Capítulo 11
Los discípulos de Juan en presencia de Jesús
Después de enviar a sus discípulos a la mies, el Señor salió para enseñar y predicar en las ciudades. ¡Contemplar a tal persona, al Hijo de Dios, qué hecho maravilloso para la fe! Se le podía encontrar por doquier, cumpliendo las obras de gracia de parte de Dios, su Padre, en medio de esta humanidad perdida. ¡Qué humildad, qué devoción, qué amor! Dejó la gloria para venir a esta tierra. Se despojó a sí mismo de su divinidad, tomando forma de siervo, y como hombre obediente, se humilló a sí mismo hasta la muerte de cruz, a fin de salvar a pecadores tales como usted y yo.
Esta humillación, necesaria a causa del miserable estado del hombre, no ofrecía ninguna armonía con los pensamientos judíos en cuanto a un Mesías glorioso. Ya su precursor, Juan el Bautista, fue echado en la cárcel. Era una prueba cruel para él el último de los profetas, porque conocía la grandeza del Mesías. Había dicho de él:
Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe
(Juan 3:30)
, y se declaraba indigno de desatar la correa de su calzado (Juan 1:27). Mientras sufría la maldad de Herodes, el rey impío y usurpador del trono, Juan oyó hablar de las obras de Cristo, sin ser socorrido por Aquel a quien pertenecía, en realidad, el trono de David.
En un momento de desfallecimiento, muy comprensible para nuestros débiles corazones, pero no para la fe, Juan envió a sus discípulos para preguntar a Jesús: “¿Eres tú aquel que había de venir, o esperaremos a otro?”. Jesús les respondió: “Id, y haced saber a Juan las cosas que oís y veis. Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio; y bienaventurado es el que no halle tropiezo en mí”. Con esta respuesta, el Señor se dirigía a la conciencia de Juan y le hacía comprender que él era el Mesías anunciado y descrito por Isaías. Sin embargo, era desconocido e iba a ser rechazado, como ya lo era su precursor. Además, el reino era anunciado, pero todavía no estaba establecido. Al hablar Isaías del tiempo en que el Mesías estaría en la tierra, anunció el cumplimiento de los hechos que presenciaron los discípulos de Juan y que relataron a su maestro: “Entonces los ojos de los ciegos serán abiertos, y los oídos de los sordos se abrirán. Entonces el cojo saltará como un ciervo, y cantará la lengua del mudo” (Isaías 35:5-6; léase también cap. 29:18-19). Eso debía ser suficiente para la fe de Juan. Era la gracia, unida a la potestad, obrando en medio de todas las consecuencias del pecado, pero aún sin el poder que quitaría a los malvados de la tierra. Se puede notar que a pesar de su escepticismo momentáneo, Juan confiaba en Jesús en cuanto a la respuesta a su pregunta: “¿Eres tú aquel que había de venir, o esperaremos a otro?”. Asegurado de que Jesús era el Mesías, debió serle doloroso oír estas palabras: “Bienaventurado es el que no halle tropiezo en mí”.
¡Que el Señor nos ayude a no perder la confianza en él, aun cuando nuestras circunstancias no parezcan estar de acuerdo con su amor!
Jesús da testimonio de Juan
Cuando los discípulos de Juan se marcharon, Jesús se dirigió también a la conciencia de la multitud y dio testimonio de su amado siervo. A pesar de todo, Jesús quería que las multitudes supieran quién era Juan, con el fin de hacerles comprender, al mismo tiempo, el carácter solemne del tiempo en el cual se encontraban, porque la bendición dependía, para ellas, de la aceptación o del rechazamiento de Cristo y de su precursor. Desgraciadamente y como se ve a continuación, ya habían elegido e iban a permanecer bajo las consecuencias de su incredulidad.
A pesar de la apariencia con la cual se había visto a Juan en el desierto, Jesús aseguró su carácter de profeta y aún más que profeta. Era aquel de quien está escrito: “He aquí, yo envío mi mensajero delante de tu faz, el cual preparará tu camino delante de ti” (v. 10; véase también Malaquías 3:1). Ningún profeta, dijo el Señor, fue mayor que Juan. Porque de todos los profetas que anunciaron la venida de Cristo, él fue el único que tuvo el gran privilegio de verlo. Juan conoció el gozo de este privilegio, pues dijo: “El amigo del esposo, que está a su lado y le oye, se goza grandemente de la voz del esposo; así pues, este mi gozo está cumplido” (Juan 3:29). Pero Jesús añadió que el más pequeño en el reino de los cielos sería mayor que Juan. Es decir que, cuando el reino se establezca, los que forman parte de él tendrán un privilegio más grande que quienes lo anunciaron. Eso es particularmente cierto para los que creen hoy. En efecto, cuando el reino se establezca en gloria, reinaremos con Cristo, ya que sufrimos con él durante el tiempo de su rechazamiento, porque reconocemos sus derechos como Rey, mientras que el mundo los desconoce y desprecia al Señor.
Jesús dijo: “Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el reino de los cielos sufre violencia, y los violentos lo arrebatan” (v. 12). Hasta el advenimiento de Juan, bajo el régimen de la ley y los profetas, todo Israel era el pueblo de Dios. Pero después, como consecuencia de su estado de impiedad, Juan anunció el establecimiento del reino y afirmó que el arrepentimiento era imprescindible para entrar en él. Los judíos pretenciosos argüían: “A Abraham tenemos por padre”; rechazaban absolutamente un reino que exigía el arrepentimiento para poder entrar en él, y condujeron al pueblo a repudiar al Rey. Por eso los judíos que aceptaban la palabra de Juan y de Jesús debían soportar la oposición de la mayoría y luchar, como lo decía Jesús en el sermón del monte: “Esforzaos a entrar por la puerta estrecha” (Lucas 13:24).
Hoy nos hallamos en una situación idéntica a la de entonces, porque estamos en medio de un mundo que ha rechazado a Cristo. ¡Resistámosle, pues, para entrar por la puerta estrecha que lleva a la vida!
Se confirmó a los judíos que Juan el Bautista era verdaderamente Elías, que debía venir antes del establecimiento del reino y de los juicios que lo precederían (v. 14), para preparar el camino de Cristo en los corazones. Así lo hizo este siervo de Dios, como lo dijo el Señor en el versículo 10, citando el pasaje de Malaquías (véase también Lucas 1:17). Todos los que no aprovecharon su ministerio participaron de lo que aconteció al pueblo incrédulo. En los tiempos venideros, antes de la venida de Cristo en gloria, un Elías será enviado nuevamente, según esta palabra: “He aquí, yo os envío el profeta Elías, antes que venga el día de Jehová, grande y terrible” (Malaquías 4:5), y del mismo modo, todos los que no lo reciban serán alcanzados por los juicios.
El Señor pronunció estas palabras, tan solemnes hoy como en aquellos tiempos: “El que tiene oídos para oír, oiga” (v. 15). Pues,
La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios
(Romanos 10:17).
Israel se hallaba sin excusas; Dios había empleado todos los medios necesarios para que pudieran disfrutar de las bendiciones prometidas por la presencia del Mesías, pero ellos los rechazaron. Semejantes a los niños sentados en la plaza del mercado, que nunca están de acuerdo con las proposiciones de sus camaradas: “Os tocamos flauta y no bailasteis” (v. 17). Cuando Juan el Bautista apareció, austero como un profeta, separado de los pecadores a quienes invitaba al arrepentimiento, ellos dijeron: “Demonio tiene”. El Hijo del Hombre vino en gracia buscando a los pecadores, no temiendo ponerse en contacto con los hombres más viles, porque venía a buscar y a salvar lo que se había perdido, pero ellos dijeron: “He aquí un hombre comilón, y bebedor de vino, amigo de publicanos y de pecadores” (v. 18-19).
En medio de esta situación, el Señor llama hijos de la sabiduría a los que creen, porque escuchan la voz de la sabiduría, la voz de Dios que advierte a los sencillos a que acepten la Palabra (léase Proverbios 8 y 9:1-6). La sabiduría los halló y ella fue justificada por ellos, esta sabiduría de Dios, que es locura para los sabios y para los entendidos de este mundo. Pero, ¡qué gloriosos y eternos resultados para los que la hallan (Proverbios 8:35); qué contraste con los que la rechazan! (v. 36). ¿No quiere usted ser hijo de la sabiduría?
Reproches de Jesús
¡Cuánto debía sufrir el Señor al ver la ceguera y la incredulidad de los que lo rechazaban, siendo ellos mismos testigos y objetos de su gracia maravillosa! Por lo tanto, dolido a causa de las consecuencias que ello acarrearía para las ciudades más favorecidas, les dirigió reproches y profetizó la desgracia que las alcanzaría el día del juicio.
Las ciudades orgullosas y paganas, Tiro y Sidón, se habrían arrepentido si hubieran disfrutado de los mismos privilegios que las ciudades de Galilea; y Sodoma aún existiría. Por eso el día del juicio sufrirán un castigo menos severo que aquellas en las que el Señor hizo la mayoría de sus milagros. Porque las penas eternas serán proporcionales no solamente a los pecados cometidos, sino también a los privilegios poseídos; pues todo debe cumplirse según la justicia perfecta de Dios. ¡Cuán adecuada es esta solemne verdad para hacer reflexionar a todos los que han oído la Palabra, pero que todavía no la han recibido por la fe en sus corazones! Pues si la responsabilidad de las ciudades de Palestina será grande el día del juicio, ¿cómo será la de los países cristianizados, y muy particularmente la de todos aquellos que desde la infancia recibieron las enseñanzas del Evangelio, sin apropiárselas? De todos los desdichados que pasarán la eternidad en las tinieblas de afuera, ninguno sufrirá mayores tormentos que aquel que recuerde los llamados hechos por sus parientes, amigos, siervos del Señor, y de tantas otras maneras, sin responder a ellos.
¡Qué suplicio tener que acusarse eternamente por estar lejos de Dios por su propia culpa, por haber despreciado el amor y la gracia del Señor durante su larga paciencia, prefiriendo las vanidades engañadoras del presente siglo a las cosas de arriba!
La revelación del Padre
“En aquel tiempo, respondiendo Jesús, dijo: Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y de los entendidos, y las revelaste a los niños. Sí, Padre, porque así te agradó”. La expresión “aquel tiempo” se refiere al período en el cual Jesús atestiguaba con dolor su rechazamiento. El que tanto deseaba que su pueblo lo recibiera tuvo que decirles: “¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste!” (Mateo 23:37). Nada es más doloroso para el corazón que un amor no comprendido, desconocido y rechazado. Pero el Señor, en su perfecta sumisión, confiaba en el juicio de su Padre como Señor del cielo y de la tierra; dirigió sus pensamientos a las benditas consecuencias que tendría, para otros, su rechazamiento por el pobre pueblo que se dejaba conducir ciegamente por sus jefes, los sabios y los entendidos. Los que se beneficiarán serán los niños y los creyentes, dondequiera que se hallen. Todos pueden participar de ellas, con la condición de tomar el lugar de los niños, es decir, si creen con sencillez. Si fuese necesario hacerse sabio e inteligente según el hombre, muchos no podrían ser salvos. Un pequeño que cree lo que Dios dice, que recibe a Jesús como su Salvador, recibe también la revelación de los pensamientos de Dios, los cuales los razonadores de este siglo no comprenden. Tales pensamientos les están escondidos. Para que les sean revelados, es necesario que reciban a Jesús como su Salvador, con la simplicidad de la fe infantil.
La gloria de la persona de Jesús aparece aquí en medio de su rechazo y en su humillación (v. 27). Aunque siendo el hombre constantemente sometido y obediente, Jesús siempre tenía conciencia de su gloria. Esto hace resaltar la belleza de su humildad. “Todas las cosas me fueron entregadas por mi Padre”, dijo. Si un momento antes, en su humilde dependencia, llamó a su Padre “el Señor del cielo y de la tierra”, él sabía que el Padre había puesto todas las cosas en sus manos. “Dios… le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra, y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Filipenses 2:9-11). La gloria de su persona es tan grande, tan insondable en la unión de su perfecta humanidad y de su absoluta deidad, que solo el Padre lo conoce. Nadie podía, hallándose en presencia del Hijo de Dios en la tierra, conocer la gloria de su persona. Pero, si solo el Padre lo conocía, hasta entonces tampoco nadie conocía al Padre. Ni la ley, ni los profetas lo habían revelado. ¿Quién, pues, podía revelarlo, sino Aquel a quien nadie conocía, que estaba en la tierra, “el Unigénito Hijo, que está en el seno del Padre” y que, no obstante, caminaba en medio de los hombres como uno de ellos? Precisamente, el Señor vino en su inescrutable humanidad, trayendo la revelación de Dios en gracia, para revelar a Dios en su carácter de Padre a pobres pecadores que no habrían podido ver a Dios y vivir; de modo que él pudo decir:
Nadie conoce al Hijo, sino el Padre, ni al Padre conoce alguno, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar (v. 27).
Ya que su pueblo lo desconocía y lo rechazaba como Mesías, él iba a continuar su obra de gracia revelando la plenitud del amor de Dios Padre a quien él quisiera. El amor es soberano.
El llamamiento al Salvador
Alguien puede preguntar: «El Hijo, ¿a quién querrá revelar al Padre?». Jesús responde: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (v. 28). Este precioso Salvador veía no solo en medio de su pueblo culpable, sino en el mundo entero, almas trabajadas y cargadas. Él sabe que el pecador se cansa inútilmente procurando liberarse por sí mismo. ¡Qué no se haría para ser liberado del fardo del pecado que pesa sobre la conciencia! No obstante, todo es en vano; su estado solo empeora. El único que puede dar descanso a un alma así atormentada es el Hijo de Dios.
Una señora católica estaba muriéndose. El peso de sus pecados agobiaba su corazón. Se hizo venir al sacerdote, quien le administró los sacramentos; pero ellos no proporcionaron ningún alivio a su conciencia, a pesar de que el sacerdote le aseguraba el valor de los mismos. La angustia se hacía más terrible a medida que el fin se aproximaba. En fin, al no saber qué hacer, el sacerdote dijo a la pobre mujer: «Mire a Jesús muerto en la cruz». Sin embargo, no se daba cuenta de que dirigía las miradas de ella a la única fuente de paz y de descanso. La paz llenó el corazón de la moribunda, pero el sacerdote no supo por qué. Solo más tarde, cuando experimentó en sí mismo el valor de la cruz, comprendió lo que pasó en el corazón de esa mujer.
Estas inefables palabras resuenan todavía en la actualidad:
Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar.
Sabemos que si el Salvador puede descargar al pecador del peso de sus pecados, es porque los cargó sobre sí mismo en la cruz, bajo el juicio de Dios, quien los destruyó y los quitó para siempre de delante de Él y de encima del culpable que cree en el valor de este sacrificio. Después de cumplir una obra tan perfecta, nuestro muy amado Salvador ascendió a la gloria, y desde allí invita, por su Palabra, a cualquiera que esté trabajado y cargado a venir a él para disfrutar del descanso.
El Señor también habla de otro descanso que se halla al llevar Su yugo sobre uno mismo. Después de recibir el perdón de sus pecados, el creyente debe atravesar este mundo donde encuentra muchas penas y toda clase de pruebas. Con ellas, la propia voluntad experimenta contrariedades, el alma está agitada, porque no se pueden cambiar las circunstancias. El Señor enseña entonces el medio para poder caminar hacia adelante, aun pasando por las más grandes pruebas, pero disfrutando, a la vez, de aquel descanso. Él puede enseñarlo, porque fue manso (v. 29) y humilde de corazón, porque fue el primero en pasar por un camino de sufrimientos en la obediencia. Al entrar en este mundo, dijo: “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad”. En su camino, siempre lo aceptó todo de la mano de su Padre, hasta la terrible copa en Getsemaní. Lo oímos decir: “Sí, Padre, porque así te agradó” (v. 26). Quiere enseñarnos a hablar como él mismo habló, en todas las circunstancias que contrarían nuestra voluntad y agobian nuestro corazón. Quiere que aprendamos a atravesarlas con él y digamos: “Sí, Padre, porque así te agradó”. Él dice: “Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga” (v. 29-30). Su yugo es la sumisión a la voluntad de su Padre. Para el corazón renovado, este yugo es fácil y el peso ligero; es el suyo. Él lo lleva con nosotros, y así disfrutamos de su comunión en medio de las pruebas. Allí aprendemos a conocerlo mejor que en la prosperidad material, y podemos disfrutar sin cesar de este descanso en comunión con él, por penosas que sean nuestras circunstancias.
¡Qué perfecto Salvador poseemos en Cristo! Si fuimos a él para ser liberados del peso de nuestros pecados, ¡deseemos conocerlo cada vez mejor! Aprendamos de él cuál es el camino de la sumisión a la voluntad del Padre, para hallar el descanso del alma en medio de las circunstancias del desierto, esperando entrar próximamente en el descanso de Dios al fin del camino.