Mateo

Mateo 10

Capítulo 10

La misión de los doce apóstoles

Al final del capítulo anterior, Jesús dijo a los discípulos que rogaran al Señor de la mies a fin de que enviara obreros a su mies. Aquí, él mismo los envió. Pues, a pesar de su humillación, él era el Señor de la mies, el Señor de todo. Se revelaba como tal anunciando a su pueblo que el reino de los cielos se había acercado. Hoy día, se sirve de su autoridad para dar la vida eterna, como lo leemos en Juan 17:1-2: “Padre, la hora ha llegado; glorifica a tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti; como le has dado potestad sobre toda carne, para que dé vida eterna a todos los que le diste”. Más tarde, el Señor usará de esta misma autoridad para ejercer el juicio sobre los que no hayan querido nada de él mientras dure el tiempo de su larga paciencia.

Jesús llamó a sus doce discípulos, nombrados “apóstoles” o “enviados” y los mandó de dos en dos, con el fin de que anunciasen a los judíos que el reino de los cielos se había acercado. Ya dijimos que lo que caracteriza al evangelio según Mateo, es que Jesús se presenta a Israel como Mesías. Este es un hecho que resalta muy claramente de las instrucciones que él dio a sus discípulos: “Por camino de gentiles no vayáis, y en ciudad de samaritanos no entréis, sino id antes a las ovejas perdidas de la casa de Israel” (v. 5-6). Juan el Bautista ya se había dirigido a Israel, y ahora el Mesías hacía proclamar a ese mismo pueblo la proximidad del reino de los cielos. En cambio, la predicación del Evangelio de la gracia a todos los hombres solo tuvo lugar después del rechazamiento de Cristo. Ya hemos hablado acerca de la diferencia que existe entre el Evangelio del reino y el Evangelio de la gracia que se predica actualmente.

Jesús confirió a los doce apóstoles el poder de hacer milagros. De esta manera ellos presentaban ante el pueblo el poder con el que se establecería el reino, el cual era necesario para liberar al hombre de las consecuencias del pecado y del poder de Satanás. Al predicar el reino de los cielos, ellos debían sanar enfermos, resucitar muertos, limpiar leprosos, echar fuera demonios. Todo este poder será puesto en actividad nuevamente cuando se establezca el futuro reinado de Cristo. Por eso los milagros, hechos por los discípulos al predicar el Evangelio, son llamados en Hebreos 6:5 “los poderes del siglo venidero”.

Los discípulos habían recibido gratuitamente y debían obrar de la misma manera, sin hacer provisión alguna para el camino. El mismo Rey los enviaba a Israel, donde su autoridad debía ser reconocida. Más tarde, cuando el rechazamiento del Rey fue un acto consumado, cuando el Señor pasó por el sufrimiento de la cruz, habló a sus discípulos de una manera muy diferente, pues en aquel momento eran los enviados de un Cristo rechazado (Lucas 22:35-36). Por el momento, los portadores de una nueva tan gozosa como la del acercamiento del reino de los cielos pondrían al pueblo a prueba: aquellos que los recibieran disfrutarían de la paz que les llevaban; pero, si la casa o ciudad en la cual los discípulos entraban no era digna y ellos no eran recibidos, al salir, debían sacudir el polvo de sus pies como testimonio en contra de ella. El Señor añadió: “De cierto os digo que en el día del juicio, será más tolerable el castigo para la tierra de Sodoma y de Gomorra, que para aquella ciudad”. A pesar de que los habitantes de estas ciudades fueron tan pecadores, no son responsables de haber despreciado un privilegio tan grande, como lo hicieron aquellas ciudades de Israel, las cuales, en vez de recibir al Mesías, desde mucho tiempo anunciado por los profetas, le dieron muerte. Por consiguiente, después de este rechazamiento, el tiempo de la larga paciencia de Dios para con su pueblo llegó a su fin. Israel fue rechazado y dispersado entre las naciones, hasta que sea nuevamente reunido y bendecido, según las promesas inmutables de Dios, en virtud de la “sangre del nuevo pacto” derramada en la cruz (Mateo 26:28).

Persecuciones venideras

Hasta el versículo 15, el Señor da a los discípulos las instrucciones necesarias para su servicio durante el tiempo que va a transcurrir antes de su muerte; después, las que revisten un valor más general y abarcan todo el período que transcurre entre su primera venida y su gloriosa venida como Hijo del Hombre (v. 23), y eso siempre en relación con Israel. Pues, después de la muerte del Señor, los discípulos ejercieron su ministerio en medio del pueblo, antes de ir a proclamar el Evangelio a las naciones. En aquel entonces debían ser prudentes como serpientes y sencillos como palomas, porque eran como ovejas en medio de lobos. “Prudentes como serpientes”, equivale a decir que es preciso tomar en cuenta la oposición que existe en un ambiente hostil, haciendo solo lo necesario en pro de la causa a servir. Además, hay que ser sencillo como palomas, actuar sin cálculo cuando se discierna la necesidad de obrar. “Creí; por tanto hablé” (Salmo 116:10); hay que hablar, sin inquietarse por las consecuencias.

Como enviados del Rey rechazado, los discípulos serían entregados a los concilios, azotados en las sinagogas, llevados ante gobernadores y reyes, por causa del Señor y como testimonio a los judíos y a las naciones. No padecieron ninguna de estas tribulaciones mientras el Señor estaba con ellos; sin embargo, inmediatamente después de su muerte, según lo leemos en los Hechos de los Apóstoles, las sufrieron todas. Soportarán las mismas tribulaciones aquellos que anuncien el establecimiento del reino por Cristo, después del arrebatamiento de la Iglesia y antes de la venida del Hijo del Hombre. Pero ese tiempo será corto. Por eso el Señor dice, refiriéndose a él: “No acabaréis de recorrer todas las ciudades de Israel, antes que venga el Hijo del Hombre” (v. 23); el momento de esta aparición será tan súbito como él de un relámpago (cap. 24:27).

Jesús imparte a sus discípulos todas las instrucciones y los estímulos necesarios para el período de su ministerio en medio de los judíos, el que transcurre desde esta primera misión hasta el momento en que él venga otra vez para establecer su reino en gloria.

Estos estímulos e instrucciones se aplican también a los siervos y a los testigos del Señor en la actualidad, porque la oposición a la cual los creyentes de todos los tiempos deben hacer frente lleva siempre el mismo carácter. El corazón natural se opone a Dios, odia la luz y la verdad, cualquiera sea la forma en que éstas le son presentadas; sobre todo si uno declara ser de Cristo en el mundo que lo ha rechazado.

Los discípulos no debían inquietarse cuando tuvieran que responder a sus captores. Si el Señor los dejaba en la tierra, él les enviaría al Espíritu Santo que es espíritu “de poder, de amor, y de dominio propio” (2 Timoteo 1:7), y les daría en el momento justo las palabras que tendrían que decir. El Señor dice, en Lucas 21:15: “Porque yo os daré palabra y sabiduría, la cual no podrán resistir ni contradecir todos los que se opongan” (véase también Marcos 13:11).

El odio contra el Señor es capaz de apagar todos los sentimientos naturales; un hombre puede entregar a la muerte a su hermano, un padre a su hijo, y los hijos a sus padres (v. 21). La historia de la Iglesia ha provisto numerosos ejemplos de esta triste verdad, y es humillante hacer constar que tales hechos casi no se presentan sino cuando se trata de los intereses de Cristo. Ha habido motivos de divisiones y de guerras que no tuvieron nada que ver con el Evangelio; sin embargo, ninguno de ellos puso al hombre en un estado de odio tal que le impidiera tomar en cuenta los afectos más íntimos, según se ha visto en las persecuciones sufridas por los fieles, tanto de parte de los judíos, como de Roma, fuese esta pagana o cristiana. ¡Qué triste prueba de su enemistad contra Dios ha dado el corazón humano, sobre todo cuando estuvo en relación con la gracia! ¡Cómo hace resaltar esto la infinita grandeza del amor de Dios, que ha dado a su Hijo unigénito, a fin de perdonar tales pecados y hacer de tales pecadores, por la fe, sus muy amados hijos!

Los discípulos debían recordar que todo lo que les fuera hecho, le había sido hecho a su Maestro.

El discípulo no es más que su maestro, ni el siervo más que su señor. Bástale al discípulo ser como su maestro, y al siervo como su señor (v. 24-25).

Es alentador pensar que el Señor fue el primero en pasar por las pruebas y los sufrimientos; algunos incluso se atrevieron a llamarlo Beelzebú. Entonces, no es nada sorprendente que se trate a los siervos como se ha tratado al Maestro.

No temer a los hombres

Pero ellos no debían temer a los hombres, por malvados que estos fuesen, porque llegaría el día en que Dios lo manifestaría todo a la luz. ¡Que hablen atrevidamente! Si bien su testimonio puede conducirlos a la muerte, ¡no deben temer a los que matan el cuerpo, porque no pueden matar el alma! Hay que tener un temor reverente hacia Dios, porque él sí puede destruir “el alma y el cuerpo en el infierno”1 (v. 26-28).

El Señor indica de una manera enternecedora que Dios se ocupa de los más pequeños detalles que se relacionan con los suyos, y que nada sucede sin Su voluntad. Los pajarillos tienen poco valor para los hombres, ya que se venden dos de ellos por un cuarto; no obstante, ni uno de ellos cae a tierra sin que nuestro Padre lo permita. Para mostrar la grandeza del interés que Dios demuestra por los suyos y cuánto le afecta todo lo que nos concierne, el Señor dice:

Pues aun vuestros cabellos están todos contados. Así que, no temáis; más valéis vosotros que muchos pajarillos (v. 29-31).

Estas palabras, que han animado a los discípulos en todos los tiempos, también son una fuente de paz y de descanso para nosotros. Aunque no pasemos por las persecuciones crueles de los tiempos pasados, constantemente tenemos necesidad de recordar que nuestro Dios y Padre cuida de nosotros con un amor más grande que el de una madre, a fin de que, echando sobre él todos nuestros motivos de inquietud, podamos servirlo sin distracción. ¿Qué madre contaría los cabellos de sus hijos? David conoció los tiernos cuidados y la bondad infinita de Dios, pues dijo: “Aunque mi padre y mi madre me dejaran, con todo, Jehová me recogerá” (Salmo 27:10).

Confiándonos así en el amor de Dios, no temamos las consecuencias de nuestra fidelidad al confesar el nombre del Señor, aunque pueda causarnos pena, porque algún día esta fidelidad hallará su recompensa en el cielo. Allí, en la presencia de su Padre, el Señor mencionará por sus nombres a los que hayan sido fieles, pero negará a los que hayan tenido vergüenza de él en esta tierra (v. 32-33); estos “cobardes”, citados en Apocalipsis 21:8, tendrán su parte con todos los rebeldes pecadores en el lago que arde con fuego y azufre.

  • 1N. del Ed.: Esta es la pérdida mayor –la separación eterna de Dios– para los que rehúsan Su salvación.

Tomar su cruz y seguir al Maestro

Aunque los discípulos anunciaran el reino de los cielos, y el mismo Rey estuviera presente en la persona de Jesús, no debían esperar que el Señor estableciera la paz en la tierra en ese tiempo. Él lo hará un día. Para eso, quitará a los malos por medio de los juicios. Allí, Jesús estaba obrando en gracia, sin ejecutar juicio alguno. Pero, a causa de la malignidad de los hombres, el efecto de su venida no fue la paz, sino disensión, como ya hemos visto en el versículo 21. Hoy en día, Dios soporta al malo que se levanta contra aquel que recibe al Señor, y el creyente debe soportarlo, sin temer los sufrimientos que provienen de su fidelidad. El Señor señala que no hay que negar la verdad para evitar la guerra que puede estallar hasta en el seno de una familia (v. 36-39). Si, para no tener que sufrir el oprobio, alguien prefiere agradar a los suyos antes que al Señor, no es digno de él. El discípulo debe tomar su cruz y seguir al Maestro, es decir, aplicar la muerte a todo lo que la carne pudiera amar, si lo que ella ama ocupa el sitio que pertenece a Cristo e impide, en consecuencia, obedecerle. No solamente debe abandonar hasta lo más íntimo que comparta con su familia, sino también renunciar a su propia vida. Porque si amamos nuestra existencia en la tierra más que al Señor, la perderemos. Y si por amor a Jesús uno la pierde al no buscar su propia satisfacción, la hallará por la eternidad (v. 40-42).

La salvación de todo hombre depende de cómo acoja la Palabra de Dios, anunciada por sus siervos. Cualquiera que reciba a un emisario de esta Palabra, recibe al Señor mismo, y aquel que lo recibe, recibe a Dios que lo ha enviado. Lo mismo sucede para quien recibe a un profeta; porque es un enviado de Dios, este tiene a los ojos de Dios el valor de un profeta. Es lo mismo para un justo. El que dé a uno de estos pequeños, a un creyente, un vaso de agua fría porque es discípulo de Cristo, no perderá su recompensa. El valor de nuestros actos depende de los móviles que nos impulsan. La persona de Jesús tiene tal valor para Dios que todo lo que es hecho para él en este mundo que lo ha rechazado tiene un precio inestimable, el cual será manifestado por la recompensa con la que Dios premiará a los que hicieron algo para su muy amado Hijo.

La salvación depende absolutamente de cómo recibamos a Cristo y su Palabra, pues, por obras, nadie puede obtenerla. Cuando el Hijo del Hombre venga y se siente en el trono de su gloria con las naciones a su alrededor, permitirá que los que están a su derecha entren en el reino, por haber recibido a los enviados del Señor, a los que llama “estos pequeñitos”, y por haberles hecho bien; porque al recibirlos lo habrán recibido a él mismo (Mateo 25:31-46). Este capítulo se refiere a estos enviados. La oposición del mundo a Cristo es tal que el Señor dice, en Marcos 9:40: “El que no es contra nosotros, por nosotros es”.

Por otra parte, no olvidemos que si la salvación depende simplemente de la aceptación de Cristo por la fe, fue necesario que este precioso Salvador sufriese en la cruz todo lo que habíamos merecido. Para los que lo han recibido, este pensamiento debería incitarlos a seguirlo y a ser sus fieles testigos. Y para aquellos que aún no lo han recibido, ¿puede haber algo más sublime que este amor para atraer sus corazones, a fin de que no descuiden por más tiempo una salvación tan grande? Porque, ¿cómo escapar del juicio, si se rechaza a Aquel que soportó este mismo juicio en lugar del culpable?