Mateo

Mateo 3

Capítulo 3

Juan el Bautista

Se acercaba el tiempo en que Cristo sería manifestado a Israel. Sin embargo, sin que una obra operase en los corazones, el Señor no podía tomar el lugar que le correspondía, a causa del deplorable estado en que el pueblo se hallaba. Isaías había profetizado que la venida del Señor sería anunciada y preparada por un precursor: “Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor. Enderezad sus sendas” (cap. 40:3). Estas palabras aluden a lo que sucedía antiguamente cuando llegaba un soberano. Se hacía quitar los obstáculos, nivelar y enderezar los caminos que no estaban habitualmente conservados en buen estado, para facilitar la marcha del rey y su séquito. Aquí, la preparación para la recepción del rey era moral. Debía hacerse en los corazones, por la acción de la Palabra de Dios y del Espíritu Santo. Juan el Bautista había recibido de Dios esta misión. Mateo no habla del nacimiento de Juan, pero Lucas hace de él un relato detallado e interesante. Aquí, como en el evangelio según Marcos, Juan aparece de repente, predicando en el desierto de Judea y diciendo: “Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado”. Es muy extraño ver a alguien predicando en un desierto, pero este desierto representa lo que es para Dios el corazón del pueblo, el corazón natural de todo hombre. Cuán maravillosa es su bondad al haber hecho predicar las riquezas de su gracia. Juan había vivido en la soledad, en completa separación de un pueblo corrompido. Estaba vestido como un profeta (véase 2 Reyes 1:8), con un manto de pelo de camello y un cinto de cuero alrededor de sus lomos. Se alimentaba de langostas y de miel silvestre (v. 4). Las langostas, grandes y abundantes en el Oriente, sirven todavía de alimento para los habitantes de esas regiones. Tanto el vestido como el alimento de Juan nos hablan de los caracteres de un hombre separado del mundo. El que vive para Dios no se nutre de lo que el mundo proporcione.

El Señor, o Jehová, iba a venir en la persona de Jesús. El reino de los cielos se acercaba, es decir, el reino cuyo gobierno tiene su sede en el cielo, en contraste con los reinos de la tierra. El Señor no podía establecer su poder sobre el pueblo en el estado de pecado que lo caracterizaba. Si se hubiera presentado repentinamente en el ejercicio de su poder, habría destruido por el juicio a este pueblo, compuesto por hombres pecadores. ¿Cómo, pues, tendría sitio un pecador en un reino donde solamente puede subsistir lo que es divino? Esto es precisamente lo que Juan anunciaba diciendo al pueblo que era necesario arrepentirse y creer en Aquel que iba a venir (Hechos 19:4).

Juan se mantenía separado del pueblo. La gente salía a su encuentro de todas partes. Confesaban sus pecados y eran bautizados en el Jordán, con el bautismo del arrepentimiento; así se hacían aptos para recibir al Mesías. Dios obra hoy según el mismo principio para la conversión del pecador. Le ofrece el cielo, pero a causa de Su absoluta santidad, el pecador no puede entrar en él. ¿Qué debe hacer entonces? Confesar sus pecados. Y confesar sus pecados no es simplemente decir: «Me he equivocado», sino: «He aquí lo que he hecho», declarando aceptar el juicio que merece. Entonces podrá exclamar como el salmista:

Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová. Y tú perdonaste la maldad de mi pecado
(Salmo 32:5).

Todos aquellos que salían al encuentro de Juan con un corazón recto, y confesaban sus pecados, se hallaban en condición de recibir al Señor, quien expiaría todas sus faltas a través de sus sufrimientos en la cruz. Sin embargo, allí también se encontraban fariseos y saduceos que pretendían participar en el reino de los cielos en virtud de su posición nacional y religiosa, creyendo que para obtener este privilegio era suficiente pertenecer a la raza de Abraham, sin que su estado de pecado fuese considerado. Pero se equivocaban completamente, porque solo en virtud de la gracia, por la cual Dios perdona al pecador, el judío, como todo hombre, puede disfrutar de las bendiciones traídas por el Señor. Entonces Juan, indignado por la falta de conciencia de estos hombres y por su menosprecio a los derechos y al carácter de Dios, les dijo: “¡Generación de víboras! ¿Quién os enseñó a huir de la ira venidera?”. No les dijo que eran demasiado malos para evitar esta ira, sino: “Haced, pues, frutos dignos de arrepentimiento”. Esto quiere decir: «Reconoced con rectitud vuestro estado de pecado, confesadlo, y que vuestra marcha responda a vuestras palabras». Uno debe tener frutos que prueben la realidad de lo que profesa. Era inútil jactarse de su posición como hijos de Abraham. La prueba a la que Dios había sometido a este pueblo y, por medio de él al corazón de todo hombre, se acababa y atraía sobre él el juicio. Por eso Juan añadió: “Ya también el hacha está puesta a la raíz de los árboles. Por tanto, todo árbol que no da buen fruto es cortado y echado en el fuego”. El juicio no se ejecutaba aún; el hacha todavía no estaba levantada. Se encontraba al pie del árbol, lista para cortarlo, si no se produjeran los frutos del arrepentimiento.

Juan anunciaba luego la llegada de Aquel que venía tras él, que era más poderoso que él, y de quien él no era digno de llevar el calzado. No bautizaría en agua, sino en Espíritu Santo y fuego. En Espíritu Santo significa que el mismo Espíritu sería la potestad de vida por la cual aquellos que creían podrían servir y glorificar a Dios en el nuevo estado de cosas que el Señor introduciría. En fuego, alude al juicio de Cristo sobre aquellos que no le recibieran. “Su aventador está en su mano, y limpiará su era; y recogerá su trigo en el granero, y quemará la paja en fuego que nunca se apagará”. El aventador sirve para separar la paja del grano cuando se ha trillado el trigo. La era representa a Israel, y el Señor venía para cumplir esta selección y ejecutar el juicio más tarde. Esto era lo que los judíos, como todos los hombres, debían tener en cuenta, con el fin de actuar en consecuencia, aceptando, como pecadores culpables, la gracia que venía en la persona de Aquel que sería el Juez de los que lo rechazaban como Salvador.

El bautismo de Jesús

¡Qué escena maravillosa presentan estos versículos! Acabamos de leer la solemne invitación de Juan, llamando al arrepentimiento y anunciando la llegada de uno más poderoso que él, el Señor Jesús, el Salvador del mundo.

El pueblo esperaba al Mesías prometido; pero, ¿de dónde vendría? ¿Cómo aparecería? ¿Cuál sería su aspecto?

Un hombre venido de Nazaret de Galilea, el más humilde de los hombres que jamás se viera en la tierra, se acerca un día a Juan, a orillas del Jordán. Él también pide el bautismo. Juan, enseñado por Dios, lo reconoce al instante (Juan 1:29-31) y se niega a bautizarlo, diciendo: “Yo necesito ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?”. ¿Qué debía pensar el pueblo que asistía a esta escena? «¿Será, pues, este hombre el Mesías? ¿Cómo se explica que quiera ser bautizado Aquel de quien Juan dijo que no era digno de llevar su calzado, Aquel que debe ejercer el juicio sobre los pecadores, Aquel que no tiene ningún pecado que confesar?». Sí, era verdaderamente él, pero, ¡qué misterio tan insondable!, en vez de aparecer en el esplendor de su gloria mesiánica, venía en gracia, juntándose con los pecadores arrepentidos. Ocupando un lugar en medio de ellos, los acompañaba desde sus primeros pasos en el camino que Dios les abría para sacarlos de su condición pecaminosa y conducirlos a las bendiciones que él venía a traerles, antes de cumplir su obra en juicio. Estos pecadores arrepentidos eran los únicos en la tierra de Israel en quienes el Señor podía complacerse. Esto es lo que expresa el Salmo 16:3: “Para los santos que están en la tierra, y para los íntegros, es toda mi complacencia”. El Señor formula el mismo pensamiento cuando dice:

Habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento
(Lucas 15:7).

¡Qué inmenso amor manifestó Jesús en la tierra, amor que halla complacencia y satisfacción en un pecador que se arrepiente! Precisamente en medio de pecadores veremos a este precioso Salvador durante el curso de su ministerio en la tierra; y por la eternidad ellos mismos, entonces glorificados, lo rodearán celebrando su gracia y su gloria en un mundo nuevo. ¡Quiera Dios que todos nuestros lectores formen parte de ellos!

Jesús respondió a Juan el Bautista: “Deja ahora, porque así conviene que cumplamos toda justicia”. Aquí también vemos la gracia maravillosa y condescendiente, por la cual el Señor Jesús se asociaba con pecadores arrepentidos y con Juan, como siervo, diciéndole: “Así conviene que cumplamos toda justicia”. Era justo que se hiciera bautizar un pecador que entraba por el arrepentimiento en el camino de Dios. El Señor, que entraba en gracia en este camino como hombre, no quería ser una excepción. En consecuencia, Juan tuvo que cumplir lo que era justo respecto a esto.

El Espíritu Santo desciende sobre Cristo

Desde su morada celestial Dios contemplaba esta escena maravillosa, en la cual el objeto de sus delicias eternas, el Hombre de sus consejos, era confundido con los demás hombres y rehusaba toda distinción. Entonces, proclamó públicamente lo que distinguía a su Hijo. Y tras el bautismo

Los cielos le fueron abiertos, y vio al Espíritu de Dios que descendía como paloma, y venía sobre él. Y hubo una voz de los cielos, que decía: Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia.

Cosas grandes y maravillosas son presentadas en ese momento sublime. Detengámonos en algunas de ellas:

1. El cielo está abierto para que la mirada de Dios y su gran complacencia descansen sobre un ser según su corazón, algo que Dios no había podido hacer con respecto a ningún hombre.

2. Dios mismo proclama que Jesús es su propio Hijo.

3. La Trinidad se manifiesta por primera vez: El Padre envía al Espíritu Santo sobre el Hijo. He aquí la plena revelación de Dios que caracteriza las bendiciones del cristianismo, en el cual Dios es revelado como Padre por el Hijo, y donde el Espíritu es el sello por el cual Dios reconoce al creyente como hijo. Esta es la gracia perfecta.

4. El Señor es sellado con el Espíritu Santo en virtud de su naturaleza divina, absolutamente exenta de toda mancha, a fin de que, en la potestad de este Espíritu, este Hombre divino cumpla su ministerio de gracia en medio de los hombres. En cambio, el creyente no pudo ser sellado con el Espíritu Santo sino hasta que se cumplió la obra expiatoria de Cristo. Dios no puede reconocerlo como hijo antes de que haya sido purificado de sus pecados por medio de la sangre de Cristo.

Obsérvese también la forma en la cual el Espíritu Santo desciende sobre Cristo. La paloma expresa la humildad, la gracia y la mansedumbre que lo caracterizaron en su servicio de amor en la tierra.

¡Qué temas tan infinitos nos ofrecen los evangelios! ¡Qué profundidad divina percibimos en la gloriosa persona de Jesús, el Hombre-Dios venido en gracia para habitar en medio de pecadores! Pero es alentador saber que, si estas cosas maravillosas se hallan escondidas de los sabios y de los entendidos, ocultadas a la inteligencia humana, ellas son reveladas a los pequeños, es decir, a los creyentes.