La obra cumplida

Mateo 27:45-47 – Marcos 15:33-35 – Lucas 23:44-45

“He aquí el Cordero de Dios”

Hasta aquí hemos seguido, con el corazón oprimido, al “varón de dolores” por el camino donde sufrió de parte de los hombres. Pero ahora se abre un nuevo capítulo en la historia de la cruz. Comienza con estas palabras: “Y desde la hora sexta” (Mateo 27:45).

A partir de ese momento el hombre pasa por completo a un segundo plano: el Señor Jesús recibiría de la propia mano de Dios los golpes que su justicia le infligirían, a fin de ser “la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo” (1 Juan 2:2). Podemos exclamar con Juan el Bautista:

He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo
(Juan 1:29).

“Y desde la hora sexta hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la novena… Y el sol se oscureció1 ” (Mateo 27:45; Lucas 23:45). ¿Por qué el cielo se cubrió de tinieblas y el sol se oscureció a pleno mediodía? Porque era necesario que un velo envolviera a los seres y las cosas visibles, para dejar que las tres últimas horas de la cruz transcurrieran solamente entre Dios y la santa Víctima. La creación no debía contemplar los sufrimientos indecibles de su Creador.

A la hora en que Dios lo ponía “en tinieblas, en lugares profundos” (Salmo 88:6), convenía que el universo fuese hundido en una profunda oscuridad. Y respecto a tal escena, a nosotros también nos conviene mantenernos en una santa prudencia. Ni siquiera cuando estemos en el cielo podremos sondear el misterio de lo que pasó entonces por el alma de nuestro amado Salvador.

También es importante señalar que el Espíritu Santo nos revela muy pocas cosas respecto a las tres horas de tinieblas. En efecto, ¿hasta qué punto podríamos comprender algo de lo que la Escritura, al hablar de Cristo, llama “el trabajo de su alma”? ¿Hasta dónde podríamos comprender lo que significó para Él el hecho de poner “su vida en expiación por el pecado”, de derramar “su vida (o alma) hasta la muerte”, de ser “cortado de la tierra de los vivientes”, de ser “puesto en el polvo de la muerte”? (Isaías 53:8, 10-12; Salmo 22:15). ¿Quién podrá jamás sondear la infinita angustia de esas tres horas de inexorable oscuridad, en las que nuestro Salvador estuvo completamente solo y sufrió los ardores del juicio de Dios?

¡Oh, cuánto pesaron sobre ti,
solo, en esa hora sombría,
el desamparo, la angustia y el horror
debidos a nuestros innumerables pecados!
Himno en francés (traducción literal)

Jesús no dejó que de su boca saliera ninguna queja, ningún lamento; sus labios permanecieron cerrados. “No abrió su boca” (Isaías 53:7). Solo al llegar la hora novena clamó con un clamor desgarrador, que nos revela algo del indecible sufrimiento de su alma.

“Cerca de la hora novena, Jesús clamó a gran voz” (Mateo 27:46). Sin quejarse, había soportado los golpes, los azotes, los esputos, las injurias, los dolores de la cruz, y lo había hecho incluso dirigiendo palabras de gracia a su discípulo, a su madre y al ladrón.

Pero ahora, hundido en un abismo de sufrimiento moral, abandonado por Dios, no podía contener la angustia de su alma.

¿No os conmueve a cuantos pasáis por el camino? Mirad, y ved si hay dolor como mi dolor…
(Lamentaciones de Jeremías 1:12).

En el sentido más profundo, estas palabras pueden aplicarse a Él, a quien Dios afligió “en el día de su ardiente furor”.

Esta frase del Crucificado, la cuarta, es esencialmente diferente de las otras seis. ¡“Elí, Elí… Dios mío, Dios mío”! ¿Habíamos oído anteriormente, siquiera una vez, que se dirigiera en estos términos al Padre?

Cuando su pueblo lo negó y dio a Dios la ocasión de desplegar su gracia a favor de los “niños” (Mateo 11:25), Jesús exclamó: “Te alabo, Padre”. En el capítulo 17 del evangelio según Juan, cuando lo vemos orando a su Padre, vemos que se dirige a él llamándolo “Padre”, “Padre santo”, “Padre justo” (v. 1, 11, 25).

Incluso en Getsemaní, cuando recibía de la mano del Padre la copa de los sufrimientos, vemos que le da el nombre tan tierno de “Abba, Padre”, “Padre mío” (Mateo 26:39, 42; Marcos 14:36). Nada turbaba la dulzura de la comunión que gozaba con Él.

Finalmente, en la crucifixión, aun pudo decir: “Padre, perdónalos…” (Lucas 23:34). Todo esto prueba que la expiación de los pecados no fue hecha antes de las tres horas de tinieblas, como algunos se atreven a afirmar. Los que piensan así, no comprenden lo que es el pecado ante los ojos de Dios y disminuyen, quizá inconscientemente, el valor sin igual de los sufrimientos expiatorios del Salvador.

“Cerca de la hora novena, Jesús clamó a gran voz, diciendo: … Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”. Por profunda que sea nuestra compasión, no nos sorprende que Él haya sido “desechado entre los hombres” (Isaías 53:3), que haya recorrido su camino en este mundo en creciente soledad, al punto que todos se “escandalizaron en él”, dejándole solo.

No nos sorprende, porque eran las consecuencias de su fidelidad y obediencia a su Padre, en un mundo manchado y enemigo de Dios. Pero ahora, era Dios quien lo desamparaba. Dios mismo desamparaba “al que no conoció pecado”, al que “no hizo pecado” (2 Corintios 5:21; 1 Pedro 2:22).

¡Cuán poco comprendemos, cuán poco podemos penetrar en lo que fue para Dios el hecho de desamparar a su Hijo! Él tuvo que apartar su rostro de Aquel que era el holocausto perfecto que había venido para hacer la voluntad de Dios y la había cumplido plenamente (Hebreos 10:9; Salmo 40:8).

Respecto al padre y al hijo, ¿no había sido dicho mucho tiempo antes, cuando Isaac iba a ser sacrificado: “Y fueron ambos juntos”? (Génesis 22:6, 8). Por cierto que cuando Abraham tomó a su hijo, “su único”, al que “amaba”, para ofrecerlo en sacrifico en Moriah, Dios intervino y le dijo: “No extiendas tu mano sobre el muchacho, ni le hagas nada”. Pero en el Calvario, Dios no intervino; ningún ángel apareció para librar al Señor, ni siquiera simplemente para fortalecerlo, como en la “agonía” en Getsemaní (Génesis 22:11-12; Lucas 22:43).

¡Misterio insondable! En la cruz Dios tuvo que apartar su rostro de él. “Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento” (Isaías 53:10).

Lo que para el Señor Jesús tornaba tan dolorosa “la aflicción de su alma”, y lo que lo llevaba a decir: “Mis ojos enfermaron a causa de mi aflicción” (Salmo 88:9), era el hecho de ser desamparado por su Dios. “Me has puesto en el hoyo profundo, en tinieblas, en lugares profundos. Sobre mí reposa tu ira, y me has afligido con todas tus ondas”. Lo oprimían sus terrores (los terrores de Dios), hasta hacerlo sentirse “medroso”. Sobre él pasaban sus iras (las iras de Dios) (Salmo 88:6-7, 15-16).

Lo habían “rodeado muchos toros; fuertes toros de Basán”; sufría las torturas físicas y el odioso tratamiento que le infligía la “cuadrilla de malignos” que lo había cercado (Salmo 22:12-18). Sentía en lo más profundo de su ser el peso infinito de esos sufrimientos. Sin embargo, ¿qué eran estos, comparados con la angustia de esas horas supremas? “Mas tú, Jehová, no te alejes; fortaleza mía, apresúrate a socorrerme” (Salmo 22:19).

El salmista dice que sus padres clamaron a Dios, que habían confiado en Él y que no fueron avergonzados. Pero el doloroso clamor de Jesús no recibió ninguna respuesta. David, en el ocaso de su vida, pudo decir: “No he visto justo desamparado” (Salmo 37:25). Pero el Señor tuvo que clamar: “No te alejes de mí, porque la angustia está cerca; porque no hay quien ayude” (Salmo 22:11). Dios estuvo lejos de su salvación y de las palabras de su clamor, tal como leemos en el versículo 1 de este salmo. ¡Qué desgarradora escena! El único justo que había existido fue desamparado por Dios, y lo fue en lo más hondo de la angustia.

Tú estuviste en la cruz solo,
bebiendo la copa amarga,
sin que un corazón fuera a responder
a tu clamor doloroso.
(Himno en francés, traducción literal)

Mediante el salmista, el Señor Jesús alza su voz varias veces para preguntar a Dios por qué tenía que sufrir tal desamparo. “¿Por qué me has desamparado?”. “¿Por qué estás lejos, oh Jehová, y te escondes en el tiempo de la tribulación?”. “Diré a Dios: Roca mía, ¿por qué te has olvidado de mí?”. “Pues que tú eres el Dios de mi fortaleza, ¿por qué me has desechado?”. “¿Por qué, oh Jehová, desechas mi alma? ¿Por qué escondes de mí tu rostro?” (Salmo 22:1; 10:1; 42:9; 43:2; 88:14).

¿No conocía, pues, la causa de tal desamparo? Este no era el motivo de su pregunta, ya que Él sabía “todas las cosas que le habían de sobrevenir” (Juan 18:4). Nosotros también conocemos la respuesta a ese “¿por qué?” tan conmovedor, pues la Palabra nos da luz al respecto.

Su pueblo terrenal, que al oír esta pregunta se atrevió a abrumarlo con nuevos sarcasmos, escuchará la respuesta de boca del remanente piadoso: “Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores… él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados” (Isaías 53:4-5).

Son muchos los que en el curso de las edades han hallado la salvación de sus almas por la fe en estas declaraciones de la Palabra. Efectivamente, las justas exigencias de Dios fueron satisfechas en la cruz. “Lo que era imposible para la ley, por cuanto era débil por la carne”, Dios lo cumplió condenando “al pecado en la carne” en la persona de su propio Hijo (Romanos 8:3).

¡Loado sea Dios! “Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición” (Gálatas 3:13). He aquí lo que fue llevado a cabo durante las últimas horas en la cruz, en las cuales el “Dios Salvador” descargó el juicio contra su Hijo único, nuestro Sustituto.

Si antes el Señor había sufrido de parte de los hombres, ahora sufría de parte de un Dios justo y santo. Si hasta entonces había sufrido por la justicia, ahora sufría a causa de nuestros pecados y de nuestra culpabilidad.

Efectivamente, durante las tres horas de tinieblas en la cruz, Él fue el perfecto sacrificio por el pecado y por la culpa, “cosa santísima” para Dios; un sacrificio por el pecado, cuya sangre fue llevada hasta el lugar santísimo y de ahí en adelante puesta delante de Dios para siempre (Levítico 6:25; 7:1; 16:15; Hebreos 13:11-12).

Fue entonces cuando Dios cargó nuestros pecados en él, en Cristo, “el cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca” (1 Pedro 2:22, 24; Hebreos 9:28). Solo en esas tres horas, a Aquel que no conoció pecado, Dios “lo hizo pecado” por nosotros, “para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Corintios 5:21).

En su insondable amor Jesucristo, el santo y el justo, aceptó ser hecho pecado en nuestro lugar y cargar con nuestras iniquidades. Su amor “fuerte es como la muerte… Sus brasas, brasas de fuego, fuerte llama (o llama de Jah)”.

Las muchas aguas no podrán apagar el amor, ni lo ahogarán los ríos
(Cantar de los Cantares 8:6-7).

De manera que, con toda razón, proclamamos: “Al que nos amó (o nos ama), y nos lavó de nuestros pecados con su sangre, y nos hizo reyes y sacerdotes (o un reino, sacerdotes) para Dios, su Padre; a él sea gloria e imperio por los siglos de los siglos. Amén” (Apocalipsis 1:5-6).

Él descendió hasta el abismo en que el pecado había hundido al hombre, y se puso bajo el juicio, lo cual debía haber sido la parte que todos nosotros merecíamos eternamente. Él sufrió la muerte, “la paga del pecado”, en lugar de nosotros.

Al contemplar la cruz podemos discernir lo que es el pecado a los ojos de Dios. Pero el Señor, que era perfectamente puro, lo percibió de manera infinitamente mayor: “Un abismo llama a otro a la voz de tus cascadas; todas tus ondas y tus olas han pasado sobre mí” (Salmo 42:7; Jonás 2:4).

Así como se estremeció de horror cuando el Padre le presentó la copa de sufrimiento y de maldición, también fue “hastiado de males” (Salmo 88:3) cuando tuvo que beberla.

Al considerar la gloriosa obra de la redención, por la cual Dios fue plenamente glorificado, bien podemos repetir: ¡“He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”!

  • 1Este hecho fue la consecuencia y no la causa de las tinieblas, que tenían un carácter completamente sobrenatural. No se lo puede llamar un eclipse. Efectivamente, un eclipse de sol solo es posible cuando hay luna nueva; y la pascua, que se celebraba el día 14 del mes de nisán, caía en la época de plenilunio, porque los meses del calendario judío comenzaban con la luna nueva.