Mateo

Mateo 22

Capítulo 22

La boda del hijo del rey

En esta parábola Jesús no nos presenta una imagen de la condición de Israel en el pasado, como lo hizo en la de los labradores de la viña. Es una parábola del reino de los cielos, tal como se establecerá después del rechazamiento del Rey. Comienza por la presentación de Cristo a los judíos, muestra las consecuencias de su rechazo, y continúa con el llamamiento de los gentiles, para que estos disfruten de lo que Israel había rehusado. “El reino de los cielos es semejante a un rey que hizo fiesta de bodas a su hijo”.

¡Qué contraste entre los pensamientos de Dios y los de los hombres! El rey, Dios mismo, quiere hacer una fiesta de bodas a su Hijo, y los hombres quieren matarlo. Pero en el pensamiento del rey se halla la gracia maravillosa que quiere asociar al pecador a las bodas de las cuales solo el Hijo era digno. La felicidad eterna de los invitados emana de los pensamientos de Dios en cuanto a su Hijo, porque si Dios hubiera actuado con nosotros como merecíamos, deberíamos conocer las tinieblas de afuera, lejos de la escena de felicidad que tiene al Hijo como centro. El rey envió a sus siervos para convidar a los invitados a las bodas, pero ellos no quisieron venir. Para los judíos esta primera invitación tuvo lugar mientras Jesús estuvo en la tierra; llamados a gozar de las bendiciones que les traía el Hijo de Dios, ellos las rehusaron. Después de la muerte de Jesús, Dios envió a los convidados –judíos también– aún otros siervos, los apóstoles, diciendo: “He aquí, he preparado mi comida; mis toros y animales engordados han sido muertos, y todo está dispuesto; venid a las bodas” (v. 4). En efecto, por el sacrificio de Cristo en la cruz, todo estaba dispuesto, a fin de que estos culpables pudiesen disfrutar de la gracia que les era ofrecida. En lugar de esto, no se arrepintieron por haber matado a su Mesías; se creyeron dueños de la heredad y, no considerando para nada esta segunda invitación, “se fueron, uno a su labranza, y otro a sus negocios; y otros, tomando a los siervos, los afrentaron y los mataron” (v. 5-6). El libro de los Hechos nos relata estos acontecimientos. Desde entonces, Israel estaba perdido, había rechazado a Cristo cuando se encontraba en la tierra y, aun después de su muerte, seguía rechazándole. “Al oírlo el rey, se enojó; y enviando sus ejércitos, destruyó a aquellos homicidas, y quemó su ciudad” (v. 7). Esto ocurrió cuando el ejército romano destruyó a Jerusalén. Entonces el mensaje de gracia fue dirigido a las naciones. El rey dijo a sus siervos: “Las bodas a la verdad están preparadas; mas los que fueron convidados no eran dignos. Id, pues, a las salidas de los caminos, y llamad a las bodas a cuantos halléis. Y saliendo los siervos por los caminos, juntaron a todos los que hallaron, juntamente malos y buenos; y las bodas fueron llenas de convidados” (v. 8-10). Los apóstoles y los discípulos de Jesús salieron de los límites de Israel y anunciaron el Evangelio a las naciones. Este trabajo de la gracia se ha hecho hasta ahora. Todos han sido invitados a tomar un lugar a la mesa de la gracia para disfrutar allí de las bendiciones celestiales y eternas que Cristo ofrece. Pero la Palabra en su enseñanza va más allá del tiempo actual, para mostrar lo que ocurrirá, al fin de esta dispensación, a aquellos que tomen un lugar a la mesa del Rey sin haberse sometido a él. Llegará el momento en que el Rey se enterará de los resultados del mensaje que envió a cada uno. “Y entró el rey para ver a los convidados, y vio allí a un hombre que no estaba vestido de boda. Y le dijo: Amigo, ¿cómo entraste aquí, sin estar vestido de boda? Mas él enmudeció. Entonces el rey dijo a los que servían: Atadle de pies y manos, y echadle en las tinieblas de afuera; allí será el lloro y el crujir de dientes. Porque muchos son llamados, y pocos escogidos” (v. 11-14).

En la actualidad los invitados van tomando un lugar a la mesa; pero para poder quedarse allí, en la presencia de Dios, y gozar del festín eterno al cual Dios convida a todos los hombres, es necesario estar provisto del vestido que conviene a su santidad, a la gloria de su naturaleza. ¿Cómo comprenderemos nosotros, miserables pecadores amancillados, lo que es digno de él? Si lo hemos comprendido, ¿cómo vamos a procurarnos un vestido digno de Dios, apropiado para manifestar su propia gloria, la gloria de su Hijo, para quien son hechas las bodas? En otro tiempo en Oriente, quien realizaba una boda facilitaba a sus invitados la ropa que quería que estos lucieran. El vestido se relacionaba, desde luego, con sus gustos, su riqueza; solo él podía proveerlo tal como le convenía, porque todo en la fiesta debía servir para manifestar la gloria y la grandeza de aquel que invitaba; todo debía ser digno de él. Si, como el rey de la parábola, un hombre muy rico quería invitar a mendigos y pobres, debía necesariamente proporcionarlo todo él mismo, no solamente el festín, sino también la ropa. Este ejemplo ilustra perfectamente el pensamiento de Dios y su manera de obrar para con pobres pecadores, indignos y sin recursos. Si el Evangelio nos llama a participar en las bodas del Hijo del rey, debemos dejarnos vestir de Cristo, quien es el vestido de bodas, la justicia divina que Dios adquirió para el pecador por medio del sacrificio de Cristo en la cruz. Por medio del juicio, este sacrificio quitó de encima del culpable y de delante de Dios todos sus pecados; los reemplazó por lo que Cristo es, ahora resucitado y glorificado, en la presencia de Dios. El que cree esto está vestido de Cristo y podrá gozar eternamente del festín que Dios preparó para el pecador arrepentido.

Entre todos aquellos que aceptaron el cristianismo como profesión religiosa, y que se sentaron a la mesa del rey en la tierra, únicamente los que se dejaron vestir de Cristo, recibiéndolo como Salvador, podrán soportar la mirada del Rey –quien es muy limpio de ojos para ver el mal (Habacuc 1:13)– y pasar la eternidad en la gloria de su presencia. ¿Qué hará el que no se inquieta por lo que es debido en la presencia de Dios, que está satisfecho de sí mismo, siempre dispuesto a estimarse mejor que los demás? ¿Qué hará cuando la mirada del Dios tres veces santo se dirija a él y manifieste toda la mancha de lo que era puro a sus propios ojos? Tendrá la boca cerrada; será incapaz de defenderse, y atado de pies y manos será echado en las tinieblas de afuera; allí será el lloro y el crujir de dientes.

Es necesario estar vestido de Cristo, poseerlo como propia justicia, para ser, como Pablo dice:

Hallado en él, no teniendo mi propia justicia, que es por la ley, sino la que es por la fe de Cristo, la justicia que es de Dios por la fe
(Filipenses 3:9).

¿Está usted en Cristo? “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús” (Romanos 8:1).

¿A quién pagar tributo?

Las diversas clases de judíos se presentaron ante Jesús con preguntas con la intención de confundirle. Pero fueron juzgados por él y tuvieron que retirarse de su presencia.

Los fariseos le enviaron algunos discípulos de ellos, junto con los herodianos, dos clases de personas absolutamente opuestas la una a la otra. Los fariseos conservaban todo lo que pertenecía al pueblo judío: religión, tradiciones, costumbres, mientras que los herodianos defendían la autoridad romana, yugo insoportable, sobre todo a los fariseos. Estos vinieron a Jesús con lisonjas diciendo: “Maestro, sabemos que eres amante de la verdad, y que enseñas con verdad el camino de Dios, y que no te cuidas de nadie, porque no miras la apariencia de los hombres. Dinos, pues, qué te parece: ¿Es lícito dar tributo a César, o no?” (v. 16-17).

Una respuesta afirmativa del Señor lo pondría, según ellos pensaban, en contradicción con sí mismo, puesto que era el rey de los judíos. Una respuesta negativa los autorizaría para acusarlo de ignorar la autoridad romana. “Pero Jesús, conociendo la malicia de ellos, les dijo: ¿Por qué me tentáis, hipócritas? Mostradme la moneda del tributo. Y ellos le presentaron un denario. Entonces les dijo: ¿De quién es esta imagen, y la inscripción? Le dijeron: De César. Y les dijo: Dad, pues, a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios. Oyendo esto, se maravillaron, y dejándole, se fueron” (v. 18-22).

El Señor reconocía la autoridad de César sobre los judíos, porque era Dios quien los había puesto bajo el poder de los gentiles, precisamente porque no dieron a Dios lo que le pertenecía. Debían, pues, someterse a la dominación romana, y al mismo tiempo, reconocer los derechos de Dios sobre ellos; pero no hacían ni lo uno ni lo otro. Se retiraron confusos ante la sabiduría de Aquel que, como ellos lo decían por lisonjas, no buscaba el favor de nadie. Eso lo habían experimentado.

Una pregunta en cuanto a la resurrección

Después vinieron los saduceos, que representaban el partido racionalista1 de los judíos (véase Hechos 23:8), creyendo sorprender a Jesús con una pregunta acerca de la resurrección que ellos negaban. Supusieron el caso de una mujer que se hubiera casado sucesivamente con siete hermanos. Porque, según la ley de Moisés, si moría un hombre sin hijos, el hermano debía casarse con la viuda. Preguntaron a Jesús a cuál de los siete hombres aquella mujer pertenecería en la resurrección. Jesús les respondió: “Erráis, ignorando las Escrituras y el poder de Dios. Porque en la resurrección ni se casarán ni se darán en casamiento, sino serán como los ángeles de Dios en el cielo. Pero, respecto a la resurrección de los muertos, ¿no habéis leído lo que os fue dicho por Dios, cuando dijo: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob? Dios no es Dios de muertos, sino de vivos” (v. 29-32; Éxodo 3:6). Al rehusar creer en la Palabra, los saduceos estaban en el error y no conocían el poder de Dios. La incredulidad, que es siempre corta, limita la esfera del poder de Dios a la del hombre. Solamente la fe puede comprender los pensamientos de Dios, tal como su Palabra los expone. Después de la resurrección, las relaciones naturales no existirán más. Dios las constituyó para la tierra; ellas terminan con la muerte. Ya ahora, cuando se trata de la nueva creación, “todas (las cosas) son hechas nuevas” (2 Corintios 5:17), desde el punto de vista espiritual, y no hay varón ni mujer (véase Gálatas 3:28). Los resucitados no serán ángeles, sino como ellos, en cuanto a la naturaleza del ser. Tendrán cuerpos, mientras que los ángeles no tienen, puesto que son “espíritus” (Hebreos 1:14), y no se casan. Esto lo explicó el Señor en relación al estado de aquellos que resucitarán.

Luego, el Señor suministró a sus interlocutores la prueba de la resurrección. Se basó en el hecho de que Dios, cuando hablaba a Moisés desde la zarza que ardía en fuego (Éxodo 3:6), se llamó el “Dios de Abraham, Dios de Isaac, y Dios de Jacob”. En aquel momento habían transcurrido unos doscientos años desde la muerte del último de estos patriarcas, y no obstante, Dios se llamó su Dios. Así pues, como Dios no es el Dios de los muertos, al llamarse Dios de estos hombres mucho tiempo después de su fallecimiento, daba la prueba de que ellos vivían. Dios no dijo que había sido, sino que era el Dios de Abraham. Además, estos patriarcas no recibieron las cosas prometidas mientras vivían en la tierra (Hebreos 11:13-16). Era necesario, pues, que ellos resucitasen para que pudiesen gozar de ellas; porque, si la muerte separó el alma del cuerpo, esto no sería para siempre. Todos los hombres volverán a encontrarse como Dios los creó, cuerpo y alma reunidos; aquellos que creyeron, para disfrutar de la felicidad eterna, y los que no creyeron, para llevar eternamente la pena de sus pecados.

Cuando las multitudes oyeron la respuesta de Jesús, se asombraron de su doctrina. Si ellas hubieran creído en él, no se habrían extrañado, porque, ¿de qué no es capaz el Hijo de Dios?

En nuestros días son numerosos los saduceos de la cristiandad que inducen a error mediante su supuesta sabiduría. Solo hay un medio para no dejarse desviar por sus razonamientos: creer las Escrituras, creer a Dios antes que a su pobre criatura caída, perdida en las tinieblas que prefirió a la luz divina (Juan 3:19). Llegará un día, el día del Señor, en que todos los hábiles razonadores de este siglo cerrarán la boca. Verán sus errores, pero será demasiado tarde para arrepentirse.

¡Quiera Dios que todos, y particularmente la juventud, cierren sus oídos a la voz engañadora del razonamiento humano, materialista, y escuchen al Señor mientras haya tiempo para hacerlo!

Inclinad vuestro oído, y venid a mí; oíd, y vivirá vuestra alma
(Isaías 55:3).

“Cesa, hijo mío, de oír las enseñanzas que te hacen divagar de las razones de sabiduría” (Proverbios 19:27).

  • 1N. del Ed.: El racionalismo es el sistema filosófico, que funda sobre la razón las creencias religiosas.

El mayor mandamiento

Los fariseos, secta opuesta a los saduceos, una vez más intentaron probar a Jesús con una pregunta referente a la ley: “Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento en la ley?”. Jesús les dijo: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (v. 37-39). Al parecer, los fariseos trataban de determinar la importancia relativa de los distintos mandamientos, a fin de atribuir más mérito a quienes cumplían los más grandes. Jesús les señaló que lo que da a los mandamientos su valor es el motivo que hace obrar: el amor para con Dios y para con el prójimo. Si este amor existe, la ley se cumplirá. “De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas” (v. 40). Los profetas siempre trataron, por amor a Dios y a su prójimo, de hacer volver al pueblo a la observancia de la ley.

Por ser hecho partícipe de la naturaleza divina, el cristiano es capaz de amar a Dios y a su prójimo, de cumplir así el pensamiento de Dios en la ley, y hasta de propasarse respecto a ella. Imitando a Cristo, quien puso su vida por sus enemigos, nosotros debemos poner nuestras vidas por nuestros hermanos (1 Juan 3:16). “El amor no hace mal al prójimo; así que el cumplimiento de la ley es el amor” (Romanos 13:10).

Cristo, ¿de quién es hijo?

Después de haber visto pasar ante él a todos estos interrogadores, el Señor hace una pregunta a los fariseos respecto a sí mismo. Empieza por decir: “¿Qué pensáis del Cristo? ¿De quién es hijo? Le dijeron: De David” (v. 42). Ya que así era, les hizo otra pregunta, desconcertadora para ellos: “¿Pues cómo David en el Espíritu le llama Señor, diciendo: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies? Pues, si David le llama Señor, ¿cómo es su hijo?” (v. 43-45). Si el Hijo de David no hubiera debido ser rechazado por su pueblo, el Espíritu de Dios no habría puesto estas palabras en la boca del rey-profeta en el Salmo 110. Por su rechazamiento, el Señor iba a tomar una posición nueva, recibiría el dominio sobre todas las cosas y esperaría, en la gloria, que Dios pusiera a sus enemigos bajo sus pies. La pregunta del Señor a los fariseos también demostraba la culpabilidad de aquellos que eran considerados como sus enemigos, y los juzgaba.

Nadie le podía responder palabra; ni osó alguno desde aquel día preguntarle más (v. 46).

Los fariseos no quisieron saber nada de esta sabiduría que los confundía. Preferían permanecer en su ignorancia y en su odio contra Jesús, lo que los instigó a desembarazarse de él, privándose ellos mismos de toda esperanza de salvación. ¡Cuántas personas, hoy en día, se hallan en la misma situación!

La inteligencia natural es capaz de comprobar, en cierta medida, la sabiduría y la verdad de las Escrituras y de la persona de Jesús. Pero se aborrece la verdad, porque ella pone al corazón y a la conciencia en presencia de la luz que manifiesta su verdadera condición. Se prefiere no profundizar estas realidades, en lugar de permanecer en presencia de la verdad que conduce al Salvador. Como Félix, en Hechos 24:25, muchos dicen: “Ahora vete; pero cuando tenga oportunidad te llamaré”. La carne rehúsa presentarse delante del Señor; si esperamos hasta que ella consienta hacerlo, hallaremos cerrada la puerta. El momento oportuno es “hoy”. Dejarlo pasar es endurecer su corazón y exponerse a la perdición eterna.