Capítulo 23
Una apariencia de piedad
Tras demostrar el estado ruin de los jefes del pueblo, Jesús sintió la necesidad de advertir a las multitudes, y a los discípulos, para que distinguieran entre la manera de actuar de estos jefes religiosos y la Escritura que ellos enseñaban. Su respeto exterior por la Palabra divina incitaba a que se considerara su conducta; esto debería hacerse siempre. Pero entre su manera de actuar y la ley que ellos ponían ante el pueblo había una absoluta contradicción. Esta ley, sin embargo, seguía siendo la misma en su perfección divina, y aunque los que la enseñaban no se sometían a ella, los que la escuchaban debían obedecer, sin imitar la forma de actuar de ellos. Qué contraste entre la conducta de estos hombres y la del apóstol Pablo, quien podía decir:
Lo que aprendisteis y recibisteis y oísteis y visteis en mí, esto haced
(Filipenses 4:9).
Jesús dijo: “En la cátedra de Moisés se sientan los escribas y los fariseos. Así que, todo lo que os digan que guardéis, guardadlo y hacedlo; mas no hagáis conforme a sus obras, porque dicen, y no hacen. Porque atan cargas pesadas y difíciles de llevar (quiere decir que se muestran muy exigentes en cuanto al cumplimiento de la ley), y las ponen sobre los hombros de los hombres; pero ellos ni con un dedo quieren moverlas” (v. 2-4). Los que predican sin practicar lo que dicen, son exigentes para con los otros, porque no conocen lo difícil que es hacer ceder la propia voluntad ante la de Dios, sobre todo en la época en que la ley era dada al hombre en la carne, cuya voluntad no se somete a la de Dios. Aquellos jefes religiosos ostentaban obras que les daban apariencia de piedad; pero en su corazón solo existía el orgullo y la búsqueda de su propia satisfacción. Ensanchaban sus filacterias1 , queriendo de esta manera poner en práctica la enseñanza de Deuteronomio 6:8; 11:18, y ello sin que sus corazones fuesen tocados por estos textos. En todas partes buscaban los primeros puestos y los saludos en público. Amaban ser llamados “Rabí”, título honorífico que significa “maestro”, en el sentido de un grado obtenido, mientras que Jesús dijo: “Pero vosotros no queráis que os llamen Rabí; porque uno es vuestro Maestro, el Cristo, y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra; porque uno es vuestro Padre, el que está en los cielos” (v. 8-9). “Ni seáis llamados guías; porque uno es vuestro Guía, el Cristo” (v. 10, N. T. griego-español). Todas estas exhortaciones nos advierten contra el espíritu clerical. El carácter dominante del clero es colocarse entre Dios y las almas para recibir la honra que solo pertenece a Dios. Esto conduce a la hipocresía, pues, para atraer el favor de los hombres, hay que tratar de parecer lo que uno no es. ¡Que Dios nos guarde de tal espíritu!
Jesús terminó esta parte de su discurso indicando el verdadero carácter del siervo. “El que es el mayor de vosotros, sea vuestro siervo. Porque el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido” (v. 11-12). Como lo sabemos, la expresión perfecta del verdadero siervo fue la manifestada por Cristo, el verdadero Maestro. Él se humilló para servir, como lo vimos en el capítulo 20:28. Por eso Dios lo exaltó hasta lo sumo. ¡Qué diferencia con lo que señala en cuanto a los escribas y los fariseos en los versículos 6 a 8! Dejémonos convencer por el espíritu que Cristo manifestó en su ministerio, sirviendo siempre con humildad, sin vanagloria, eclipsándonos detrás de nuestro divino modelo y esperando el momento en que Dios muestre su apreciación por nuestra marcha y servicio.
- 1N. del Ed.: Cada una de las dos pequeñas envolturas de cuero que contienen tiras de pergamino con ciertos pasajes de la Escritura, que los jefes religiosos llevaban atados, una al brazo izquierdo y otra a la frente.
“¡Ay de vosotros!”
El Señor se dirigió luego a los escribas y a los fariseos hipócritas, pronunciando siete veces “Ay de vosotros”1 , por sus diferentes maneras de actuar, y denunciando los diversos rasgos de su iniquidad.
El primer ¡ay! (v. 13) fue pronunciado contra ellos porque cerraban el acceso al reino de los cielos a los hombres. No solamente no entraban ellos, sino que impedían que otros entrasen. Habían manifestado una continua y empedernida oposición al ministerio del Señor, queriendo salvaguardar su posición en medio del pueblo en el antiguo sistema judaico, donde su orgullo hallaba satisfacción, mientras que, para entrar en el reino, era necesario reconocer la autoridad de Cristo y volverse como niños.
En vez de esto, trataban de ganar prosélitos, es decir, procuraban que los extranjeros adoptaran, por completo o en parte, la religión judía. Pero, lejos de ser un medio de salvación para ellos, todo esto aumentaba su culpabilidad. Por esta causa, un segundo ¡ay! (v. 15), es pronunciado sobre ellos.
En los versículos 16 a 22, Jesús les reprochó haber establecido cierta manera de jurar que tenía más valor en un caso que en otro. Hacían ignorar al pueblo lo que tenía un valor real a los ojos de Dios, apartando de él los pensamientos para fijarlos en la materia, lo que sucede en toda religión de formas. Por esta razón cayó sobre ellos un tercer “ay”. La cuarta vez que Jesús pronunció un “ay”, fue para denunciar la hipocresía con la que estos fariseos observaban estrictamente ciertos detalles de la ley; diezmaban la menta, el eneldo y el comino, cosa sin gran importancia que, no obstante, los hacía pasar a los ojos de los hombres por fieles observadores de la ley. En cambio descuidaban lo más importante: “la justicia, la misericordia y la fe”. Para practicarlas, es necesario un estado del alma ejercitado por la Palabra, que le permita discernir lo que es justo delante de Dios y ser misericordioso para con sus semejantes; pero, se puede obrar de una manera puramente material, que nada tiene que ver con Dios, y sin que cueste nada. No es que se deba prescindir de los detalles de la ley, porque el Señor agregó: “Esto era necesario hacer, sin dejar de hacer aquello” (v. 23).
Estos guías ciegos colaban los mosquitos y se tragaban el camello. Escrupulosos por pequeñas cosas en presencia de sus hermanos, obraban de mala fe para con Dios en lo referente al cumplimiento de su voluntad. Guardémonos de imitarlos, porque nuestra naturaleza fácilmente nos lleva a obrar según estos principios.
Los dos “ayes” que Jesús pronunció luego contra ellos estaban en relación con la hipocresía que los hacía parecer justos ante los hombres. Eran como vasos y platos limpios por fuera, pero por dentro llenos de “rapiña y de intemperancia” (v. 25, N. T. griego-español). La rapiña es la acción de adueñarse de lo que a uno no le pertenece, abusando de la posición que se ocupa; la intemperancia es la falta de sobriedad en todo sentido. Debieron haber limpiado su corazón de estas cosas, a fin de que la pureza que aparecía por fuera viniese desde adentro y fuese verdadera. El Señor los comparaba también con sepulcros blanqueados. En Oriente se acostumbra blanquear los sepulcros para darles una hermosa apariencia; pero esto no cambia nada el interior, que está lleno de huesos y de inmundicia. De la misma manera estos hipócritas, a pesar de su pureza exterior, tenían el corazón lleno de todo aquello que está manchado a los ojos de Dios, de lo cual la muerte es la imagen. Recordemos que Dios quiere la realidad en el corazón, y que nadie puede engañarlo por la apariencia. ¿Para qué sirve aparentar ante los hombres lo que no somos ante Dios? Ante él seremos manifestados un día (léase 2 Corintios 5:10).
El Señor pronunció el último “ay” para los escribas y los fariseos, porque edificaban sepulcros a los profetas que sus padres mataron, sin tener un corazón más dispuesto que aquellos, aunque decían: “Si hubiésemos vivido en los días de nuestros padres, no hubiéramos sido sus cómplices en la sangre de los profetas” (v. 30). Se puede considerar como una acción muy piadosa el hecho de edificar monumentos a los profetas muertos durante la idolatría de Israel. Pero aquellos profetas, que llamaban al pueblo a volver a la ley, anunciaban también la venida de Cristo (véase Hechos 7:52); y ahora que Cristo estaba en medio de ellos, no lo escuchaban más de lo que sus padres lo hicieron con los profetas. Tenían los mismos caracteres que sus padres y colmaban la medida de su maldad. Por consiguiente, el Señor iba a probarles para que manifestasen si eran mejores que sus antepasados. “Por tanto”, les dijo, “he aquí yo os envío profetas y sabios y escribas; y de ellos, a unos mataréis y crucificaréis, y a otros azotaréis en vuestras sinagogas, y perseguiréis de ciudad en ciudad; para que venga sobre vosotros toda la sangre justa que se ha derramado sobre la tierra, desde la sangre de Abel el justo hasta la sangre de Zacarías hijo de Berequías, a quien matasteis entre el templo y el altar. De cierto os digo que todo esto vendrá sobre esta generación” (v. 34-36). Desde que fue matado el primer justo, la paciencia que Dios tenía para con su pueblo, y para con el hombre en general, ha sido muy grande. A lo largo de las diversas dispensaciones, Dios lo había probado todo antes de ejecutar el juicio. Pero, cualquiera fuese la manera en que Dios actuara, el hombre, en vez de arrepentirse, se manifestó en su contra; el colmo de esto fue cuando dio muerte al Hijo de Dios, quien había venido en gracia. Como dice el Señor en Juan 15:22-24: “Ahora no tienen excusa por su pecado… ahora han visto y han aborrecido a mí y a mi Padre”. Mas, todavía iba a enviarles profetas, sabios y escribas (así designa Jesús a los apóstoles que vendrían después de su muerte), a quienes tratarían como sus padres trataron a los profetas. Darían pruebas de un estado peor, porque pese a disfrutar de privilegios más grandes que aquellos, no aprovecharon ninguna enseñanza en cuanto a los caminos de Dios para con su pueblo. De este modo la responsabilidad, acumulada sobre los hombres durante todo el tiempo de la paciencia de Dios, sería castigada con los juicios que caerían sobre ellos. Por eso dijo Jesús: “De cierto os digo que todo esto vendrá sobre esta generación”. La misma verdad solemne (y por las mismas razones) se proclama respecto a Babilonia, la Iglesia responsable, en Apocalipsis 18:24.
Al anunciar el juicio contra Israel, Jesús se sobrecogió de compasión por Jerusalén, centro de aquel sistema de maldad que iba a soportar los juicios de Dios. Hacía siglos que su amor trabajaba para hacer volver a este pueblo rebelde, pero siempre en vano. Durante la deportación del pueblo a Babilonia, Jesús, quien es el Dios Eterno, el Jehová del Antiguo Testamento, “envió constantemente palabras a ellos por medio de sus mensajeros, porque él tenía misericordia de su pueblo y de su habitación” (2 Crónicas 36:15). Ahora, en este momento solemne, él clamó:
¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste! He aquí vuestra casa os es dejada desierta. Porque os digo que desde ahora no me veréis, hasta que digáis: Bendito el que viene en el nombre del Señor (v. 37-39).
¡Qué palabras solemnes de la boca de Aquel que vino en amor a este pueblo muy amado! Pero la dureza del hombre rechazó constantemente este amor, impidiendo que se manifestase más tiempo a su pueblo según la carne. Este mismo amor condujo a Jesús a la cruz y allí, por su sacrificio, hizo posibles, sobre el fundamento de la gracia, las bendiciones que los judíos rehusaban.
Cuando Jesús aparezca en gloria, el remanente dolorido lo llamará y dirá: “¡Bendito el que viene en el nombre de Jehová!” (Salmo 118:26). Entonces podrán decir, de veras, “¡Hosanna, al Hijo de David!”. Por eso Jesús dice: “No me veréis, hasta que digáis: ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!”.
- 1N. del Ed.: Siete veces, ya que el versículo 14 falta en los más antiguos y fidedignos manuscritos.