El oprobio de los hombres y el despreciado del pueblo
Consideremos ahora los acontecimientos que caracterizaron el fin de “la noche que fue entregado”, escena durante la que el “Señor de gloria”, “el cual creó los confines de la tierra”, fue objeto de los más ignominiosos tratos de parte de sus criaturas. Allí se nos presenta como Aquel que fue “despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto” (Isaías 53:3).
A pesar de todos los esfuerzos que podamos hacer para entender estas cosas, nuestra comprensión permanecerá siempre por debajo de la realidad. La vida del Señor en medio de su pueblo había sido beneficiosa, impregnada por completo de amor y humildad. Nada describe mejor su carácter que la palabra profética:
No gritará, ni alzará su voz, ni la hará oír en las calles. No quebrará la caña cascada, ni apagará el pábilo que humeare
(Isaías 42:2-3; Mateo 12:19-20).
Todos los corazones tendrían que haber sentido Su atracción. Pero cuando vino a lo suyo, “los suyos no le recibieron”. “El mundo no le conoció”, aunque “el mundo por él fue hecho” (Juan 1:10-11). Estuvo en este mundo como el “primogénito de toda creación” (Colosenses 1:15), poseyendo las prerrogativas que ningún hombre jamás pudo ni podrá arrogarse.
Sin embargo, esas glorias no sacaron de la indiferencia al corazón natural, tal como leemos: “No hay parecer en él, ni hermosura; le veremos, mas sin atractivo para que le deseemos” (Isaías 53:2). En lugar de recibir la adoración que debía ofrecérsele, solo recibió desprecio y odio. Fue el “despreciado de los hombres”, el “abominado de la nación” (Isaías 49:7; V. M.). Él, por el Espíritu profético, dijo de sí mismo: “Se han aumentado más que los cabellos de mi cabeza los que me aborrecen sin causa”. “En pago de mi amor me han sido adversarios… Me devuelven mal por bien, y odio por amor” (Salmos 69:4; 109:4-5).
Todo esto fue plenamente manifestado a partir del momento en que “el Señor del cielo” fue “entregado en manos de los pecadores” (Marcos 14:41). Durante el interrogatorio al que el sumo sacerdote sometió a Jesús, un alguacil abrió paso a la violencia dándole una bofetada (Juan 18:22). Desde ese momento sus verdugos se encarnizaron contra él y, cada vez que tuvieron la ocasión, lo maltrataron e injuriaron en gran manera.
“Entonces le escupieron en el rostro, y le dieron de puñetazos, y otros le abofeteaban” (Mateo 26:67). Parece que incluso los miembros del concilio se asociaron a esos ultrajes; en todo caso ellos asumían la responsabilidad de tales actos. Pero podemos discernir que detrás de esos hombres actuaba aquel que tenía todos los hilos en su mano –mientras Dios se lo permitía–, es decir, el “príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia” (Efesios 2:2).
Antes, en el huerto de Getsemaní, esos hombres ataron las manos que habían sanado la oreja de Malco (Juan 18:12); ahora los hallamos vendando los ojos que acababan de dirigir una mirada llena de compasión al discípulo que lo había negado (Lucas 22:64; Marcos 14:65). Cuando el hombre se entrega a Satanás, ¡qué maestría adquiere en el arte de manifestar su odio contra el Dios de amor!
“Algunos comenzaron a escupirle”. De antemano, varios siglos atrás, el Espíritu había dicho por medio de Job: “Y aun de mi rostro no detuvieron su saliva” (Job 30:10). Podemos comprender algo del oprobio que significa semejante trato cuando, al hablar de María cubierta de lepra, escuchamos a Dios mismo diciendo: “Pues si su padre hubiera escupido en su rostro, ¿no se avergonzaría por siete días?” (Números 12:14).
Esos hombres lo golpeaban con sus manos, le daban bofetadas y se burlaban de Él. Le vendaron los ojos y le decían: “Profetiza, ¿quién es el que te golpeó?”. De esta manera, intentando ellos complacerse a sí mismos, lo provocaban para que desplegara su divino poder, un poder que él solo utilizó en favor de aquellos que verdaderamente lo necesitaban.
“Y decían otras muchas cosas injuriándole”; sí, ellos lo “despedazaban sin descanso” (Lucas 22:65; Salmo 35:15). Poco antes lo habían acusado falsamente de algo que ellos mismos hacían ahora: “No temen decir mal de las potestades superiores” (2 Pedro 2:10).
¿Cuál sería nuestra actitud si fuésemos víctimas de semejante trato? ¿Alguna vez nos han abofeteado y escupido en el rostro? Suponiendo que se nos hiciese esto, ¿permaneceríamos callados y serenos como Aquel a quien contemplamos en esta ignominiosa escena? De sus labios no salió ni una palabra.
Angustiado él, y afligido, no abrió su boca… como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca
(Isaías 53:7).
Asimismo leemos: “Di mi cuerpo a los heridores, y mis mejillas a los que me mesaban la barba; no escondí mi rostro de injurias y de esputos” (Isaías 50:6). No ignoramos por quién sufrió todo esto: “Porque por amor de ti he sufrido afrenta; confusión ha cubierto mi rostro… Y los denuestos de los que te vituperaban cayeron sobre mí” (Salmo 69:7-9; Romanos 15:3).
Esa dolorosa noche terminó así. Pero los verdugos no dieron ningún descanso a su víctima. “Muy de mañana” (Marcos 15:1), es decir, al alba, los jueces inicuos aparecieron nuevamente en escena. “Cuando era de día, se juntaron los ancianos del pueblo, los principales sacerdotes y los escribas, y le trajeron al concilio” (Lucas 22:66). Si durante la noche ellos habían buscado “testimonio contra Jesús” (Marcos 14:55), ahora entraban “en consejo contra Jesús, para entregarle a muerte” (Mateo 27:1).
Como lo hemos visto, se trataba de una breve sesión, caracterizada únicamente por un mero formalismo, pues su condenación ya había sido decretada. Lo vemos allí, solo, sin compañía; Lucas describe esta escena.
Fundados en el testimonio dado por el Señor Jesús la noche anterior, ellos apuntaron directamente a su objetivo y le dijeron: “¿Eres tú el Cristo? Dínoslo” (Lucas 22:67-68). Israel, como pueblo, había rechazado a Cristo. Ya no era, pues, el momento, y tampoco había ya razón para examinar si él era el Mesías (el Cristo). Por eso Jesús les respondió: “Si os lo dijere, no creeréis; y también si os preguntare, no me responderéis, ni me soltaréis”. Pero como “Hijo del hombre”, es decir, como objeto de las promesas que sobrepasaban el estrecho círculo de Israel, Él iba a tomar en la gloria el lugar que le pertenecía “a la diestra del poder de Dios” (v. 69).
Ante esta declaración, los jueces sacaron rápidamente una conclusión muy precisa. La luz que tenían los hacía plenamente responsables de sus actos. Ellos habían hablado del Cristo; Él hablaba del Hijo del hombre. Pero, “dijeron todos: ¿Luego eres tú el Hijo de Dios? Y él les dijo: Vosotros decís que lo soy. Entonces ellos dijeron: ¿Qué más testimonio necesitamos? porque nosotros mismos lo hemos oído de su boca” (v. 70-71). Cualquiera que fuese el título que se le diera –Cristo, Hijo del hombre, Hijo de Dios–, Jesús había sido rechazado por su pueblo.