Mateo

Mateo 28:1-4

Capítulo 28

Las mujeres que presenciaron la sepultura de Jesús guardaron el sábado, según la ley. Pero, preocupadas por su Señor y por los cuidados que querían proporcionar a su precioso cuerpo, María Magdalena y la otra María, madre de Jacobo y de José (Marcos 15:40, 47; 16:1), se dirigieron al sepulcro al amanecer el primer día1 de la semana. Esta visita les hizo comprobar que no había ningún cambio desde la víspera, y esperaron la mañana para ungir el cuerpo de Jesús (Marcos 16:2).

Los versículos 2 a 4 nos dicen lo que sucedió durante la noche. “Y hubo un gran terremoto; porque un ángel del Señor, descendiendo del cielo y llegando, removió la piedra, y se sentó sobre ella. Su aspecto era como un relámpago, y su vestido blanco como la nieve. Y de miedo de él los guardas temblaron y se quedaron como muertos”. Solo Mateo relata la abertura del sepulcro por el ángel. En los otros evangelios, cuando llegan las mujeres, encuentran la tumba abierta y vacía. También es solo Mateo quien refiere las precauciones tomadas por los judíos para evitar que se diga que Jesús resucitó. Dios permitió que los judíos vigilaran el sepulcro para darles, por medio de sus propios guardas, el testimonio irrecusable de la resurrección de su Hijo; así quedaría demostrada su propia locura. Sin embargo, los jefes seguían aferrados a sus pensamientos (v. 11-15). Después del relato de los guardas que hacía evidente la resurrección de Jesús, se reunieron y dieron una buena cantidad de dinero a los soldados, a fin de que dijesen que sus discípulos habían hurtado el cuerpo del Señor mientras ellos dormían. Aún hoy los judíos dan crédito a esta versión.

Por este testimonio vemos que la incredulidad es el resultado de la voluntad perversa del hombre. Uno es incrédulo porque no quiere creer. Muchos dicen que no pueden creer, pero el hecho es que no quieren. El corazón natural no se complace en creer las cosas tales como Dios las dice, aunque el incrédulo no quiera reconocerlo. Porque si el hombre culpable ante Dios cree lo que Dios dice, se halla en falta y condenado. Si en su orgullo busca evitar este reproche, permanece en su incredulidad; pero si acepta lo que Dios dice de él, se halla en el camino de la salvación. En el día de la gracia que vivimos actualmente, la misma Palabra, que presenta el estado del hombre pecador y perdido, presenta también el medio de salvación. El Señor tuvo que decir a los judíos:

No queréis venir a mí para que tengáis vida
(Juan 5:40).

Delante del sanedrín, cuando los jefes le preguntaron si él era el Cristo, Jesús respondió: “Si os lo dijere, no creeréis” (Lucas 22:67). Así ellos permanecían en su incredulidad, y por consiguiente, bajo el juicio (véase Juan 3:18, 8:24). Esa será la porción de quienquiera que no crea.

  • 1Los judíos contaban los días desde una puesta de sol hasta la otra, es decir, desde la tarde hasta la tarde siguiente (véase Levítico 23:32).

La aparición del ángel

Cuando llegaron al sepulcro, las mujeres encontraron al ángel que había quitado la piedra. Ellas también tuvieron miedo al verle (Lucas 24:5), pero él les dijo: “No temáis vosotras; porque yo sé que buscáis a Jesús, el que fue crucificado” (v. 5). Aquellos que aman al Señor y lo buscan no tienen nada que temer. Hoy, como entonces, el mundo puede estar en su contra, pero, al estar ellos del lado de Dios respecto a su Hijo, los ángeles, estos espíritus ministradores, sirven a su favor (Hebreos 1:14). ¡Qué paz da al corazón tener por objeto al Señor Jesús!, sobre todo conociéndolo como lo conocemos hoy y como estas santas mujeres pronto llegaron a conocerle: un Cristo resucitado que venció la muerte y liberó “a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre”, puesto que destruyó “al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo” (véase Hebreos 2:14-16). Para el incrédulo, para aquel que quiere complacerse en el mundo que rechazó a Cristo, solo hay temor. “No hay paz para los malos, dijo Jehová” (Isaías 48:22).

El ángel confirmó a las mujeres lo que Jesús había dicho en cuanto a su resurrección: “No está aquí, pues ha resucitado, como dijo”. Ellas lo desconocieron. La fe que tenían en Jesús como Mesías viviendo en la tierra, había oscurecido las verdades concernientes a su rechazamiento, verdades que iban a introducirlas en bendiciones más grandes que aquellas que el Mesías habría traído, si hubiese sido recibido. Pero el afecto que le tenían les abría la inteligencia y les hacía gozar de las bendiciones que emanaban de su muerte. “El que busca, halla”, dijo Jesús (Mateo 7:8). Si uno busca al Señor, él se revela de una manera que siempre sobrepasa lo que uno es capaz de desear de él. Recordemos que el verdadero camino de la inteligencia espiritual es el amor por Cristo. El Señor dice de quien le ama y demuestra este amor por la obediencia: “Y yo le amaré, y me manifestaré a él” (Juan 14:21). Así les aconteció a estas mujeres. El ángel añadió: “Venid, ved el lugar donde fue puesto el Señor. E id pronto y decid a sus discípulos que ha resucitado de los muertos, y he aquí va delante de vosotros a Galilea; allí le veréis. He aquí, os lo he dicho” (v. 6-7). ¡Feliz noticia! En vez de ungir el cuerpo de Jesús, iban a verlo vivo. “Entonces ellas, saliendo del sepulcro con temor y gran gozo, fueron corriendo a dar las nuevas a sus discípulos” (v. 8). Cuando nuestro corazón se regocija con alguna verdad, no la podemos guardar para nosotros, sino que nos convertimos en un medio para llevar el gozo y la bendición a otros. En el camino, Jesús les salió al encuentro, diciendo: “¡Salve! Y ellas, acercándose, abrazaron sus pies, y le adoraron” (v. 9). Uno siempre saca provecho cuando obedece la Palabra y tiene al Señor como objeto del corazón: “Me manifestaré a él”, dijo Jesús. ¡Qué gozo para estas mujeres volver a hallar vivo a Aquel que habían buscado entre los muertos! ¡Qué gozo para todos los creyentes, cuando lo veamos en su hermosura! ¡Que todos anhelemos con más ardor este momento glorioso y cercano, para gozar de él mejor de lo que lo hacemos en la tierra! Para que este deseo sea más vivo, debemos buscarlo ahora en mayor medida, porque, para desear ver a una persona, previamente hay que conocerla.

Jesús repitió a estas mujeres el mensaje que el ángel les había encargado, empleando una expresión que caracteriza el relato en el evangelio según Juan (cap. 20:17), o sea, un título precioso para los suyos. El ángel había dicho: “Decid a sus discípulos”, y Jesús les dijo: “Dad las nuevas a mis hermanos para que vayan a Galilea, y allí me verán” (v. 10). En virtud de la muerte de Cristo, que puso fin a todo lo que caracterizaba al hombre en Adán, pecador y perdido, el creyente es introducido en una posición nueva, la de Cristo resucitado. Él es uno con Cristo, como lo leemos en Hebreos 2:11: Él “no se avergüenza de llamarlos hermanos”, porque los que santificó se hallan en la misma relación que él con su Dios y su Padre. En el evangelio según Juan Jesús dice: “Vuestro Dios” y “vuestro Padre”.

Jesús y sus discípulos en Galilea

En el mensaje del ángel a las mujeres, reiterado por el Señor, hallamos la respuesta a una necesidad real de ver al Señor, necesidad que el Espíritu de Dios reconoce en todo creyente. Por eso se repitió en ambas ocasiones: “Allí le veréis”. Más tarde, para satisfacer esta necesidad en los discípulos, testigos de la ascensión del Señor, dos ángeles fueron enviados para decirles:

Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo
(Hechos 1:11).

Muchos pasajes anuncian esta venida, no solamente para decir que dejaremos las miserias de esta tierra, sino para que estemos con el Señor. El apóstol Pablo termina la revelación de la venida de Cristo para arrebatar a los suyos, diciendo: “Y así estaremos siempre con el Señor” (1 Tesalonicenses 4:17). Pero, queridos lectores que aman al Señor, mientras esperamos el momento glorioso en que lo veamos tal como es y seamos semejantes a él, tenemos el privilegio de verlo por la fe, presente en medio de los santos reunidos en su nombre en esta tierra. De esto gozaron los discípulos a quienes las mujeres les habían transmitido el mensaje del Señor. “Los once discípulos se fueron a Galilea, al monte donde Jesús les había ordenado. Y cuando le vieron, le adoraron” (v. 16-17). Él “les había ordenado”: la Palabra del Señor es autoridad para el creyente. Una vez conocido su pensamiento, este pasa a ser una orden, y cada una de sus palabras un mandamiento. Los discípulos obedecieron y vieron entonces al Señor. Nosotros tenemos este mismo privilegio aunque el Señor esté ausente corporalmente. Él mismo nos invita, diciendo: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18:20). Es un gran privilegio poder responder al deseo expresado por Aquel que murió, no solo para sustraernos del juicio de Dios, sino también para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos (Juan 11:52). Nada tiene más fuerza que la autoridad del amor que nos invita a encontrarnos con Jesús en esta tierra, mientras esperamos hacerlo en el cielo. ¿Cómo podríamos desear su regreso para estar con él, y descuidar la reunión de los creyentes alrededor de Su persona en la tierra? Todos aquellos que responden al deseo expresado por el Señor, encontrándose allí donde prometió su presencia, reciben un gozo y una bendición infinitamente más grandes que los que se reúnen simplemente para oír una exposición de la Palabra o un discurso por el hermano o predicador de su elección. Porque reunirse con este propósito, es preferir el siervo al Maestro. Sin duda, el Señor puede utilizar a un hermano para que lleve bendición; pero esta será mayor para los que hayan buscado primeramente la presencia del Señor, por obediencia a su Palabra y para responder al deseo de Su corazón.

En el mensaje dirigido a los discípulos hallamos un principio importante; se trata del lugar donde se puede ver al Señor. Para los discípulos, ese lugar era Galilea. ¿Por qué no era el templo de Jerusalén, donde Jehová había puesto su nombre y desde donde la bendición debía y debe derramarse sobre toda la tierra? Porque la presencia de Dios ya no estaba en el lugar que en otro tiempo llamó su casa. Fue rechazado en la persona de Jesús. Un nuevo orden de cosas ha sido introducido, un orden de cosas celestial –aunque su esfera se halla en la tierra– cuyo centro es Cristo rechazado y despreciado. Los que siguen a Cristo obedeciendo a su Palabra lo buscan allí donde él les ordena ir. Es todo lo que necesitan. Participan del desprecio manifestado a su nombre por parte del mundo, amante de una religión que satisface sus propios deseos, sin obedecer los mandamientos del Señor. Los judíos de Judea despreciaban el país de Galilea; pero, según este evangelio, el Señor se retiró precisamente a esta región cuando se enteró del encarcelamiento de Juan el Bautista, y allí se cumplió la mayor parte de su ministerio.

Recordemos que el desprecio del mundo acompañará siempre la fidelidad al Señor, pero el oprobio de Cristo es más glorioso que todo lo que el hombre puede estimar.

El relato de la resurrección corresponde al carácter de todo el evangelio según Mateo, en el cual Jesús es presentado como Mesías. Habiendo vivido especialmente entre los pobres galileos, después de su muerte se encontró otra vez en medio de aquellos que lo recibieron. Allí les dio órdenes, no para Israel, sino para todas las naciones, a fin de que fueran introducidas, por el bautismo cristiano, en el terreno en el cual era reconocida su autoridad, para que se conformasen a las enseñanzas que él dio a los suyos. El bautismo se haría en el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo, plena revelación de Dios en gracia, en contraste con Jehová, el Dios de Israel. Según esta revelación, la bendición se extendería por encima de los límites de Israel. Jesús les aseguró que estaría con ellos –Emanuel, Dios con nosotros (véase cap. 1:23)– hasta “la consumación del siglo” (cap. 13:39-40; 28:20, V. M.), es decir, hasta el momento en que establezca su reino en gloria.

La ascensión del Señor no se menciona en este evangelio, porque aquí el Espíritu de Dios presenta a Jesús ocupando un lugar en medio de sus discípulos en la tierra, como remanente de su pueblo enviado por el mundo entero. El Señor les prometió su presencia hasta el fin, pues había recibido plena autoridad en los cielos y en la tierra.

En estas últimas palabras del Señor vemos que su fidelidad permanece a favor de los suyos. Al principio del evangelio se presentó a su pueblo como Emanuel, “Dios con nosotros”; pero, como rechazado, ha venido a ser Emanuel para aquellos que lo reciben, hasta que el pueblo lo reconozca. Por eso todos los que han creído en él pueden contar con esta promesa hasta el fin.

¡Dios quiera que todos los creyentes sintamos la necesidad de gozar de esta valiosa promesa y experimentarla para gloria de Aquel que tanto nos amó!