Capítulo 14
La muerte de Juan el Bautista
En el capítulo 11:2 a 6, vimos a Juan el Bautista en la cárcel. Aquí conocemos la causa de su encarcelamiento. Herodes, el príncipe que gobernaba en Galilea, aunque sentía cierto respeto por Juan, lo hizo encarcelar porque Juan le había dicho que no le era lícito tener por mujer a Herodías, su cuñada. Por esta causa ella lo odiaba y quería que Herodes lo hiciera matar. Pero el rey temía al pueblo, pues este consideraba a Juan como un profeta, y él mismo reconocía que Juan era hombre justo y santo (Marcos 6:20). Sin embargo, el odio de Herodías pronto iba a triunfar sobre estas consideraciones. Mientras Herodes celebraba su cumpleaños, rodeado por sus convidados, la hija de Herodías entró y bailó delante de todos. Ella agradó al rey, y este le prometió, bajo juramento, darle todo lo que le pidiera. La muchacha fue a consultar con su madre para presentar su petición al rey. Perseguida por el deseo de desembarazarse de una vez por todas del hombre que había osado reprochar su mala conducta, esta desgraciada mujer incitó a su hija a pedir la cabeza de Juan. Ella, pues, entró en la sala del festín y dijo al rey: “Dame aquí en un plato la cabeza de Juan el Bautista”. Herodes se entristeció; pero, para no faltar a su palabra, violentó su conciencia y mandó satisfacer este pedido sanguinario. Así, un crimen abominable se agregó a una vida de corrupción. Un siervo de Herodes decapitó a Juan en la cárcel y trajo en un plato la cabeza del precursor del Mesías a la muchacha quien, a su vez, la entregó a su madre.
¡Qué triste prueba de la veracidad de las palabras que leemos en Juan 3:19-20!: “Y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Porque todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas”. La luz de Dios, por medio de Juan, había brillado sobre la conciencia de Herodes y Herodías, a quienes su posición social parecía colocarlos por encima de toda crítica y permitirles dar rienda suelta a sus infames pasiones. Pero, encima de ellos, Aquel a quien olvidaban había enviado a Juan el Bautista. La vida santa y justa que llevaba este hombre lo autorizaba a cumplir su misión, denunciando el mal dondequiera que se encontrara, e invitando al arrepentimiento (Lucas 3:7-15). Preparaba así el camino del Señor, quien traía la gracia a todos los pecadores que recibían su testimonio. Esta luz hacía que se manifestara el odio de Herodías. Ella quiso apagarla para satisfacer mejor los gustos corrompidos de su propia naturaleza, en favor de las tinieblas morales que había elegido. Herodes, cuya conciencia fue alcanzada en cierto grado, no tenía ninguna fuerza. Amaba el pecado, y uno “es hecho esclavo del que lo venció” (2 Pedro 2:19). Jefe de su casa, soberano del pueblo, se dejó atar por una palabra ligera, porque él mismo era atado por el pecado. De esta forma añadió violencia a la corrupción, estos dos grandes caracteres del mal activos en el momento del diluvio (véase Génesis 6:11).
Observemos que no es suficiente escuchar la Palabra y reconocer cuán justa y verdadera es; hay que recibirla, aceptar su autoridad divina y dejarla obrar en la conciencia, a fin de abandonar el mal que ella revela. Porque si nos ponemos del lado de Dios para resistir al mal que se encuentra en nuestro propio corazón, él nos da la fuerza necesaria para ser liberados. Nada es más peligroso que escuchar la Palabra y no llevarla a la práctica, pues así el corazón se endurece y se somete al poder del enemigo. Herodías, más criminal que Herodes, no habría escuchado a Juan como él lo hizo; sin embargo, el estado de ambos en cuanto al resultado eterno es exactamente el mismo. ¡Ah! Cuántas personas que han escuchado con gusto la Palabra de Dios y han admitido cuán justa y santa es, pero no han creído, se hallarán con los burladores y los incrédulos en las tinieblas de afuera; allí será el lloro y el crujir de dientes.
No les aprovechó el oír la palabra, por no ir acompañada de fe en los que la oyeron
(Hebreos 4:2).
Herodes oyó hablar de la fama de Jesús, y al instante, como su conciencia estaba agobiada por la muerte de un justo, dijo a sus criados: “Este es Juan el Bautista; ha resucitado de los muertos y por eso actúan en él estos poderes” (v. 1-2).
¿Creía Herodes en la resurrección? No se puede afirmar, porque se ve a los herodianos relacionados, en cuanto a sus doctrinas, con los saduceos que niegan la resurrección (véase cap. 16:6; Marcos 8:15). La conciencia permite al hombre contradecir la verdad cuando cree que Dios está lejos, o que no existe. Pero, desde el momento en que se produce un hecho extraordinario, pierde su seguridad, se turba, su conciencia lo acusa y lo hace temblar. ¿Qué sucederá cuando el hombre, despojado de todos sus vanos razonamientos, como de todo aquello por lo que creyó sustraerse a la luz de Dios en la tierra, se halle desnudo, es decir, tal como Dios lo ve en su estado natural, cargado con sus pecados, delante de la luz deslumbrante del gran trono blanco, donde no habrá más gracia ni perdón?
La multiplicación de los panes
Habiéndose llevado de la cárcel el cuerpo de Juan, sus discípulos le dieron sepultura y fueron a contar a Jesús lo que había sucedido. “Oyéndolo Jesús, se apartó de allí en una barca a un lugar desierto y apartado”. ¡Qué efecto más penoso debió producir la muerte de Juan en el corazón del Señor! La cruz ya proyectaba su sombra sobre este camino de dolor, porque si el odio del hombre se había mostrado de tal manera contra el precursor de Cristo, se mostraría más implacable aún contra aquel que era la luz del mundo, hasta que fuese clavado en la cruz.
Jesús se retiró a un lugar desierto, imagen de lo que es este mundo para el corazón de Cristo, como para el creyente. En él solo hallaba pecado y un odio mortal contra la luz y el amor. ¿Quién podría describir el continuo sufrimiento de Jesús, conociendo el estado del hombre? Porque él sentía todas las cosas según sus perfecciones divinas y humanas. Para librarnos, consintió en dejar la gloria para sufrir por manos de los hombres los dolores y la muerte.
Enteradas de que el Señor se había ido de estos lugares, las multitudes lo siguieron a pie. Cuando él las vio, conmovido de compasión hacia ellas, sanó a sus enfermos. El infatigable amor de Jesús no puede hallar reposo mientras el hombre arrastra tras sí los males que el pecado introdujo en este mundo. El Señor estaba solo para satisfacer las necesidades de la multitud, y solo él podía hacerlo, porque en él se hallaban todos los recursos, en aquel entonces como ahora.
Los discípulos le aconsejaron despedir a las multitudes, para que ellas mismas atendieran a sus necesidades. Hicieron valer excelentes razones: ya era tarde y el lugar solitario. La noche, el desierto, la hora tardía, todo esto caracteriza el estado de Israel y del mundo que ha rechazado a Cristo. La luz fue rechazada, y la tarde del día en que había resplandecido había llegado, sin que el hombre sacara provecho de ella. ¡La hora ya había pasado! Lo que el mundo podía suministrar en materia de recursos para hacer salir al hombre de su miseria, darle la vida y alimentarla no era más que desierto. Mas, gracias a Dios, el Cristo rechazado aún estaba presente, siempre el mismo, y no solo quería saciar a estas multitudes, sino enseñar, además, a los discípulos a aprovechar Su poder, puesto que la noche había llegado. Él iba a dejarlos solos en el desierto de este mundo, donde tendrían que responder a muchas necesidades en el cumplimiento de su ministerio. Jesús les dijo:
No tienen necesidad de irse; dadles vosotros de comer. Y ellos dijeron: No tenemos aquí sino cinco panes y dos peces. Él les dijo: Traédmelos acá (v. 16-18).
Los discípulos solo tenían alimento para sí, pero el Señor quería que utilizasen lo que poseían y lo diesen ellos mismos a las multitudes, después de habérselo traído. El hecho importante en el cumplimiento de este servicio era el de traer al Señor lo que ellos tenían. Jesús tomó de sus manos los cinco panes y los dos peces y, mirando al cielo, bendijo. La bendición del Señor hace eficaz lo que poseemos para que sirva a las necesidades de otros.
Entonces Jesús partió los panes y ordenó a los discípulos distribuirlos entre la multitud; había allí cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños. Y hasta doce cestas se llenaron con lo que sobró. Vemos que, según el pensamiento de Dios, el orden y la economía son inseparables de la abundancia. Tener bienes en gran cantidad no es motivo para dilapidarlos o actuar derrochadoramente. Hay que cuidar lo que tenemos de más, a fin de poder hacer bien a otros. Mientras que el avaro ahorra para satisfacer su egoísmo, el amor hace a uno cuidadoso para poder hacer el bien.
Con esta multiplicación de los panes, el Señor quería mostrar a su pueblo que Él era Aquel de quien David había hablado en el Salmo 132:15, diciendo: “Bendeciré abundantemente su provisión; a sus pobres saciaré de pan”. Estas palabras se cumplirán plenamente en el reinado glorioso del Mesías. Como este reinado no pudo cumplirse en aquellos tiempos, a causa del rechazamiento de Cristo, el Señor quiso enseñar a sus discípulos que ellos poseerían en él todos los recursos necesarios para su servicio durante la ausencia de su Maestro, recursos que siempre están al alcance de la fe en todos los tiempos, para todas las necesidades, y para cada creyente.
Si el Señor nos confía cualquier servicio, inmediatamente sentimos nuestra insuficiencia para cumplirlo; pero él nos dice, como a los discípulos: “Traédmelos”, y lo poco que poseemos, lo bendice de modo que puede salir de nuestras manos multiplicado y superior a todas las necesidades. Es una gracia maravillosa poder comprobarlo todavía hoy. Por ejemplo, un joven creyente, que se siente llamado a hablar del Señor a uno de sus camaradas, enfermo o aun con buena salud, quizá dirá: «Soy ignorante de las cosas de Dios. No tengo por costumbre hablar de ellas. Eso me molesta». Sin embargo, conoce algo de la gracia maravillosa de Jesús. Solo necesita ir al Señor y, en oración, poner ante él lo poco que tiene; luego, lo que reciba del Señor y no de su pobre conocimiento, podrá ir a darlo. Pasará por la misma experiencia que los discípulos durante la multiplicación de los panes.
El mismo principio se aplica a todo lo que hagamos. Debemos servirnos de lo que tenemos y no esperar a tener más para hacer el bien. Es preciso contar con el Señor, que quiere bendecir los recursos limitados tanto como los abundantes. El apóstol Pablo dice: “Si primero hay la voluntad dispuesta, será acepta según lo que uno tiene” (2 Corintios 8:12). “Hay quienes reparten, y les es añadido más; y hay quienes retienen más de lo que es justo, pero vienen a pobreza. El alma generosa será prosperada; y el que saciare, él también será saciado” (Proverbios 11:24-25).
Jesús en el monte
Después de esto el Señor ordenó a los discípulos que entraran en una barca y fueran delante de él hasta la otra orilla del lago de Genesaret, mientras él despedía a las multitudes. Como siempre en las Escrituras, las circunstancias narradas en este capítulo por el escritor inspirado contienen una enseñanza figurada que sobrepasa los hechos históricos, por interesantes que estos sean. Como consecuencia de su rechazo, Jesús despidió a las multitudes, figura de Israel, después de haber cumplido los prodigios que debían permitir reconocerlo como el Mesías prometido. Al mismo tiempo constriñó a aquellos que lo habían recibido –los discípulos– a precederlo, es decir, a ponerse en camino sin él, para atravesar este mundo e ir hacia la orilla bienaventurada en la que gozarían de las bendiciones gloriosas que el Señor les traería, cuando se reuniera con ellos. En cuanto a él, subió a un monte para orar solo, imagen de la posición que Cristo ocupa desde su resurrección. Ascendió al cielo para ocuparse de aquellos que, esperando su regreso, atraviesan la noche tempestuosa de este mundo. Siempre vivo para interceder a favor de los suyos, y conociendo los peligros de un camino que ya recorrió, puede socorrer en el momento oportuno a aquellos que pasan por la misma senda tras él. Tal es el servicio sacerdotal de Cristo, presentado en la epístola a los Hebreos.
La tempestad
En los versículos 24 a 33 tenemos otro aspecto de la situación de los discípulos en la ausencia de Jesús. El viento contrario, que levantaba olas amenazantes, es una imagen de la oposición violenta que suscita el enemigo, sobre todo con la persecución a los creyentes. Esta alcanzó a los discípulos después de la partida de su Maestro. El residuo futuro de Israel la encontrará también, cuando atraviese la terrible tribulación del fin. Cesará solamente cuando Jesús, viniendo en gloria, calme con su poder la tempestad producida por Satanás. Entretanto, podemos aplicarnos las preciosas enseñanzas contenidas en este relato, porque también atravesamos la noche moral en la cual se halla el mundo, donde el poder de Satanás se hace sentir, donde hay para todos momentos de pruebas que bien pueden ser comparadas con una tempestad. Pero sabemos que por encima de todo está el Señor en la gloria. Él siempre se ocupa de los que están en dificultad, hace oír su voz en el momento oportuno, afirmando a los suyos, infundiéndoles ánimo con su Palabra, diciéndonos también: “¡Yo soy, no temáis!” (v. 27). Conocía la angustia de los discípulos cuando, a la cuarta vigilia de la noche, iba hacia ellos, andando sobre las aguas. Jesús conoce también las aflicciones por las cuales pasamos. “Pues en cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados” (Hebreos 2:18). Pero, con frecuencia, desconocemos su intervención y nos alarmamos, en lugar de ver su buena mano en la prueba, como los discípulos que tomaron a Jesús por un fantasma cuando se acercó a ellos. ¡Ojalá todos estemos suficientemente ocupados en él para discernirlo en cualquier circunstancia!
Al oír la voz de Jesús, Pedro contestó: “Señor, si eres tú, manda que yo vaya a ti sobre las aguas” (v. 28). Jesús le respondió: “Ven”. Entonces Pedro descendió de la barca y anduvo sobre las aguas para ir a Jesús. ¡Cuán grande es el poder de la palabra del Señor! Pedro nunca había caminado sobre las aguas y ningún hombre era capaz de hacerlo. Pero Pedro vio que el Señor podía, y lo conocía suficientemente para saber que, si le mandase ir, él lo sostendría. Recordemos que el Señor siempre otorga la capacidad de ejecutar lo que nos manda. Podemos estar seguros de que él nos suministrará lo que es necesario para obedecerle, por insuperables que parezcan las dificultades. Pero hay que tener una fe plena en su Palabra y no mirar las circunstancias, ya que en el camino de la obediencia las dificultades subsisten. Los discípulos, obedeciendo al Señor, se embarcaron hacia la otra orilla. La tempestad fue permitida a fin de que aprendieran a conocer mejor a su Señor.
Después de andar un momento, Pedro comenzó a hundirse porque su mirada se dirigía en la tempestad, en lugar de fijarla en Aquel que le había dicho: “Ven” (v. 29). Al ver la violencia del viento, tuvo miedo. ¡Pero, qué gracia encontró en la persona de Jesús! Al clamor de Pedro: “¡Señor, sálvame!”, extendió la mano y lo asió, diciéndole: “¡Hombre de poca fe! ¿Por qué dudaste?”. El Señor tiene el poder de hacernos andar sin caída, si miramos hacia él con fe. Y si por no tener nuestra mirada puesta en él nos hundimos, su mano poderosa está dispuesta a socorrernos cuando, angustiados, lo llamemos. Experimentarlo es hermoso. Pero el Señor se halla más glorificado cuando confiamos en él sin flaquear y realizamos algo del poder con que él anduvo en este camino de obediencia. Él solo se preocupaba por cumplir la voluntad de su Padre.
Después que el Señor socorrió a Pedro, se reunieron con los discípulos que permanecieron en la barca, y el viento se calmó. “Entonces los que estaban en la barca vinieron y le adoraron, diciendo: ¡Verdaderamente eres Hijo de Dios!”.
En esta circunstancia Pedro representa a la Iglesia que, al llamado del Señor, se encaminó a su encuentro por la fe. Desafortunadamente, como Pedro, se hundió a causa de su incredulidad, porque perdió de vista a su Señor; pero él la asirá por su gracia poderosa. Luego, el Señor se reunirá con el remanente de Israel, representado por los discípulos. El viento del poder de Satanás que soplará contra ellos de una manera espantosa se calmará, y el remanente judío reconocerá a Jesús como el verdadero Hijo de Dios, título que los judíos rechazaron cuando estuvo en medio de ellos en gracia. Pidieron a Pilato que le diera muerte porque, según ellos, “se hizo a sí mismo Hijo de Dios” (Juan 19:7).
¡Qué prueba de la inspiración divina (de las Escrituras) tenemos en este simple relato! En pocas palabras, en una narración corta, el Espíritu de Dios hace un resumen de toda la historia de los judíos y de la Iglesia después de la ascensión del Señor hasta su regreso en gloria, incluyendo lo que él es para los suyos durante este tiempo.
Los versículos 34 a 36 completan este cuadro maravilloso, mostrándonos al Señor reconocido por los hombres de la región de Genesaret, quienes le habían rogado que se retirara de su territorio, después de la curación de los endemoniados (Mateo 8:34). Esto sucederá cuando Cristo venga a liberar al residuo piadoso. Todos los que lo reciban se verán favorecidos con su poderosa bondad para ser curados y gozar de los tiempos de paz y de reposo que él establecerá con su presencia.
No olvidemos que la posición de aquellos que creyeron en el Señor y lo siguieron durante su rechazamiento, será infinitamente más hermosa que la de los que creerán solamente cuando lo vean. Es lo que dijo el Señor a Tomás:
Bienaventurados los que no vieron, y creyeron
(Juan 20:29).
¡Que hoy todos podamos decir de corazón: “Ven, Señor Jesús”!