Capítulo 13
La parábola del sembrador
Al principio de este capítulo vemos a Jesús saliendo de la casa y sentándose a la orilla del mar. El Espíritu de Dios nos comunica este hecho intencionadamente. La casa representa a Israel, ahora vacía porque Cristo fue rechazado. Luego el Señor se sentó en una barca y desde allí predicó a las multitudes reunidas. En la Palabra el mar es tomado, muchas veces, como emblema de las naciones en un estado de confusión; en general, los pueblos de la tierra se encontraban en dicho estado. Pero Dios iba a obrar allí ahora. Estos hechos nos indican el cambio que se produjo para los judíos y para las naciones como consecuencia del rechazamiento de Cristo.
Hasta aquel momento Jesús estuvo buscando fruto en Israel, pueblo al que el Señor compara con una viña (cap. 21:33-42; véase también, Salmo 80:8-16; Isaías 5:1-7). Pero, como ya hemos dicho en reiteradas ocasiones, sin la vida de Dios es imposible que el hombre produzca fruto para Dios, a pesar de todos los cuidados que Dios le ha prodigado, como lo hizo con Israel. Para obtener fruto, Dios cambia su manera de obrar: en vez de reclamar de nuestro malvado corazón natural algo bueno que este no puede producir, siembra primeramente su Palabra. Esta produce, si es recibida por la fe, una nueva naturaleza, gracias a la cual Dios puede obtener lo que reclama del hombre. Tal es el cambio presentado por la parábola del sembrador.
Como veremos más adelante, el campo en el cual se siembra la Palabra no es solo Israel. Si bien es claro que el Señor y los apóstoles comenzaron por allí, el Evangelio se esparció por el mundo entero; la tierra en la cual la Palabra se siembra es el corazón del hombre. Esta tierra presenta diferencias designadas por el Señor en la parábola.
En muchos países los terrenos aptos para la siembra se hallan separados de los que no se cultivan. Solo se siembra en tierra buena. En cambio, en ciertas regiones de Oriente, la tierra no cubre completamente los lugares pedregosos; aquí se encuentran breñas, allí un camino que atraviesa el campo y que subsiste a pesar de las labores. El arado evita estas dificultades; pero el sembrador esparce su semilla, la cual en parte cae en esos lugares impropios para producir una cosecha. El Señor halla allí una figura muy apropiada para hacer resaltar los diversos estados del corazón humano puesto en presencia de la Palabra.
He aquí, el sembrador salió a sembrar. Y mientras sembraba, parte de la semilla cayó junto al camino; y vinieron las aves y la comieron. Parte cayó en pedregales, donde no había mucha tierra; y brotó pronto, porque no tenía profundidad de tierra; pero salido el sol, se quemó; y porque no tenía raíz, se secó. Y parte cayó entre espinos; y los espinos crecieron, y la ahogaron. Pero parte cayó en buena tierra, y dio fruto, cuál a ciento, cuál a sesenta, y cuál a treinta por uno. El que tiene oídos para oír, oiga (v. 3-9).
Esta última advertencia se dirige todavía hoy a cada uno, porque “la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios” (Romanos 10:17). Como la tierra de por sí solo puede dar maleza, si no se esparce en ella buena semilla, el corazón natural tampoco podrá dar fruto para Dios, si no recibe, por la fe, esta Palabra. Ella engendrará en el creyente una nueva vida, único medio por el cual se obtendrá el fruto que Dios reclama. Sin esa semilla divina solo se producirá el fruto malo que llevará a quien no crea en la Palabra al juicio, ante el trono blanco, para oír su condenación eterna.
Por qué Jesús hablaba por parábolas
Los discípulos preguntaron al Señor por qué hablaba a las multitudes por parábolas. Con su respuesta Jesús les mostró que desde ese momento hacía una diferencia entre la masa del pueblo y los que escuchaban su Palabra y la recibían (véase cap. 12:46-50). A los discípulos les explicaba las enseñanzas contenidas en las parábolas, enseñanzas que permanecían ocultas para los demás. Solo los que reciben a Cristo tienen la comprensión de los pensamientos de Dios, en aquellos tiempos como hoy. El reino de los cielos no podía establecerse en gloria, como los profetas lo habían anunciado, porque el rey era rechazado. El reino se establecía de una manera misteriosa, y aquí, por sus enseñanzas, el Señor hacía comprender a los discípulos qué forma tomaría este reino hasta su establecimiento en gloria. Por eso él dijo: “Porque a vosotros os es dado saber los misterios del reino de los cielos; mas a ellos no les es dado. Porque a cualquiera que tiene, se le dará, y tendrá más; pero al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado” (v. 11-12). Los que recibían a Jesús entraban en la plenitud de las bendiciones que él traía, mientras el pueblo, que lo rechazaba aunque se vanagloriaba de sus privilegios como pueblo de Dios en la tierra, perdería los privilegios poseídos hasta entonces. Así, por su propia culpa, Israel se privó de todo derecho a la bendición, hasta que fuera recibido en gracia en virtud de la muerte de Cristo.
Y precisamente lo mismo va a suceder con la cristiandad. Hoy en día se celebran las ventajas del cristianismo sobre el paganismo y el judaísmo. Los protestantes se vanaglorian de las luces que poseen después de la Reforma, mientras que los católicos siguen pretendiendo ser la verdadera Iglesia. Pero, ¿qué se hace con Cristo y con su Palabra? ¿A quiénes puede reconocer el Señor como miembros de Su cuerpo en medio de toda esta profesión cristiana? A los que lo recibieron como Salvador y Señor y ponen en práctica sus palabras. A estos será dado más. Pero el resto de lo que el Evangelio trajo al mundo pronto será quitado de la cristiandad para ser reemplazado por las tinieblas de la apostasía que precederá a los juicios. Isaías había anunciado lo que sucedía al pueblo: “Oíd bien, y no entendáis; ved por cierto, mas no comprendáis. Engruesa el corazón de este pueblo, y agrava sus oídos, y ciega sus ojos, para que no vea con sus ojos, ni oiga con sus oídos, ni su corazón entienda, ni se convierta, y haya para él sanidad” (cap. 6:9-10).
Quizá muchos objeten: no es extraño que los judíos no comprendan, si Dios les habla de tal manera que no puedan ver, ni entender, ni ser convertidos. Pero el juicio que en aquel momento alcanzaba al pueblo bajo esta forma, fue pronunciado por Isaías unos ocho siglos antes, ciento cincuenta años antes de la deportación de Judá, unos treinta años antes del fin del reino de Israel. Durante todo ese tiempo el pueblo no tuvo en cuenta la paciencia de Dios, y cuando el Mesías prometido le fue presentado, lo rechazó. Por eso, si ellos no ven, ni entienden, es porque cerraron sus ojos y sus oídos, y rehusaron abrirlos. Dios, que no puede soportar el mal para siempre, les dejó los ojos y los oídos cerrados, como juicio. Es lo que sucederá en la cristiandad con los que no creyeron en el Señor Jesús para ser salvos. Después del arrebatamiento de la Iglesia, Dios les enviará “un poder engañoso, para que crean la mentira, a fin de que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad, sino que se complacieron en la injusticia” (2 Tesalonicenses 2:11-12).
Si usted no lo ha hecho todavía, abra ahora mismo los ojos y los oídos de su corazón a esta maravillosa gracia que le trae la salvación, antes de que llegue el día en que Dios, después de esperar bastante tiempo, se los dejará cerrados por el poder de Satanás. Volverá a abrirlos solo cuando sea demasiado tarde. El Señor dice a quienes lo han recibido, como decía a sus discípulos:
Pero bienaventurados vuestros ojos, porque ven; y vuestros oídos, porque oyen (v. 16).
Los discípulos vieron entonces a Aquel que muchos profetas y justos desearon ver. Oyeron lo que ellos desearon oír. ¡Qué privilegio oír y ver a la adorable persona de Jesús, el Hijo de Dios, quien vino para traer el perdón, la vida, la paz y para abrir el camino de la gloria! Todavía hoy ofrece, a quien quiera aceptarlo, todas las bendiciones que emanan de su muerte en la cruz. ¡Mañana puede ser demasiado tarde!
Explicación de la parábola del sembrador
Jesús explicó a los discípulos las razones por las cuales no hubo fruto en los tres primeros casos mencionados en la parábola del sembrador.
La semilla sembrada junto al camino simboliza el corazón que no comprende la Palabra. ¿Por qué no la comprende? ¿Carece de inteligencia? ¿Es sordo? No, sino que es como el camino, duro, porque todo el mundo pasa por él. Tal es el corazón de aquellos que, ocupados en los asuntos de este mundo, no sienten ninguna necesidad por las cosas de Dios. Al ser indiferentes o incrédulos, la Palabra no les dice nada. Si la oyen no la comprenden; no ponen su corazón en ella. Están distraídos por juegos, lecturas, paseos, como también por sus estudios, el trabajo, los negocios, sin hablar de cosas malas de por sí. La semilla permanece en la superficie y el enemigo está presto para arrebatarla.
La semilla sembrada en los lugares pedregosos representa a aquel que, al contrario, recibe la Palabra con gozo. Está dispuesto a escuchar; la Palabra es agradable a sus sentidos; es alguien que dirá, después de haber escuchado una predicación: «El orador ha hablado bien. Me ha gustado; vendré otra vez para oírlo». Encuentra en ello cierta satisfacción, sobre todo si el predicador sabe conmover los sentimientos. Toma buenas resoluciones; decide frecuentar a los cristianos, incluso a seguir las reuniones, y los que son testigos de ello lo incluyen pronto dentro de los convertidos. Pero, espere, la prueba no tardará. El mundo ve con disgusto los resultados de la Palabra en un alma, por superficiales que sean, de modo que quienes manifiestan los cambios sobrevenidos están expuestos a las burlas, incluso a la persecución y demás tribulaciones. Al ver entonces las penosas consecuencias que provienen del hecho de recibir la Palabra, vuelven atrás y todo se acaba. Como el trigo que brota pronto en los pedregales, pero que el sol seca enseguida porque no tiene raíces. La conciencia no fue ejercitada. El corazón debe ser labrado por la Palabra de Dios para que se produzcan resultados durables. Al principio, la Palabra nunca produce un efecto agradable en los sentidos, porque revela al pecador el estado de su corazón y todo lo malo que hay en él. La comprobación de este hecho produce turbación, terror, incluso desesperación, cuando nace la convicción de que uno está perdido y que solo puede esperar el juicio. He aquí la labranza que desfonda la tierra dura, que elimina las piedras. En el momento fijado por Dios, la Palabra, que presenta a Cristo sufriendo el juicio que el culpable merecía, es recibida por la fe, trayendo el perdón, la paz y el gozo. Al saber de qué fue liberado, el creyente puede soportar toda clase de pruebas. Está arraigado en la verdad, se ha convertido. Produce un fruto que el sol hace madurar, en vez de secar la planta sin raíces.
Luego viene el ejemplo de la semilla que cae en los espinos. Se refiere a aquellos que oyen la Palabra, la que aun produce resultados exteriores, como una caña de trigo en medio de la maleza. Puede alcanzar cierta altura, tener incluso una espiga, pero sin fruto. Las preocupaciones son una clase de espinas que sofocan la Palabra de la vida; son todas aquellas cosas que preocupan al hombre, y ¡cuántas causas de preocupación hay! Pues, para un alma que no ha sido llevada por la Palabra a poner su confianza en Dios, y que no lo conoce como al Padre que comprende sus necesidades, todo es causa de preocupación. Ella siempre está inquieta. Admite que hay que ocuparse de la Palabra, pero esta Palabra pronto se sofoca y no puede producir fruto. Hay otra clase de espinos que ahogan la Palabra, y es precisamente aquello en lo que el hombre pone su confianza: las riquezas. Las deseamos, no estamos cansados de trabajar para obtenerlas. ¿Qué puede hacer la Palabra durante este tiempo? Y al final, ¿qué dan las riquezas? Solo decepción. Somos víctimas de su engaño; no producen satisfacción durable, ni paz. Nos dejan, o bien hay que dejarlas, con un cristianismo sin fruto, sin valor para el alma, ni para Dios.
El cuarto ejemplo nos muestra el grano sembrado en buena tierra. He aquí una persona que entiende la Palabra. Su corazón fue preparado, como lo detallamos más arriba, en el ejemplo de los que fueron sembrados en lugares pedregosos. La conciencia ha sido trabajada por la verdad, y cuando las manifestaciones exteriores de la vida tienen lugar, éstas son el fruto de la vida divina para la gloria de Dios. El fruto es la manifestación de la vida de Dios en el creyente, bajo cualquier forma. Solo este fruto es agradable a Dios y permanece para siempre. ¡Ojalá todos demos fruto, no solamente a treinta o sesenta, sino a ciento por uno! (v. 23). Así como Pablo dijo a los filipenses: “Llenos de frutos de justicia que son por medio de Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios” (cap. 1:11).
Parábolas del reino de los cielos
Después de exponer a los discípulos la parábola del sembrador, que muestra cómo el Señor obra para obtener fruto, Jesús presenta seis parábolas más para explicar los resultados de sus siembras en este mundo, hasta el momento en que establezca su reino en gloria. Es el tiempo en el que la Iglesia está en la tierra y el reino existe en ausencia del rey. Estas parábolas se dividen en dos partes de tres cada una.
1. La forma exterior que toma el reino por la introducción del mal.
2. Lo que es de Dios en este estado, lo que hay para el corazón de Cristo.
Son parábolas del reino de los cielos, el cual resulta de la predicación de la Palabra, mientras que el reino de Israel se hallaba compuesto únicamente por descendientes de Abraham.
La cizaña
El reino de los cielos es semejante a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero mientras dormían los hombres, vino su enemigo y sembró cizaña entre el trigo, y se fue. Y cuando salió la hierba y dio fruto, entonces apareció también la cizaña.
Esta parábola presenta la mezcla de creyentes y de los que no lo son en el reino o la cristiandad, desde el tiempo de los apóstoles. En vez de estar atentos para que la Palabra fuera presentada y mantenida en su pureza, como el Señor y los apóstoles lo enseñaron, los siervos han dejado introducir, con doctrinas falsas, personas sin vida, representadas aquí por la cizaña. Ellas forman hoy la mayoría en la cristiandad.
Al ser evidente esta mezcla, los siervos quisieron enmendarla arrancando la cizaña, pero el Señor dijo: “No, no sea que al arrancar la cizaña, arranquéis también con ella el trigo. Dejad crecer juntamente lo uno y lo otro hasta la siega”. Como estos siervos no supieron impedir que el enemigo sembrara cizaña, menos aún podían extirparla, porque su incapacidad los exponía a arrancar también el trigo.
Muy triste fue el tiempo en que la Iglesia romana, sumida en tinieblas profundas, se atribuyó la función de expurgar de su seno a todos los que ella llamaba herejes, y que, precisamente, eran el trigo. Aprisionaba, torturaba y daba muerte a cualquiera que resistía a sus errores. Con eso demostró que no corresponde al hombre quitar el mal de la tierra, ya que puede tomar lo bueno por malo.
A menudo, personas deseosas de que los verdaderos cristianos no se separen, en su andar, de aquellos que no tienen la vida de Dios, citan esta parábola basándose en las palabras del Señor: “Dejad crecer juntamente lo uno y lo otro hasta la siega”. Pero aquí se trata de quitar de la tierra, de arrancar, de ejercer el juicio sobre aquellos que no poseen la vida, como lo hacía Roma cuando exterminó a los herejes; mientras que al obedecer la Palabra, que ordena a los creyentes separarse de lo malo (véase 2 Timoteo 2:21-22; Efesios 5:7 y sig.; 2 Corintios 6:14-18, y muchos otros pasajes), no se elimina a nadie de la tierra. Estamos en el tiempo de la gracia y no en el del juicio, y por ello, hemos de discernir y guardar lo que conviene al Señor.
En el tiempo de la siega no serán los hombres los que escojan, sino los ángeles. La siega, en la Palabra, es figura del juicio que separa a los malos de los justos. Es lo que el Señor dijo a los discípulos: “Al tiempo de la siega yo diré a los segadores: Recoged primero la cizaña, y atadla en manojos para quemarla; pero recoged el trigo en mi granero”. Ese tiempo está cerca. Fácilmente nos damos cuenta de que la cizaña se ata en manojos, por medio de toda clase de asociaciones, entre las que quien espera al Señor debe seguir su camino en la dependencia de Dios y la obediencia a su Palabra. La cizaña no se ata en manojos el día del juicio, sino previamente, en vista del juicio. El Señor dijo: “Atadla en manojos para quemarla; pero recoged el trigo en mi granero”. El granero es el cielo, adonde todos los creyentes serán llevados, y luego solamente la cizaña será quemada.
La semilla de mostaza
Otra parábola les refirió, diciendo: El reino de los cielos es semejante al grano de mostaza, que un hombre tomó y sembró en su campo; el cual a la verdad es la más pequeña de todas las semillas; pero cuando ha crecido, es la mayor de las hortalizas, y se hace árbol, de tal manera que vienen las aves del cielo y hacen nidos en sus ramas.
Tenemos aquí otro carácter del reino en ausencia del rey. Está representado al principio por algo pequeño, un grano de mostaza, pero que pronto se desarrolla hasta convertirse en un gran árbol. En vez de permanecer con el sentimiento de pequeñez y en la dependencia de Dios, como la Iglesia al principio, la cristiandad llegó a ser una potencia en la tierra, lo que un gran árbol representa en las Escrituras (véase Ezequiel 17:23-24; 31:3-9; Daniel 4:10-12). En lugar de buscar la protección de Dios, ella misma se hizo protectora; abrigó aves, es decir, a hombres que hallaban en ella lo que sus ávidos corazones deseaban. Las aves frecuentemente son citadas con mala significación; su rapacidad las caracteriza. La historia de la Iglesia prueba que así fue en el tiempo de su omnipotencia, cuando tenía a sus pies al poder civil, y coronaba o destituía a los monarcas y alimentaba con sus bienes a los que se cobijaban en sus ramas, al clero particularmente. Así se alejaba y se aleja la cristiandad de lo que la caracterizaba en su origen.
La levadura
“El reino de los cielos es semejante a la levadura que tomó una mujer, y escondió en tres medidas de harina, hasta que todo fue leudado”. Esta es otra forma de mal que caracteriza al reino. La levadura es emblema de la falsa doctrina introducida en el reino, desde el principio, y que penetró en la masa corrompiendo la enseñanza divina. Así, ha hecho del cristianismo una religión que permite a los hombres vivir sin ser inquietados por la verdad que siempre los juzga.
Tales son, pues, los tres aspectos exteriores que caracterizan al reino de los cielos en la ausencia del rey:
1. Una mezcla de lo bueno y lo malo;
2. Una potencia terrenal;
3. La doctrina falsa que lo penetró todo con sus principios corruptores.
Jesús pronunció estas parábolas ante la muchedumbre, según las palabras del Salmo 78:2: “Abriré mi boca en proverbios; hablaré cosas escondidas desde tiempos antiguos”. Luego, despidió a sus oyentes y entró en la casa para explicar a sus discípulos la parábola de la cizaña. Allí les expuso también las tres últimas, en las cuales muestra qué cosas hay para su corazón en medio de las diversas formas de mal que reviste el reino.
Explicación de la parábola de la cizaña
“El que siembra la buena semilla es el Hijo del Hombre. El campo es el mundo; la buena semilla son los hijos del reino, y la cizaña son los hijos del malo. El enemigo que la sembró es el diablo; la siega es el fin del siglo; y los segadores son los ángeles”. Esta explicación apenas requiere alguna otra. Se puede observar el contraste entre la obra del Hijo del Hombre y la del diablo, así como los resultados: los hijos del reino y los hijos del malo, que forman la mezcla en el campo. El fin del siglo es siempre el fin del siglo de la ley, la cual precede el establecimiento del reino en gloria y no el de la Iglesia en la tierra. En ese tiempo los ángeles se pondrán en actividad para atar la cizaña en manojos, y los creyentes serán arrebatados junto al Señor. Entonces comenzarán los juicios.
Hasta ahí, la explicación de la Palabra no excede lo que el Señor dijo al pronunciarla. Pero, en los versículos 40 a 43, Jesús desarrolla enseñanzas nuevas relativas al tiempo de los juicios. “De manera que como se arranca la cizaña, y se quema en el fuego, así será en el fin de este siglo. Enviará el Hijo del Hombre a sus ángeles, y recogerán de su reino a todos los que sirven de tropiezo, y a los que hacen iniquidad, y los echarán en el horno de fuego; allí será el lloro y el crujir de dientes. Entonces los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre. El que tiene oídos para oír, oiga”. Aquí vemos que el sembrador, después de un largo tiempo de paciencia, enviará a sus ángeles para extirpar de su reino a todos los que fueron motivo de escándalo y que anduvieron según su propia voluntad, en vez de reconocer la autoridad del Rey, aunque rechazado y escondido en el cielo; estos son echados en el horno de fuego. Luego, los justos son vistos, no en el reino establecido en gloria en la tierra, sino en el reino de su Padre, la parte celestial del reino, disfrutando de la misma relación que el Hijo tiene con su Padre. Allí resplandecerán como el sol, serán objetos de esta gracia del Padre, quien nos hace aptos, ya hoy, por la fe, para “participar de la herencia de los santos en luz; el cual nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo” (Colosenses 1:12-13). Entonces lo que los santos ya poseen hoy tendrá cumplimiento efectivo en la gloria.
El tesoro
Además, el reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo, el cual un hombre halla, y lo esconde de nuevo; y gozoso por ello va y vende todo lo que tiene, y compra aquel campo.
Después de las diversas dispensaciones1 que se sucedieron en la tierra, en las cuales el Señor no encontró nada que le diera satisfacción, descubre un tesoro, algo que él aprecia; no que sea el mundo quien lo procure, sino que él ve su valor según los consejos de Dios. Deja la gloria, abandona sus derechos como Mesías, vive en la pobreza, renuncia a todo y da su vida para comprar el campo, a fin de poseer el tesoro que este encierra. El campo es el mundo, en el que el Señor halló a sus rescatados. En virtud de su obediencia y de su obra en la cruz, el Señor posee el mundo; compró el campo y un día hará valer sus derechos. Pero, el objeto de su corazón, lo que lo llena de gozo, en vista de lo cual desciende en humillación, es el tesoro que descubrió. Quiere obtenerlo, cueste lo que costare. ¡Qué amor!
- 1N. del Ed.: Una dispensación «es un período durante el cual el hombre es puesto a prueba con referencia a cierta revelación específica de la voluntad de Dios» (C. I. Scofield). Por ejemplo: la ley (Éxodo 19:8; 24:7); la gracia (Juan 1:18); el reino futuro de Cristo (Efesios 1:10).
La perla preciosa
También el reino de los cielos es semejante a un mercader que busca buenas perlas, que habiendo hallado una perla preciosa, fue y vendió todo lo que tenía, y la compró.
Aquí se trata únicamente de la compra de la perla de gran precio para el corazón del Señor: su Iglesia, cuya belleza él ve, tal como se la presentará un día. Como para adquirir el campo, vende todo lo que tiene, siendo Dios se anonada, se despoja de toda su gloria para pagar el precio necesario con el fin de obtenerla. “Amó a la Iglesia, y se entregó a sí mismo por ella” (Efesios 5:25), para poseerla eternamente. ¡Qué precio tiene ella para su corazón, como también tienen todos los que se beneficiarán de su sacrificio hasta la muerte, la muerte de cruz. A través de la historia sombría del reino, presentada en las tres primeras parábolas, el Señor ve relucir este tesoro, esta perla, permanente objeto de su gozo y de su amor.
Algunas veces se oye decir que esta perla es Cristo, a quien el pecador quiere obtener a cualquier precio; pero aunque Cristo sea deseado por un alma atormentada, y él llegue a serle precioso cuando sea rescatada, la parábola no se aplica a ella. Nadie puede comprar el campo, como tampoco la perla. Todo es ofrecido gratuitamente al pecador, en cambio Cristo no posee gratuitamente a sus rescatados. Vendió todo lo que tenía. Descendió a la muerte para liberarlos de ella.
La red
Asimismo el reino de los cielos es semejante a una red, que echada en el mar, recoge de toda clase de peces; y una vez llena, la sacan a la orilla; y sentados, recogen lo bueno en cestas, y lo malo echan fuera.
La red representa el Evangelio proclamado en el mundo, el mar de los pueblos. El cristianismo, resultado de esta predicación, fue abrazado como religión por las masas que llevan el nombre de cristianos –que son los peces encerrados en la red– masas compuestas por los que tienen la vida y por los que no la tienen. Ahora bien, como en las tres últimas parábolas, aquí se trata de lo que es bueno; los pescadores, comprobando los resultados de la pesca, se ocupan solo de los peces buenos. En la parábola de la cizaña era preciso dejar crecer todo hasta la siega, aunque los siervos querían ocuparse de la mala hierba para destruirla; pero ese no era el momento, ni su tarea. Aquí, los siervos de Dios solo tienen que ocuparse de los buenos, para ponerlos en cestas, es decir, apartar a los creyentes del mundo y reunirlos alrededor de Cristo. Es el trabajo actual de los obreros del Señor: dejar fuera a los malos y no ocuparse de ellos, sino para anunciarles la salvación, servicio que aquí no se menciona.
Además, el Señor explica lo que se hará después, en el fin del siglo. Habrá también una selección confiada no a los siervos de Dios, sino a los ángeles, porque aquellos son los ejecutores de la voluntad de Dios en su gobierno. “Así será”, dijo Jesús, “al fin del siglo: saldrán los ángeles, y apartarán a los malos de entre los justos, y los echarán en el horno de fuego; allí será el lloro y el crujir de dientes”.
Durante el tiempo de los juicios, los ángeles se ocuparán únicamente de los malos, a fin de quitarlos de la tierra, en vista del establecimiento del reino en gloria, como lo vimos al final de la parábola de la cizaña.
Y si no todos los peces reunidos en la red eran buenos, ¿cómo podía un pescador judío diferenciar los buenos de los malos? Por la Palabra de Dios que enseñaba cuáles eran los animales limpios y cuáles los inmundos. Si el judío hallaba dificultad para decidir la especie de un pez, solo tenía que consultar el rollo de la ley en el libro de Levítico; allí encontraba que los buenos peces tenían aletas y escamas (cap. 11:9-10). Todos los que no presentaban estas características eran inmundos, a pesar de lo bueno que podían parecer a juicio del pescador.
Lo mismo sucede actualmente. Si un siervo de Dios quiere reconocer, entre los que llevan el nombre de cristianos, cuáles deben ser puestos aparte, como poseedores de la vida divina, no puede confiar en su propio juicio; debe recurrir a la Palabra, la cual indica los caracteres de los verdaderos creyentes, simbolizados por los peces buenos. Para no dejarse desviar del camino del Señor, el creyente debe tener lo que corresponde a las aletas, a saber, la capacidad de ir contra la corriente de este mundo, gracias a la energía que otorga la vida de Dios. Las escamas representan la capacidad de resistir a la influencia del mundo en medio del cual debemos vivir, sin ser de él. “Lo que es nacido de Dios vence al mundo” (1 Juan 5:4). Así, todos los que llevan en su marcha estas pruebas de la vida de Dios deben ser separados de aquello que tiene solamente la profesión cristiana, sin la vida.
¿Lleva usted los caracteres del buen pez? En caso afirmativo, usted sabe dónde está su lugar. Si no, conviértase, por la fe en una nueva creación, antes del terrible momento en que Dios haga “su extraña obra… su extraña operación” (Isaías 18:21), cuando ejecute su juicio echando a los malos en el horno de fuego, allí donde será el lloro y el crujir de dientes.
Cosas viejas y cosas nuevas
Luego que los discípulos afirmaron que habían entendido todas estas cosas, el Señor añadió:
Por eso todo escriba docto en el reino de los cielos es semejante a un padre de familia, que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas viejas.
Las “cosas viejas” son el reino tal como fue anunciado en el Antiguo Testamento, el reino en gloria; y las “cosas nuevas” son el reino en la forma que tomó después del rechazamiento del rey, que es el tema de las parábolas de este capítulo. Vemos, por estas palabras del Señor, la gracia magna concedida a los que son hechos sus discípulos en este nuevo estado de cosas, al recibir al Señor. Tienen la comprensión de los pensamientos de Dios respecto al tiempo presente y al porvenir. Esto es particularmente verdadero para la Iglesia.
Jesús en su país
Cuando Jesús terminó de pronunciar estas parábolas, volvió a su tierra, probablemente a Capernaum. Y “les enseñaba en la sinagoga de ellos, de tal manera que se maravillaban”. ¡Qué amor! ¡Qué paciencia! A pesar de conocer muy bien los pensamientos de su pueblo respecto a él, seguía enseñándoles. Estaban maravillados porque no veían en él más que al hijo del carpintero. Su madre, sus hermanos y hermanas se encontraban entre ellos. Era la prueba de que él no difería de otro hombre. “¿De dónde, pues, tiene este todas estas cosas?”, se preguntaban. ¡Cuán verdadero es el dicho profético: Han cerrado sus ojos para no ver y sus oídos para no oír! Verdaderamente el Señor podía decir: “Si yo no hubiera venido, ni les hubiera hablado, no tendrían pecado… Si yo no hubiese hecho entre ellos obras que ningún otro ha hecho, no tendrían pecado; pero ahora han visto y han aborrecido a mí y a mi Padre” (Juan 15:22-24).
En vez de ver en él a Emanuel, Dios con nosotros (Mateo 1:23), se escandalizaron a causa de él. Jesús aceptó esto, diciendo:
No hay profeta sin honra, sino en su propia tierra y en su casa.
La incredulidad del pueblo impidió al Señor hacer allí muchos milagros. ¡Qué responsabilidad para este pobre pueblo! La potestad de Dios y su gracia aún están a disposición de todos, por medio de la fe, hoy en día como entonces. ¿Quién podrá quejarse si no sacó provecho de ellas?