Capítulo 18
El mayor en el reino
Al principio de este capítulo hallamos a los discípulos preocupados por saber quién sería el mayor en el reino de los cielos. Estaban seguros de que formarían parte de él, tanto más cuanto que el Señor acababa de revelar a Pedro la alta posición en que lo ponía.
Los discípulos, como todos los judíos, solo tenían pensamientos de gloria y de grandeza terrenales con respecto al reino, pese a la humillación en la cual vino el Rey, el Mesías. Por eso el Señor les expuso los caracteres morales que deben poseer los que le pertenecen, antes de su establecimiento en gloria.
En respuesta a la pregunta de los discípulos: “¿Quién es el mayor en el reino de los cielos?”, Jesús llamó a un niño, lo puso en medio de ellos y dijo: “De cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos” (v. 3). A los ojos de los discípulos, la calidad de judío, de descendiente de Abraham, parecía ser suficiente para un súbdito del reino; mas no era así a los ojos de Dios. Cualquier judío era pecador y, aunque el pueblo poseía promesas, no bastaba con ser descendiente de Abraham; era necesario nacer de nuevo, convertirse, lo que quiere decir experimentar un cambio completo producido por la recepción de una nueva naturaleza, gracias a la fe en el Señor Jesús muerto en la cruz. El carácter de los que se convierten y que, por consiguiente, forman parte del reino de los cielos, es el de un niño. Hay que hacerse “como niños”.
¡Cuán opuestos son los pensamientos de Dios a los de los hombres! Para entrar en la sociedad y ser alguien en el mundo, es menester haber terminado con el carácter infantil. Los menores anhelan el momento en que no se les tratará más como a niños y, ante todo, como «pequeños»; creen que los adultos disfrutan de numerosas ventajas de las cuales ellos se ven privados. Estos pensamientos están en relación con las cosas de la tierra, con la gloria del mundo, que es vanidad. En cuanto a las cosas de Dios, en vista del reino, de la eternidad de gloria, todo es diferente, porque Dios no puede tolerar la elevación y la grandeza del pecador en un mundo arruinado. “La soberbia y la arrogancia… aborrezco”, dice la sabiduría (Proverbios 8:13; Isaías 2:11-17). Así, para entrar en el reino de los cielos y gozar de las bendiciones presentes y eternas, es necesaria la conversión, porque Dios no puede recibir a un hombre en su estado natural. Hay que volverse como niños, es decir, renunciar a toda pretensión, creer lo que Dios dice, tener más confianza en sus palabras que en nuestro propio juicio. En vez de buscar la grandeza según el mundo, debemos volvernos humildes. ¿No es lo que hizo el Señor? Él, que estaba desde la eternidad en la gloria, que creó todas las cosas, que era y es Dios, “se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:7-8), todo esto para introducirnos en su reino, en el cielo mismo. Durante el tiempo en que el Señor es rechazado y los que creen en él son desconocidos por el mundo, el carácter de quienes pertenecen al Señor debe, pues, ser el de su Salvador y Señor. La gloria vendrá después. Luego de mostrar a los discípulos a qué condiciones y bajo qué carácter podían entrar en el reino, Jesús respondió exactamente a la pregunta: “¿Quién es el mayor en el reino de los cielos?”, diciendo:
Cualquiera que se humille como este niño, ese es el mayor en el reino de los cielos (v. 4).
Para entrar, es necesario convertirse y hacerse como niños. Una vez introducido, para ser grande allí, también hay que humillarse como un niño. En un mundo caracterizado por el orgullo del hombre y sus pretensiones, la obediencia y la humillación constituyen el camino de la gloria según Dios. Esto lo vemos en el Señor, en los versículos de Filipenses 2 citados anteriormente. Cristo se humilló a sí mismo hasta lo insondable, hasta la muerte: “Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre” (Filipenses 2:9). Aquellos que quieren ocupar un lugar elevado en la gloria venidera, en la tierra deben seguir a Cristo, el modelo perfecto en humillación, humildad y mansedumbre, aceptando no ser nada y anhelando la posición que él tuvo en este mundo. El Señor se complace hallando estos caracteres en los suyos, como los ve en los niños. Tienen mucho precio para su corazón, así como todos los que los manifiestan; no importa que para los hombres no tengan valor. Si se recibe a uno solo de estos pequeños en el nombre del Señor, se le recibe a él mismo. ¡Qué gloria tener en la tierra la ocasión de recibir al Señor! Los resultados serán gloriosos y eternos el día en que todo lo que Dios aprecia se manifieste (véase Mateo 10:40-42 y 25:31-40).
Ocasiones de caída
Los niños que creen en el Señor tienen tanto valor para su corazón que él pronuncia un juicio muy severo contra cualquiera que los haga tropezar o caer: “Mejor le fuera que se le colgase al cuello una piedra de molino de asno, y que se le hundiese en lo profundo del mar” (v. 6).
No obstante, desde que Jesús pronunció estas palabras, y particularmente en nuestros días, se ha tratado de escandalizar a los pequeños que creen en el Señor y, en general, a todos los creyentes. Se intenta probar, por hábiles razonamientos humanos, que la Biblia no es la Palabra de Dios, o bien, que no lo es por completo; que Jesús no era el Hijo de Dios, o que no ha existido; que hay que creer solo lo que uno comprende, etc. Se procura usar la influencia que pueden tener sobre los creyentes, jóvenes y adultos, la ciencia y la inteligencia humana para desviarlos de la fe. “Escandalizar”, en el Nuevo Testamento, no tiene el sentido de chocar, disgustar, sino de hacer tropezar, es decir, hacer caer, desviando de Dios, insinuando a creer que lo que Dios dice es falso, y por otros medios más. ¡Guardémonos de prestar oído a tales razonamientos! No se trata de comprender primero, sino de creer lo que Dios dice. Eso basta. Creyéndolo, poseemos el perdón de nuestros pecados, la paz con Dios, el deleite de su amor y, para siempre, un sitio en la gloria, cuando sea aniquilada la grandeza de este mundo. En cuanto a los que no hayan creído a Dios, los que hayan causado la caída de un pequeño que puso su confianza en el Señor, los que hayan preferido sus conocimientos y sus creencias a la Palabra de Dios, los que hayan dado gloria al hombre antes que a Dios, en una palabra, los que la Palabra llama los “malignos”, estarán eternamente fuera de la vida, de la felicidad y de la gloria que Dios promete y da a los que creen. Los tormentos eternos serán su parte: “El humo de su tormento sube por los siglos de los siglos” (Apocalipsis 14:11).
El Señor también pone en guardia contra las cosas que pueden ser una ocasión de caída, contra todo lo que hace pecar y priva de la vida eterna. La mano puede inducir a pecar haciendo cosas malas. El pie amenaza encaminar hacia lugares donde se desvía de la verdad y donde se hace el mal. El ojo es el órgano por el que las codicias de toda clase son introducidas y mantenidas en el corazón. Si estos miembros, uno u otro, inducen al pecado, si uno no sabe cómo dejar de emplearlos para hacer el mal, mejor es cortarlos, es decir, renunciar absolutamente a todo lo que nos procuran. “Échalos de ti”, dice el Señor, en sentido figurado, a una gran distancia, a fin de no tenerlos al alcance cuando los desee el corazón, y no ser expuesto al pecado que priva de la vida eterna, porque “la paga del pecado es muerte” (Romanos 6:23), y después de la muerte viene el juicio. Urge efectuar esto en la infancia, no cultivando inclinaciones naturales que pueden degenerar en pasiones. El que llegue a ser esclavo de ellos corre el peligro de ser arrastrado al fuego eterno. Se corre el riesgo de hacerse esclavos de ellas y de ser arrastrado al fuego eterno por estos horribles tiranos.
Que el Señor incite a cada uno a que examine contra qué cosas tiene que luchar, y muy particularmente a la juventud, ya que es responsable de escuchar las enseñanzas divinas dadas por padres piadosos y por los que se la toman a pecho según Dios.
El valor de un niño
Los niños tienen tanto precio para el Señor que dice: “Mirad que no menospreciéis a uno de estos pequeños”. Es necesario tener los pensamientos del Padre respecto a ellos, y no los de los hombres, que hacen más caso de un gran personaje que de un niño. Aquí no se trata solamente de los que creen, sino de todos los niños en general. ¿Cómo estimar el precio que un niño tiene para Dios? El versículo 11 lo dice: “Porque el Hijo del Hombre ha venido para salvar lo que se había perdido”. Un objeto siempre tiene el mismo valor que el precio pagado para adquirirlo. El precio pagado por la salvación de un solo niño no es nada menos que el Hijo del Hombre, venido a la tierra para salvarlos. Este querido Salvador da, a propósito de un niño, cuya existencia quizá no ha durado sino algunos instantes, el mismo ejemplo de igual devoción como el que ilustra la parábola del buen Pastor (Lucas 15). El pastor abandona todo el rebaño para salvar a uno de estos pequeños; está gozoso por haberlo salvado.
Así, no es la voluntad de vuestro Padre que está en los cielos, que se pierda uno de estos pequeños (v. 14).
En general, cuando uno se entera de la muerte de un niño, no se siente tan conmovido como cuando se trata de la muerte de un ilustre personaje, sobre todo si el niño pertenece a una familia pobre; no se le prepara un entierro pomposo. No obstante, aquel gran personaje puede ser un incrédulo, muerto en sus pecados, porque despreció la gracia. Por él no ha habido ningún gozo en el cielo (Lucas 15:10), mientras que el niño es un objeto eterno de felicidad para Aquel que vino a la tierra a fin de salvarlo. Nuestros pensamientos deben ser a este respecto, como en todo, los del Señor. No menospreciemos a un pequeño; sabemos que los que mueren en la tierna edad están con el Señor, quien se entregó por ellos, cumpliendo la voluntad de su Padre que no quiere que se pierda ni uno de estos pequeños. En el cielo están en su presencia. “Sus ángeles en los cielos”, dice el Señor, “ven siempre el rostro de mi Padre que está en los cielos” (v. 10). A propósito de eso, alguien dijo: «Los niños que no supieron abrirse camino en este mundo, son objeto del favor especial del Padre, como aquellos que en las cortes reales tenían el privilegio particular de ver el rostro del rey».
Según las enseñanzas del Señor, la pequeñez y la humildad deben caracterizar a aquellos que pertenecen al reino, así como la gracia manifestada en la persona de Jesús.
¿Cómo arreglar los agravios entre hermanos?
Los caracteres de gracia y de humildad deben guiar nuestra conducta frente al hermano que nos haya ofendido. En vez de justificarnos y divulgar el mal que haya hecho, debemos buscar su bien, guardar la cosa entre nosotros y él y, con amor, tratar de ganarlo. Sobre todo tengamos empeño por mostrarle cuánto daño se hizo a sí mismo pecando, antes que hacerle comprender hasta qué punto nos perjudicó, lo que se puede exagerar fácilmente. Si este primer paso fraternal no da resultado, hay que volver a él –sin divulgar el asunto– con una o dos personas, a fin de que todo tenga lugar en presencia de testigos, y que los hechos no sean alterados. Si no quiere oír a los testigos, hay que decirlo a la iglesia, y si no quiere oír a la iglesia, es inútil seguir adelante. El hermano que ha pecado puede ser considerado como un gentil, con quien uno no tiene nada que ver. Pero si obramos según la enseñanza divina, raramente tendremos necesidad del segundo paso, y menos todavía del tercero.
Acordémonos del estado de espíritu que debemos tener frente a aquellos que han cometido una falta contra nosotros. Estemos convencidos del carácter de gracia de nuestro Padre; busquemos primeramente el bien del culpable; no deseemos hacerle sufrir un castigo y tampoco obremos con el fin de hacer valer nuestros derechos. Dios es quien justifica. De esta manera la gracia alcanzará su corazón, y el bien será para ambas partes. Es bueno ejercitar tal espíritu de perdón y gracia desde la juventud; porque, acostumbrados ya a perdonar, será más fácil hacerlo durante todo el curso de nuestra vida.
Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él
(Proverbios 22:6).
Allí estoy yo en medio de ellos
El Señor enseña que si el hermano culpable no quiere oír a la iglesia, no se puede dar otro paso. Uno puede preguntarse por qué no se puede recurrir a otros medios que serían más eficaces. Es que no existen otros, si las cosas se suceden en el orden enseñado por Dios.
Para los creyentes reunidos en el nombre del Señor hay una promesa especial: él dice
Donde están dos o tres congregados en mi nombre (o a mi nombre), allí estoy yo en medio de ellos (v. 20).
Hasta la muerte del Señor, el pueblo de Israel tenía por centro el templo de Jerusalén, donde Jehová había hecho su morada. Desde que rechazó a Jehová en la persona de Cristo, y que como pueblo él también fue rechazado, Jesús es el centro de reunión de todos los que lo han recibido. Así, la Asamblea cristiana agrupada alrededor de Jesús ha reemplazado a la Asamblea de Israel. Por eso el Señor, hablando del orden de cosas introducido por su rechazamiento, menciona a la iglesia cristiana como el lugar donde él mismo se halla, aun cuando esta iglesia esté formada solo por dos o tres personas. No hay, pues, nada más grande en la tierra, porque su presencia está allí y no en otra parte, y si uno no escucha a esta asamblea, donde se halla el Señor, no puede ir a otro lugar para estar en su presencia. Y como él, estando en el cielo se halla también en medio de los dos o tres reunidos a su nombre, les dice: “De cierto os digo que todo lo que atéis en la tierra, será atado en el cielo; y todo lo que desatéis en la tierra, será desatado en el cielo” (v. 18). La autoridad del Señor se halla allí. Es la única autoridad eclesiástica que Dios reconoce en la tierra, y la única que el creyente debe reconocer. Para que la presencia del Señor caracterice a una asamblea de creyentes, es necesario, desde luego, que ella se someta a él en todo.
Y allí, en esa reunión de los dos o tres estando de acuerdo según el pensamiento de Jesús para orar, reciben la certeza de que “cualquier cosa que pidieren, les será hecho por mi Padre que está en los cielos” (v. 19).
¡Qué privilegio bendito es estar alrededor del Señor en esta tierra, esperando hacerlo también en la gloria! A los ojos de Dios, nada es más grande en la tierra. Para los hombres, no es gran cosa una reunión de unos pocos creyentes alrededor del Señor, sin organización humana, sin recurso aparente. Pero, para el Señor, nada tiene más valor. Él lo muestra cumpliendo la promesa de su presencia y proveyendo para todo.
Que ninguno de los que quizá tuvieron el privilegio de ser guiados a esta reunión desde su infancia, piense dejarla, porque deshonraría al Señor exponiéndose a las tristes consecuencias de tal desprecio. El escribiente inspirado dice: “Pero nosotros no somos de los que retroceden para perdición, sino de los que tienen fe para preservación del alma” (Hebreos 10:39). Y ya en los Salmos está escrito: “Porque allí envía Jehová bendición, y vida eterna” (Salmo 133:3).
¿Cómo perdonar?
Respondiendo a la pregunta de Pedro:
Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete? (v. 21),
el Señor señaló que era necesario perdonar siempre: “No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete” (v. 22). Siete es el número perfecto que, decuplicado y multiplicado por sí mismo, da el número de veces que hemos de perdonar, es decir, todas las veces que el caso se presente. Después, ilustrando su enseñanza con una parábola, Jesús nos muestra que hemos de actuar con nuestros semejantes como Dios lo hace con nosotros, porque todos somos objetos de gracia.
Aquí el rey es Dios, quien primeramente quería arreglar cuentas con sus siervos, según su justicia. Uno de ellos, imagen de todos nosotros, le debía diez mil talentos, suma fabulosa, sobre todo tratándose de un hombre que no poseía nada. Porque estos diez mil talentos representan, aproximadamente, el valor de quinientas toneladas de oro (o de plata). A esto podemos comparar la grandeza de la deuda de nuestros pecados, nosotros, pobres deudores insolventes. La justicia del rey exigía el pago de la suma, pero, lleno de compasión por su siervo, le perdonó la deuda. Después de actuar así, el rey esperaba que dicho siervo se comportara de la misma manera con sus propios deudores. Pero apenas obtuvo el favor, encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios –suma irrisoria comparada con la que acababa de serle perdonada; el denario equivalía al sueldo diario de un obrero agrícola (Mateo 20:2, 9 y 13)–, y tomándolo lo ahogaba, diciéndole: “Págame lo que me debes”. Insensible a sus súplicas, lo echó en la cárcel hasta que pagara todo. Ilustración fiel de nuestra manera de actuar con aquellos que nos han hecho daño. Olvidando la enorme deuda de pecado que nos fue perdonada, no podemos perdonar las ofensas relativamente insignificantes que nos han hecho nuestros hermanos y, aun cuando decimos que hemos perdonado, con dificultad las olvidamos. Pero Dios dice: “Nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones” (Hebreos 10:17). En las relaciones con nuestros hermanos, siempre debemos recordar cómo actuó Dios con nosotros y sentir nuestra absoluta culpabilidad para con él.
En su reino Dios actúa también según su justa apreciación, conforme a la manera en que hayamos tratado a nuestros hermanos, porque todo lo que hacemos tiene sus consecuencias. Los otros siervos, indignados por lo que hizo ese hombre, refirieron el hecho al rey, quien entregó el malvado esclavo a los verdugos, hasta que pagara todo lo que debía. El Señor añadió: “Así también mi Padre celestial hará con vosotros si no perdonáis de todo corazón cada uno a su hermano” (v. 35).
Esta parábola puede aplicarse a Israel como pueblo. Él tenía una deuda enorme con Dios, llevada al colmo con la crucifixión de su Hijo. En virtud de la intercesión de Cristo en la cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34), Dios había perdonado, por decirlo así, la deuda a su pueblo. Sus juicios no lo alcanzaron inmediatamente después de la cruz, sino que el Evangelio, presentado a los judíos, los invitaba al arrepentimiento. Pero, al mismo tiempo que se aprovechaban de la misericordia de Dios, se oponían a que esta gracia, de la cual ellos mismos eran los objetos, fuese anunciada a los gentiles, representados por aquel que debía cien denarios. Pablo dice de ellos: “Impidiéndonos hablar a los gentiles para que estos se salven; así colman ellos siempre la medida de sus pecados, pues vino sobre ellos la ira hasta el extremo” (1 Tesalonicenses 2:16). Y esto sucedió según el justo juicio de Dios: el pueblo judío fue entregado a los verdugos, arrojado de su tierra por los romanos, diseminado entre los gentiles, hasta que haya recibido el doble por todos sus pecados (Isaías 40:2).