Capítulo 27
El final de Judas
La muerte de Jesús se decidió en el conciliábulo celebrado en casa de Caifás después de su arresto. Pero la asamblea formada por los principales sacerdotes y los ancianos debía ratificar oficialmente la sentencia. Por lo tanto, desde la mañana, este consejo se reunió para pronunciar la condena de Jesús. La Palabra no dice lo que se hizo con él después de su comparecencia ante Caifás. Después de haberlo atado, lo entregaron a Pilato, el gobernador romano, quien solo podía ordenar su muerte y enviarlo al suplicio.
Cuando Judas vio a su Maestro condenado, sus ojos se abrieron ante el horror de su acción y, atormentado por un remordimiento inútil, devolvió las treinta piezas de plata confesando su iniquidad: “Yo he pecado entregando sangre inocente” (v. 4). Esta confesión encontró corazones tan endurecidos como el suyo; los principales sacerdotes y los ancianos no se inquietaban más por los remordimientos de Judas que por la inocencia de Jesús. Ellos le respondieron: “¿Qué nos importa a nosotros? ¡Allá tú!”. Su designio se cumplía. No se ocupaban de otra cosa. Judas probablemente había pensado que Jesús escaparía cuando fueran a prenderlo, como lo había hecho varias veces, mientras que él disfrutaría de su dinero (véase Lucas 4:29-30; Juan 8:59; 10:39). Por eso, cuando vio que Jesús era condenado, la desesperación se apoderó de él, y después de arrojar el dinero en el templo, fue y se ahorcó. Había estado ciego, aunque seguía al Señor. Su avaricia permitió que su alma se volviera una presa fácil para Satanás. Al haber vendido a su Maestro, no halló compasión de parte de los hombres ni de Satanás, y privado de todo recurso, no le quedaba otro medio que el de precipitarse en el abismo, esperando el día en que debiera comparecer ante Aquel a quien vendió por treinta piezas de plata.
Los principales sacerdotes, gente escrupulosa pero sin conciencia, no quisieron que este dinero fuera al tesoro de las ofrendas, porque era precio de sangre. Decidieron comprar un campo, “el campo del alfarero”, para sepultar a los extranjeros. ¡Ah!, pero la separación de los extranjeros no tenía más razón de ser. Israel se elevó contra el Dios que lo había llamado de en medio de todas las familias de la tierra, y se asoció con los gentiles para rechazar a su Mesías. Dios iba a rechazarlo como pueblo y dispersarlo entre las naciones. La procedencia de este dinero hizo que este campo se llamase: “Campo de sangre”. Estos desdichados judíos cumplían así una profecía que deberían haber conocido: “Y tomaron las treinta piezas de plata, precio del apreciado, según precio puesto por los hijos de Israel; y las dieron para el campo del alfarero, como me ordenó el Señor” (v. 9-10; véase Zacarías 11:12-13).
Jesús ante Pilato
Jesús fue llevado atado ante Pilato, el gobernador romano, quien le preguntó: “¿Eres tú el Rey de los judíos? Y Jesús le dijo: Tú lo dices” (v. 11). Se comprende que los judíos lo hayan acusado ante Pilato de pretender la realeza. Era un buen medio para ganarse al gobernador y obtener de él una condena, porque Pilato debía mantener la autoridad imperial contra toda usurpación. Pero Jesús no negó su derecho al trono. Hizo lo que el apóstol Pablo llama su “buena profesión delante de Poncio Pilato” (1 Timoteo 6:13). Como esta confesión no hacía que Pilato lo condenara, los principales sacerdotes y los ancianos seguían acusándolo, pero Jesús no respondió nada. “Pilato entonces le dijo: ¿No oyes cuántas cosas testifican contra ti?” (v. 13). Para sorpresa del gobernador, Jesús no le respondió ni una palabra. ¿De qué hubiera servido que se defendiera en aquel momento? Su vida entera había probado lo que era de parte de Dios en medio del pueblo, y nada convenció a los judíos. La maldad del hombre debía manifestarse plenamente por la muerte de Jesús, allí donde el amor de Dios también sería revelado.
Para agradar a los judíos, Pilato tenía por costumbre soltar a un preso en la fiesta de Pascua, al que quisiesen. Como estaba perplejo para pronunciar un juicio contra Jesús, pues no lo hallaba culpable, les propuso elegir entre Jesús y un preso famoso llamado Barrabás. Mientras Pilato estaba sentado en el tribunal, “su mujer le mandó decir: No tengas nada que ver con ese justo; porque hoy he padecido mucho en sueños por causa de él” (v. 19). Dios quiso que un testimonio a la justicia de su Hijo fuese dado por una pagana en aquel momento, en presencia de aquellos que eran llamados “los suyos” y que no lo recibieron (Juan 1:11). Este testimonio aumentó el malestar de Pilato, pero los principales sacerdotes y los ancianos persuadieron a las multitudes que pidiesen a Barrabás, y que Jesús fuese muerto (v. 20). “Respondiendo el gobernador, les dijo: ¿A cuál de los dos queréis que os suelte? Y ellos dijeron: A Barrabás. Pilato les dijo: ¿Qué, pues, haré de Jesús, llamado el Cristo? Todos le dijeron: ¡Sea crucificado! Y el gobernador les dijo: Pues ¿qué mal ha hecho? Pero ellos gritaban aún más, diciendo: ¡Sea crucificado! Viendo Pilato que nada adelantaba, sino que se hacía más alboroto, tomó agua y se lavó las manos delante del pueblo, diciendo: Inocente soy yo de la sangre de este justo; allá vosotros. Y respondiendo todo el pueblo, dijo: Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos. Entonces les soltó a Barrabás; y habiendo azotado a Jesús, le entregó para ser crucificado” (v. 21-26).
Esta escena presenta un cuadro horrible del corazón natural del hombre. Vemos a los jefes del pueblo, hombres religiosos y escrupulosos, pero sin conciencia, movidos por un odio ciego y terrible contra el Dios que ellos pretendían servir. Estos jefes persuadieron a la multitud para que pidieran a Pilato, en contra de la voluntad de este, la liberación de un ladrón antes que la de Jesús, cuyos cuidados habían aprovechado durante su ministerio de amor. Pilato, representante de la autoridad que Dios había confiado a los gentiles, aunque convencido de la inocencia de Jesús, no tuvo fuerza delante de los judíos; cedió a sus instancias, más preocupado por mantener su reputación en medio de un pueblo que lo odiaba a causa del yugo de Roma, que por ejercer justicia.
Se puede notar que, en su relato, Mateo hace resaltar la responsabilidad de los judíos en el rechazamiento de su Mesías. Sobre ellos, muy particularmente, pesa la culpabilidad de la muerte de Cristo. Ellos asumen voluntariamente las consecuencias, cuando dicen: “¡Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos!”. Entonces, ¿podemos sorprendernos por todo lo que este pueblo ha sufrido y sufrirá hasta que se vuelva hacia Aquel “a quien traspasaron”? (Zacarías 12:10). Todas las atrocidades que han padecido los judíos desde la toma de Jerusalén hasta nuestros días son como el eco del grito dado delante de Pilato. Sin embargo, los gentiles tienen su parte de responsabilidad en la muerte de Jesús. El gobernador romano, que no conocía ni temía al Dios que le había dado su poder, hace uso de su autoridad solo para azotar y crucificar a quien sabe que es inocente, en vez de mantener la justicia delante del pueblo que debía someterse a él. Cree eximirse de su responsabilidad lavándose las manos, y echar toda la culpa sobre los judíos, pero ante Dios cada uno es responsable de sus propias acciones. Como la falta de Judas no disculpaba a los jefes, la de los judíos no disculpará a Pilato en el día del juicio. Cada uno será juzgado según sus obras y su propia responsabilidad.
Querer echar su culpa sobre otros es un acto que se remonta a la caída. Es precisamente lo que hicieron nuestros primeros padres. Adán acusó a su mujer y a Dios mismo de su propia culpa, diciendo: “La mujer que me diste por compañera me dio del fruto del árbol…”. Y la mujer dijo: “La serpiente me engañó” (Génesis 3:12-13).
No podemos justificarnos del mal que hemos cometido. Para obtener el perdón y la purificación, debemos confesar el pecado y humillarnos. Solo Dios justifica. El culpable no lo puede hacer.
Aquella escena daba a todos los hombres la oportunidad de manifestar lo que eran respecto a Dios, mejor que la ley había hecho. Jesús, el hombre divino, el hombre perfecto, estaba pues allí, solo, en medio de los pecadores. Víctima voluntaria, aceptó todo lo que los hombres le infligieron en el camino que lo conducía a la cruz donde glorificaría a Dios. Y así, por su muerte, semejante gente, tal como usted y yo, podemos ser salvos por la fe.
¡Qué amor y qué agradecimiento debemos a Aquel que se dejó conducir a la cruz por nosotros, como un cordero al matadero!
La crucifixión
Después que Pilato hubo dictado su inicua sentencia, los soldados juntaron contra Jesús toda la cohorte1 . Después de comparecer sucesivamente delante de los jefes judíos y del gobernador romano el Señor fue entregado a los soldados, gente vulgar y brutal que encontraba en Jesús un motivo para burlarse de los judíos, maltratándolo y haciéndolo sufrir antes de crucificarlo. Le quitaron sus ropas y lo vistieron con un manto de escarlata. Tejieron una corona de espinas y la pusieron sobre su cabeza, en su mano derecha colocaron una caña como cetro. Vestido irrisoriamente como un rey, nuestro precioso Salvador sufrió todas las burlas, los insultos y los ultrajes de estos hombres bárbaros que hincaban la rodilla delante de él, diciendo: “¡Salve, Rey de los judíos! Y escupiéndole, tomaban la caña y le golpeaban en la cabeza” (v. 29-30). Bajo estos golpes, las espinas debían penetrar hiriendo la frente divina del hombre perfecto, cuyo corazón era tan herido como sus sienes. Así, de una manera humillante y dolorosa, Jesús sufría la contradicción de pecadores contra sí mismo (Hebreos 12:3). Un día, cuando el Señor sea manifestado en gloria, estos soldados paganos, así como todos los hombres, doblarán las rodillas delante de él. Pero en aquel momento el Rey de reyes y Señor de señores era el Cordero indefenso, la víctima expiatoria que iba hacia la cruz para cumplir la obra de la redención a favor de impíos, tales como aquellos que nos representaban. En esa hora solemne, el odio de los hombres contra Dios y el amor de Dios hacia ellos iban a encontrarse en la cruz.
¡Ojalá muchos más doblen las rodillas delante de Jesús, como Salvador y Señor, agradeciéndole el amor que mostró en la cruz a favor de ellos! ¡Y que no se vean en la obligación de doblar las rodillas como pecadores delante de su Juez!
Después de haberse burlado de Jesús, los soldados le quitaron el manto de escarlata, le pusieron sus propios vestidos, y lo llevaron al Gólgota para crucificarlo. Por lo general, el mismo condenado llevaba su cruz hasta el lugar del suplicio. Juan 19:17 dice que “él (Jesús), cargando su cruz, salió”. Aquí leemos: “Cuando salían, hallaron a un hombre de Cirene que se llamaba Simón; a este obligaron a que llevase la cruz” (v. 32). No hay contradicción entre estos relatos: Simón pasaba cuando Jesús salía cargando su cruz, y fue obligado a llevarla. ¿Por qué? La Palabra no lo dice.
Una vez que llegaron al lugar del suplicio, los soldados dieron a Jesús vinagre mezclado con hiel, bebida que tenía por efecto atenuar el dolor del condenado durante la crucifixión. Pero después de probarlo, Jesús rehusó beberlo. Quería soportar conscientemente todo lo que le era impuesto. De su Padre hallaba el socorro para soportar los sufrimientos hasta el fin. Despojado de sus vestidos, Jesús fue crucificado entre dos malhechores. Los soldados se repartieron sus vestidos y cumplieron, sin saberlo, lo que está escrito en el Salmo 22:18: “Repartieron entre sí mis vestidos”. Terminada su obra, ellos se sentaron para vigilarlo. En la cruz se colocó una inscripción indicando el motivo de su condenación, que no era sino su bella confesión delante de Poncio Pilato, la que el mismo Pilato escribió: “Este es Jesús, el rey de los judíos” (v. 37). A pesar de la oposición de los judíos, el testimonio de lo que Jesús era para la nación debía ser dado públicamente hasta el final.
Los que pasaban lo injuriaban y meneaban la cabeza burlándose en tono desafiante por las palabras de Jesús respecto al templo. Los principales sacerdotes, los escribas y los ancianos decían:
A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar; si es el Rey de Israel, descienda ahora de la cruz, y creeremos en él. Confió en Dios; líbrele ahora si le quiere; porque ha dicho: Soy Hijo de Dios (v. 42-43).
Lo más sensible para el corazón del Señor fue violado y pisoteado en aquel momento en que la prueba no hacía más que manifestar sus perfecciones. Él no abría la boca. Allí, según el Salmo 22, se hallaba rodeado por esos leones rapaces y rugientes, esos toros de Basán, esa cuadrilla de malignos. Incluso los ladrones que estaban crucificados con él lo injuriaban.
Comprendemos qué terribles juicios desencadenó toda la maldad manifestada por esos verdugos, y muy particularmente por los judíos, contra la persona adorable del Señor Jesús; porque todos los sufrimientos que él soportó de parte de los hombres, ocasionarán los juicios anunciados en los Salmos y en los profetas, y no la salvación de los pecadores.
En cuanto al Señor, toda su actitud atrae nuestros corazones hacia su adorable persona. Lo vemos expuesto a la maldad del corazón natural sin que abriera la boca, indefenso, sufriendo “tal contradicción de pecadores contra sí mismo”, a pesar de que podría haber destruido a sus enemigos con una palabra. Su amor por su Dios, a quien quería glorificar tanto con su muerte como con su vida, y su amor por el pecador, a quien quería salvar, lo condujeron a aceptarlo todo. ¡Dios quiera que la contemplación de esta escena del Gólgota llene nuestros corazones de amor y de gratitud por Jesús, quien quiso sufrir la condena que nosotros merecíamos! Para aquel que todavía no posee la salvación, ¿no es esta escena apta para traerlo al Salvador?
- 1Unidad de tropa romana compuesta de 400 a 600 soldados.
El desamparo de Dios
Con estos versículos comienza otra escena, imposible de describir. Hallamos su explicación en el clamor de Jesús:
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? (v. 46).
Hemos asistido a las angustias en Getsemaní, donde Jesús tenía que afrontar el poder de Satanás, quien se servía de los horrores de la muerte para tratar de hacerlo retroceder ante esta muerte. Además, hemos visto algo de los suplicios morales y físicos que los hombres infligieron a Jesús con un odio tan refinado como brutal. Pero todo esto no era sino el camino por el cual Jesús, la víctima voluntaria, iba a ofrecerse a Dios y a sufrir de su parte el juicio que merecía el culpable. Porque ninguno de los sufrimientos que precedieron a esta hora terrible, la sexta hora, expió un solo pecado. Y si Jesús hubiera descendido de la cruz, como esos malignos se lo pedían (y él podía haberlo hecho), ningún pecador hubiera podido ser salvo. Todos aquellos sufrimientos tendrán como resultado los juicios de Dios sobre los hombres, y no su salvación.
“Y desde la hora sexta (las doce) hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena (las tres de la tarde)” (v. 45). Estas tinieblas interrumpieron la manifestación de odio de los hombres contra Jesús; aislaron completamente a la santa Víctima de la escena en medio de la cual había sufrido hasta entonces. En estas tres horas terribles de profundas tinieblas fue elevado entre el cielo y la tierra y abandonado por Dios bajo el juicio eterno que merecíamos nosotros. Esto era necesario para que la expiación de los pecados se cumpliese.
Allí, Jesús sufría de parte del Dios justo y santo el castigo que merecían todos aquellos que eran y serían salvos por la fe, a fin de que Dios pudiese dar la vida eterna a cualquiera que creyera. Allí, en aquella cruz maldita, no se le evitó nada. En el día del juicio, los hombres rendirán cuentas de todas las palabras ociosas que pronunciaron (Mateo 12:36). Por cada una de estas palabras el Señor sufrió de parte de Dios, para que, por la fe, todos los que las dijeron pudiesen recibir el perdón. Este juicio completo, en los sacrificios por el pecado, era representado por el fuego que consumía enteramente a la víctima (Levítico 16:27). Por eso no podemos describir los sufrimientos que Jesús soportó de parte de Dios a causa del pecado. Pobres y miserables pecadores, nosotros mismos los hemos atraído sobre el Hijo de Dios, quien quiso soportarlos para liberarnos. Si hubiésemos bebido la mínima parte de la copa de la cólera de Dios contra el más leve de nuestros numerosos pecados, habría sido para nosotros una eternidad de sufrimientos, y aún así este pecado jamás habría sido expiado. En la medida en que los creyentes comprenden la obra de la cruz y el amor que Jesús demostró al cumplirla, pueden expresarle estas palabras:
La horrenda cruz, Jesús, por nos sufriste,
Desamparado por tu Dios allí:
La muerte y sus terrores Tú venciste,
Al recibir su golpe sobre Ti.
Con grande amor ¡oh Cristo! te entregaste,
En cruz colgado, de Dios maldición;
Tu propia sangre, el precio que donaste,
Fue nuestra paz y eterna salvación.
¡Tierno Jesús!, de Dios el Muy amado,
Del Padre el don, supremo don de amor;
A Ti Señor, el Hijo consumado,
Te adora el alma con santo fervor.
Podemos cantar este himno mientras esperamos el momento en que, semejantes a él, en la gloria, comprendamos plenamente la obra de la cruz. Delante del tribunal de Cristo veremos la inmensa suma de nuestros pecados y comprenderemos la santidad, la justicia y las glorias de Dios que Jesús mantuvo cuando cargaba con estos pecados. Como resultado de esta obra, Dios puede introducir tales seres en su presencia, como muy amados hijos, en un estado de perfección que le conviene, y allí podremos disfrutar de todo su amor. Veremos también la gloria que Jesús dejó para hacerse hombre y víctima por el pecado. Entonces, conociendo como fuimos conocidos, estaremos capacitados para adorar y alabar con perfección al Cordero que fue inmolado para rescatarnos e introducirnos en esa gloria.
El culto que los rescatados presentan a Dios el Padre y al Señor Jesús comienza en la tierra, con gran debilidad y muchas imperfecciones. Pero el objeto y el tema de este culto son los mismos que los que tendremos en la gloria. Por el mismo Espíritu, en la tierra como en los cielos, esta alabanza es expresada y lo será eternamente.
Cuando Jesús hizo oír el clamor: “Elí, Elí, ¿lama sabactani? Esto es: Dios mío, Dios mío ¿por qué me has desamparado?” (v. 46), aquellos que lo rodeaban, indudablemente sin comprender este lenguaje, dijeron: “A Elías llama este” (v. 47). Uno de ellos corrió y le ofreció una esponja llena de vinagre, que puso al extremo de una caña, cumpliendo lo que dijo el profeta:
En mi sed me dieron a beber vinagre
(Salmo 69:21).
Otros decían: “Deja, veamos si viene Elías a librarle”. ¡Divino Salvador!, no necesitaba de Elías para salvarse. Al dar su vida, él ejecutaba la obra en virtud de la cual Elías pudo subir al cielo sin pasar por la muerte, “pasando Él por ella”. Nadie sabía lo que ocurría en esta cruz. Para que el pecador lo supiera, era necesario que Jesús descendiera a la muerte, que resucitara, que fuera glorificado y que enviara al Espíritu Santo. Gracias a Dios ahora todo creyente lo sabe y puede cantar:
Varón, Tú, de dolores fuiste y manso Cordero,
Sufriendo de los hombres muerte y cruel vejación;
De Dios desamparado te viste en el madero,
Mas de nuestros pecados hiciste la expiación.
La muerte y la sepultura de Jesús
“Mas Jesús, habiendo otra vez clamado a gran voz, entregó el espíritu” (v. 50). Todo lo que Jesús tenía que hacer lo había hecho, no era necesario que permaneciera más tiempo en la cruz. Normalmente los crucificados debían esperar, con muchos sufrimientos, que una muerte lenta y natural pusiese fin a su larga agonía. A veces se quedaban tres o cuatro días en la cruz antes de expirar. Jesús, quien vino para dar su vida, tenía el poder para ponerla y para volverla a tomar. Recibió este mandamiento de su Padre (Juan 10:18). Si se dejó tomar voluntariamente por los hombres, también dio él mismo su vida por obediencia. Nadie podía quitársela. Él mismo entregó el espíritu cuando todo se cumplió (lo que ningún hombre podría hacer), en plena posesión de su fuerza y después de haber clamado a gran voz.
Cuando resonó este clamor, clamor de victoria y no de agonía, “el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo; y la tierra tembló, y las rocas se partieron; y se abrieron los sepulcros” (v. 51-52). El primer hecho que siguió a la muerte de Cristo fue la rasgadura del velo del templo. Dios demostraba así que el pecador lavado de sus pecados tenía derecho de entrar en su bienaventurada presencia, de la cual antes lo separaba el velo. Entonces, Dios podía satisfacer el deseo eterno de su corazón: tener delante de él a hombres salvos y perfectos. El camino al Lugar Santísimo había sido manifestado, los adoradores, hechos perfectos para siempre, podían entrar libremente en la presencia del Dios santo (Hebreos 9:8; 10:19).
El segundo hecho que siguió a la muerte de Jesús fue la manifestación de la potestad victoriosa de la muerte: la tierra tembló, las rocas se partieron y los sepulcros se abrieron. Así, el hombre salía del poder de la muerte y resucitaba capacitado para estar en la presencia de Dios. ¡Qué verdades maravillosas nos indican estos hechos! Pero, nada podía cumplirse para el hombre antes de que Cristo resucitara de entre los muertos. “Muchos cuerpos de santos que habían dormido, se levantaron; y saliendo de los sepulcros, después de la resurrección de él, vinieron a la santa ciudad, y aparecieron a muchos” (v. 52-53). No podían salir antes.
El centurión, y los que estaban con él guardando a Jesús, visto el terremoto, y las cosas que habían sido hechas, temieron en gran manera, y dijeron: Verdaderamente este era Hijo de Dios (v. 54).
La muerte de este hombre en plena posesión de su fuerza, y los acontecimientos que la siguieron, eran oportunos para que de la boca de un pagano se diera este testimonio; los jefes de los judíos, en cambio, permanecían indiferentes e incrédulos.
Algunas mujeres que habían seguido a Jesús desde Galilea, sirviéndolo, miraban de lejos, y fueron testigos de lo que sucedió. Entre ellas se hallaban María Magdalena, María la madre de Jacobo y de José, y la madre de los hijos de Zebedeo.
En Isaías 53:9 está escrito: “Y se dispuso con los impíos su sepultura, mas con los ricos fue en su muerte”. Por lo tanto, cumpliendo esta profecía, un hombre rico, José de Arimatea, discípulo de Jesús, pidió a Pilato el cuerpo del Señor. Pilato mandó que se le entregara. José envolvió el cuerpo en una sábana limpia y lo puso en su sepulcro nuevo, labrado en la peña. Después rodó una gran piedra contra la puerta y se fue. Así se cumplió la profecía de Isaías. Las mujeres que habían seguido a Jesús desde Galilea, se quedaron sentadas frente al sepulcro. Su afecto por el Señor es muy conmovedor; las ayudaba a vencer todo temor para ver hasta el final lo que le acaecería, mientras que los discípulos permanecían a distancia. El amor por Jesús hace cumplir obras que lo regocijan. ¡Pero, cuántos pensamientos debían elevarse en sus corazones! Ellas habían seguido y servido a su Señor, habían sido testigos y objetos de su potestad y de su gracia. Una de ellas fue liberada de siete demonios (Marcos 16:9). Y ahora asistían al final doloroso de una vida de maravillosa actividad. Aquel que la había cumplido, en quien habían creído como Mesías, quien debía traer la bendición sobre la nación, se hallaba allí inanimado, yaciendo en un sepulcro. Todo parecía haber terminado para ellas. Y, en efecto, para Dios esto era el final del hombre perdido y pecador, el final del tiempo durante el cual había reclamado de él en vano el cumplimiento de la ley; era el final del pueblo judío según la carne. Pero estas mujeres no sabían nada de esto. Sin embargo, tres días después, ellas entraron por la resurrección del Señor en un principio nuevo y eterno. Fueron testigos de la resurrección del Vencedor de la muerte al amanecer del primer día de la semana, el primer día del cristianismo. Como el Señor lo había dicho a los discípulos, su tristeza se convirtió en gozo (Juan 16:20).
La guardia
Jesús fue crucificado el día de Pascua, aunque los judíos lo hubieran deseado de otra manera. Este día se llamaba la Preparación porque el pueblo se preparaba para celebrar el día de reposo que tenía lugar al día siguiente. Aquel año, la celebración de la Pascua caía en viernes. El “día siguiente, que es después de la preparación” (v. 62) era, pues, sábado, día que el Señor pasó por completo en el sepulcro. Los principales sacerdotes y los fariseos se reunieron ante Pilato aquel día, diciéndole: “Señor, nos acordamos que aquel engañador dijo, viviendo aún: Después de tres días resucitaré. Manda, pues, que se asegure el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vengan sus discípulos de noche, y lo hurten, y digan al pueblo: Resucitó de entre los muertos. Y será el postrer error peor que el primero. Y Pilato les dijo: Ahí tenéis una guardia; id, aseguradlo como sabéis” (v. 63-65). Como todos los incrédulos, los jefes de los judíos temían que se confirmara lo que ellos pretendían no creer. Por lo tanto, querían evitar todo lo que pudiera hacer creer en la resurrección de Jesús. Pero sus precauciones solo sirvieron para probarles esta resurrección, como lo veremos en el capítulo siguiente, porque los guardas a quienes pusieron ante el sepulcro “temblaron y se quedaron como muertos” cuando vieron el ángel que había quitado la piedra para que las mujeres pudieran comprobar la resurrección de Jesús.
El enemigo tenía interés en impedir la divulgación de la resurrección, hecho de importancia capital, fundamento del Evangelio. Si Jesús no hubiese resucitado, su muerte –que era el juicio de Dios sobre el hombre en Adán– habría terminado con la historia del pecador. Pero eso no era posible. Aquel que entró en la muerte era el Hijo del Dios vivo, el Príncipe de la vida. La muerte no podía retenerlo. Él había dicho: “Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar” (Juan 10:17). Él la volvió a tomar, y en consecuencia, introdujo en ella a todos aquellos por los cuales murió. Así, porque fue victorioso sobre la muerte, todas las promesas de Dios podrán cumplirse. Por eso, más tarde, los apóstoles daban testimonio, con gran poder, de la resurrección de Jesús de entre los muertos (Hechos 4:33; véase también Hechos 1:22; 2:24, 31; 3:15; 4:2, 10; 5:30, etc.) El apóstol Pablo dice:
Si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana; aún estáis en vuestros pecados
(1 Corintios 15:17).
Así comprendemos por qué el enemigo, que no pudo desviar a Jesús del camino de la obediencia, se esforzó cuanto era posible para impedir que se testificara de su resurrección. Sus acciones siempre son engañosas, así como las de quienes lo escuchan. Sin embargo, Dios cumple su obra de gracia para la liberación de los pecadores.