Mateo

Mateo 12

Capítulo 12

Señor del día de reposo

En el capítulo 11 Jesús da pleno testimonio del rechazamiento del que es objeto, y lo siente dolorosamente en su corazón. Aquí, este rechazamiento se acentúa y, además, las consecuencias para el pueblo judío son manifiestas: el repudio del pueblo y su juicio.

Un sábado (día de reposo), Jesús iba por los sembrados con sus discípulos y ellos, teniendo hambre, comenzaron a comer trigo. La ley de Moisés permitía hacer esto al pasar por el campo de su prójimo, con tal que uno se limitase a arrancar las espigas, sin cortarlas con la hoz (Deuteronomio 23:25). Pero era sábado, y los fariseos reprocharon al Señor la actitud de los discípulos, pues estos hacían algo que era prohibido hacer aquel día. Jesús les recordó que David, cuando huía de Saúl (1 Samuel 21), comió los panes de la proposición que solo tenían derecho a comer los sacerdotes. David, como Jesús, era el rey rechazado. ¿Para qué, pues, servía observar las ordenanzas, si se desconocía al rey? El Señor citó otro hecho: no se culpaba a los sacerdotes que oficiaban, el día sábado, en el templo, casa de Dios en la tierra. A lo cual añadió: “Pues os digo que uno mayor que el templo está aquí” (v. 6). Era Dios mismo en medio de su pueblo, no en el templo, sino en la persona de su Hijo, este Hijo a quien nadie conoce sino el Padre. “Y si supieseis qué significa: Misericordia quiero, y no sacrificio, no condenaríais a los inocentes” (v. 7). Si los fariseos hubieran comprendido que Dios visitaba a su pueblo en pura misericordia, habrían obrado según este espíritu y no hubieran condenado a los discípulos que, considerada la circunstancia, no eran culpables.

Después Jesús añadió: “Porque el Hijo del Hombre es Señor del día de reposo” (v. 8). Al ser rechazado como Mesías, todo el sistema legal era puesto de lado, por lo cual el Señor tomó el título de Hijo del Hombre, cuyos derechos se levantaban por encima de todo, de modo que podía disponer del sábado en lugar de someterse a él. Pero los fariseos querían guardar el sábado, como también todos los privilegios exteriores que pertenecían al pueblo judío, mientras rechazaban al Mesías, al mismo Dios que les había dado la ley.

El sábado recordaba la alianza de Dios con su pueblo (Éxodo 31:16-17; Ezequiel 20:12). Con ese día Dios mostraba a Israel su intención de hacerlo participar de su reposo. Pero, con el principio legal, no se puede hallar reposo de ninguna clase, porque la ley demostró la incapacidad del hombre para hacer el bien y su pérdida irreparable. Ahora bien, Israel no solo había violado la ley desde el mismo momento que le fue dada, sino que, además, rechazaba a su Salvador y a su Rey. Desde entonces perdía todo derecho a la bendición sobre la base de la ley. Era, pues, inútil conservar ordenanzas legales, bajo las cuales el hombre perecía. Dios deseaba obrar en gracia para con Israel, como también para con todos los hombres. Él no puede descansar viendo que su criatura permanece bajo las consecuencias del pecado. El Señor no quería dejar creer a este pobre pueblo que podía continuar cumpliendo con el día sábado, mientras lo rechazaba a él mismo, a su Salvador. Él estaba presente para trabajar en gracia. “Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo”, dijo él en una circunstancia semejante (Juan 5:17). Por esa razón nos invita a ir a él (cap. 11:28), para obtener el descanso que la ley jamás pudo dar.

La curación de un hombre que tenía la mano seca

El hecho siguiente demuestra que el sistema legal, bajo el cual los judíos querían permanecer, no convenía al estado miserable en que el hombre había caído.

En la sinagoga había un hombre que tenía una mano seca; entonces los judíos preguntaron a Jesús, para poder acusarlo, si estaba permitido sanar el día sábado. Y el Señor les dijo: “¿Qué hombre habrá de vosotros, que tenga una oveja, y si esta cayere en un hoyo en día de reposo, no le eche mano, y la levante? Pues, ¿cuánto más vale un hombre que una oveja? Por consiguiente, es lícito hacer el bien en los días de reposo. Entonces dijo a aquel hombre: Extiende tu mano. Y él la extendió, y le fue restaurada sana como la otra”. Pues si los judíos no respetaban el día de reposo para salvar a una oveja, ¡cuánto más Dios trabajaría en gracia todos los días para liberar a los hombres caídos bajo las terribles consecuencias del pecado!

El siervo perfecto

La curación de este hombre, y más aún las palabras de verdad que acababan de oír, exasperaron a los fariseos hasta tal punto que se pusieron de acuerdo para matar a Jesús. Pero, sabiéndolo él, se apartó de allí seguido por mucha gente, y sanaba a todos los enfermos. El odio implacable de los judíos hacia el Señor no le impedía responder a las numerosas necesidades de la muchedumbre, que lo rodeaba a pesar de la animosidad de sus jefes. El amor del Señor buscaba satisfacerse haciendo el bien y liberando a los que el diablo había esclavizado (Hechos 10:38). Cumplía la voluntad de su Padre y no quería atraer sobre sí la curiosidad de los hombres, ni sus alabanzas. Por eso les prohibió expresamente publicar su nombre, a fin de que se cumpliera esta palabra de Isaías 42:1-4: “He aquí mi siervo, yo le sostendré; mi escogido, en quien mi alma tiene contentamiento; he puesto sobre él mi Espíritu; él traerá justicia a las naciones. No gritará, ni alzará su voz, ni la hará oír en las calles. No quebrará la caña cascada, ni apagará el pabilo que humeare; por medio de la verdad traerá justicia. No se cansará ni desmayará, hasta que establezca en la tierra justicia; y las costas esperarán su ley”. ¡Qué contraste entre la apreciación de Dios y la de los hombres en cuanto a su Hijo! La Palabra nos dice que el Señor estaba con Dios, desde antes de la fundación del mundo, siendo su delicia de día en día, sintiendo gozo ante Él en todo tiempo (Proverbios 8:30). Cuando Dios tuvo necesidad de un siervo para cumplir su gran obra en la tierra, eligió a su Muy Amado Hijo. Comprendemos, pues, la satisfacción que Dios sintió al verlo en la tierra. Por eso dijo: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 3:17; 17:5). Pero, ¡desgraciadamente!, nada resalta más el abismo moral que hay entre Dios y el hombre que la apreciación del uno y del otro en cuanto a la persona del Señor, como lo veremos a continuación. ¿Qué puede esperar Dios de un ser que odia tan profundamente a la persona de sus delicias eternas? ¿Cómo puede tal hombre ser agradable a Dios? Pablo dice: “Los que viven según la carne no pueden agradar a Dios” (Romanos 8:8). Pero del Señor Jesús, Dios puede decir: “Pondré mi Espíritu sobre él, y a los gentiles anunciará juicio” (v. 18). Nadie, excepto Jesús, a causa de su propia perfección, podía recibir el Espíritu de Dios. Fue sellado con el espíritu desde su entrada pública en este mundo, mientras que el creyente solo puede recibir al Espíritu Santo una vez purificado de sus pecados por la fe en la sangre de Cristo (véase cap. 3).

No contenderá, ni voceará, ni nadie oirá en las calles su voz (v. 19).

Estas palabras indican muy bien el carácter de gracia de este Hombre manso y humilde de corazón, obrando con el poder del Espíritu para cumplir su obra de amor, sin llamar la atención, pasando siempre a segundo plano con una perfecta abnegación de sí mismo, contrariamente a los hombres que hacen mucho ruido por nada. Se ha dicho: «El bien no hace ruido, y el ruido no hace el bien». Vino para cumplir la voluntad de su Padre y siempre obraba para él. Buscaba solamente su aprobación, nunca la de los hombres, ni siquiera la de los discípulos.

Tomemos como modelo a este Siervo perfecto. Dejémonos convencer de los principios que lo hacían obrar, a fin de que nuestra vida y nuestro servicio se realicen con la intención de agradar solo a Dios. Porque si le agradamos en lo que hacemos, siempre cumpliremos con el bien, y seguramente seremos agradables y útiles para otros. Llegará el día en que el trabajo de cada uno será manifestado según la apreciación del Maestro, y cada uno recibirá su alabanza (1 Corintios 4:5).

Otro rasgo de la gracia y de la bondad que caracterizaba a Jesús se indica con estas palabras: “La caña cascada no quebrará, y el pabilo que humea no apagará, hasta que saque a victoria el juicio. Y en su nombre esperarán los gentiles”. La caña cascada representa el estado de debilidad del pueblo judío, aplastado bajo la dominación del imperio romano, aunque sacado de la idolatría para ser la luz de Dios en medio de las naciones. Sin embargo, aun cuando muchas veces parece que hubiera sido justo terminar con tal pueblo, el Señor toma en cuenta lo poco que halla, hasta el momento en que el juicio introduzca su reinado; entonces las naciones esperarán en su nombre.

Este Salvador manso y lleno de gracia obra de la misma forma con cada uno de nosotros.

La blasfemia contra el Espíritu Santo

Un hombre endemoniado, ciego y mudo fue traído al Señor, y él lo sanó. Al ver un milagro tan maravilloso, las multitudes decían con admiración: “¿Será este aquel Hijo de David?”. Al oírlo, los fariseos, que temían los efectos de la potestad de Dios, y sin poder negar el milagro, lo atribuyeron al príncipe de los demonios. Su odio contra Jesús los cegaba de tal manera que no se daban cuenta de lo absurdo de su acusación. El Señor se los mostró así: “Todo reino dividido contra sí mismo, es asolado… Si Satanás echa fuera a Satanás, contra sí mismo está dividido; ¿cómo, pues, permanecerá su reino?” (v. 25-26). El Señor echaba fuera a los demonios por la potestad del Espíritu Santo. Para servirse de ella contra Satanás, tuvo que atar al hombre fuerte durante la tentación en el desierto (cap. 4:1-11). Y en virtud de esa victoria, podía saquear los bienes (v. 29) de aquel, es decir, liberar a los que Satanás había esclavizado. La ostentación de esa potestad sobre los demonios mostraba que el reino había llegado hasta estos judíos miserables. Por el ejercicio del mismo poder se establecerá más tarde el reino, cuando se produzca la aparición del Hijo del Hombre.

La acusación de echar fuera a los demonios por Beelzebú constituía un pecado de una gravedad excepcional, porque era nada menos que atribuir a Satanás el poder por el cual el Señor obraba. Por lo tanto, el Señor dijo: “Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres; mas la blasfemia contra el Espíritu no les será perdonada. A cualquiera que dijere alguna palabra contra el Hijo del Hombre, le será perdonado; pero al que hable contra el Espíritu Santo, no le será perdonado, ni en este siglo ni en el venidero” (v. 31-32). También dijo el Señor, hablando de sus verdugos: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34). ¡Qué gracia más insondable revelan esas palabras! Pero tratar el poder del Espíritu Santo como poder del diablo, no será perdonado a los que se hicieran culpables de ello, ni en este siglo (o período) –el de la ley, en el que los judíos se hallaban entonces–, ni en el siglo venidero, en el cual el Señor establecerá su reino con Su poder. Pues, ¿cómo podrían hombres, que atribuyeran a Satanás el poder por el cual el reino sería establecido, tener la vida y entrar en él? El tiempo actual es el tiempo de la gracia, y se encuentra entre los dos períodos ya mencionados. Hay personas en nuestros días que son turbadas por el enemigo, quien les hace creer que ellas cometieron el pecado o la blasfemia contra el Espíritu Santo y que, por consiguiente, no pueden ser salvas. Solo pueden cometerlo los que se hallaban en el tiempo en el cual Jesús ejercía su poder o en el tiempo aún venidero de su reino. Hoy,

Todo aquel que cree en el Hijo tiene vida eterna
(Juan 3:36).

El buen tesoro y el mal tesoro

Las palabras de esos hombres manifestaban lo que ellos mismos eran: malos, con un corazón del cual no podían salir buenas cosas; porque de la abundancia del corazón habla la boca y el árbol es conocido por su fruto. Como por la boca se manifiesta el estado del corazón, será necesario dar cuenta a Dios, en el día del juicio, de todas las palabras ociosas que se hayan dicho. Pues “por tus palabras serás justificado, y por tus palabras serás condenado”. Del mismo modo está escrito:

Con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación
(Romanos 10:10),

porque ¿cómo saber si una persona es salva si no lo confiesa?

El Señor dice en el versículo 35: “El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca buenas cosas; y el hombre malo, del mal tesoro saca malas cosas”. ¿Cómo puede venir algo bueno del hombre? Pues está escrito: “Ninguno hay bueno, sino solo Dios” (Lucas 18:19). Para que algo bueno pueda salir del hombre, primero es necesario que Dios haya puesto lo bueno en él. Él lo hace a través del nuevo nacimiento, la regeneración: “Nos hizo nacer por la palabra de verdad” (Santiago 1:18). Pero, haber nacido de nuevo no es todo. Hay que escuchar la Palabra, alimentarse de ella, leerla. Es la exhortación que hace Santiago en el versículo siguiente: “Todo hombre sea pronto para oír, tardo para hablar, tardo para airarse”. ¡Que nuestros pensamientos sean formados por la Palabra de Dios, a fin de que produzcamos buenas cosas de este buen tesoro! Recordemos que nada bueno puede salir de nuestro corazón, sino lo que Dios pone en él por su Palabra. Por eso hallamos constantemente, en los discursos de la Sabiduría, estas exhortaciones: “Oye”; “Oíd”, “¡No te olvides de mis instrucciones!”; “Está atento a mis palabras”, etc. (Proverbios 1-9). Al autor de estos proverbios, cuando todavía era joven, Dios dijo: “Pide lo que quieras que yo te dé”; y él, en vez de desear riquezas materiales, respondió: “Da, pues, a tu siervo corazón entendido” (o que escucha) (1 Reyes 3:5, 9). Que esta sea también la oración del lector, a fin de que Dios pueda decirle: “He aquí lo he hecho conforme a tus palabras” (v. 12). Porque: “Bienaventurado el hombre que me escucha, velando a mis puertas cada día, aguardando a los postes de mis puertas. Porque el que me halle, hallará la vida, y alcanzará el favor de Jehová. Mas el que peca contra mí, defrauda su alma; todos los que me aborrecen aman la muerte” (Proverbios 8:34-36).

La señal de Jonás

Hay pocas porciones del evangelio que muestren, como lo hace este capítulo, la maldad y la ceguera de los hombres religiosos que rodeaban al Señor. Después de ver las curaciones maravillosas que Jesús acababa de hacer y de oír a las multitudes impresionadas por las señales evidentes de la presencia del Mesías en medio de ellas decir: “¿Será este aquel Hijo de David?” (v. 23), los escribas y los fariseos se atrevieron a venir a Jesús con esta petición: “Maestro, deseamos ver de ti señal”. El Señor, sabiendo cuáles eran sus intenciones, les respondió: “La generación mala y adúltera demanda señal; pero señal no le será dada, sino la señal del profeta Jonás. Porque como estuvo Jonás en el vientre del gran pez tres días y tres noches, así estará el Hijo del Hombre en el corazón de la tierra tres días y tres noches”1 . Esta señal es la muerte y la resurrección de Jesús. Aunque había cumplido todas las obras por las cuales ellos pudieran reconocerlo como el Mesías prometido, no querían nada de él. Así, puesto que cualquier otra señal era inútil, la única que les presentaría sería la de Jonás, es decir, Su muerte, resultado del odio que tenían contra él. Pero esta señal también abarcaba su resurrección, ya que Jesús estaría solamente tres días y tres noches en el sepulcro.

Esta señal al mismo tiempo los condenaba. Ellos se mostraban muy inferiores a los paganos de Nínive –quienes se habían arrepentido a través de la predicación de Jonás–, a pesar de que con ellos estaba uno más grande que Jonás. Por eso, en el día del juicio, el desprecio a Jesús, el predicador divino, agravará mucho su condenación, y la reina del Sur se levantará en juicio contra ellos, porque la sabiduría de Salomón la atrajo de los confines de la tierra, mientras que esta generación nada quiso de la Sabiduría misma que estuvo en medio de ella, esta Sabiduría que habla en Proverbios, capítulo 8.

  • 1N. del Ed.: En la manera de contar judía, cualquier parte del día cuenta como un período completo. Así el Señor fue sepultado el viernes (primer día), reposó todo el sábado (segundo día), y resucitó en la madrugada del domingo (tercer día).

La condición de Israel incrédulo

Jesús hace un retrato del terrible estado de esta generación en los últimos días, como consecuencia de su incredulidad. “Cuando el espíritu inmundo sale del hombre, anda por lugares secos, buscando reposo, y no lo halla. Entonces dice: Volveré a mi casa de donde salí; y cuando llega, la halla desocupada, barrida y adornada. Entonces va, y toma consigo otros siete espíritus peores que él, y entrados, moran allí; y el postrer estado de aquel hombre viene a ser peor que el primero. Así también acontecerá a esta mala generación”.

El Señor toma, como figura del estado de Israel en los últimos días, lo que podía pasar, según parece, a un hombre de quien había salido un demonio. Solo Dios sabe todo lo que pasa en este dominio invisible, donde se mueven los malos espíritus. Este demonio, una vez salido del hombre, representa la idolatría a la cual se entregó el pueblo de Israel antiguamente, y que fue causa de su deportación a Babilonia, pues la idolatría no es otra cosa que la adoración a los demonios (véase 1 Corintios 10:19-20). De regreso de la cautividad, el pueblo no volvió a caer en la idolatría. El templo fue reedificado, el culto levítico restablecido. Exteriormente, todo parecía estar en orden. Jesús vino en medio de esta situación para ser recibido en su casa. “A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron” (Juan 1:11). Si el demonio de la idolatría fue echado fuera, era para que el pueblo recibiera a su Rey. Pero, como le rehusaba, la casa permanecía desocupada, no solo barrida de la idolatría y adornada con las formas del culto al verdadero Dios, sino también desocupada por Aquel que traía a su amado pueblo las bendiciones prometidas. El pueblo lo rechazó, diciendo: “No queremos que este reine sobre nosotros” (Lucas 19:14). Entonces, el demonio de la idolatría estando a gusto en Israel, vuelve, y como encuentra la casa desocupada y muy bien preparada para recibirlo, toma consigo a otros siete espíritus peores que él y entra a morar allí.

De regreso a su país, lo que ya acontece parcialmente ahora, el pueblo judío se halla en el mismo estado de incredulidad que cuando Jesús estaba en la tierra. Según las profecías, el templo será reconstruido y el servicio levítico restablecido. Todo seguirá, durante algún tiempo, bajo las formas del culto judío. Pero, ¿quién vendrá a ocupar pronto este templo? ¿El Señor? No, pues, rechazado antiguamente, siéndolo hoy todavía, está en los cielos. La respuesta la hallamos en 2 Tesalonicenses 2:4: vendrá el Anticristo, el hombre de pecado, aquel de quien el Señor dice a los judíos: “Yo he venido en nombre de mi Padre, y no me recibís; si otro viniere en su propio nombre, a ese recibiréis” (Juan 5:43). Tal es la idolatría del fin, siete veces peor que la que ocasionó la deportación de Israel a Babilonia. Ella tendrá como consecuencia el juicio radical, ejercido por el terrible asirio de la profecía, mientras que el residuo creyente recibirá a Cristo para su liberación y constituirá el nuevo Israel que disfrutará del reino milenario del verdadero Hijo de David.

La madre y los hermanos del Señor

Cierto día, mientras Jesús hablaba a las multitudes, vinieron a decirle que su madre y sus hermanos querían hablarle. Pero él respondió: “¿Quién es mi madre, y quiénes son mis hermanos? Y extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. Porque todo aquel que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano, y hermana, y madre”. El estado moral de Israel, representado por la madre y los hermanos de Jesús, no le permitía tener relación con el Señor. Jesús pronunció, pues, la ruptura de sus vínculos con ese pueblo, pero reconoció nuevas relaciones con aquellos que recibirían su palabra y harían la voluntad de su Padre. Sabemos que su madre formaba parte de ellos y que, más tarde, sus hermanos también gozaron de las mismas relaciones con él, aunque durante algún tiempo ellos no creyeron en él. En adelante todo estuvo terminado con Israel según la carne, como pueblo de Dios. Por su incredulidad, se excluyó a sí mismo de las bendiciones que le fueron traídas con tanta gracia y amor. Pero Dios tiene sus propios recursos y obrará por su Palabra para formarse un pueblo celestial, como lo veremos en el capítulo siguiente.