Mateo

Mateo 16

Capítulo 16

Una señal

Hallamos de nuevo a Jesús en presencia de las dos grandes categorías de judíos: los fariseos y los saduceos. A los primeros se les puede designar como gente religiosa, a los segundos como librepensadores; pero en cuanto a la persona de Cristo, eran tan incrédulos los unos como los otros. Sin embargo, su incómoda conciencia y su incredulidad les hicieron pedir una señal del cielo. El Señor repitió lo que ya había dicho a los escribas y a los fariseos del capítulo 12: no les daría otra señal sino la del profeta Jonás. ¡Cuán grande es la oposición del corazón humano contra Dios! Cuando Dios dijo al rey Acaz que le pidiera una señal (Isaías 7:10-12), este rehusó hacerlo, fingiendo una confianza que no permite al hombre piadoso tentar a Dios. No obstante, conocemos la impiedad de este soberano. Entonces, Dios indicó la señal (v. 14): el nacimiento de Emanuel. Era Él quien estaba ahora en medio de su pueblo y daba pruebas de lo que él era, en gracia y en poder. Pero ¡qué terrible!, ellos no querían verlo.

Entonces Jesús les reprochó su capacidad para pronosticar el tiempo de acuerdo a las apariencias del cielo, en contraste con su incapacidad para discernir las señales, más evidentes aún, del siglo en que vivían. La fe, enseñada siempre por Dios, podía discernir las señales del tiempo por la presencia del Mesías y la manera como lo acogían. Pero una generación mala y adúltera no recibiría otra señal que la de Jonás, es decir, la muerte y la resurrección de Jesús. Así concluía la presentación del Mesías a un pueblo que lo desconoció y lo rechazó; y esto le acarreará los juicios de Dios. Por eso leemos estas palabras solemnes: “Y dejándolos, se fue” (v. 4). Nos recuerda que Jesús ya había dicho a sus discípulos, en el versículo 14 del capítulo precedente: “Dejadlos”.

¡Qué posición más terrible la de los hombres que Dios abandona a su suerte, después de hacer todo lo posible para salvarlos y bendecirlos! Estamos en un tiempo que corresponde, para la cristiandad, a aquel en el que se hallaba Israel cuando Jesús estaba a punto de dejarlo. Mucha gente tan religiosa como los fariseos, al igual que los incrédulos de cualquier matiz, semejantes a los saduceos, pronto serán dejados por el Señor para ser entregados a un poder engañoso (2 Tesalonicenses 2:11), porque no recibieron el amor de la verdad para ser salvos, a pesar de las solemnes advertencias que les fueron dadas. Cuando Cristo se marchó, rechazado por los judíos, los juicios de Dios alcanzaron a ese pueblo. Pero, en un porvenir cercano, después que el Señor retire de este mundo a los creyentes, los juicios descritos en el Apocalipsis se desencadenarán sobre aquellos que no hayan creído durante el actual período de gracia.

La venida del Señor está muy cerca. Aquellos cuyos ojos fueron abiertos por la fe en la Palabra de Dios pueden discernir las señales de los tiempos. Esperan de un momento a otro la salida del “lucero de la mañana” (2 Pedro 1:19), Cristo viniendo a buscar a los suyos. Esto precederá a la aparición del día “ardiente como un horno” (Malaquías 4:1) para los que el Señor haya dejado.

Discípulos olvidadizos

Aunque los discípulos recibieron al Señor como al Mesías de Israel, estaban todavía lejos de conocer su persona gloriosa y no comprendían sus enseñanzas. Acontece lo mismo con nosotros hoy día, que somos los objetos continuos de la bondad paciente del Señor, y que poseemos más luz. Sin embargo, a causa de su gracia maravillosa, el Señor dijo a sus discípulos: “Pero vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas” (Lucas 22:28).

Cuando llegaron a la otra orilla, después de la multiplicación de los panes del capítulo 15, los discípulos se dieron cuenta de que olvidaron tomar pan. Jesús, afligido por la hipocresía e incredulidad de los fariseos y de los saduceos, percibía cuánta necesidad tenían los suyos de ser prevenidos contra esa gente. Entonces les advirtió: “Mirad, guardaos de la levadura de los fariseos y de los saduceos” (v. 6). Faltos de entendimiento, los discípulos pensaban que la levadura solo podía tener relación con el pan. Como estaban más preocupados por su olvido que por la necesidad de tomar precauciones contra la influencia de las doctrinas farisaicas y saduceas, el Señor les dijo:

¿Por qué pensáis dentro de vosotros, hombres de poca fe, que no tenéis pan? ¿No entendéis aún, ni os acordáis de los cinco panes entre cinco mil hombres, y cuántas cestas recogisteis? ¿Ni de los siete panes entre cuatro mil, y cuántas canastas recogisteis? (v. 8-10).

¿Cómo podían inquietarse por esto después de ser testigos de tales actos de poder y bondad, y teniendo con ellos al autor de tan grandes maravillas? Dos cosas caracterizaban a los discípulos: no entendían y no recordaban. No tenían el entendimiento espiritual abierto a las enseñanzas del Señor quien los advertía acerca de una cosa más importante que la falta de pan. Y, en cuanto a sus necesidades materiales, olvidaban que la potestad y la bondad del Señor no eran algo momentáneo; lo que fue para ellos en una circunstancia, lo sería en todas. Podían confiar en que él supliría todas sus necesidades, a fin de que sus corazones se dedicasen por completo a los intereses de su Maestro. En estos discípulos, que nos parecen tan faltos de entendimiento, tenemos nuestra propia imagen. En lugar de ejercitarnos en cuanto a nuestros intereses espirituales y a la gloria del Señor, nos inquietamos por las cosas materiales, respecto a las cuales hemos experimentado mil veces la bondad de Dios y sus cuidados, sabiendo que él conoce nuestras necesidades. Olvidamos que lo fundamental es buscar “primeramente el reino de Dios y su justicia”, y que todas las demás cosas nos serán añadidas (cap. 6:24-34). Los discípulos habían oído al Señor pronunciar estas palabras en el monte, y nosotros, ¡cuántas veces las hemos leído!

Lleno de paciencia y de bondad, el Señor les explicó que no se trataba de la levadura del pan. Así, ellos comprendieron que él los ponía en guardia contra las doctrinas de los fariseos y de los saduceos. Como ya hemos visto (cap. 13), la levadura representa una doctrina corruptora. Los discípulos, acostumbrados al lenguaje figurado empleado en Oriente, debían comprenderlo. La doctrina de los fariseos es la hipocresía que caracteriza a la religión de la carne, sobre todo en los conductores religiosos, como lo vimos al principio del capítulo anterior. La doctrina de los saduceos es el razonamiento del corazón natural que deja de lado la Palabra de Dios para tratar de sustraer la conciencia a los efectos de esta Palabra y, así, tener más libertad para seguir sus propios deseos. Contra estos dos males debemos igualmente estar prevenidos hoy en día. Estemos ante Dios con el corazón en la mano. Abstengámonos de las formas religiosas por las cuales tratamos de esconder nuestro verdadero estado y recibamos, por otra parte, la Palabra sin razonamiento, reconociendo su autoridad divina sobre el corazón y la conciencia.

La confesión de Pedro

Dejando las orillas del lago de Genesaret, el Señor se encaminó hacia Cesarea de Filipo, muy al norte de Palestina. Allí interrogó a los discípulos en estos términos: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre? Ellos dijeron: Unos, Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías, o alguno de los profetas” (v. 13-14). Estas no son las respuestas de la incredulidad y el odio de los judíos y sus jefes. Es la apreciación respetuosa de la multitud que creía tener una opinión excelente de la persona de Jesús, pues ella lo colocaba entre los profetas más honrados.

Juan el Bautista fue muy estimado. Por algún tiempo querían regocijarse en su luz (Juan 5:35; véase también Mateo 21:26). Elías debía preceder al Mesías, y Jeremías era apreciado como uno de los profetas más eminentes. Jesús era, incluso en la apreciación de los indiferentes, uno de los profetas. En estas diversas opiniones, por más fundadas que parezcan, no había fe, ni inteligencia espiritual. Dios no había dejado a su pueblo en la incertidumbre a propósito de su Hijo. Al bautizar Juan a Jesús, el cielo se abrió sobre él y la voz de Dios el Padre se oyó: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 3:17). No solo este testimonio, sino toda la vida de Jesús comprobó que él era tanto Emanuel, como el Cristo, y el Hijo de Dios.

Hoy oímos acerca de la persona de Jesús opiniones incluso más diversas que aquellas, entre los que no lo rechazan abiertamente: es un hombre de bien, un gran reformador, el fundador de la religión cristiana a la que se debe la civilización actual. Se admite que él manifestó los caracteres morales de Dios en este mundo, y otras cosas hermosas. Pero, si se pregunta a estas personas: «¿Es Jesús el Hijo de Dios?», responden evasivamente, y hasta negativamente. Dios presenta a la fe una persona, pues los hombres necesitan un Salvador y no opiniones sobre el Salvador. “Y este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (1 Juan 5:11-12).

Jesús dijo a los discípulos: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Respondiendo Simón Pedro, dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”. Jesús le dijo: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos”. Por el Padre fue enseñado Pedro para confesar, de esa manera y en ese momento, a Jesús, el Cristo, el objeto de la promesa, a quien el pueblo incrédulo no quería recibir. Él era el Hijo del Dios vivo, del Dueño de la vida, esta vida que ni el pecado ni sus consecuencias pueden alcanzar, pero que los hombres deben poseer si quieren ser salvos, porque todos, en su estado natural, están muertos (Efesios 2:1). Qué gracia maravillosa se presenta aquí por la manifestación del Hijo del Dios vivo, a fin de que pobres pecadores, como Pedro y cada uno de nosotros, podamos obtener esa vida y lleguemos “a ser participantes de la naturaleza divina” (2 Pedro 1:4). Por eso, el Señor dice a Pedro:

Yo también te digo, que tú eres Pedro (o una piedra), y sobre esta roca edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella (v. 18).

Es como si Jesús dijera a Pedro: «Tú confiesas lo que yo soy, y yo digo lo que tú eres por gracia. Por la fe en mí, tú eres una piedra, con mi propia naturaleza». Pedro escribirá más tarde: “Acercándoos a él, piedra viva, desechada ciertamente por los hombres, mas para Dios escogida y preciosa, vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo” (1 Pedro 2:4-5). Esta casa espiritual, compuesta de piedras vivas, es lo que el Señor llama aquí su Iglesia, a la cual él mismo edifica y de la que él, la roca eterna de vida, es el fundamento. Y este Hijo del Dios vivo, sin perder su carácter, iba a descender a la muerte donde todo el poder de Satanás se estrelló contra él. “Quitó la muerte” (2 Timoteo 1:10); “destruyó al que tenía el imperio de la muerte, es decir, al diablo” (Hebreos 2:14). Resucitado, vencedor de todo lo que había contra el hombre en Adán, “fue declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos” (Romanos 1:4). En virtud de esa obra, sobre esa roca que es Cristo mismo, él edifica su Iglesia (o Asamblea), compuesta por todos los que, por la fe, participan de su vida.

La Asamblea

Los judíos rechazaron a Cristo, prueba de que Dios no podía edificar nada sobre el hombre según la carne. El Hijo del Dios vivo se presenta, pues, como el fundamento sobre el cual edificará lo que reemplazará a Israel y lo que permanecerá eternamente, a saber, su Iglesia. Contra ella las puertas del Hades, expresión del poder de Satanás, no tendrán ningún efecto. Porque verdaderamente la muerte, salario del pecado, fue soportada por Cristo; y Satanás se queda sin fuerza contra lo que está edificado sobre la roca eterna de vida. En la respuesta de Jesús a Pedro, vemos:

1. lo que cada creyente es por la fe en el Hijo de Dios: una piedra viva;

2. la Iglesia, edificada por Cristo, compuesta por el conjunto de estas piedras vivas. Dicha edificación comenzó en Pentecostés y continuará hasta el momento en que la última piedra sea añadida, es decir, la última persona convertida.

En esta construcción, todo corresponde a los pensamientos del Edificador divino, porque todo es fruto de su trabajo. Una vez manifestado el último de los elegidos, la Iglesia, compuesta por todos los creyentes resucitados y transformados, con todos aquellos que murieron en la fe desde el principio, será arrebatada al encuentro del Señor. Después, esta Iglesia volverá a aparecer en la gloria descrita en Apocalipsis 21:9-27, tal como será en el reinado de Cristo. Y luego, cuando los cielos y la tierra actuales pasen y sean reemplazados por un cielo nuevo y una tierra nueva, descenderá a ella la santa ciudad, la nueva Jerusalén, la morada (o el tabernáculo) de Dios que estará con los hombres para siempre: esta Asamblea que Cristo mismo habrá edificado (Apocalipsis 21:1-8).

Sabemos que la Iglesia está en ruina a causa de todo el mal que se ha introducido en ella en el curso de los siglos. Podemos preguntarnos cómo esta Iglesia, que Cristo edificó, logró corromperse frente a verdades como las enunciadas en el versículo 18 de nuestro capítulo.

Por desgracia es demasiado cierto que hoy nos encontramos en el seno de una Iglesia arruinada, fruto de la infidelidad de quienes la conformaron desde el principio hasta hoy. Pero lo que se halla en ruina no es lo que Cristo edificó. La Palabra nos enseña que la Asamblea en la tierra es considerada también desde otro punto de vista, es decir, bajo el aspecto de la responsabilidad del hombre, visto como edificador, pero quien siempre ha llevado a la quiebra lo que Dios le confió. Así, la ruina es la consecuencia de nuestra infidelidad. En 1 Corintios capítulo 3, Pablo y Apolos son considerados colaboradores de Dios. Pablo era el obrero especial que, sobre el fundamento de esta morada de Dios, Jesucristo, edificó buenos materiales, y lo mismo hicieron los apóstoles. Pero después de ellos, ya en su época, obreros menos atentos introdujeron en la Asamblea a personas que por no tener la vida de Dios no eran piedras vivas; sin embargo, siendo bautizadas con el bautismo cristiano, formaban parte de la casa de Dios en la tierra. Más tarde se introdujeron multitudes inconversas, simplemente porque aceptaban el cristianismo en sus apariencias externas. Así, la Iglesia se extendió por el mundo y se corrompió (véase las parábolas de Mateo 13:44-50). La Iglesia, bajo este carácter, abarca hoy tanto a aquellos que tienen solamente una profesión exterior de cristianismo como a los que verdaderamente tienen la fe, que son piedras vivas; a estos últimos la Palabra de Dios les da enseñanzas particulares para que se separen del mal dentro de la Iglesia. En 2 Timoteo 2, ella es comparada con una casa grande en la cual se hallan utensilios para usos honrosos y utensilios para usos viles. Cuando el Señor venga, llevará consigo a los que tienen la vida y dejará para los juicios a aquellos que solo tienen la profesión cristiana.

El reino

La venida de Cristo y su muerte dieron, además de la Asamblea, otro resultado con respecto a la tierra: el reino de los cielos. Porque si Cristo posee una asamblea, también tiene la realeza sobre su pueblo terrenal y sobre todo el universo. A la espera de su dominio glorioso y universal, el reino se establece bajo una forma particular. Es llamado “reino de los cielos”, porque la sede del poder está y estará en el cielo, en contraste con los reinos terrenales, cuya autoridad reside en la tierra. La entrada al reino se producía por el reconocimiento de la autoridad del Señor, reconocido también como Salvador. Mientras se espera que Cristo venga para establecer su reinado con potestad, la forma y la extensión del reino de los cielos es la de la Iglesia responsable, de la cual acabamos de hablar. Pero los verdaderos creyentes que se encuentran en medio de esta situación, en vez de formar el pueblo sobre el cual Cristo reinará a su venida, serán arrebatados para estar con el Señor y volver para reinar con él, como Esposa del Rey.

En su ausencia, el Señor confió a Pedro las llaves de este reino, diciendo: “A ti te daré las llaves del reino de los cielos; y todo lo que atares en la tierra será atado en los cielos; y todo lo que desatares en la tierra será desatado en los cielos” (v. 19). Pedro debía, pues, abrir la puerta a todos aquellos que reconocían la autoridad del Señor, judíos o gentiles. Era necesario el permiso del Rey, representado por Pedro, para tener acceso a este reino y formar parte de él, porque no se entraría por nacimiento natural, como los judíos, el pueblo terrenal de Dios. También era necesaria la fe en el Señor, quien estaba en el cielo porque había sido rechazado.

La primera mitad del libro de los Hechos muestra cómo Pedro desempeña el servicio que el Señor le confía aquí. Siempre habla él. Demuestra a los judíos (cap. 2:36) que Aquel a quien ellos crucificaron, Dios lo hizo Señor y Cristo. Aproximadamente tres mil personas reciben estas palabras y entran en el reino. En el capítulo 5, el número aumenta hasta cerca de cinco mil. En el capítulo 8, la gente de Samaria entra, y en el capítulo 10, los gentiles son recibidos: Cornelio y los que están con él. En todos estos casos, es Pedro quien actúa, en virtud de la autoridad que el Señor le dio, para abrir las puertas del reino de los cielos y para administrarlo. En cuanto al apóstol Pablo, fue el encargado de revelar todo lo concerniente a la Iglesia.

El catolicismo confundió lo que el Señor dijo a Pedro en el versículo 18 con lo que dijo en el versículo 19. Hizo de Pedro el representante de Cristo como edificador de la Iglesia y le da como sucesores a los papas; pero el Señor de ningún modo encargó a Pedro la edificación de la Iglesia, ni le anunció sucesor alguno en su función. El versículo 18 se relaciona con la Iglesia. Cristo mismo la edifica, y si Pedro formó parte de ella, lo hizo como una piedra viva. El versículo 19 se refiere al reino de los cielos. Pedro recibió las llaves de ese reino para introducir a todos aquellos que creyeran lo que él y los otros apóstoles anunciasen de Cristo, de Su muerte, de Su resurrección y de Su glorificación, pues Él recibió toda autoridad en el cielo y en la tierra (Mateo 28:18), y fue exaltado por Dios como Príncipe y Salvador (Hechos 5:31).

Después de las declaraciones hechas a Pedro, Jesús se dirigió a los discípulos, mandándoles que no dijeran a nadie que él era el Cristo. Era inútil seguir presentándolo a los judíos como el Mesías viviendo en la tierra. Ahora era preciso que pasara por la muerte para que los que creyesen fuesen introducidos en las nuevas bendiciones.

Jesús anuncia su muerte

“Desde entonces comenzó Jesús a declarar a sus discípulos que le era necesario ir a Jerusalén y padecer mucho de los ancianos, de los principales sacerdotes y de los escribas; y ser muerto, y resucitar al tercer día” (v. 21). El odio de los principales del pueblo contra Jesús llegaría hasta ese extremo; para Dios esa muerte era necesaria a fin de que se cumplieran las gloriosas verdades anunciadas a Pedro en los versículos 18 y 19. Pero la fe y la inteligencia de Pedro no estaban a la altura de estas revelaciones. Su corazón solo veía a Jesús como el Mesías, y el reino glorioso que debía establecer. Cuando Pedro oía a Jesús hablar de su muerte, pensando solamente en dicho aspecto de la verdad, en cuanto a la persona de Jesús, lo llevó aparte, y le dijo: “Señor, ten compasión de ti; en ninguna manera esto te acontezca”. ¡Pobre Pedro! El gran afecto que tenía por el Señor y el deseo de gozar cuanto antes del reino en gloria, le hacen rechazar la idea de su muerte. Pero en esto, sus pensamientos eran opuestos a los de Dios. Jesús, “volviéndose, dijo a Pedro: ¡Quítate de delante de mí, Satanás!; me eres tropiezo, porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres” (v. 23). Sin la muerte del Señor, Pedro sería excluido de todas las bendiciones que se hallaban en los pensamientos de Dios. El hombre sueña solo con el gozo de la carne, para lo cual la muerte no es necesaria. ¡Qué distancia había entre los pensamientos de Pedro y los de Jesús! Cristo vino a este mundo, diciendo: “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Hebreos 10:7). En esa voluntad estaba incluida la muerte, y en virtud de ella Dios podía cumplir todos sus consejos. Pero Pedro dijo: “¡Señor, ten compasión de ti!”. Para ser justos, nuestros pensamientos deben seguir los de Dios; de otra manera tomamos en consideración los de nuestro corazón que, aunque sean sinceros y parezcan buenos, se oponen a las cosas de Dios, porque ellos se relacionan con lo que conviene al hombre.

Jesús mostró a sus discípulos que la muerte no solamente sería la parte de él, sino también la de todos los que querían participar en la gloria con él. Porque en la tierra debemos seguirlo por el camino de su rechazamiento, que, en la práctica, es el de la muerte.

Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará (v. 24-25).

Dos cosas deben caracterizar a los que siguen a Cristo en este mundo: Negarse a sí mismo, y tomar su cruz; ellas no se cumplen si uno no tiene la vida de Cristo y a Cristo por objeto del corazón, así como la esperanza de la gloria con él. “Negarse a sí mismo” significa dejar de vivir para uno mismo. El hombre que no posee a Cristo en su vida, vive solo para sí mismo. Todo lo que hace se relaciona con él, directa o indirectamente, hasta sus buenas obras a favor de otros. Como ejemplo sobresaliente, citemos los conciertos y las representaciones teatrales de beneficencia. ¿Se hacen estas obras renunciando a uno mismo? Ellas provienen de una vida que tiene por objeto al yo, y no a Cristo. Y precisamente Pedro se decía que, si muriera Cristo, él sería privado de la gloria a la cual su carne se aferraba tanto; porque quería la gloria sin el sufrimiento. Solo uno podía estar en la gloria sin sufrir: Jesús; pero habría permanecido solo en ella. En su amor infinito, quiso morir por nosotros, a fin de que tuviésemos una parte con él.

“Tomar su cruz” es realizar la muerte mientras uno está en la tierra. Cuando un condenado a la crucifixión iba al suplicio, se le hacía llevar su cruz, y al verlo se podía decir: «He aquí un hombre que ha dejado de existir». Ya no pensaba en gozar de las cosas de la tierra. Había terminado con ellas. ¡Cuán deseable es que los que observan nuestra conducta puedan decir de nosotros: «He aquí personas que han terminado con el mundo, que no viven más para ellos mismos!». De esta manera manifestaremos que somos del cielo, discípulos de Aquel que sufrió y murió por nosotros.

¡Pongamos en práctica las enseñanzas de Jesús, y renunciemos a una vida que tiene por centro al «yo» y por objeto el mundo! Quienes así se comportan gozan ya actualmente de las cosas eternas, mientras que los que quieren salvar su vida, satisfaciendo las concupiscencias de esta, la perderán por la eternidad. Jesús pregunta: “¿Qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? ¿O qué recompensa dará el hombre por su alma?” (v. 26). Solemnes palabras, que no necesitan comentario. Es una cuestión que Dios pone ante cada persona que busca todavía las ventajas de este mundo y a la cual espera la respuesta. Quiera Dios penetrar de nuevo con sus palabras el corazón del que ama al mundo o las cosas que están en él y que, ocupado con la vida presente, descuide lo que se relaciona con su alma para la eternidad. Cada uno comienza la eternidad al entrar en este mundo. El tiempo presente es una fase muy corta, pasa como una sombra; pero mientras dure, cada uno decide de qué lado se hallará definitivamente una vez transcurrida esta vida presente.

Sin embargo, no siempre tendremos que seguir a un Cristo humillado y rechazado. Como Hijo del Hombre regresará en la gloria de su Padre –la gloria del Hijo de Dios– y con sus ángeles en la gloria de su reino, y entonces, según la conducta de cada uno durante su ausencia, él lo retribuirá. Aquellos que lo siguieron, negándose a sí mismos y al mundo, serán introducidos en la gloria para siempre, y volverán con él para reinar. Los que prefirieron el mundo y sus codicias tendrán su parte eterna lejos de la felicidad y de su gloria; pero, en aquel mismo día los que siguieron al Señor encontrarán las consecuencias de su fidelidad (v. 27).

A fin de fortalecer la fe de sus discípulos, quienes acababan de oír que su parte en la vida presente sería el renunciamiento y la muerte, Jesús añadió: “Hay algunos de los que están aquí, que no gustarán la muerte, hasta que hayan visto al Hijo del Hombre viniendo en su reino” (v. 28).