Mateo

Mateo 26

Capítulo 26

Jesús anuncia su crucifixión

“Cuando hubo acabado Jesús todas estas palabras, dijo a sus discípulos: Sabéis que dentro de dos días se celebra la pascua, y el Hijo del Hombre será entregado para ser crucificado”.

Los discursos del Señor en público han terminado. De antemano había dicho: “He anunciado justicia en grande congregación” –la congregación de Israel– “no refrené mis labios” (Salmo 40:9). Cumplió su servicio de una manera perfecta; y si no hubiera dicho, como el siervo hebreo que le servía de modelo:

Yo amo a mi señor, a mi mujer y a mis hijos, no saldré libre
(Éxodo 21:5),

podría haber subido al cielo sin pasar por la muerte. Porque el pecado, cuyo salario es la muerte, no estaba en él. El Señor Jesús podía presentarse ante Dios tal como era, en una perfección absoluta. Pero quería glorificar a Dios por su muerte, a fin de salvar a su esposa, la Iglesia, y a los creyentes de todas las épocas. Quería cumplir hasta el fin la voluntad del Padre, quien deseaba salvar al pecador por medio de los sufrimientos expiatorios de su Hijo unigénito. Unido a Dios en sus consejos y en su amor, Jesús iba a ofrecerse como víctima para que estos consejos de gracia pudieran cumplirse. Iba a entregarse, para ser crucificado, en manos de hombres sin corazón y sin conciencia, cual cordero que, llevado al matadero, no abre su boca (Isaías 53:7).

Jesús anunciaba a sus discípulos, con una serenidad digna de él, lo que sucedería, porque, como víctima voluntaria, tenía el conocimiento divino de todas las cosas.

La reunión en casa de Caifás

Los principales sacerdotes y los ancianos del pueblo, reunidos en la casa del sumo sacerdote Caifás, tuvieron consejo para prender con engaño a Jesús y darle muerte. Con todo, no durante la fiesta, porque temían a las multitudes que acudían a Jerusalén para la Pascua. Ellas, habiendo sido testigos de la bondad y potestad de Jesús a su favor, aunque no creían en él como Mesías, al menos lo tenían por profeta (cap. 21:46).

Estos jefes desdichados querían cumplir los designios de su maldad sin ser molestados por la oposición de los que habían aprovechado todos los beneficios de su víctima. Pero, independientemente de la voluntad de ellos, Dios quería que el arquetipo1 del cordero pascual fuese crucificado en la misma fiesta de la Pascua, fiesta que desde entonces no tenía más razón de ser. Como lo veremos más adelante, esta prudencia de nada les sirvió. Los sucesos se precipitaron; Jesús fue entregado y desgraciadamente, nadie intervino a su favor.

  • 1Que representa al tipo. El cordero pascual era el tipo de Cristo, y Cristo era el arquetipo del cordero.

Jesús en casa de Simón el leproso

Desde hacía varios días Jesús recorría el camino de Jerusalén a Betania para pasar la noche allí (Juan 12:1; Mateo 21:17; Marcos 11:11-12, 19-20, 27). En ese lugar su corazón encontraba un refugio apacible, disfrutaba del afecto de Lázaro y de sus hermanas. Notamos que allí también encontraba a un tal Simón, llamado “el leproso”, a quien sin duda Jesús había sanado de la lepra. ¡Cuán valioso era para el Señor este afecto, mientras el odio de los hombres contra él ganaba todos los corazones y se conspiraba para darle muerte en la misma ciudad que hubiera debido aclamarlo como rey! Este precioso Salvador, sabiendo todo lo que se tramaba contra él, sentía dolorosamente el odio de que era objeto. Por eso, gozaba tanto más profundamente del afecto que se le tributaba en Betania. Su corazón humano necesitaba simpatía y la apreciaba según la perfección de su naturaleza.

Jesús se hallaba, pues, en la casa de Simón. Sabemos por el relato de Juan que allí le habían preparado una cena en la cual Marta servía y Lázaro era uno de los convidados (Juan 12:2). Una mujer, María, hermana de Marta, trajo un vaso de alabastro lleno de un perfume de gran precio, y lo derramó sobre la cabeza de Jesús mientras estaba a la mesa. ¡Qué contraste ofrece esta escena con lo que se conspiraba en Jerusalén, en casa de Caifás! ¡Allí tomaban las medidas necesarias para dar muerte a quien, en casa de Simón, se manifestaba tanto afecto, junto al honor más grande! Nos place pensar en lo que el Señor sentía en aquella circunstancia, gozando la simpatía y el afecto de algunas personas influenciadas por la gracia que él mismo había mostrado hacia ellas. Entre los corazones que sabían gozar un poco de su persona, el de María ardía con un amor sin igual hacia él en aquel momento, amor que la llevó a cumplir un acto cuyo alcance sobrepasaba su inteligencia, y que solo el Señor comprendió y apreció. Los mismos discípulos no discernían los motivos que condujeron a esta mujer a derramar sobre su Maestro un perfume de tanto precio. Indignados, dijeron: “¿Para qué este desperdicio? Porque esto podía haberse vendido a gran precio, y haberse dado a los pobres” (v. 8-9). ¡Pobres discípulos! ¡A qué distancia se hallaban de la comunión que existía entre Jesús y María, comunión que instruía los pensamientos de esta piadosa mujer! Para ellos, esta honra hecha al Señor era una pérdida, un sacrificio inútil; a sus ojos los pobres tenían más valor que Jesús. ¡Cuán cierto es que el amor por Cristo es el camino verdadero de la inteligencia espiritual! ¡Qué herida debió producir esta apreciación carnal en el corazón de Jesús, como en el de María! Por eso Jesús les dijo:

¿Por qué molestáis a esta mujer? pues ha hecho conmigo una buena obra. Porque siempre tendréis pobres con vosotros, pero a mí no siempre me tendréis. Porque al derramar este perfume sobre mi cuerpo, lo ha hecho a fin de prepararme para la sepultura (v. 10-12).

El creciente odio de los judíos para con Jesús pesaba tanto sobre el corazón de María que su amor por él ardía cada vez más. El desprecio de que era objeto el Señor, y que iba a llegar a su colmo, la invitaba a honrarle públicamente. Por eso Mateo indica que el perfume fue derramado sobre su cabeza. María sabía que Aquel a quien se iba a dar muerte era su Rey. Los judíos lo coronarían de espinas, pero ella ungió con perfume esa cabeza real, y ya que la realeza de Cristo no podía establecerse sin que pasase por la muerte, él aceptó ese perfume para su sepultura. Solo María pudo embalsamar el cuerpo del Señor; pues, cuando las otras mujeres fueron al sepulcro con las especias aromáticas que ellas habían preparado en vista de este servicio, Jesús ya había resucitado (Lucas 24:1).

El acto de María era único en la maravillosa historia de Jesús en la tierra, considerando el momento en que ella lo cumplió y el amor del cual brotó. El Señor lo estimó tan importante, que dijo: “De cierto os digo que dondequiera que se predique este evangelio, en todo el mundo, también se contará lo que esta ha hecho, para memoria de ella” (v. 13). Este hecho se ligaba a tal punto a la muerte de Cristo, base del Evangelio predicado en el mundo entero, que anunciándolo en todas partes, se hablaría del acto de María. “Yo honraré a los que me honran”, dice Jehová (1 Samuel 2:30).

Hoy todavía tenemos la oportunidad de mostrarle al Señor que lo amamos, porque vivimos en un mundo donde se acrecientan cada vez más el odio y el desprecio contra él. ¡No temamos, pues, afirmar nuestro afecto por la persona gloriosa de Aquel que murió para salvarnos! ¡Rindámosle testimonio y demos a conocer a todos el valor que tiene para nosotros! Para hacerlo, nuestros corazones deben estar llenos de su amor; para que lo estén, ocupémonos de él. Aprendamos a sus pies, allí donde María tuvo un conocimiento tan íntimo de él mismo, donde su amor se desarrolló de tal manera que la hizo capaz de honrar a Jesús en una ocasión única, lo que tuvo tanto valor para Su corazón, mientras que los discípulos no podían comprender el alcance de aquel acto.

Judas vende a su Maestro

Judas también asistía a esta escena conmovedora. Pero su corazón, endurecido por el amor al dinero y fingiendo piedad por los pobres, lo había hecho absolutamente extraño a lo que sucedía. Mientras que para María, Jesús tenía un inmenso valor, Judas solo veía en él un medio de procurarse dinero, cosa terrible de comprobar y que nos muestra hasta dónde uno puede llegar tolerando en sí mismo inclinaciones malas, en vez de juzgarlas para ser liberado de ellas. Si alimentamos nuestras concupiscencias, aunque podamos dominarlas por algún tiempo, el mal se fortalece en el corazón; llega el momento en que, vencidos por el pecado, nos convertimos en esclavos del que nos venció (2 Pedro 2:19). Nos volvemos un miserable juguete de Satanás, quien toma entera posesión de aquel que se dejó fascinar por los encantos de la codicia. Esto fue precisamente lo que sucedió con Judas: “Y entró Satanás en Judas, por sobrenombre Iscariote” (Lucas 22:3). Después de poner en su corazón la entrega del Maestro (Juan 13:2), Satanás entró en él con el fin de que cumpliese su acto. Satanás procede de igual manera con todos los criminales. Sin temor de Dios, sin la educación cristiana y moral que disfrutan muchos de nuestros lectores, estos desdichados no tratan de reprimir sus inclinaciones naturales por el mal, y Satanás, el homicida, los conduce a cometer esos crímenes de los cuales nos enteramos con mucha frecuencia. Un asesino que terminó su vida en el patíbulo, en su juventud, encontraba satisfacción haciendo sufrir a los animales. No luchó contra ese endurecimiento frente al sufrimiento y fue conducido al crimen. Es importante resistir a las malas inclinaciones de nuestro corazón natural desde el momento en que se manifiestan, a fin de que no seamos el blanco de Satanás cuando halle la oportunidad favorable para hacer caer y hasta perder, si es posible, a quien lo escuchó. Una vez llegado allí, el diablo ha terminado su obra. Ni él ni aquellos de los cuales pudo servirse para cumplir sus propósitos tienen la menor compasión de su víctima, como lo comprobamos en el caso de Judas (cap. 27:3-6).

Bajo el dominio de Satanás, Judas abandonó a Jesús y a sus condiscípulos y fue a los principales sacerdotes para informarse del precio que le sería pagado si les entregase a Jesús. En el acto, ellos le asignaron treinta piezas de plata, el precio de un esclavo (Éxodo 21:32). Para los jefes, Jesús no valía más. “Hermoso precio con que me han apreciado”, dice el Señor en Zacarías 11:12-13. “Y desde entonces buscaba oportunidad para entregarle” (v. 16). Su ceguera fue completa hasta que cumplió su crimen, luego de lo cual sus ojos se abrieron sobre lo que había hecho, pero ya era demasiado tarde, ¡eternamente tarde!

La última pascua

Llegado el momento de celebrar la pascua, los discípulos preguntaron a Jesús dónde quería que la prepararan. Él les dijo: “Id a la ciudad a cierto hombre, y decidle: El Maestro dice: Mi tiempo está cerca; en tu casa celebraré la pascua con mis discípulos. Y los discípulos hicieron como Jesús les mandó, y prepararon la pascua” (v. 18-19). Aquel que iba a presentarse como el verdadero Cordero pascual, el Cordero de Dios, disponía de su omnisciencia divina y de su autoridad como Maestro para que sus discípulos hallasen el lugar donde tomaría con ellos su última comida. Lleno del momento que se acercaba, mandó decir al dueño de la casa: “Mi tiempo está cerca”. ¡Cuántos pensamientos se oprimían en ese corazón humano capaz de sondear todo divinamente: la muerte, la traición, la negación de Pedro, el odio de su amado pueblo, a quien habría querido juntar y bendecir, y tantas otras cosas dolorosas! ¡Pero qué amor en ese corazón perfecto! Amor divino que superó todo en ese camino de dolor, a fin de glorificar a Dios haciendo posible la salvación de los pecadores. “

Cuando llegó la noche, se sentó a la mesa con los doce. Y mientras comían, dijo: De cierto os digo, que uno de vosotros me va a entregar (v. 20-21).

Jesús sabía que sería Judas. Pero quería sondear el corazón y la conciencia de cada uno de los discípulos y hacerles sentir lo penoso que era para él pensar que uno de ellos lo traicionaría. Uno de aquellos con quienes había cumplido su ministerio de amor y de poder y para quien el mismo amor había sido manifestado. “Uno de vosotros”, estas palabras debían traspasarles el corazón. “Y entristecidos en gran manera, comenzó cada uno de ellos a decirle: ¿Soy yo, Señor?” (v. 22). Los discípulos, excepto Judas, estaban tan lejos de pensar en tal cosa que se remitían al conocimiento del Señor para saber cuál era. Jesús respondió: “El que mete la mano conmigo en el plato, ese me va a entregar. A la verdad el Hijo del Hombre va, según está escrito de él, mas ¡ay de aquel hombre por quien el Hijo del Hombre es entregado! Bueno le fuera a ese hombre no haber nacido” (v. 23-24). Por un lado, los consejos de Dios debían cumplirse; pero por el otro, los instrumentos de la maldad del corazón humano contra Dios son responsables de sus actos y soportarán las consecuencias. Para Judas, y, ¡desgraciadamente!, para tantos otros, les hubiera sido mejor no haber nacido. Judas dijo: “¿Soy yo, Maestro?”, y el Señor le respondió: “Tú lo has dicho” (v. 25). Ni esta afirmación ni el hecho de comer el bocado mojado en el plato (que se daba a un convidado como prueba de particular afecto), hizo vacilar al traidor. Satanás había tomado posesión de él. El evangelio de Juan nos dice que después de eso, Judas salió y fue a buscar a los que debían prender a Jesús (Juan 13:30).

La institución de la Cena

Mientras estaban sentados a la mesa, Jesús, preocupado por los suyos, instituyó el memorial de su muerte. Estaban comiendo la última pascua. Esta, instituida como recuerdo de la liberación del juicio de los primogénitos de Egipto, era el tipo del sacrificio del Cordero de Dios, “cordero sin mancha y sin contaminación, ya destinado desde antes de la fundación del mundo, pero manifestado en los postreros tiempos por amor de vosotros” (1 Pedro 1:19-20). Por consiguiente, la pascua no tenía más razón de existir. En lugar de un acto que tipificaba un sacrificio que debiera cumplirse en tiempos futuros, Jesús dejaba a los suyos un recuerdo de sí mismo, muerto para liberarlos del juicio eterno.

Mientras comían, tomó Jesús el pan, y bendijo, y lo partió, y dio a sus discípulos, y dijo: Tomad, comed; esto es mi cuerpo. Y tomando la copa, y habiendo dado gracias, les dio, diciendo: bebed de ella todos (v. 26-27).

El cuerpo, representado por el pan partido, y la sangre, representada por el vino, significan la muerte, porque la sangre separada del cuerpo es la muerte. Los creyentes recuerdan, pues, hasta que él venga otra vez, a un Cristo que murió.

¡Cuántos recuerdos evocan el pan y la copa en aquellos que tienen el privilegio de tomar parte en ellos! El corazón se traslada a ese momento supremo en el cual su Señor y Salvador pasaba por la muerte ignominiosa de la cruz, padeciendo en manos de hombres inicuos, y sufriendo de parte de Dios el juicio que nosotros merecíamos eternamente. En presencia de las señales que hablan de la muerte de Jesús, todo su amor, manifestado en esa entrega a la muerte, vuelve al pensamiento. Este memorial recuerda también el hecho de que el Señor no halló aquí más que el desprecio, los sufrimientos y la muerte por parte de sus criaturas. Él, el Hijo de Dios, el Rey de los reyes, el Señor de los señores, el Juez de los vivos y de los muertos. Reconociendo, pues, todas sus glorias y todos sus derechos, en medio de un mundo que sigue rechazándolo, sus rescatados lo recuerdan. Esperan su regreso para recogerlos con él, sabiendo, además, que pronto volverá a aparecer en gloria con todos ellos, para establecer su reino y recibir la honra que su pueblo y todas las criaturas le deben.

Al presentar la copa, el Señor añadió:

Esto es mi sangre del pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados
(v. 28; N. T. griego-español).

En Sinaí Dios hizo con Israel un pacto, confirmado por la sangre de las víctimas inmoladas (Éxodo 24:8; Hebreos 9:20), por el cual el pueblo se comprometió a hacer todo lo que Jehová le había mandado (Éxodo 19:5-8). Pero el pueblo, por su desobediencia, faltó a su palabra: Ellos “traspasaron mi pacto, y se rebelaron contra mi ley” (Oseas 8:1), y todas las bendiciones que habrían resultado de su fidelidad, desaparecieron. Además, cuando el Mesías les fue presentado, le dieron muerte. Por eso el pueblo de Israel, al igual que todo hombre, con base a su responsabilidad, no tiene derecho a nada de parte de Dios, sino al juicio. Pero, según la gracia infinita de Dios, Cristo, satisfaciendo la justicia divina, estableció mediante su muerte los principios sobre los cuales Dios podía salvar al pecador y dar a Israel las bendiciones imposibles de obtener con el antiguo pacto. “He aquí vienen días, dice el Señor, en que estableceré con la casa de Israel y la casa de Judá un nuevo pacto; no como el pacto que hice con sus padres el día que los tomé de la mano para sacarlos de la tierra de Egipto; porque ellos no permanecieron en mi pacto, y yo me desentendí de ellos, dice el Señor. Por lo cual, este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice el Señor: pondré mis leyes en la mente de ellos, y sobre su corazón las escribiré; y seré a ellos por Dios, y ellos me serán a mí por pueblo… y nunca más me acordaré de sus pecados y de sus iniquidades” (Hebreos 8:8-12; véase también Jeremías 31:31-34). Si Dios puede decir tales cosas respecto a su pueblo terrenal, es en virtud de la muerte de su Hijo, cuya sangre satisfizo plenamente la justicia. Por eso, al presentar la copa a los discípulos, el Señor dijo: “Esto es mi sangre del nuevo pacto”. Así, los discípulos tenían en la copa la garantía de las bendiciones de Israel, mientras esperaban su cumplimiento. Pero esta sangre no fue derramada solamente por Israel, sino “que por muchos es derramada para remisión de los pecados”, es decir, para todos los que en cualquier lugar se colocan, por la fe, bajo el beneficio de esta sangre. El pacto fue hecho con Israel, no con los cristianos; sin embargo, la misma sangre limpia los pecados de unos y otros. Cuando alguien participa de la cena, lo hace porque sus pecados son perdonados, recordando al Señor, quien murió en su lugar. Por eso el que no posee el perdón de sus pecados no debe tomar la cena; en cambio, los que son salvos no deben privarse de este privilegio, el cual responde, al mismo tiempo, al deseo expresado por el Señor la noche que fue entregado.

Jesús todavía añadió: “Y os digo que desde ahora no beberé más de este fruto de la vid, hasta aquel día en que lo beba nuevo con vosotros en el reino de mi Padre” (v. 29). El fruto de la vid, el vino, el emblema del gozo de Dios y de los suyos, no pudo beberse con Israel según la carne, porque este no procuró ningún gozo al corazón de Dios; pero este gozo tendrá su realización en el milenio. El Señor, hablando del “fruto de la vid”, hacía alusión a la copa que se tomaba con la pascua, y que simbolizaba el gozo (véase Lucas 22:17-18); esta era diferente a la copa de la cena, emblema de la sangre del Señor. Jesús dijo: “No beberé más de este fruto de la vid, hasta aquel día en que lo beba nuevo con vosotros en el reino de mi Padre”. Jesús llevará a cabo este gozo con sus discípulos en el cielo, en el reino del Padre, de una manera nueva, y no en esta tierra como los discípulos lo esperaban, gozo que sí experimentarán aquellos que disfruten del reinado de Cristo en la tierra.

“Y cuando hubieron cantado el himno, salieron al monte de los Olivos” (v. 30).

Una advertencia a los discípulos

Para ir al monte de los Olivos era necesario salir de la ciudad, descender hasta el torrente de Cedrón y subir la colina enfrente de Jerusalén. En vez de dejarse agobiar por el peso de todo lo que le esperaba, Jesús aprovechó el tiempo de la marcha hacia Getsemaní para advertir a los discípulos lo que sucedería.

La profecía de Zacarías iba a cumplirse:

Hiere al pastor, y serán dispersadas las ovejas
(Zacarías 13:7).

Él, el buen Pastor, había cuidado de sus ovejas, las había llamado por su nombre, yendo delante de ellas. Pero para que ellas tuvieran la vida, él debía morir por ellas, debía ser herido en su lugar. Cuando estas pobres ovejas, débiles, ignorantes y temerosas, viesen al Pastor herido, se dispersarían, como un rebaño asustado abandona a su conductor. Pero él, el buen Pastor que iba a dar su vida por sus ovejas, pensaba en ellas y les señaló un centro de reunión donde pudieran encontrarse una vez que la muerte fuese atravesada y vencida, cuando él resucitase. El Pastor precedería a su rebaño en Galilea.

Aunque muy unido al Señor, Pedro se apoyaba en el amor que tenía por Él, en vez de desconfiar de sí mismo y dejar a Dios el cumplir lo que su amor le sugería. Pedro respondió, pues, a Jesús: “Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré” (v. 33). ¡Pobre Pedro!, no sabía que su “yo”, con el cual contaba para manifestar a Jesús su gran afecto, iba a ponerlo en el camino de la derrota. Jesús le dijo: “De cierto te digo que esta noche, antes que el gallo cante, me negarás tres veces. Pedro le dijo: Aunque me sea necesario morir contigo, no te negaré. Y todos los discípulos dijeron lo mismo” (v. 34-35). Pedro, muy particularmente, tenía que aprender, como cada uno de nosotros, que si tenemos el deseo de ser fieles y dedicados al Señor, no podemos confiar en nuestras propias fuerzas. La fuerza no se halla en los deseos de la nueva naturaleza. Hay que buscarla, con el sentimiento de nuestra debilidad, en Aquel que produce el querer y el hacer por su buena voluntad (Filipenses 2:13). Si no desconfiamos de nosotros mismos, Dios puede permitir que caigamos como Pedro, a fin de que experimentemos lo que su Palabra nos dice en cuanto a nuestra propia capacidad. De haber escuchado Pedro las advertencias del Señor, se habría asustado de lo que era capaz de hacer y habría buscado el socorro en Dios. En lugar de ello, afirmó que iría con el Señor hasta la muerte, cayendo frente a la primera acometida. ¡Dios quiera que esta lección, tan humillante y dolorosa para Pedro, también nos sea útil!

Getsemaní

Cuando llegó a Getsemaní, Jesús dijo a sus discípulos: “Sentaos aquí, entre tanto que voy allí y oro” (v. 36). Jesús sentía la necesidad de retirarse para desahogar su corazón delante de su Padre en esa hora solemne. Sin embargo, tomó consigo a los tres discípulos que habían asistido a la escena de la transfiguración, Pedro, Juan y Santiago, para buscar en ellos alguna simpatía. Lleno de tristeza y de angustia, les dijo: “Mi alma está muy triste, hasta la muerte; quedaos aquí, y velad conmigo” (v. 38). Este precioso Salvador, en su perfecta humanidad, estaba agobiado por el pensamiento de la muerte que se acercaba con todo su horror, proyectando sobre el alma pura y santa del Señor su aterradora sombra. Pero, tan dolorosa era la opresión de las sombras de esa muerte, que dejó a sus tres compañeros y se adelantó para presentar a su Padre la oración a la que nadie podía unirse, pues ¿quién podía comprender las ansias de tal momento? Entonces se postró sobre su rostro, diciendo: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú” (v. 39). En aquel momento supremo, se trataba de aceptar la copa de la cólera divina que nosotros merecíamos, es decir, la muerte, como juicio de Dios. Satanás aprovechó la ocasión para hacer pesar sobre el alma de nuestro adorable Salvador todo el horror que lo esperaba en su camino de obediencia hasta la muerte. Su alma pura y santa deseaba que la hora terrible de la muerte pasara de él; y por otro lado, sus perfecciones solo podían hacer que aceptase ir hasta el fin cumpliendo así la voluntad de su Padre. Después de haber orado, Jesús volvió a sus discípulos y los halló durmiendo. En su divina bondad, dijo a Pedro: “¿Así que no habéis podido velar conmigo una hora?” (v. 40). Esta observación debería haber conmovido el corazón de Pedro, y hacerlo vigilante. Luego, añadió:

Velad y orad, para que no entréis en tentación; el espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil (v. 41).

Jesús no les pedía que velasen con él, sino por sí mismos a fin de que, conscientes de su debilidad, no se expusieran a una prueba que no podrían soportar. El Señor sostenía solo la lucha en la que Satanás no escatimaba ningún esfuerzo para hacerlo retroceder delante de la obra por medio de la cual Él, la “Simiente de la Mujer”, debía herirle la cabeza (Génesis 3:15). Jesús se apartó nuevamente y dijo a su Padre por segunda vez: “Padre mío, si no puede pasar de mí esta copa sin que yo la beba, hágase tu voluntad” (v. 42). Y cuando volvió a los discípulos, los encontró durmiendo de nuevo. Esta vez no les dijo nada; no esperaba nada más de ellos. Así se cumplió lo que está escrito en el Salmo 69:20: “Esperé quien se compadeciese de mí, y no lo hubo; y consoladores, y ninguno hallé”.

“Y dejándolos, se fue de nuevo, y oró por tercera vez, diciendo las mismas palabras”. En aquellos momentos, en los que Jesús se hallaba agobiado por una tristeza mortal, sucedió lo que está escrito en Hebreos 5:7: “Y Cristo, en los días de su carne, ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte…”. ¿Quién sondeará las angustias y los dolores de este amado Salvador, a quien Satanás presentaba todos los horrores de la muerte para apartarlo de la obra que había emprendido, sin que pudiera ni desear la muerte ni substraerse a la voluntad de su Padre? Allí, como en la tentación al principio de su ministerio, la obediencia lo condujo a la victoria. Jesús tomó la copa, no de la mano de Satanás, sino como él lo dice en Juan 18:11, de la mano de su Padre. Por consiguiente, con perfecta serenidad, volvió otra vez a sus discípulos y les dijo: “Dormid ya, y descansad. He aquí ha llegado la hora, y el Hijo del Hombre es entregado en manos de pecadores. Levantaos, vamos; ved, se acerca el que me entrega” (v. 45-46). Tendrán reposo. ¡Qué palabras de gracia!, las que también son para nosotros. ¡De aquí en adelante los culpables podrían disfrutar del reposo, porque el justo, el inocente, iba a sufrir la muerte que ellos merecían!

Vemos, pues, en esta escena de Getsemaní, lo que Jesús sufrió en presencia de la muerte que Satanás le presentaba con todos sus terrores, como juicio de Dios. ¡Gracias sean dadas a Dios y gloria al Señor Jesús! Él obedeció; su amor fue más fuerte que la muerte, amor que las muchas aguas no podían apagar (Cantares 8:7), ni siquiera las de la angustia de la muerte ignominiosa que Jesús iba a sufrir. Porque si este amor no hubiera vencido cuando nuestra salvación estaba en juego, por decirlo así, todos estaríamos perdidos.

Ahora a él, un ser santo y perfecto, el Hijo de Dios, el Hijo del Hombre, le restaba atravesar esta muerte en su terrible realidad. Marchaba hacia esa hora; el traidor se acercaba.

El arresto de Jesús

¡Qué contraste entre la escena en que la gloria de Jesús brillaba en medio de las nubes de sombra de muerte, donde sus perfecciones triunfaban en la obediencia, y la que es presentada en estos versículos, donde vemos a Judas, esclavo del poder de Satanás, cumpliendo el más infame crimen por treinta piezas de plata! Mientras todavía hablaba Jesús con sus discípulos, a los cuales había debido despertar, llegó Judas, “y con él mucha gente con espadas y palos, de parte de los principales sacerdotes y de los ancianos del pueblo”. ¡Cuán inútiles eran aquellas armas para prender a aquel que se ofrecía a sí mismo a Dios, como cordero “llevado al matadero”! (Isaías 53:7). Pero ninguno de ellos lo conocía como tal, porque si lo hubieran conocido, “nunca habrían crucificado al Señor de gloria” (1 Corintios 2:8). Consumando su traición, Judas se acercó a Jesús y le dijo: “¡Salve, Maestro!” (v. 49), y le dio aparatosamente (N. T. interlineal griego/español) el beso de traición que lo señalaba a esa cuadrilla inicua. Con toda dignidad, Jesús le dijo: “Amigo, ¿a qué vienes?” (v. 50), otras palabras adecuadas para sondear a Judas. Entonces los que le seguían prendieron a Jesús. Uno de sus discípulos –sabemos que fue Pedro (Juan 18:10)– sacó su espada, y con ella hirió al siervo del sumo sacerdote cortándole la oreja. Pedro quería mostrar que podía defender a su Maestro, antes de que este fuera a la muerte, como lo había dicho; en cambio, el Señor no abrió su boca (Isaías 53:7), porque si la hubiera abierto para su defensa, habría exterminado a sus enemigos. Por el contrario, dijo a Pedro: “Vuelve tu espada a su lugar; porque todos los que tomen espada, a espada perecerán. ¿Acaso piensas que no puedo ahora orar a mi Padre, y que él no me daría más de doce legiones de ángeles? ¿Pero cómo entonces se cumplirían las Escrituras, de que es necesario que así se haga?” (v. 52-54).

Las perfecciones de Jesús brillaban con todo su esplendor en medio del cuadro oscuro del corazón del hombre, tal como se presenta en los que lo rodeaban: Judas, completamente entregado en las manos de Satanás; la muchedumbre ciega, armada contra su bienhechor; los discípulos absolutamente extraños a todo lo que concernía a Jesús. Y, en medio de ellos, estaba él para cumplir lo que dicen las Escrituras, con toda la serenidad y la dignidad de su persona. Respondió con mansedumbre y firmeza tanto a Judas como a Pedro y a esa multitud, en medio de la cual había vivido derramando beneficio sobre beneficio, y a la que intentaba hacer sentir su extravío, diciendo: “¿Cómo contra un ladrón habéis salido con espadas y con palos para prenderme? Cada día me sentaba con vosotros enseñando en el templo, y no me prendisteis. Mas todo esto sucede, para que se cumplan las Escrituras de los profetas” (v. 55-56). Jesús les mostraba que a pesar de la maldad y de la ignorancia que los caracterizaban, él estaba allí para cumplir las Escrituras, sometiéndose a todo, pero sufriendo profundamente por la actitud de cada uno de ellos respecto a él.

Cuando los discípulos vieron preso a Jesús, lo dejaron y huyeron. El Hijo del Hombre era entregado en manos de los pecadores.

La comparecencia ante Caifás

Mientras Judas conducía su banda para prender a Jesús, los escribas y los ancianos reunidos en casa de Caifás, el sumo sacerdote, esperaban el resultado de esta criminal expedición. Llegaron, pues, los que prendieron a Jesús, acompañados por la multitud, y llevaron al Señor a Caifás, que presidía el siniestro consejo. Detrás del cortejo iba Pedro, siguiendo de lejos. Quería cumplir su palabra y seguir a Jesús hasta la muerte, cuando hubiera debido apartarse y orar a fin de no caer en tentación. En vez de esto, entró en el patio del sumo sacerdote, desde donde podía ver lo que sucedía ante Caifás. “Se sentó con los alguaciles, para ver el fin” (v. 58).

Todo el sanedrín (consejo y tribunal supremo del pueblo judío) tenía la determinada intención de dar muerte a Jesús. Solo hacía falta hallar un motivo para encubrir su odio. No sabiendo de qué acusarlo, introdujeron falsos testigos contra él, pero no encontraron nada que pudiera condenarlo. Al fin, dos de ellos declararon: “Este dijo: Puedo derribar el templo de Dios, y en tres días reedificarlo”. Juan 2:19-22 demuestra la falsedad de esta afirmación. El sumo sacerdote se levantó y dijo a Jesús:

¿No respondes nada? ¿Qué testifican estos contra ti? Mas Jesús callaba (v. 62-63).

Jesús abrió la boca cuando fue necesario dar testimonio de la verdad respecto a su persona; pero no se defendió contra un testimonio falso. Entonces, irritado por este silencio, Caifás le dijo: “Te conjuro por el Dios viviente, que nos digas si eres tú el Cristo, el Hijo de Dios. Jesús le dijo: Tú lo has dicho; y además os digo, que desde ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo en las nubes del cielo” (v. 63-64). En efecto, Jesús era el Cristo, el Hijo de Dios; pero, como fue rechazado como tal, llegaría el día en que su pueblo lo vería como Hijo del Hombre viniendo en las nubes del cielo con poder y gran gloria (cap. 24:30; Apocalipsis 1:7). Al oír este testimonio, Caifás rasgó sus vestiduras, y dirigiéndose al consejo, dijo: “¡Ha blasfemado! ¿Qué más necesidad tenemos de testigos? He aquí, ahora mismo habéis oído su blasfemia. ¿Qué os parece?” (v. 65-66). La respuesta deseada no tardó mucho: “¡Es reo de muerte!”. La sentencia, planeada desde hacía mucho tiempo por los judíos, era pronunciada. Desde entonces no hubo más consideraciones para con el condenado; estos hombres, los dignatarios de la nación, dieron rienda suelta a su odio y a su desprecio contra Jesús. Con una bajeza vulgar, le escupieron en el rostro, le dieron bofetadas; otros lo hirieron diciendo: “Profetízanos, Cristo, quién es el que te golpeó” (v. 68). Jesús permaneció tranquilo y silencioso en medio de esta escena, juzgándolo todo, sintiéndolo todo y sabiéndolo todo. Realizaba lo que el apóstol Pedro, testigo de estos ultrajes, dijo de él: “El cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca; quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente” (1 Pedro 2:22-23). En estos versículos Pedro presenta a Jesús como modelo. ¡Que todos nosotros lo imitemos!

La negación de Pedro

Mientras Jesús estaba ante Caifás, otra escena tenía lugar en el patio donde se hallaba Pedro. Una criada se le acercó, diciendo: “Tú también estabas con Jesús el galileo. Mas él negó delante de todos, diciendo: No sé lo que dices”. Luego le vio otra criada, y dirigiéndose a los que estaban presentes, les dijo: “También este estaba con Jesús el nazareno. Pero él negó otra vez con juramento: No conozco al hombre. Un poco después, acercándose los que por allí estaban, dijeron a Pedro: Verdaderamente también tú eres de ellos, porque aun tu manera de hablar te descubre. Entonces él comenzó a maldecir, y a jurar: No conozco al hombre. Y en seguida cantó el gallo. Entonces Pedro se acordó de las palabras de Jesús, que le había dicho: Antes que cante el gallo, me negarás tres veces. Y saliendo fuera, lloró amargamente”.

¡Pobre Pedro! Amaba sinceramente a Jesús, pero confiaba demasiado en sí mismo, y no dedicó mucha atención a las advertencias del Señor (v. 31, 34, 40-41). Como no guardó estas palabras en su corazón, fue sorprendido por la escena que se desarrollaba ante sus ojos. Testigo del odio de que era objeto su Maestro, el que entonces se manifestaba sin reparo, solo veía el peligro de identificarse con Aquel a quien todos odiaban. Su “yo”, que no había discernido a través de sus buenas intenciones, temía mucho los esputos y las bofetadas; allí, pues, sin recursos espirituales, no se halló en condiciones de hacer otra cosa que protegerse, negando a su amado Señor.

El canto del gallo y el recuerdo de las palabras de Jesús (y, en Lucas 22:61, su mirada) disiparon súbitamente la niebla obscura y fría que lo había rodeado. La luz se hizo en su corazón; comprendió con amargura lo que acababa de hacer. Salió quebrantado y lloró amargamente por su terrible falta.

¿Quién de nosotros no ha conocido algo de esta amargura? ¿No hemos preferido, en muchas ocasiones, pasar inadvertidos como discípulos de Cristo? Sin proferir una negación maldiciendo, hemos evitado, más de una vez, manifestar que somos cristianos, discípulos de aquel que sufrió en manos de los hombres el oprobio, los golpes y tantos ultrajes, y de parte de Dios, su terrible cólera a causa de nuestros pecados. Cuando preferimos el favor del mundo, que no quiere nada de nuestro Salvador, al oprobio que se liga a su nombre, estamos negando al Señor. Entonces, ¡qué tristeza llena el corazón al pensar en Su amor que siempre es el mismo y que tan poco tomamos en cuenta! Un día todo se manifestará y veremos las consecuencias eternas de nuestra conducta en la tierra.

Porque el que se avergonzare de mí y de mis palabras, de este se avergonzará el Hijo del Hombre cuando venga en su gloria, y en la del Padre, y de los santos ángeles
(Lucas 9:26).

Pensemos en el Señor y no en nosotros mismos, en su amor por nosotros y en la gloria en la que aparecerá con todos sus santos, a fin de ser guardados fieles y evitar la amargura de haberlo deshonrado. Sepamos, como Moisés, tener “por mayores riquezas el vituperio de Cristo que los tesoros de los egipcios; porque tenía puesta la mirada en el galardón” (Hebreos 11:26).