“He aquí el hombre”
En el mismo instante en que Barrabás el malhechor fue librado, Jesús, de quien el más alto magistrado del país acababa de proclamar solemnemente su inocencia, fue entregado a los verdugos. “Así que, entonces tomó Pilato a Jesús, y le azotó” (Juan 19:1).
La pluma inspirada de los evangelistas se rehúsa a transcribir otra cosa que el hecho con rigurosa sobriedad. Pero el salmista nos dice:
Sobre mis espaldas araron los aradores; hicieron largos surcos
(Salmo 129:3)1 .
Cuando el Señor anunció a sus discípulos los sufrimientos que atravesaría, mencionó especialmente la flagelación, lo que señala cuán sensible era a ese suplicio ignominioso y doloroso.
Pero eso no era todo. Después de haber sido expuesto, fuera del pretorio, al odio y al desprecio de su pueblo, el Señor sufriría, en el interior del tribunal, otros ultrajes de parte de los soldados romanos. “Entonces los soldados del gobernador llevaron a Jesús al pretorio, y reunieron alrededor de él a toda la compañía” (Mateo 27:27).
¡Qué perverso es el corazón del hombre! Parece que se complace en hacer sufrir particularmente a los seres indefensos. “Sus obras son obras de iniquidad, y obra de rapiña está en sus manos. Sus pies corren al mal, se apresuran para derramar la sangre inocente… Sus veredas son torcidas; cualquiera que por ellas fuere, no conocerá paz” (Isaías 59:6-8). El Hijo de Dios también sufrió esta dolorosa experiencia cuando, por amor, pasó por las veredas de los hombres.
“Y desnudándole –así como lo habían hecho antes–, le echaron encima un manto de escarlata”. Y a esta vestimenta, con la cual convertían en algo irrisorio la dignidad real de su víctima, agregaron una corona de espinas y una caña en su mano derecha, a manera de cetro. Luego, hincando la rodilla delante de Él, se burlaban diciendo: “¡Salve, Rey de los judíos!”, y lo abofeteaban (Mateo 27:28-29; Juan 19:3).
Las violencias de la noche anterior se repetían. La maldad y la brutalidad de los soldados paganos no eran en nada inferiores a las que manifestaban los principales sacerdotes y sus siervos. La bajeza y lo vil de sus actos resaltan aún más, por cuanto los consumaban contra un hombre indefenso y que renunciaba voluntariamente a toda resistencia.
Efectivamente, ¿levantó el Señor Jesús su mano para desviar los golpes? ¿Pronunció alguna palabra que manifestara poder? Sin embargo, ¿no había llegado el momento para que llamara a “más de doce legiones de ángeles” contra “toda la compañía”? Pues ¡no! En el comienzo de ese doloroso camino, Él, que con una sola palabra había hecho retroceder y caer a tierra a sus adversarios, prefería sufrir todos los ultrajes antes que salirse del camino de la obediencia a su Padre.
Se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte
(Filipenses 2:8).
Su paciencia tuvo “su obra completa” (Santiago 1:4). Jesús, el autor de la fe, también fue el consumador de ella; “el cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio” (Hebreos 12:2).
El mismo gobernador pagano, convencido de la inocencia de su prisionero pero muy flojo para obrar según esa convicción, no pudo evitar la profunda impresión que le producía la inquebrantable firmeza y la dignidad con que el Señor sufría todos los ultrajes. Pilato, en una última tentativa, salió otra vez. ¿Sería posible poner fin a esa cruel escena? ¿Renunciaría, finalmente, el pueblo a pedir la muerte de Jesús? Pilato les dijo: “Mirad, os lo traigo fuera, para que entendáis que ningún delito hallo en él. Y salió Jesús, llevando la corona de espinas y el manto de púrpura” (Juan 19:4-5).
“Mirad, os lo traigo fuera… Y salió Jesús…”. ¿Somos sensibles al conmovedor lenguaje de la inspirada Palabra? En tal situación, ¿habríamos podido obrar como el Señor? En lugar de ello, el horror de lo que acababa de pasar, ¿no nos habría quebrantado? ¿No nos habríamos negado a ser ofrecidos como espectáculo en una condición tan humillante? El Señor Jesús no obró así. “Como si fuera sordo… como mudo que no abre la boca” (Salmo 38:13), salió llevando la corona de espinas y el manto de púrpura. Pilato lo presentó a la multitud en esa condición, y les dijo: “¡He aquí el hombre!” (Juan 19:5). Esta escena es ciertamente una de las más punzantes de este relato. ¡He aquí el hombre! Querido lector, ¿se ha detenido alguna vez delante de Aquel que fue llamado así?
Sí, el que estaba allí era un hombre, pero no un hombre como nosotros. Raudales de sangre habían sido derramados sobre la tierra desde que el pecado la sometió a la maldición, pero las “figuras” y las “sombras” no habían podido quitar esa maldición, ni cambiar la condición del hombre caído lejos de Dios. Era imposible que la sangre de los toros y de los machos cabríos quitasen los pecados (Hebreos 10:1-4). El hombre no podía encontrar el camino al paraíso perdido. Ningún puente había sido arrojado sobre el abismo que lo separaba de su Creador. La situación del hombre era desesperante.
Entonces resonó la gloriosa declaración:
He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad, como en el rollo del libro está escrito de mí
(Hebreos 10:7),
es decir, para consumar una redención perfecta y eterna. “Por lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos” y participar como ellos de “sangre y carne” (Hebreos 2:14-18). Él “se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres” (Filipenses 2:7). ¡E incluso vino “en semejanza de carne de pecado”! (Romanos 8:3).
Amor imposible de comprender;
De Dios el Hijo, el Creador;
Hacia nos, pecadores, quisiste descender
Bajo los rasgos del verdadero Servidor.
Himno en francés (traducción literal)
Pero su humillación no se limitó al hecho de venir a este mundo. “Estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:8).
Este amor que se humilla,
Más bajo aún ha descendido;
El Hijo del Hombre ofrece su vida
Y muere por un mundo perdido.
Himno en francés (traducción literal)
¡He aquí el hombre! Hablando de las naciones, a este hombre se le dijo: “Los quebrantarás con vara de hierro; como vasija de alfarero los desmenuzarás” (Salmo 2:9). Pero, ¿qué tenía el Señor Jesús en su mano? Una caña, una vara tan débil que no se podía apoyar en ella, y con la cual sus enemigos le golpeaban la cabeza.
Cuando aparezca rodeado de gloria, Él estará vestido de “majestad” y “magnificencia”, estará ceñido de “poder” (Salmo 93:1; 45:3), y en su vestidura tendrá escrito un nombre: “Rey de reyes y Señor de señores” (Apocalipsis 19:16). ¿Cuál fue su vestidura entonces? Burlonamente, a modo de púrpura real le echaron sobre sus hombros el sucio manto de un soldado2 .
Un día el mundo volverá a verlo, y en aquel momento el Señor Jesús llevará muchas diademas (Apocalipsis 19:12) y una corona de oro fino (Salmo 21:3). Aquí los hombres le tejieron una corona de espinas, que recuerda la maldición con que Dios hirió la tierra después de la caída del hombre (Génesis 3:18).
Cristo nos redimió de la maldición… hecho por nosotros maldición
(Gálatas 3:13).
Un día saldrá de su boca una espada aguda de dos filos (Apocalipsis 19:15); pero en el momento de su suplicio él guardaba silencio. “Soy, pues, como un hombre que no oye, y en cuya boca no hay reprensiones” (Salmo 38:14).
Un día su rostro se verá semejante al sol cuando resplandece en su fuerza (Apocalipsis 1:16), sin embargo en este momento terrible “fue desfigurado de los hombres su parecer, y su hermosura más que la de los hijos de los hombres” (Isaías 52:14).
Sí, he aquí el hombre, “varón de dolores, experimentado en quebranto, y como que escondimos de él el rostro”, un hombre despreciado y por quien no se tenía ninguna estima (Isaías 53:3). Escuchamos la queja de su alma, dirigiéndose a Dios: “Tú sabes mi afrenta, mi confusión y mi oprobio; delante de ti están todos mis adversarios. El escarnio ha quebrantado mi corazón, y estoy acongojado” (Salmo 69:19-20).
¡He aquí el hombre! Frente al Hombre perfecto, pero quebrantado y humillado, ¿qué respuesta darían los jefes del pueblo a Pilato? “Cuando le vieron los principales sacerdotes y los alguaciles, dieron voces, diciendo: ¡Crucifícale! ¡Crucifícale!” (Juan 19:6). Una vez más los jefes del pueblo y sus secuaces evitaron todo atisbo de piedad que podía haberse manifestado entre la multitud. “¡Crucifícale! ¡Crucifícale!”, tal fue la respuesta de ellos. ¡Qué sufrimiento para el corazón del Señor! Así se cumplía esta palabra de infinita tristeza y solitario sufrimiento: “Esperé quien se compadeciese de mí, y no lo hubo; y consoladores, y ninguno hallé” (Salmo 69:20).
- 1En las correas del látigo se fijaban partículas de plomo o incluso sólidas bolas de metal dentadas. A menudo la flagelación ocasionaba el desvanecimiento y la muerte del ajusticiado. En las crucifixiones, dicha flagelación solo se infligía a los condenados que habían cometido crímenes particularmente graves.
- 2En Mateo 27:28 leemos: “Le echaron encima un manto (es decir, un clámide, una especie de capa que usaban los soldados) de escarlata”. En Marcos y en Juan se menciona una vestimenta de púrpura. La escarlata recuerda el color de la sangre, mientras que la púrpura expresa la gloria real.