Mateo

Mateo 2

Capítulo 2

Los magos

En el momento del nacimiento del Señor, unos magos en el Oriente vieron resplandecer una estrella; por ella comprendieron que el rey de los judíos había nacido. Estos magos, instruidos en astrología y en ciertas ciencias, eran muy estimados en las cortes reales. Los que se mencionan aquí, aunque pertenecían a esta clase de sabios, eran, sin lugar a duda, hombres piadosos; sabían que un rey había sido prometido a los judíos y lo esperaban (Números 24:17). Advertidos de su nacimiento por la aparición de la estrella, se pusieron en camino para rendirle homenaje. Al llegar a Jerusalén, preguntaron por el rey de los judíos que había nacido, pensando, sin duda, que hallarían a la ciudad en gran regocijo por tal acontecimiento. Pero, ¡ah!, nada sucedía. El pueblo de aquel entonces no aguardaba mejor a su rey que los pueblos cristianos de hoy esperan la venida del Señor Jesús (1 Tesalonicenses 1:10).

Cuando Herodes se enteró de la llegada de los magos y el objeto de su visita, se turbó, y toda Jerusalén con él. Convocó inmediatamente a todos los principales sacerdotes y a los escribas para preguntarles dónde debía nacer el Cristo. La respuesta fue clara: “En Belén de Judea; porque así está escrito por el profeta: Y tú, Belén, de la tierra de Judá, no eres la más pequeña entre los príncipes de Judá, porque de ti saldrá un guiador, que apacentará a mi pueblo Israel” (v. 5-6; véase Miqueas 5:2).

La turbación causada por la noticia de la aparición del rey prometido permite ver en qué triste estado se hallaba el pueblo. Vueltos del cautiverio; mantenidos en su tierra, a través de muchas dificultades, para esperar a su Mesías; gimiendo bajo el yugo de los romanos; dominados por el miserable Herodes, un execrable rey extranjero; poseyendo las Escrituras que les anunciaban su liberación por medio de la venida de su verdadero rey, el hijo de David. Aun así, los judíos no lo esperaban en absoluto. Su nacimiento los turbó en vez de causarles alegría, lo que comprueba que la presencia de Dios estorba a los hombres más que los males y las miserias. Desgraciadamente hoy, con la luz del cristianismo, no se espera al Señor más que aquellos judíos a su Mesías. Sin embargo, como los sacerdotes y los escribas de aquellos tiempos, cada uno posee la Palabra de Dios que enseña claramente que el Señor volverá. Hace mucho tiempo que la iglesia profesante ha perdido de vista esta verdad, verdad que desagrada al corazón natural y espanta al mundo. ¿Por qué? Porque la Palabra de Dios nos dice que después del arrebatamiento de los santos estallarán los juicios apocalípticos. “El día del Señor vendrá así como ladrón en la noche… Entonces vendrá sobre ellos destrucción repentina… y no escaparán” (1 Tesalonicenses 5:2-3), pero el Señor aparecerá para salvar a los que lo esperan (Hebreos 9:28). ¿Lo espera usted?

Nadie estaba más turbado en Jerusalén que Herodes, el falso rey de los judíos. Por eso llamó secretamente a los magos para saber el tiempo de la aparición de la estrella. Luego, los envió a Belén, ordenándoles que volvieran a Jerusalén después de haber hallado al niño, pues fingió querer rendirle homenaje, aunque en realidad su corazón no tenía otro deseo que el de darle muerte.

Dios guiaba a estos magos piadosos. Se servía del conocimiento que tenían los sacerdotes para revelarles el lugar donde hallarían a Aquel que buscaban. Y al reanudar el camino, Dios hizo aparecer la estrella que habían visto en el oriente, la cual iba delante de ellos hasta detenerse en el lugar donde estaba Jesús.

Al ver la estrella, se regocijaron con muy grande gozo. Y al entrar en la casa, vieron al niño con su madre María, y postrándose, lo adoraron; y abriendo sus tesoros, le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra (v. 10-11).

Dios procuraba que su Hijo recibiera, a su llegada a este mundo, los honores debidos a un rey. Y como los jefes de su pueblo no se hallaban en condiciones de rendírselos, encontró a estos sabios de entre los gentiles para que cumplieran este servicio. En el evangelio según Lucas son humildes pastores quienes contemplan al Señor en su nacimiento, ya que el pueblo no lo esperaba.

Desde el principio de su vida en la tierra, nuestro precioso Salvador fue desconocido y despreciado. Pero Dios ha enseñado siempre a algunos a discernirlo, a recibirlo y a honrarlo. Así también es hoy.

Herodes y los niños de Belén

Dios cuidaba de la divina Criatura que, por su nacimiento en este mundo, estaba expuesta al odio de Satanás y de los hombres.

Conociendo las criminales intenciones de Herodes, Dios advirtió a los magos para que regresaran a su país sin pasar por donde estaba el rey (v. 12). Después de su partida, José tuvo un sueño en el cual se le apareció el Señor, diciéndole: “Levántate, y toma al niño y a su madre, y huye a Egipto, y permanece allá hasta que yo te diga; porque acontecerá que Herodes buscará al niño para matarlo” (v. 13).

Antes de que Herodes llevara a cabo su criminal proyecto, Dios ordenó a José que huyese a Egipto. El miserable rey ignoraba que, por encima de él, había Uno “que conoce los pensamientos de los hombres” (Salmo 94:11). Y tampoco sabía cuál era la gloria de este niño, a quien nadie podía quitar la vida. Jesús murió solo cuando él mismo se entregó. Sin embargo, para proteger a su Hijo, Dios no quiso hacer un milagro que llamara la atención de los hombres, sino que previno a José en silencio. Estas circunstancias daban lugar al cumplimiento de una profecía de Oseas:

De Egipto llamé a mi hijo
(Oseas 11:1).

Así como en otro tiempo Israel fue llamado de Egipto, de la misma forma debía serlo Cristo, el verdadero Israel. Pero con la diferencia de que él no tenía necesidad de ser liberado como lo fue Israel. Él mismo venía para liberar a su pueblo del poder de uno que era más fuerte que Faraón.

Al ver Herodes que los magos se habían burlado de él, se enojó mucho. El carácter y el origen de esta cólera son fáciles de discernir: Satanás sabía que la simiente de la mujer debía quebrarle la cabeza. Por eso, después de la caída, hizo todo lo posible para impedir la ejecución de esta sentencia. Como sabía que esta simiente, Cristo, surgiría del pueblo judío, trató repetidas veces de exterminar esta raza. El Faraón de Egipto, por ejemplo, ordenó echar al río a los niños hebreos. Muchas veces el enemigo llevó al pueblo bajo los juicios de Dios, a causa de sus pecados, pensando que de esta manera los destruiría. La descendencia real, de donde debía nacer el Cristo, casi fue exterminada por la reina Atalía. Solamente quedó Joás, un niño puesto a salvo por la mujer del sacerdote Joiada. En nuestro capítulo, al ordenar Herodes la muerte de los niños de Belén, se convierte en el instrumento del diablo para hacer desaparecer a Jesús. Finalmente Satanás creyó vencer incitando a los hombres para que crucificaran al Señor, pero fue entonces cuando se le quitó su poder y su cabeza fue quebrada. Apocalipsis 12:4 resume todo este esfuerzo de Satanás, al mostrarlo, en un cuadro simbólico, preparado para devorar al “hijo varón” que debía nacer de la mujer, símbolo de Israel.

Sin embargo, el esfuerzo de Satanás y de los hombres por oponerse a Dios es vano. Un día los reyes de la tierra se levantarán juntos contra Jehová y contra su Ungido, pero “el que mora en los cielos se reirá; el Señor se burlará de ellos” (Salmo 2:4). Herodes, creyendo lograr su propósito, hizo matar a todos los niños menores de dos años que se hallaban en el territorio de Belén según el tiempo que “había inquirido de los magos” (v. 16). Se puede comprender, de acuerdo a este pasaje, que habían transcurrido aproximadamente dos años desde que la estrella apareció a los magos en el oriente, anunciándoles el nacimiento del Señor. Por consiguiente, Jesús debía tener más o menos dos años de edad.

El dolor causado en Belén por la matanza de estos niños se encuadraba en el cumplimiento de una profecía de Jeremías (cap. 31:15): “Voz fue oída en Ramá, llanto y lloro amargo; Raquel que lamenta por sus hijos, y no quiso ser consolada acerca de sus hijos, porque perecieron”. Ramá designa la comarca en la cual estaba situada Belén. Si el Señor hubiera sido recibido, se hubiera cumplido la restauración de Israel a la cual hace referencia el capítulo 31 de Jeremías, y estos niños no habrían sido matados; por el contrario, habrían gozado de su reinado. Pero, al haber participado inmediatamente en el rechazamiento de Cristo, tendrán su parte con él en la gloria celestial, lo que vale infinitamente más. Es verdad que para la tierra su muerte es un motivo de llanto. También es triste pensar que uno de los primeros efectos de la presencia de Cristo en la tierra, fue la matanza de estos niños. Eso muestra cómo es el corazón humano. Pero, como alguien dijo: «Si la tierra se vacía, es para llenar el cielo». El objetivo de Dios es poblar con hombres perfectamente felices una tierra nueva. He aquí el porqué, en su insondable amor, Dios hizo descender a su Hijo muy amado a esta tierra corrompida y llena de violencia.

El regreso de Egipto

Un ángel del Señor apareció en sueños a José en Egipto para anunciarle la muerte de Herodes: “Levántate”, le dice, “toma al niño y a su madre, y vete a tierra de Israel”. Así como obedeció para marcharse, obedece para regresar. En el camino, al oír que Arquelao reinaba en Judea, tuvo temor de ir allí, sabiendo, sin duda, que el hijo era tan cruel como el padre. Divinamente advertido una vez más en sueños, José se retiró a Galilea y se estableció en Nazaret, donde habitaba antes, según lo narra el evangelio de Lucas (cap. 1:26-27; 2:4). María y José habían dejado esta ciudad para ir a Belén en vista del censo ordenado por el emperador Augusto, circunstancia de la que Dios se sirvió para que su Hijo naciese en Belén, conforme a las Escrituras. Volvieron a Nazaret no solamente a causa de la maldad de Arquelao, sino a fin de que se cumpliese, además, la palabra de los profetas, que “habría de ser llamado nazareno”. Este apelativo lo señalaba como alguien que venía de dicha ciudad, cuyo nombre significa: separado, consagrado; pero designaba también el carácter de Jesús como el verdadero Nazareo (Números 6:1-21), el hombre absolutamente separado de toda influencia mundana para servir a Dios en una perfecta consagración. Su perfección como nazareo provenía de su deidad, pero se cumplía en su perfecta humanidad. El nombre de nazareno era también un término despectivo por medio del cual el hombre, en su ceguera y odio, designaba a Aquel que en su perfecta santidad era la expresión del amor de Dios para con el pecador. Nazaret era, en Galilea, un lugar despreciado, y Galilea misma era despreciada por los judíos1 .

¡A qué humildad descendió el Señor para salvarnos! Él, el Hijo eterno de Dios, Dios mismo, se despojó como tal, tomó forma de siervo “y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo” (Filipenses 2:7-8). Desde su nacimiento es despreciado y rechazado por los hombres; comprueba a lo largo de su vida en la tierra lo que está escrito acerca de él:

Varón de dolores, experimentado en quebranto; y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y no lo estimamos
(Isaías 53:3).

Desde su entrada en este mundo, debe huir de la persecución. Cuando regresa a su país, la maldad del hombre le obliga a retirarse a una región y a una localidad despreciada por el orgullo judío. Allí, humildemente, pasa treinta años, de los cuales no tenemos detalles, excepto el relato de Lucas 2:41-52. Ejerce la profesión de José, porque no es llamado solamente “el hijo del carpintero”, sino también “el carpintero”, en Marcos 6:3.

La humillación a la que descendió el Señor de gloria, ¿no conmueve nuestros corazones? Al contemplarlo exclamamos: «Él ha dejado la gloria por nosotros, a fin de ocupar tal lugar en este mundo y sufrir en la cruz el juicio terrible que nosotros merecíamos a causa de nuestros pecados». Las vidas de todos los que conocen al Salvador y disfrutan su amor deberían ser semejantes a la suya en la humildad, la abnegación, estos caracteres del nazareo, separado de toda mancha, consagrado a Dios, lo cual él realizó con toda perfección. Imitemos su ejemplo, si tenemos el privilegio de creer en este Salvador muy amado. El secreto para seguir sus huellas es amarlo, y la clave para amarlo es pensar en su amor hacia nosotros, disfrutando de él.

  • 1En los evangelios, los judíos son los habitantes de Judea, aunque los galileos sean judíos igualmente.