Mateo

Mateo 9

Capítulo 9

La curación de un paralítico

El Señor pasó al otro lado del mar y volvió a su propia ciudad, Capernaum. Allí le trajeron un paralítico, echado en una cama. “Y al ver Jesús la fe de ellos, dijo al paralítico: Ten ánimo, hijo; tus pecados te son perdonados”. Aquí también vemos que Jesús responde a la fe de aquellos que traen al paralítico. En Marcos 2, vemos que la energía de esta fe vence todas las dificultades para llevar al enfermo a la presencia del Señor. Este relato contiene, entre otras cosas, una lección de la cual todos necesitamos sacar provecho. Como ya lo hemos dicho, la parálisis es una figura de la incapacidad en la cual se halla el hombre, a causa del pecado, para hacer cualquier cosa a fin de tener la vida. Es necesario, pues, que los que poseen la nueva vida ayuden a aquellos que todavía carecen de ella, como hicieron esos hombres, quienes, trayendo el paralítico al Señor, tenían fe en su curación. Cada cristiano puede hacer algo para poner a un pecador en contacto con la potencia sanadora, sea hablando del Señor en el momento propicio, sea invitando a escuchar una predicación del Evangelio, o distribuyendo tratados, aprovechando todas las ocasiones para atraer las almas al Salvador. Ante todo es menester presentarlas a él por medio de la oración. Se conocen muchas conversiones producidas por intermedio de niños, que fueron de esta forma portadores de paralíticos. No podemos convertir a nadie; pero sí podemos indicar el camino de la salvación, constreñir a entrar en la sala de boda a los que se mantienen fuera (Lucas 14:23). ¡No olvidemos la enseñanza que nos da la fe de las personas que trajeron el paralítico a Jesús!

Cuando algunos escribas oyeron al Señor decir al paralítico: “Tus pecados te son perdonados”, lo acusaron de blasfemo. Pero el Señor, conociendo sus pensamientos, les dijo: “¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones? Porque, ¿qué es más fácil, decir: Los pecados te son perdonados, o decir: Levántate y anda? Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados (dice entonces al paralítico): Levántate, toma tu cama, y vete a tu casa” (v. 4-6). Estos escribas no reconocían a Jesús como Jehová, quien visitando a su pueblo cumplía lo que dice el Salmo 103:3:

Él es quien perdona todas tus iniquidades, el que sana todas tus dolencias.

El dueño de esta potestad, en la tierra, era el Hijo del Hombre, título que toma siempre el Señor rechazado. Tan fácil le era decir: “Los pecados te son perdonados”, como: “Levántate y anda”. Bajo el gobierno de Dios en medio de su pueblo, el que se hallaba atacado por una enfermedad, lo era a causa de ciertos pecados que había cometido, de modo que curar a tal hombre era perdonarle sus pecados. Ahora bien, solo Dios podía hacer eso. Él estaba allí en la persona de Jesús para curar enteramente a Israel, con tal que este quisiera recibirle. Al ver este milagro, las muchedumbres se maravillaron y glorificaron a Dios, que había dado tal poder a los hombres. Lo comprobaban, pero eso no quiere decir que creyeran que este Hijo del Hombre era Jehová, Emanuel (Dios con nosotros). Los hombres se emocionan con la potestad de Dios antes que dejarse atraer por su amor. Sin embargo, los sentimientos producidos al ver los milagros no salvan; es necesario tener fe en la persona del Señor y en su Palabra.

El llamamiento de Mateo

“Pasando Jesús de allí, vio a un hombre llamado Mateo, que estaba sentado al banco de los tributos públicos, y le dijo: Sígueme. Y se levantó y le siguió. Y aconteció que estando él sentado a la mesa en la casa, he aquí que muchos publicanos y pecadores, que habían venido, se sentaron juntamente a la mesa con Jesús y sus discípulos” (v. 9-10).

Si Jehová estaba en medio de su pueblo, era con base en la gracia y obrando según esta; no tomaba en consideración lo que era el hombre para actuar a su favor. El Señor quiso asociarse a hombres –los apóstoles– para cumplir su obra de amor y de poder en medio de su pueblo, según lo vemos en el capítulo siguiente. Para eso no escogió a un fariseo o a un doctor de la ley, porque nada de lo que caracterizaba a estos hombres religiosos, ni a ningún otro, los cualificaba para tal llamamiento. Eligió a un recaudador de impuestos, un hombre despreciado por los judíos a causa de su vocación. La gracia lo formaría para Su servicio (véase Marcos 1:17). Los recaudadores, que cobraban los tributos para los romanos, muchas veces obraban de mala fe, de forma arbitraria, así como lo dijo Juan el Bautista a los que venían a él (Lucas 3:13). En consecuencia los judíos, quienes difícilmente soportaban el yugo de los romanos, despreciaban profundamente a los que aceptaban estas funciones. Los colocaban entre los pecadores, gente de mala vida; los excluían de sus sinagogas y su testimonio público no tenía ningún valor. Pero Dios no mira los defectos del hombre, como tampoco sus cualidades, para ocuparse de él. Vino a traer la gracia a todos, porque todos, sin distinción, estaban perdidos. Los fariseos, que estimaban ser superiores a los otros, al ver a Jesús sentado a la mesa con los publicanos y los pecadores, dijeron a los discípulos: “¿Por qué come vuestro Maestro con los publicanos y pecadores? Al oír esto Jesús, les dijo: Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. Id, pues, y aprended lo que significa: Misericordia quiero, y no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores, al arrepentimiento” (v. 11-13; véase Oseas 6:6). ¡Qué hermosa definición de la gracia puesta en medio de ellos en la persona de Jesús! Quiere hacer misericordia a todos, porque Dios no puede aceptar ningún sacrificio ofrecido por el hombre amancillado por el pecado. Cuando un hombre se reconoce pecador perdido, puede acudir al Salvador y recibir el perdón de sus pecados; pero mientras se cree justo y permanece en su estado de perdición, no puede apreciar la gracia. Y de esta forma se halla en oposición a la Palabra de Dios que dice:

No hay justo, ni aun uno
(Romanos 3:10).

El vino nuevo y los odres viejos

Vinieron a Jesús los discípulos de Juan el Bautista, preguntándole: “¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos muchas veces, y tus discípulos no ayunan? Jesús les dijo: ¿Acaso pueden los que están de bodas tener luto entre tanto que el esposo está con ellos? Pero vendrán días cuando el esposo les será quitado, y entonces ayunarán” (v. 14-15). El Señor compara la posición de sus discípulos con la de los amigos de un esposo el día de la boda; llenos de gozo con su presencia, el ayuno no les convendría. En efecto, ¿podía alguien ayunar si comprendía quién era este Maestro divino, si disfrutaba de los favores de su presencia y de su actividad? Los discípulos eran objetos de su amor, pues ellos hallaron, como lo dijo Felipe a Natanael, “a aquel de quien escribió Moisés en la ley, así como los profetas” (Juan 1:45). Vemos cuán poco comprendieron los discípulos de Juan quién era Aquel de quien su Maestro había dicho: “El amigo del esposo, que está a su lado y le oye, se goza grandemente de la voz del esposo; así pues, este mi gozo está cumplido” (Juan 3:29). En su respuesta a los discípulos de Juan, el Señor también tenía ante sí su rechazamiento, que acarrearía momentos de tristeza y de ayuno para los suyos; de esto les habló en Juan 16:16-20. El Señor se sirve de figuras para mostrar que su gracia es enteramente nueva (v. 16-17), algo que no puede ser contenido en las formas legales del judaísmo, como tampoco conviene a la propia justicia de los fariseos. “Nadie pone remiendo de paño nuevo en vestido viejo; porque tal remiendo tira del vestido, y se hace peor la rotura. Ni echan vino nuevo en odres viejos; de otra manera los odres se rompen, y el vino se derrama, y los odres se pierden; pero echan el vino nuevo en odres nuevos, y lo uno y lo otro se conservan juntamente”. En efecto los odres, en los cuales en Oriente se conservan los líquidos, cuando son viejos, no soportan la fuerza de la fermentación del vino nuevo. De ahí viene el ejemplo que el Señor toma para mostrar que todo debe ser nuevo bajo el régimen de la gracia que él introducía en este mundo. El sistema legal, que se dirigía al hombre natural con el fin de probarlo, no podía concordar con la gracia que no lo consideraba en absoluto, fuese judío o gentil, religioso o gran pecador, sino que obraba libremente para todos aquellos que tenían necesidad de ella.

La resurrección de una joven

Mientras el Señor hablaba así, un jefe de la sinagoga, llamado Jairo, se acercó a él, diciéndole: “Mi hija acaba de morir; mas ven y pon tu mano sobre ella, y vivirá”. Jesús lo siguió al instante, acompañado por sus discípulos. En el camino, una mujer enferma de flujo de sangre desde hacía doce años –imagen de la vida que se va– se acercó por detrás y tocó el borde de su manto, diciendo dentro de sí: “Si tocare solamente su manto, seré salva. Pero Jesús, volviéndose y mirándola, dijo: Ten ánimo, hija; tu fe te ha salvado. Y la mujer fue salva desde aquella hora”. Cuando Jesús llegó a la casa de Jairo, encontró a los flautistas tocando música fúnebre, según la costumbre oriental en caso de un fallecimiento, y a la muchedumbre que hacía alboroto. Mandándoles a todos que se apartasen, les dijo: “La niña no está muerta, sino duerme. Y se burlaban de él. Pero cuando la gente había sido echada fuera, entró, y tomó de la mano a la niña, y ella se levantó. Y se difundió la fama de esto por toda aquella tierra” (v. 18-26). En contraste con los que no reconocían a Jesús, da gusto ver la fe del padre que sabe que si Jesús toca a su hija muerta, ella vivirá, y la fe de la mujer, segura de su curación por tocar tan solo la franja de su vestido. Por encima de todo, admiramos el amor infatigable del Señor Jesús, siempre dispuesto a responder a las necesidades de todos los que acuden a él. Este era su alimento, la satisfacción de su propio corazón.

Tenemos también en estos hechos una enseñanza figurada que nos revela el propósito del ministerio de Jesús respecto a Israel. La joven muerta representa el estado de muerte moral de la nación. El Señor vino para despertar a Israel, para llamarlo a la vida; sin embargo, esto solo acontecerá en los tiempos del fin, ya que el Señor fue rechazado. Entretanto, todos los que individualmente sienten la gravedad de su estado, como esta mujer, y tienen fe, pueden aprovechar la potestad y el amor del Señor para ser curados. Así sucedió con todos los judíos que recibieron al Señor; y esa gracia se extiende a todos los que creen, en cualquier lugar, esperando la resurrección moral de Israel.

La curación de dos ciegos y un mudo

“Pasando Jesús de allí, le siguieron dos ciegos, dando voces y diciendo: ¡Ten misericordia de nosotros, Hijo de David! Y llegado a la casa, vinieron a él los ciegos; y Jesús les dijo: ¿Creéis que puedo hacer esto? Ellos dijeron: Sí, Señor. Entonces les tocó los ojos, diciendo: Conforme a vuestra fe os sea hecho. Y los ojos de ellos fueron abiertos” (v. 27-30).

Estos ciegos presentan otro lado del estado moral de Israel –como de todo hombre–, ciego, incapaz de aprovechar la luz que vino en la persona de Jesús, sin la intervención de su poder que solo responde a la fe. Pues, en medio del triste estado de la nación, aquellos que apelaban al Hijo de David, hallaban en él la respuesta a su fe y aprovechaban lo que ofrecía a todo el pueblo: la luz que falta a todo hombre inconverso. Jesús prohibió a los ciegos divulgar lo sucedido, así como lo había hecho con el leproso (cap. 8:4). Pero ellos publicaron Su fama por toda aquella tierra. El Señor no quería excitar la curiosidad de las multitudes. Vino para responder a las necesidades de los pecadores, y no para buscar la gloria de los hombres. Por eso, en el capítulo 8:18, cuando vio en pos de él a las muchedumbres, pasó al otro lado del mar.

“Mientras salían ellos, he aquí, le trajeron un mudo, endemoniado. Y echado fuera el demonio, el mudo habló” (v. 32-34). El mutismo también representa uno de los caracteres del estado moral del hombre caído: este no puede hablar como tampoco puede ver. No puede decir nada del amor de Dios, ni de las perfecciones de Jesús, como tampoco de las cosas celestiales que no conoce. Pero el Señor está allí para librarlo del poder de Satanás y hacerlo capaz de hablar de él, de ver sus bellezas, de seguirlo y, como en el caso de la suegra de Pedro, servirle. ¡Feliz cambio, debido a la gracia perfecta como al poder de Dios! Esto es pasar de muerte a vida, de las tinieblas a la luz, del poder de Satanás al de Dios. ¡De cuánta gloria es digno el Señor, desde ahora y por toda la eternidad!

Las multitudes asombradas dijeron: “Nunca se ha visto cosa semejante en Israel. Pero los fariseos decían: Por el príncipe de los demonios echa fuera los demonios” (v. 33-34). Si la presencia de Jesús es más insoportable al mundo que la de Satanás, su actividad en gracia y en amor llena de odio y de envidia a los orgullosos fariseos, la gente religiosa del pueblo judío. Ellos sienten su pequeñez frente a la grandeza del Señor Jesús; temen ver disminuir su propio prestigio ante los hombres. Por lo tanto, para salvaguardar el carácter de su pretendida misión divina a los ojos del pueblo, no temen atribuir al diablo el poder del Hijo de Dios, rechazándolo así formalmente y cometiendo lo que se llama “blasfemia contra el Espíritu” (cap. 12:31), para la cual no hay perdón.

Ovejas sin pastor

A pesar de ser el objeto del odio, a través del cual su pueblo manifestaba abiertamente que no quería nada de él, Jesús proseguía su obra, predicando el Evangelio del reino en las ciudades y en las aldeas, poniendo su poder y su amor a disposición de quien los necesitara. Sanaba toda enfermedad y toda dolencia (v. 35).

A pesar de la oposición de los jefes, las muchedumbres tenían necesidades.

Y al ver las multitudes, tuvo compasión de ellas; porque estaban desamparadas y dispersas como ovejas que no tienen pastor (v. 36).

Los que habían ocupado el lugar de pastores en medio del pueblo –sacerdotes, escribas y fariseos– no se preocupaban por el rebaño; sacaban de él todas las ventajas posibles para su propio provecho. Jehová se los reprochó por medio del profeta Ezequiel, quien anunció la venida del Buen Pastor que cuidaría de sus ovejas (Ezequiel 34). La maldad de los conductores de Israel, su infidelidad para con el rebaño y el odio que profesaban a Jesús, eran motivos suplementarios para que el verdadero Pastor cumpliera su obra de amor con los miserables. Por eso dijo a sus discípulos: “A la verdad la mies es mucha, mas los obreros pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies” (v. 36-38).

¡Cuán maravilloso es el amor infatigable del Señor! Es como una fuente refrescante y pura que sigue apaciblemente su curso. Cuando choca con una roca dura, se desvía de ella para llevar a otro lugar su acción bienhechora. Esta fuente de gracia y de vida ¿encuentra un corazón duro en usted? Déjese ablandar por la bondad de Dios que le guiará al arrepentimiento, a fin de que la fuente de salvación no se desvíe de usted para siempre, sino que, por el contrario, pueda cantar con toda sinceridad:

Fuente de vida, de gozo y luz pura,
Fuente de dicha abierta a la fe;
Célica paz y divina ternura,
Por nos aquí, Jesús siempre fue.

Fuente de amor, constante y profunda,
Brotas por nos del santo lugar;
Fuente de Dios, dulce, en saber fecunda,

De Ti nuestra alma quieres llenar.

Gozoso aquel que cual árbol viviente,
Por Ti plantado junto al raudal;
Se arraiga, crece y halla plenamente
Delicia en Ti ¡Fuente celestial!

De fruto abunda y lozano prospera,
De pruebas mil no teme el ardor;
Dichoso aquel que en el erial bebiera

De Ti, Jesús, ¡Fuente del amor!