La obra cumplida

Lucas 23:6-12

Herodes

Aunque no estuviese dispuesto a abrir su corazón a la verdad, Pilato estaba convencido de la inocencia de Jesús y de la futilidad de las acusaciones que levantaban contra él. Por eso se esforzaba por desprenderse de esta causa embarazosa. Al mencionarle Galilea, provincia donde constantemente había levantamientos, los judíos esperaban impulsar al gobernador a que obrara conforme a los propósitos de ellos.

El resultado fue exactamente contrario: “Entonces Pilato, oyendo decir, Galilea, preguntó si el hombre era galileo. Y al saber que era de la jurisdicción de Herodes1 , le remitió a Herodes, que en aquellos días también estaba en Jerusalén” (Lucas 23:6-7).

Pilato era gobernador de Judea, mientras que Herodes, sometido a Roma, reinaba sobre Galilea con el título de tetrarca. Él fue quien mandó decapitar a Juan el Bautista. Los evangelios lo mencionan muchas veces, dándole el título de rey.

En Lucas 13:32, el Señor usa la expresión “aquella zorra” para referirse a Herodes, sin duda porque este había hecho correr el rumor de que lo mataría, una astucia por la cual pensaba mantenerlo alejado de Jerusalén. Ningún pasaje confirma que realmente haya tenido la intención de llevar a cabo su amenaza, y tampoco el pasaje que ahora estamos considerando.

Era un hombre frívolo y carente de todo escrúpulo, que vivía en el pecado; solo la curiosidad determinó su comportamiento frente al Señor Jesús en el curso de la única conversación que tuvo con él. “Herodes, viendo a Jesús, se alegró mucho, porque hacía tiempo que deseaba verle; porque había oído muchas cosas acerca de él, y esperaba verle hacer alguna señal” (Lucas 23:8). “Se alegró mucho”; estas palabras demuestran hasta qué punto puede llegar la indiferencia en el corazón humano. Efectivamente, contemplar el aspecto del “varón de dolores” no podía regocijar a quienquiera que poseyera aún el menor sentimiento de humanidad.

¡Qué solicitud manifestó Dios para con Herodes! Primero le había enviado a Juan el Bautista; este a menudo le había expuesto la verdad, lo había reprendido por “todas las maldades que Herodes había hecho”, a las cuales “añadió además esta: encerró a Juan en la cárcel”, instigado por Herodías (Lucas 3:19-20).

Pero “Herodes temía a Juan, sabiendo que era varón justo y santo… y oyéndole, se quedaba muy perplejo, pero le escuchaba de buena gana”. El rey, pues, “se entristeció mucho” cuando, forzado a ir hasta el fin en el camino del mal donde se había introducido, no halló otra salida que dar muerte al fiel testigo que no había dejado de dirigirle sus advertencias (Marcos 6:20, 26).

Por ello su conciencia lo atormentaba y “estaba perplejo” cuando “oyó de todas las cosas que hacía Jesús”. Herodes dijo a sus criados: “Este es Juan el Bautista; ha resucitado de los muertos, y por eso actúan en él estos poderes” (Lucas 9:7-9; Mateo 14:1-2). Hablaban de Jesús incluso entre sus allegados.

En Lucas 8:3 leemos que “Juana, mujer de Chuza intendente de Herodes”, había sido sanada por el Señor Jesús y lo seguía sirviéndole de sus bienes. Un hermano llamado Manaén, que ministraba en la iglesia en Antioquía, había sido criado (y probablemente educado) con él (Hechos 13:1). Pero la semilla que había sido sembrada en el corazón de Herodes fue ahogada por las espinas, y “las codicias de otras cosas” (Marcos 4:19) impidieron que la Palabra de Dios hiciese una obra profunda en él.

Ya durante el ministerio de Jesús, Herodes “procuraba verle” (Lucas 9:9), y acabamos de leer que “hacía tiempo que deseaba verle; porque había oído muchas cosas acerca de él” (cap. 23:8). ¿Por qué motivo? Porque “esperaba verle hacer alguna señal”. Tan grande era su desvío que pensaba hallar en Jesús a algún hacedor de milagros capaz de satisfacer su insaciable necesidad de distracción.

Ceder un ápice a tales móviles habría sido indigno de Aquel que, aunque humillado, permanecía invariable. Herodes

le hacía muchas preguntas, pero él nada respondió 
(Lucas 23:9);

no le importaban los nuevos ultrajes que le acarreara su silencio, ni la ira de los “principales sacerdotes y de los escribas” que lo acusaban “con gran vehemencia” (v. 10). “Entonces Herodes con sus soldados le menospreció y escarneció, vistiéndole de una ropa espléndida; y volvió a enviarle a Pilato” (v. 11).

Todos se unían en sus ultrajes: “Herodes con sus soldados”, asimismo Pilato y Herodes, quienes “se hicieron amigos” aquel día (v. 12). Desgraciadamente, el odio contra Dios parece unir a los hombres con un lazo más fuerte que el amor que él ha puesto en el corazón de los suyos.

La “ropa espléndida”, de gran blancura, con la cual fue vestido el Señor Jesús, aparentemente por orden del mismo Herodes, era la que vestían los que ambicionaban un cargo público elevado. Mediante este gesto, Herodes quería hacer del Señor Jesús un objeto de escarnio, y también corroborar la acusación de los judíos, quienes habían dicho: “A este hemos hallado… diciendo que él mismo es el Cristo, un rey”.

Pero el Señor no «ambicionaba» la realeza, pues tenía prerrogativas divinas que no podía negar. Poseía el poder para reivindicarlas sin demora, pero tenía paciencia, y aún hoy, en su gracia, tiene paciencia “hasta que haya entrado la plenitud de los gentiles” (Romanos 11:25).

Entonces Él volverá a esta tierra “con poder y gran gloria” (Lucas 21:27). Ya no será el “aborrecido de la nación”, el “siervo de gobernantes”, sino que “lo verán reyes y se levantarán, príncipes, y se postrarán” (Isaías 49:7; BAS). “He aquí que mi siervo será prosperado, será engrandecido y exaltado, y será puesto muy en alto. Como se asombraron de ti muchos… así asombrará él a muchas naciones” (Isaías 52:13-15).

El Señor soportó en silencio las burlas del rey Herodes, pero “los reyes cerrarán ante él la boca” (Isaías 52:15). Cuanto más nos esforcemos por seguirlo mediante la fe, en las profundidades de su humillación, tanto más nos regocijaremos pensando que muy pronto seremos, con todos sus redimidos, los testigos de su glorioso triunfo.

  • 1Herodes Antipas, nombre por el cual se lo conoce en la Historia, era hijo de Herodes el Grande, quien ordenó la masacre de los niños de Belén (Mateo 2). Cuando este último murió, Palestina fue subdividida en cuatro provincias. Pero poco después, en el año 6 de nuestra era, uno de los tetrarcas, Arquelao de Judea (Mateo 2:22), fue reemplazado por un gobernador (o procurador) romano que tenía su sede en Cesarea. Poncio Pilato ocupó ese puesto desde el año 26 de nuestra era.