Mateo

Mateo 25

Capítulo 25

La parábola de las diez vírgenes

He aquí una parábola del reino de los cielos, estado que existe mientras el rey es rechazado, pero en el cual le rinden testimonio aquellos que lo recibieron y lo conocen. El Señor presenta aquí una de las formas de este reino (ya vimos otras en el capítulo 13). Lo compara con diez vírgenes que salieron al encuentro del esposo. La llegada del esposo, tal como se realiza todavía en Oriente, tiene lugar por la noche. Entonces, hay que darle luz para permitirle entrar en la sala de bodas. Precisamente a este servicio son llamadas las vírgenes, lo que les otorga el privilegio de entrar con el esposo a las bodas.

Estas diez vírgenes, tomando sus lámparas, “salieron a recibir al esposo”. Representan a todos los que recibieron el Evangelio, y que desde entonces profesan el cristianismo. El Evangelio fue predicado a los judíos y a los gentiles; todos aquellos que lo aceptaron se apartaron del judaísmo y del paganismo que habían practicado como religión; salieron para esperar al Señor. El cristianismo vital, tal como se practicaba en los primeros tiempos de la Iglesia, se caracterizaba por la viva espera de la venida de Cristo. Era notorio cómo los tesalonicenses se convirtieron “de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo” (1 Tesalonicenses 1:9). Pero pronto entraron en este testimonio público personas que profesaban el cristianismo como religión, sin haber nacido de nuevo, sin la potestad del Espíritu que hace brillar la vida de Dios, como el aceite que hace arder la lámpara. Ellas son representadas por las cinco vírgenes insensatas. En efecto, ¡qué locura comprometerse a alumbrar al esposo, quizá toda una noche (porque no se sabía a qué hora vendría), sin tomar consigo el aceite necesario para alimentar su lámpara! Las vírgenes prudentes tomaron el aceite en sus vasijas, porque eran conscientes de su servicio. Ellas representan, pues, a aquellos que, en la cristiandad, tienen la vida de Dios. El Espíritu hace brillar los caracteres de esa vida en la noche moral en que se halla el mundo hasta el regreso de Cristo.

¡Desgraciadamente, como el esposo tardaba, “cabecearon todas y se durmieron”! (v. 5). Los creyentes, así como los profesantes cristianos, descuidaron el anhelo del regreso de Cristo. La influencia adormecedora de la noche produjo sus efectos tanto en los unos como en los otros. Es necesaria una energía constante para no dormirse, ya que no es natural estar despierto durante la noche; hace falta que el corazón sea cautivado por un objeto. Ahora bien, si este objeto no es Cristo, el cristiano se duerme pronto; sigue el curso del mundo, lo que es natural para la carne.

A la medianoche se oyó un clamor: ¡Aquí viene el esposo; salid a recibirle! (v. 6).

Hay que salir de nuevo, no del judaísmo y del paganismo, como al principio, sino del estado de adormecimiento en que toda la cristiandad cayó por falta de vigilancia. En la primera mitad del siglo 19 se produjo un despertar, cuando volvieron a hallar en la Palabra la verdad concerniente a la venida del Señor. Todas las vírgenes, por decirlo así, se levantaron y prepararon las lámparas. Pero las lámparas de aquellas que no tenían aceite se apagaron pronto, pues, ¿para qué avivar una mecha sin aceite para alimentarla? Es inútil querer reformar una religión sin vida; ella no produce luz para el Señor, el aceite falta. Los frutos de una naturaleza religiosa no son producidos por el Espíritu Santo, y no pueden mantenerse. “Y las insensatas dijeron a las prudentes: Dadnos de vuestro aceite; porque nuestras lámparas se apagan” (v. 8). Las vírgenes prudentes solo podían enviar a sus compañeras a la fuente, “a los que venden”. El creyente posee la vida y el Espíritu Santo para sí mismo; pero no puede comunicarlos a otros. “Pero mientras ellas iban a comprar, vino el esposo; y las que estaban preparadas entraron con él a las bodas” (v. 10). Ellas cumplieron con el servicio para el cual fueron llamadas. Su sitio estaba con el esposo en el salón de bodas. “Y se cerró la puerta”. ¡Cuán terrible es esa puerta cerrada que nadie puede abrir, y que separa eternamente a aquellos que están en el gozo y la luz, de los que se hallan en las tinieblas y los llantos! Eso trae a la memoria aquella puerta que Dios mismo cerró ante un mundo impío que iba a ser engullido por las aguas (Génesis 7:16). Las otras vírgenes se acercan, diciendo: “¡Señor, señor, ábrenos! Mas él, respondiendo, dijo: De cierto os digo, que no os conozco” (v. 11-12). ¡Respuesta terrorífica! El esposo necesitaba a estas vírgenes para que le dieran luz a su arribo, pero ellas no se hallaban allí. Por lo tanto, no sabe qué hacer con ellas en el salón de bodas. “Velad, pues, porque no sabéis el día ni la hora en que el Hijo del Hombre ha de venir” (v. 13).

Querido lector, es posible que usted no esté preparado; entonces no juegue con el tiempo. Conocemos el que transcurrió, pero ignoramos el que está delante. El tiempo de la gracia es limitado; llegamos a su término. El clamor “¡aquí viene el esposo!” se oyó cuando la verdad del retorno de Cristo fue redescubierta y proclamada por toda la cristiandad. Este clamor solo precede por un instante a la llegada del esposo. Se alegará que este regreso no es inminente. Pero, al contrario, se ha acercado a nosotros tanto más. Y, además, no olvidemos “que para con el Señor un día es como mil años, y mil años como un día” (2 Pedro 3:8). No nos corresponde discutir con Dios acerca del tiempo, porque este le pertenece. El Señor llama insensato a aquel que decidía el tiempo, durante el que podía festejar y regocijarse (Lucas 12:19). Nos estremecemos al pensar que tantas personas, incluso hijos de cristianos, se encuentren en el cortejo de las vírgenes insensatas, porque no tendrán la vida, ni el Espíritu Santo, y no manifestarán luz alguna para el próximo regreso de Cristo. Por eso, repetimos, hay que poseer estas cosas hoy para estar seguro de tenerlas más tarde. Si usted cree que todavía queda tiempo, puesto que hasta hoy ya ha transcurrido mucho tiempo, rechace este pensamiento que condujo a tan gran número de personas al abismo. Ya que ese día puede ser hoy, acepte hoy la salvación, porque mañana usted podría clamar, con sus compañeros de desgracia, detrás de la puerta cerrada: “¡Señor, Señor, ábrenos!”, y recibir esta única y solemne respuesta: “De cierto os digo, que no os conozco”. El Señor podría decirle también: «Yo te llamé tantas y tantas veces. Te dije que el tiempo era corto, que yo iba a venir. Pero dejaste pasar ese tiempo precioso, prefiriendo disfrutar del mundo y de todo lo que en él hay; ahora es demasiado tarde, demasiado tarde». Incluso si alguno conociera el día de su muerte, o el día de la venida del Señor, nadie se atrevería a asegurar que él aprovecharía ese tiempo para convertirse. Quizás usted conoce la historia de un joven advertido en un sueño que, dentro de un año y un día, descendería al infierno. Tal advertencia debería haberlo conducido a Cristo; pero, si bien produjo en él una impresión profunda en aquel momento, el mundo ganó otra vez terreno, y un año y un día después de su sueño, desaparecía en el abismo, cargado con todos sus pecados.

Llamadles, oh llamad;
El Juez pronto vendrá.
Sí, sí, apresurad,
Que el día pasa ya.

“Velad, pues, porque no sabéis el día ni la hora”. Así termina el Señor esta solemne parábola de las diez vírgenes. ¡Quiera Dios que esta parábola no sea presentada en vano a nadie!

La parábola de los talentos

“Porque el reino de los cielos es como un hombre que yéndose lejos, llamó a sus siervos y les entregó sus bienes” (v. 14). Este hombre es Cristo, que vino al mundo, a los suyos; no fue recibido, y tuvo que irse por un tiempo. Sabemos dónde se halla ahora. “Sus bienes” provienen de su venida a la tierra y de su obra en la cruz; conforme a Su sabiduría los confía a cada uno de sus siervos para que los valoren durante su ausencia; a su regreso, él recibirá el provecho. Tenemos aquí, pues, otro aspecto de la conducta y la responsabilidad de los que esperan al Señor. En el capítulo 24 vimos el servicio del siervo, que tiene por tarea alimentar a los que habitan la casa con él. La parábola de las vírgenes habla de la luz de la vida divina que debe brillar en vista del regreso de Cristo. Aquí se trata de los bienes que la gracia nos trajo. Debemos hacerlos fructificar en este mundo para el provecho del Señor.

A un siervo el Señor dio cinco talentos, a otro, dos, y a un tercero dio uno. A su regreso, mucho tiempo después, como los siervos tuvieron el tiempo de comerciar, el señor arregló cuentas con ellos. Los dos primeros habían duplicado las cantidades que les fueron confiadas. Por lo tanto, el señor dijo a cada uno de ellos: “Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor” (v. 21). Con Dios las recompensas sobrepasan infinitamente los servicios prestados. Dios siempre obra en gracia, aunque al mismo tiempo recompensa el trabajo hecho para él. “Sobre mucho te pondré” es una participación preciosa en el dominio del Señor, como en su gozo. Estos siervos habían gozado del amor de Dios y de su comunión mientras duró el trabajo. El conocimiento de la persona del Señor les procuró la energía necesaria para servirlo fielmente, de modo que su feliz parte no es solamente ser puesto sobre mucho, sino entrar en el gozo de Aquel que gozará también, de una manera infinita, del fruto del trabajo de su alma (Isaías 53:11).

¡Qué diferencia cuando el Señor se dirigió al que había recibido un talento! Este no hizo nada con lo que le fue confiado; lo escondió en la tierra. Fue perezoso, porque no conocía el carácter de su señor, aunque dijo: “Señor, te conocía que eres hombre duro, que siegas donde no sembraste y recoges donde no esparciste; por lo cual tuve miedo, y fui y escondí tu talento en la tierra; aquí tienes lo que es tuyo” (v. 24-25). No se podría hallar una apreciación más opuesta a la verdad en cuanto al carácter del Señor: este Maestro que vivió en la pobreza a fin de enriquecernos (2 Corintios 8:9); de cuya “plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia” (Juan 1:16); el Hijo del Hombre que

No vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos
(Mateo 20:28);

el Hijo del Padre, “manso y humilde de corazón” (Mateo 11:29). Si este siervo realmente creía que debía rendir cuentas a un amo duro hubiera trabajado con energía para satisfacerlo. Solo el conocimiento de la gracia, cuya expresión en la tierra fue el Señor Jesús, puede proporcionar la energía para trabajar con celo e inteligencia en el servicio del Maestro. A pesar de todos los bienes que el Señor dejó en este mundo para su servicio, solo puede emplearlos a Su beneficio, quien posee un conocimiento vital del Señor. De lo contrario, el talento está escondido en la tierra. Si se conoce a Cristo, su amor llena el corazón; da el celo y la inteligencia necesarios para trabajar para él. Si este amor falta, nada puede cumplirse y nos hacemos de Dios una falsa idea. Solo se puede conocer a Dios por medio de Cristo, quien lo reveló en su amor infinito. Sin este conocimiento hay desconfianza en Dios, algo que introdujo Satanás en el corazón del hombre el día de la caída, cuando le hizo creer que Dios no le daba toda la felicidad, porque lo privaba del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal. El hombre creyó a Satanás y desde entonces tuvo una falsa opinión de Dios. Pese a que su conciencia le reprochaba sus faltas, no se humilló ante Dios, sino que le acusó de ser la causa de su desgracia. En su amor infinito, Dios quiso mostrar al hombre que, al contrario, él era el único capaz de dar la verdadera felicidad. En la persona de su Hijo unigénito, vino a la tierra trayendo el perdón y la paz. Pero, para conocerle de esta manera, es necesario aceptar a Cristo; pues si Cristo es rechazado, Dios lo es también, y el hombre permanece en su estado de pecado para siempre.

El Señor dice del siervo perezoso: “Quitadle, pues, el talento, y dadlo al que tiene diez talentos. Porque al que tiene, le será dado, y tendrá más; y al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado. Y al siervo inútil echadle en las tinieblas de afuera; allí será el lloro y el crujir de dientes” (v. 28-30). El siervo perezoso es llamado “inútil” y es condenado como tal. Solo hay verdadera utilidad en lo que se hace para Cristo. Nada de toda la actividad humana, por hermosa y productiva que pueda ser o parecer, subsistirá en la eternidad, salvo lo que se hizo con el conocimiento vital de Cristo y para él. Únicamente podemos tener a Cristo por objeto si lo poseemos como nuestra vida.

El hecho de que el talento fue quitado a este hombre y dado al que tenía diez, comprueba el principio que quien es fiel recibe cada vez más. Cuanto más crecemos en el conocimiento y la obediencia a Dios, tanta más bendición recibimos, y esta bendición es una porción eterna en la presencia del Señor. Todos los beneficios del cristianismo del que el mundo religioso hace gala y se jacta, en contraste con las naciones todavía sumidas en la idolatría, le serán quitados un día, cuando los que conocieron y sirvieron al Señor entren en su gozo y reciban una bendición abundante y eterna.

¡Que todos podamos conocer cada vez más a Cristo, a fin de obtener, por este conocimiento, la capacidad de cumplir un servicio cuyos resultados serán eternos! ¡Escojamos, como María, la buena parte que no nos puede ser quitada, ni aquí, ni en la eternidad! (Lucas 10:42).

El trono del Hijo del Hombre

Cuando el Hijo del Hombre venga para liberar al remanente judío de las terribles persecuciones mencionadas en el capítulo 24, se sentará en su trono y juzgará a las naciones, a las cuales haya sido proclamado el Evangelio del reino (véase cap. 24:14). Este Evangelio invitará a los hombres a temer a Dios y a darle gloria (Apocalipsis 14:6-7), anunciándoles que al que deben reconocer como rey es al Señor que vendrá del cielo, y no a los soberanos impíos y poderosos que se levantarán entonces en la tierra, gracias al poder de Satanás.

“Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria, y todos los santos ángeles con él, entonces se sentará en su trono de gloria, y serán reunidas delante de él todas las naciones”. Probablemente a este hecho se refiere el profeta Joel (cap. 3:2, 12). Además de las naciones reunidas ante él, se presenta otra clase de personas, aquellas que el Señor llama: “Mis hermanos más pequeños” (v. 40-45), a saber, los mensajeros que anunciarán el Evangelio del reino a las naciones que no hayan oído el Evangelio de la gracia durante la actual dispensación.

El Hijo del Hombre es comparado con un pastor que separa las ovejas de los cabritos. Pone las ovejas a su derecha y los cabritos a su izquierda. Conoce a sus ovejas. Se distinguen de los cabritos porque recibieron a los mensajeros del Rey –quienes, soportando muchas privaciones, dolores y persecuciones, les trajeron el Evangelio del reino–, servicio que el Señor considera como si fuera prestado a él mismo. Así lo dijo a sus discípulos, cuando los envió a anunciar el mismo Evangelio (cap. 10:40, 42). “El que a vosotros recibe, a mí me recibe; y el que me recibe a mí, recibe al que me envió… Y cualquiera que dé a uno de estos pequeñitos un vaso de agua fría solamente, por cuanto es discípulo, de cierto os digo que no perderá su recompensa”. El Señor toma en consideración todo lo que hacen a uno de los suyos, sea bueno o malo, como si fuese hecho a él mismo. Por eso dijo a Saulo, cuando lo detuvo en el camino a Damasco: “¿Por qué me persigues?”. Saulo no sabía que persiguiendo a los que creían en el Señor, perseguía al Señor en la gloria. Hoy aún sucede así a causa de la unión que existe entre Cristo y los suyos, ya que cada creyente es miembro del cuerpo de Cristo. Debemos, pues, manifestar a cada uno de ellos la benevolencia, el respeto, la consideración y el amor que son debidos al Señor. Porque nosotros también seremos manifestados en su presencia, aunque no al mismo tiempo que las naciones. Véase 2 Corintios 5:9-10: “Por tanto procuramos también, o ausentes o presentes, serle agradables. Porque es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo”.

A los que están a su diestra, el rey dirá: “Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo”. Preciosa bendición, favor que confiere disfrutar del reino del Hijo del Hombre. Estos benditos hallarán una felicidad perfecta en la tierra, donde, después de tantos sufrimientos, reinarán la justicia y la paz. Pero estos privilegios hacen resaltar la superioridad de los que los creyentes de hoy día ya poseen por la fe. Pertenecen a la Iglesia, que participará en este hermoso reinado como esposa del Rey, y no como súbdita de este reino. Los cristianos, además de ser benditos del Padre, son hijos de Dios. El Señor Jesús los identificó consigo mismo en la posición que ocupa actualmente como hombre resucitado y glorificado; así lo reveló a sus discípulos el día de su resurrección (Juan 20:17). Hoy nuestras bendiciones son espirituales y celestiales en Cristo, preparadas antes de la fundación del mundo (Efesios 1:3-4), mientras que el reino, heredad del pueblo bendecido en la tierra, está preparado desde la fundación del mundo, y durará solo mil años (Apocalipsis 20:6-7). Sin embargo, todos los creyentes que participen en el reinado de Cristo se hallarán también en la nueva tierra que esperamos todos, y eso para siempre, cuando la tierra y los cielos actuales hayan pasado (2 Pedro 3:13; Apocalipsis 21:1).

A aquellos que están a su derecha el Rey les recordará lo que hicieron por él:

Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis; estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí (v. 35-36).

Todo esto permite comprender las penosas circunstancias por las que pasarán los enviados del Señor para llevar el Evangelio a las naciones, en un tiempo de tinieblas en el que todos estarán unidos para oponerse al reinado de Cristo. Pero desde lo alto de su morada gloriosa, el Señor velará por ellos y apreciará todo lo que se haga en beneficio de cada uno de aquellos que él llama “sus hermanos”; a su tiempo serán manifestadas las consecuencias de la conducta de cada uno: los justos disfrutarán la bendición que les fue anunciada.

Ninguno de los justos creerá haber prestado tales servicios al Rey. No lo habían hecho por una recompensa. No habían pensado en el alcance de sus actos para con los hermanos del Rey. Pero el Señor, en su bondad, tendrá en cuenta hasta el menor servicio hecho para él, cumplido muchas veces sin brillo delante del mundo, tal vez despreciado por los hombres, pero apreciado por Dios quien discierne los motivos que hacen actuar. Son el fruto del amor por él, aunque el que actúa no se dé cuenta de ello. El día en que todo sea manifestado, Dios mostrará lo que tiene valor para su corazón. Nuestros más apreciados servicios por Cristo serán, sin duda alguna, aquellos cuyo valor nos haya preocupado menos, pero que habrán sido el fruto natural del afecto por Cristo, puesto en práctica durante toda nuestra vida, en los más pequeños detalles, como asimismo los cuidados prodigados a los hijos de Dios en las circunstancias difíciles que atravesamos todos. Dicho en una palabra: todo lo que fue hecho para Su nombre.

A los que están a su izquierda, el Rey dirá: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; fui forastero, y no me recogisteis; estuve desnudo, y no me cubristeis; enfermo, y en la cárcel, y no me visitasteis” (v. 41-43). Ellos tampoco sabrán cuándo tuvieron la posibilidad de hacer algo a favor del Rey. Perdieron la ocasión para siempre: al despreciar a los enviados del Rey, también a este despreciaron.

Ahora, como entonces, no hay nada atractivo para el corazón natural en el mensaje del Evangelio. El mundo y sus aparentes ventajas impulsan a despreciar tanto la buena nueva de la salvación como a aquellos que la anuncian. Pero, el día del Señor se acerca; pronto todo será manifestado en la luz y muchos desearán haber actuado de otra forma. Porque, en aquel día, ¿para qué servirán los placeres y las ventajas mundanales? ¿Cuál será el valor de los razonamientos humanos que parecieron más sabios que la Palabra de Dios? Será demasiado tarde para volver atrás. El tiempo habrá pasado. Será inútil declarar que uno ya no es más incrédulo y reconocer que su propia sabiduría no era más que locura. De nada servirá el arrepentimiento en el día del juicio. A todos los que estén a la izquierda del Rey, se les dirá: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles” (v. 41). Toda protesta será en vano, pues no aprovecharon a su debido tiempo la ocasión ofrecida por Dios. Sea el Evangelio de la gracia que se predica hoy día, o el Evangelio del reino que se proclamará en un futuro, hay que recibirlo cuando es presentado.

Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones
(Hebreos 3:7-8).

Esta escena de juicio termina con las siguientes palabras: “E irán estos al castigo eterno, y los justos a la vida eterna” (v. 46). Solemne declaración para los condenados, respuesta sencilla y clara a los que niegan las penas eternas, pero que a la vez admiten la felicidad eterna para los que creen. Porque, si la expresión “eterno” se aplica a la vida, también se aplica, necesariamente, al castigo. Negar una, es negar la otra.

Observemos cuán grande y maravillosa es la bondad de Dios. Ha preparado para el hombre un reino futuro de gloria y de felicidad en esta tierra, aunque conocía de antemano su estado de pecado y de rebelión contra él; ha preparado también una eternidad de dicha para todo creyente, pero no reservó ningún lugar de desdicha funesto para el hombre. El fuego eterno fue destinado al diablo y sus ángeles. Aquellos que escuchan la voz del Señor mientras ofrece la salvación, van con él a la gloria eterna; pero los que escuchan a Satanás irán con él a los tormentos eternos. ¿Quién podrá acusar a Dios de ser la causa de su desgracia, como lo dicen a menudo, pero equivocadamente, hombres insensatos? Todos merecemos el castigo eterno por nuestros pecados. Pero Dios preparó un lugar de felicidad en la gloria de su presencia, y hace saber a todos los hombres que pueden tener acceso a él por la fe.

Por su parte, el diablo, homicida y padre de mentira, engaña a las almas apartándolas de Dios y de su Palabra, con el fin de precipitarlas en la desgracia eterna. Cada uno estará en la eternidad con aquel a quien haya escuchado. ¿Dónde estará usted?

Observemos que este juicio de ningún modo es el juicio final, como se enseña a menudo. Este último se halla descrito en el capítulo 20 del Apocalipsis, versículos 11 a 15. Tendrá lugar cuando el cielo y la tierra hayan pasado. Es el juicio de los muertos; el que vimos en este capítulo es un juicio de vivos. Delante del gran trono blanco solo comparecerán los que murieron en su estado de pecado; habrán resucitado para presentarse ante Dios y ser juzgados según sus obras. Ninguno de aquellos cuyos nombres se hallan escritos en el libro de la vida aparecerá allí, porque todos aquellos que durmieron en Cristo resucitaron antes del reinado de los mil años. En cambio, el juicio en el cual las naciones que estén en la tierra estarán reunidas delante del Hijo del Hombre, tendrá lugar al principio del reino milenario. Ello con el propósito de quitar de la tierra a aquellos que no tienen ningún derecho de disfrutar del reinado de Cristo, porque rehusaron el mensaje que les ofrecía la entrada al reino.