Mateo

Mateo 8

Capítulo 8

Tres curaciones

Después de haber presentado los caracteres de los que participarán en su reino, el Señor desciende hacia su pueblo para actuar en gracia y con potestad, a fin de librarlo de las consecuencias del pecado y del poder del diablo; se manifiesta como Emanuel, Dios con nosotros, el mismo que había dicho a Israel: “Porque yo soy Jehová tu sanador” (Éxodo 15:26). La persona de Jesús, que se presenta en gracia y con poder a su pueblo, es el tema de este capítulo y del siguiente.

A su regreso de la montaña, vino un leproso y, postrándose, le dijo:

Señor, si quieres, puedes limpiarme.

Sabía que el Señor tenía poder para curarlo; pero dudaba si quería hacerlo. Jesús extendió la mano y lo tocó, diciendo: “Quiero; sé limpio”. Y al instante fue limpiado de su lepra (v. 1-3). La lepra es una figura del pecado bajo el carácter de mancilla, un mal que no se puede curar por otro medio que no sea el poder de Jehová (véase Levítico 14:1-9). Obsérvese cuán evidente es la gloria de la persona de Jesús en esta curación, así como su potestad (él puede sanar), su bondad (“quiero”) y su pureza divina (Dios manifestado en carne). Extiende la mano, toca al leproso, y en vez de contaminarse por ese contacto, como le habría sucedido a cualquier hombre, el leproso es purificado. ¡Qué objeto de contemplación es la persona de Jesús en su humillación, en medio de una humanidad sucia y perdida, cuando le traía los recursos divinos que su estado miserable reclamaba! Todo lo que Dios es en poder, en gracia, en pureza, estaba presente en un hombre –el Hombre-Dios, inmune al pecado– y a disposición de todos aquellos que querían recibir un beneficio de él.

El Señor reconocía el sistema legal bajo el cual había venido. Por eso envió al leproso purificado a los sacerdotes, para que ofreciera lo que Moisés había ordenado, y añadió: “Para testimonio a ellos”. Si los sacerdotes reconocían que el leproso estaba limpio, tenían ante sus ojos el testimonio evidente de que Jesús era Jehová, ya que solo él podía curar la lepra. ¡Desgraciadamente!, este testimonio irrecusable de la presencia del Mesías en medio de ellos, seguido por muchos otros, no les impidió rechazarlo.

El milagro que sigue a continuación es a favor de un gentil, ajeno a las bendiciones que el Mesías traía a su pueblo, pero en quien residía la fe. Una fe, dijo Jesús, tal como no había hallado ni aun en Israel. Este centurión, oficial romano, reconocía la potestad divina y la grandeza de la persona del Señor. En una humildad conmovedora, suplicó a Jesús por su criado enfermo de parálisis. El Señor, en su abnegación, le dijo: “Yo iré y le sanaré”. Pero el centurión respondió: “Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; solamente di la palabra, y mi criado sanará. Porque también yo soy hombre bajo autoridad, y tengo bajo mis órdenes soldados; y digo a este: Ve, y va; y al otro: Ven, y viene; y a mi siervo: Haz esto, y lo hace” (v. 7-9). Este hombre ilustra con su ejemplo la posición en que hallaba al Señor en la tierra: era el Hombre dependiente, el hombre perfecto, pero también era el Hijo de Dios con autoridad sobre todas las cosas. Reconoce, pues, en Jesús un poder ilimitado y el derecho de hacerlo valer. ¡Qué hermoso ejemplo de fe! Es de notar que la fe ve las cosas como Dios las ve. La gran fe honra a Dios; la fe pequeña salva, porque Dios no mira la medida de nuestra fe, sino al objeto en que ella se aferra.

La fe reconocía en el Señor el poder con el que establecería su reino, como la fe del malhechor arrepentido en la cruz. Por consiguiente, la respuesta a esta fe es una porción de lo que la gracia da. La fe del centurión dio al Señor la oportunidad de hablar acerca de la introducción de los gentiles en las bendiciones del reino, mientras que declaró a los judíos que sus privilegios exteriores no les daban el derecho de acceder al mismo sin la fe. Al oír al centurión, Jesús se maravilló, y dijo a los que le seguían: “De cierto os digo, que ni aun en Israel he hallado tanta fe. Y os digo que vendrán muchos del oriente y del occidente, y se sentarán con Abraham e Isaac y Jacob en el reino de los cielos; mas los hijos del reino serán echados a las tinieblas de afuera; allí será el lloro y el crujir de dientes” (v. 10-12). Los hijos del reino bajo la ley eran los judíos. Pero nada se puede obtener por la ley. Entonces Dios concede a la fe, en cualquier lugar en que esta se halle, el acceso a sus bendiciones, porque “sin fe es imposible agradar a Dios” (Hebreos 11:6). El Señor mostró a los judíos el medio de heredar la bendición a la que ellos pensaban tener derecho por ser hijos de Abraham según la carne. Y ya que es por la fe, todos aquellos que la poseen participarán de la bendición del reino de los cielos. En cambio, los que carecen de esa fe serán echados fuera, sean judíos, paganos o cristianos de nombre. Ningún título, ninguna religión, ni siquiera el tan grande privilegio de ser hijo de un cristiano, puede conferir el derecho a entrar en el reino. Solamente quien posee la fe, quien reconoce a Dios tal como él se revela y toma su posición humildemente ante él, tiene este derecho. El Señor respondió al centurión:

Ve y como creíste, te sea hecho. Y su criado fue sanado en aquella misma hora (v. 13).

El tercer milagro fue la curación de la suegra de Pedro que estaba enferma de fiebre (v. 14-15). Si la lepra es una imagen del pecado en su carácter de impureza, la parálisis representa la incapacidad en la cual el pecado pone al hombre cuando este trata de cumplir por sí mismo la voluntad de Dios. La fiebre simboliza la agitación que caracteriza al hombre sin Dios. Aquel que ha sido llevado a Dios se ve privado, por el pecado, del descanso y la paz que podría disfrutar. La actividad febril aumenta cada día más en este mundo porque el hombre, lejos de Dios, busca su propia satisfacción en lo que el mundo le ofrece. Se agita para obtenerla. ¡Terrible distracción que le impide pensar en Dios y ver su propio estado ante la presencia divina! De esa forma, el hombre está incapacitado para servir a Dios. Cree no tener bastante tiempo para sí mismo y menos para dedicarle un poco a Dios. Cuando el Señor tocó la mano de la suegra de Pedro, “la fiebre la dejó; y ella se levantó, y les servía”. Cuando Dios hace su obra en un alma liberándola del poder del pecado que origina esta agitación, la persona puede disfrutar del descanso de la conciencia y del corazón. Ella está en paz. Está en calma y así puede servir al Señor. El apóstol dice a los tesalonicenses: “Os convertisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo” (1 Tesalonicenses 1:9-10).

En pos de Jesús

Había llegado la noche. En Oriente, a causa del excesivo calor que reina durante el día, la noche es el momento favorable para salir. Aquella noche trajeron a Jesús muchos endemoniados; él echó fuera los demonios y sanó a todos los que tenían algún mal. Cumplía lo que Isaías dijo: “Llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores” (Isaías 53:4). Estas palabras nos permiten comprender de qué manera el Señor hacía uso de su poder. Jamás sanó a un enfermo sin que su corazón y sus sentimientos, tan perfectamente humanos como divinos, no se enternecieran. No liberaba a nadie de las consecuencias del pecado, sin haber sentido en simpatía todo el dolor experimentado por los que aliviaba. Llevar nuestras enfermedades es distinto a llevar nuestros pecados en la cruz, para recibir el castigo merecido por ellos. El Señor llevó nuestros pecados solo en la cruz, mientras que, durante todo el curso de su ministerio, su corazón sentía el peso de las consecuencias del pecado bajo las cuales gemían los que él liberaba. Por esa razón vemos a nuestro precioso Salvador llorando en el sepulcro de Lázaro (Juan 11:35), en lugar de llamarlo directamente fuera del sepulcro; esto lo hizo después de manifestar su simpatía hacia las que lloraban a su hermano, y de sentir profundamente en su alma el poder de la muerte que pesaba sobre el ser humano a causa de su desobediencia.

¡Cuán precioso es saber, queridos amigos, que el Señor sigue actuando de la misma manera a favor de los que sufren! La gloria en la que ahora se halla no ha cambiado su corazón. Al contrario, fuera del alcance del sufrimiento terrenal, puede simpatizar aún más con los que todavía lo padecen.

El Hijo del Hombre no tiene dónde recostar su cabeza

Al ver grandes multitudes agolpándose alrededor de él, atraídas, sin duda, por los milagros que hacía, Jesús quiso sustraerse a su curiosidad, como a su admira­ción –puesto que su servicio se había terminado en medio de ellas–, y mandó pasar al otro lado del Jordán. Un escriba le dijo: “Maestro, te seguiré adondequiera que vayas. Jesús le dijo: Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; mas el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar su cabeza” (v. 18-20). Este escriba, la muchedumbre maravillada, los mismos discípulos, todos se sentían felices y favorecidos al tener entre ellos a un hombre como este. Las masas decían: “Nunca se ha visto cosa semejante en Israel” (Mateo 9:33). Seguramente este escriba pensaba en la gloria que obtendría al seguir a tal Maestro. Pero si todos tenían un domicilio en este mundo, a donde la gracia había hecho descender al Hijo del Hombre, en cambio él, que vino del cielo, no podía tenerlo en una tierra impregnada de las consecuencias del pecado y del poder de Satanás. Jamás podía la tierra ofrecer un lugar de reposo para tal Hombre. Él no había venido para hacer agradable al hombre su permanencia en la tierra, sino con el fin de abrirle un camino que lo llevara fuera de esta primera creación, sucia y sometida a Satanás. Allí ya está el Señor mismo, en ese lugar donde Dios descansará en su amor e introducirá a todos los que creyeron en su muy amado Hijo y anduvieron en el camino que él les abrió en la tierra. Jesús, con su respuesta, indicó al escriba bajo qué condición uno puede seguirle. Era como si dijera: «He aquí la ventaja material que hallarás, pues el camino que has de seguir no puede ser diferente al mío; no hallarás en él un lugar donde recostar tu cabeza».

Otro de sus discípulos le dijo: Señor, permíteme que vaya primero y entierre a mi padre. Jesús le dijo: Sígueme; deja que los muertos entierren a sus muertos (v. 21-22).

El Señor muestra que, para seguirle, debemos reconocer enteramente Sus derechos sobre nuestro corazón. Dejó la gloria para venir a esta tierra a abrir el camino al cielo al hombre perdido, de modo que, para marchar en pos de Jesús, se tiene que abandonar todo lo que caracteriza a un mundo alejado de Dios. Solo el Señor tiene absolutos derechos sobre su rescatado. Se puede enterrar a su padre, pero no en primer lugar, como lo decía el discípulo. Primeramente hay que seguir a Cristo y obedecerle.

Permítame, lector, hacerle una pregunta: ¿Cuántas cosas hace usted primeramente, antes de las que son agradables al Señor? Si pertenece al Señor, ¿sabe que solo él tiene todo derecho sobre su corazón? Y si no anda en pos de él, en el camino al cielo, ¿sabe en cuál se halla? Porque no hay más que dos caminos: el estrecho que lleva a la vida, y el espacioso que conduce a la perdición.

La tempestad

Acabamos de ver lo que debe caracterizar a quien quiere seguir al Señor. Ahora hallamos lo que se encuentra en este camino: “Y entrando él en la barca, sus discípulos le siguieron”. Los discípulos podían pensar que al acompañar al Señor estarían protegidos contra todas las dificultades. Pero no es así. Al contrario, las dificultades abundan porque Satanás sabe suscitar la tempestad en el camino de los que no están más bajo su poder. Esto nos lo enseña la tormenta que sorprende y asusta a los discípulos. “Y he aquí que se levantó en el mar una tempestad tan grande que las olas cubrían la barca; pero él dormía”. Aunque el terror que se apoderaba de ellos y los peligros aparentes de la travesía eran grandes, los discípulos debían confiar en la presencia de Jesús. ¿No dijo Jehová al remanente de Israel que atravesaba la tempestad de la persecución: “No temas, porque yo estoy contigo”? (Isaías 41:10). El Señor dormía, pero estaba con ellos. A los discípulos les faltaba el conocimiento de la gloria de su persona. De haberla conocido, no habrían estado atemorizados, porque hubieran sabido que con ellos se hallaba el Creador del universo, quien vino en forma de hombre para cumplir los designios eternos de Dios. Ellos habrían comprendido que la vida del Maestro no corría ningún peligro; que las olas no podían engullirla, como tampoco la de ellos, porque estaban con él. Con frecuencia creemos en el poder y en el amor de Dios solo cuando los vemos en actividad a nuestro favor. De no ser así, nos parece, como a los discípulos, que el Señor es indiferente a nuestras circunstancias. “Y vinieron sus discípulos y le despertaron, diciendo: ¡Señor, sálvanos, que perecemos! Él les dijo: ¿Por qué teméis, hombres de poca fe? Entonces, levantándose, reprendió a los vientos y al mar; y se hizo grande bonanza”. El Señor prueba la fe, a fin de fortalecerla manifestando su poder y su bondad en el momento oportuno. Así, cada vez comprendemos mejor quién es el que quiere estar siempre con nosotros para que podamos decir, como el salmista:

Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo
(Salmo 23:4).

En la tierra de los gadarenos

El siguiente relato nos hace ver la acogida que el Señor tuvo en este mundo. Cuando llegó a la otra orilla del lago, en la tierra de los gadarenos, “vinieron a su encuentro dos endemoniados que salían de los sepulcros, feroces en gran manera, tanto que nadie podía pasar por aquel camino. Y clamaron diciendo: ¿Qué tienes con nosotros, Jesús, Hijo de Dios? ¿Has venido acá para atormentarnos antes de tiempo?”. ¡Qué imagen más espantosa del estado del hombre bajo el poder de Satanás representan estos dos endemoniados: el hombre feroz, que no puede dominarse y es peligroso para sus semejantes! ¡Qué horrible carácter del hombre caído por el pecado en las manos del enemigo! El pecado en el mundo, y por el pecado, la muerte, transformó este mundo en un sepulcro. En medio de estos seres y en esta situación, Jesús descendió para traer la liberación. Si “nadie podía pasar por aquel camino” (v. 28), él sí podía, y lo hizo en gracia para liberarnos.

Los demonios, mejor que los hombres, reconocen en Jesús al Hijo de Dios, quien los juzgará a su debido tiempo. Cuando un pecador recibe al Hijo de Dios como su Salvador, posee la salvación. Pero para los demonios no hay perdón, ni liberación; ellos lo saben. Aquellos pidieron al Señor que les permitiera entrar en el hato de cerdos que apacentaba no lejos de allí. Entonces estos animales se precipitaron desde un despeñadero y perecieron en las aguas. Sus guardas se fueron a la ciudad y contaron todo lo sucedido. “Y toda la ciudad salió al encuentro de Jesús; y cuando le vieron, le rogaron que se fuera de sus contornos”. ¡Triste cuadro de lo que sucedió cuando el Señor se presentó para liberar al hombre del poder del diablo! El hombre prefirió estar bajo la esclavitud de Satanás, a estar en la presencia de Dios en gracia, y esto causó a Israel su ruina definitiva. Porque semejantes a los cerdos que perecieron en las aguas, bajo la influencia de los demonios, los judíos fueron echados fuera de su territorio y engullidos en el mar de las naciones, hasta que ellos reconozcan a Aquel que rechazaron.

Observemos que la ciudad es mencionada aquí, no a causa de su importancia, sino de su carácter que, en la Palabra, siempre es malo. El hombre caído, bajo el poder de Satanás y echado de la presencia de Jehová (Génesis 4), se construyó una ciudad. Esta ciudad, figura del mundo con todos sus placeres, parece procurarle todo lo que es necesario para hacer soportable la presencia de Satanás y las consecuencias del pecado. Cuando Dios se presenta en gracia para liberarlo, el hombre le ruega, por decirlo así, que se retire, como lo hicieron los gadarenos. Más tarde las multitudes clamaron en Jerusalén: “¡Fuera, fuera, crucifícale!”. “No queremos que este reine sobre nosotros” (Juan 19:15; Lucas 19:14). Por lo tanto, desde el rechazamiento de Cristo, lo que caracteriza al mundo entero y no solo a los judíos, es que Satanás, a quien se prefirió en lugar de Cristo, llegó a ser el príncipe del mundo. No obstante, Dios no cesa de ofrecer su gracia a cada uno, desplegando su gran paciencia para con todos los hombres. Les pide con insistencia que se reconcilien con él, para evitar la ira venidera. ¡Qué posición más horrorosa para la gente del mundo en el día del juicio! ¡Acepte usted sin tardar la gracia que le es ofrecida hoy, a fin de poder esperar del cielo a Jesús que nos libera de la ira venidera! (1 Tesalonicenses 1:10).