestros enemigos… Aconteció que cuando el arca del pacto de Jehová llegó al campamento, todo Israel gritó con tan gran júbilo que la tierra tembló” (1 Samuel 4:3-5). Pareciera que estamos otra vez ante Jericó. Pero desengañémonos: Dios permaneció sordo. ¿Podrían suponer que los iba a salvar? ¡Imposible! Dios no podía unir su presencia al estado moral de Israel: la derrota estaba segura. Frente a Jericó fue distinto: era el día de la fe, de la obediencia y la santidad. Dios estaba allí, y por consiguiente era el día de la victoria. Tal es, querido lector, el verdadero combate de Dios. ¡Que él nos conceda guardar estas cosas en nuestros corazones, a fin de que no seamos vencidos en nuestras luchas contra el enemigo!
Antes de pasar al estudio del capítulo siguiente detengámonos un instante en las palabras que Josué pronunció sobre Jericó; ellas parecen concluir para siempre con la historia de la ciudad anatema: “En aquel tiempo hizo Josué un juramento, diciendo: Maldito delante de Jehová el hombre que se levantare y reedificare esta ciudad de Jericó. Sobre su primogénito eche los cimientos de ella, y sobre su hijo menor asiente sus puertas” (v. 26). ¡Prohibición terminante so pena de maldición! Además, el castigo ya estaba pronunciado contra aquel que infringiere el juramento.
Pues bien, el tiempo transcurrió, y quinientos treinta y siete años después, en tiempo del rey Acab, tiempo de apostasía y desobediencia, se halló un israelita suficientemente atrevido para desafiar el juramento de Jehová: “En su tiempo Hiel de Bet-el reedificó a Jericó”. Hiel significa: “vida de Dios”; Bet-el “casa de Dios”. ¡Monstruosa ironía! Ese hombre ostentaba los mejores calificativos, sin embargo, a sabiendas o no, se burló de Dios y de su Palabra. Mas esta se cumplió al pie de la letra, porque los siglos transcurridos no la modifican ni le quitan un ápice de su valor: “A precio de la vida de Abiram su primogénito echó el cimiento, y a precio de la vida de Segub su hijo menor puso sus puertas, conforme a la palabra que Jehová había hablado por Josué” (1 Reyes 16:34). Cada vez que se pisaban los umbrales de Jericó, se podía recordar la sentencia divina y su cumplimiento. Pero, preguntémonos, ¿no ha tenido Hiel muchos imitadores en medio de la cristiandad? Pues bien, a los que quieren reedificar lo que por su muerte el Señor Jesús destruyó, el apóstol les dice: “De Cristo os desligasteis, los que por la ley os justificáis; de la gracia habéis caído”. “Si alguno os predica diferente evangelio del que habéis recibido, sea anatema” (Gálatas 5:4; 1:9).
Sin embargo, subiendo a Jerusalén, el Señor no rehusó pisar los umbrales de la ciudad maldita. ¿Habrá recordado el castigo que estaba allí en los fundamentos? Sin duda, ¿acaso no era él el Jehová del Antiguo Testamento? Pero es también el Salvador en el Nuevo. Había venido precisamente para salvar a los que estaban bajo maldición, llevándola él mismo en su lugar. Y cuando él quiso ilustrar con una parábola la pendiente por la cual huye el hombre alejándose de Dios, tomó a Jerusalén como punto de partida y a Jericó como punto de llegada: “Un hombre descendía de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de ladrones, los cuales le despojaron; e hiriéndole, se fueron, dejándole medio muerto”. Luego, con los dos primeros personajes que pasaron de lado, el Señor ilustró la inutilidad de la ley y de los sacrificios para salvar al herido. Jesús debía pasar por Jericó. “Un samaritano, que iba de camino, vino cerca de él, y viéndole, fue movido a misericordia; y acercándose, vendó sus heridas” (Lucas 10:30-34). ¿Aprovechó de sus dones algún herido de esa ciudad? Sí, Zaqueo el publicano, en cuya casa el divino médico encontró un sitio donde posar; por el camino, al salir de Jericó, dos ciegos recobraron la vista a través de él. Con razón podemos decir:
Cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia
(Romanos 5:20).