La conversión del ladrón
“Lo mismo le injuriaban también los ladrones que estaban crucificados con él” (Mateo 27:44). Seguramente, nunca se habrá contemplado una escena igual: condenados a muerte injuriando sin motivos a otro ajusticiado. Ni el horror de su propia situación, ni los sufrimientos a los que estaban sometidos, ni los reproches de sus conciencias, ni la ignominia del castigo que les era infligido impidió que insultaran a su inocente compañero de infortunio.
Y uno de los malhechores que estaban colgados le injuriaba, diciendo: Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros. Respondiendo el otro, le reprendió…
(Lucas 23:39-43).
Mientras que uno de los dos malhechores manifestaba creciente y abierta hostilidad contra Jesús, añadiendo blasfemias a los insultos, en el otro se producía un inesperado cambio. Este último reprendió a su compañero. Él ya no quería participar, absolutamente, “en las obras infructuosas de las tinieblas”, y obró como un hijo “de luz” (Efesios 5:8, 11).
¿Qué lo había conducido a su conversión? Solo puede haber una explicación: Dios había obrado secretamente en el corazón de este hombre, a fin de arrancar de la perdición eterna a un pecador, en el último momento de su vida. Solo Lucas nos relata este hecho que revela a la vez el abismo de maldad en el cual el hombre está hundido y el admirable despliegue de la gracia de Dios.
Esta obra se realizó sin que mediara intervención humana alguna. Por cierto, es nuestra responsabilidad llamar la atención a los hombres que nos rodean acerca del estado pecaminoso en que se encuentran, advertirles sobre el terrible juicio que les espera y hablarles de la salvación que se les ofrece en Cristo. Pero si Dios no obra, nuestros esfuerzos serán vanos. Tanto la obra de la salvación a favor de los pecadores, como el trabajo que se realiza en sus corazones, son únicamente obras de Dios.
“Respondiendo el otro, le reprendió, diciendo: ¿Ni aun temes tú a Dios, estando en la misma condenación?” (Lucas 23:40). Estas palabras manifiestan el primer fruto de ese trabajo secreto de Dios en el corazón del ladrón: el temor de Dios. Este hombre, que momentos antes injuriaba al Señor Jesús, reprendía ahora a su compañero que, frente a la muerte, no temía al Dios santo, al Juez eterno, delante de quien, tanto uno como otro, tendrían que presentarse muy pronto. El temor de Dios, que es “el principio de la sabiduría” (Proverbios 1:7), había penetrado en su corazón.
Tal sabiduría llevó al ladrón arrepentido a la luz de Dios y produjo dos frutos que nunca faltan cuando el arrepentimiento es profundo y sincero: condenarse a sí mismo y justificar a Dios. Por el contrario, su compañero estimaba que tenía el derecho de ser salvado e intimó al Señor, ordenándole que lo salvara: “Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros…”. Pero el primero dijo: “Nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos; mas este ningún mal hizo” (Lucas 23:39-41).
El que se justifica a sí mismo, en lugar de reconocer su culpabilidad, acusa a Dios, a los hombres y a las circunstancias. Pero la cuestión de nuestra culpabilidad debe ser arreglada entre Dios y nosotros mismos. En el día del juicio, los muertos estarán delante del gran trono blanco y serán juzgados “cada uno según sus obras” (Apocalipsis 20:13).
El primer ladrón “reprendió” a su compañero y, al hacerlo, le advirtió: “Estando (tú) en la misma condenación”. Pero él se juzgó a sí mismo, diciendo: “Nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos”. No buscó ninguna excusa para tranquilizar su conciencia, y su corazón se abrió de manera simple. Condenó su vida, reconoció que merecía la muerte y manifestó así todas las señales de un sincero arrepentimiento.
En el Salmo 51, David exclama: “Yo reconozco mis rebeliones, y mi pecado está siempre delante de mí. Contra ti, contra ti solo he pecado… para que seas reconocido justo en tu palabra, y tenido por puro en tu juicio” (v. 3-4). Cuando Dios obra en un hombre y le hace sentir su propia culpabilidad, este tiene mucho cuidado de no acusar a Dios. El ladrón lo justifica al declarar: “Nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos; mas este ningún mal hizo”. Él se había visto a sí mismo en la luz de Dios, pero esta luz también lo había iluminado en cuanto a la perfecta inocencia de Jesús.
“Mas este”. Mediante estas palabras, el ladrón reconoció la distancia que lo separaba de Jesús, aun cuando en ese momento el ojo natural no pudiera discernirla. El malhechor no solamente proclamó la completa inocencia de Jesús, sino que declaró: “Este ningún mal hizo”. Esta aseveración iba mucho más allá de los testimonios de Judas, de Pilato y de todos los demás1 . Al ladrón arrepentido le fue reservado el hecho de dar testimonio a la completa perfección moral de Cristo.
La gracia de Dios daba más y más luz al alma de este hombre. Aunque la gloria del Crucificado estuviese velada bajo su profunda humillación, él reconoció su señorío. Aunque Jesús llevara, a modo de diadema, una corona de espinas, el ladrón proclamó Sus prerrogativas reales. Aunque era imposible que un crucificado escapara de la muerte, el malhechor discernió por la fe que un día el Señor Jesús vendrá en su “reino”. ¡Cuán poco tiempo necesitó el Espíritu de Dios para revelarle todas estas maravillas!
Luego, el ladrón se dirigió directamente a Jesús, sabiendo que solo él podía socorrerlo:
Y decía a Jesús: Señor, acuérdate de mí cuando vengas en tu reino
(cap. 23:42; RVR 1977).
Ciertamente, él deseaba ser salvo, pero no solamente para esta vida. Enseñado por Dios, este hombre había comprendido que solo podía hallar la salvación en el Salvador. No le pidió que suavizara sus sufrimientos, ni que pusiera fin a su situación angustiosa. Él solo deseaba una cosa: estar, de ahí en adelante, donde estuviera el Señor. “Acuérdate de mí”, ¡ojalá que esta simple súplica, expresión de una fe que manifiesta su confianza, pueda subir del corazón de muchos pecadores hacia el Salvador, mientras haya tiempo! Como el ladrón, ellos recibirán una respuesta divina que colmará sus expectativas.
“De cierto te digo”. Mediante esta solemne declaración, Jesús hizo la introducción al mensaje que le dirigió a este hombre. “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23:43).
¡“Conmigo”! Era justamente lo que el pobre ladrón, desde el fondo de su miseria, había pedido al Señor.
“Hoy”. Su deseo hallaría respuesta ese mismo día, y no en un futuro más o menos lejano.
“Tu reino”. Este hombre había expresado el deseo de tomar parte en el reino del Mesías de Israel; pero sería introducido en el paraíso, el lugar de la felicidad de los bienaventurados, el paraíso de Dios, cuyo acceso debía serle abierto por la obra de la cruz.
Efectivamente, esta obra de gracia introducía algo completamente nuevo: daría a todos aquellos que creyeran, más que la gloria del reino, es decir, una parte infinitamente más gloriosa con Jesús, en el gozo y la felicidad eternos.
Si hubiera sido de otro modo y el Señor le hubiese exigido al ladrón alguna obra, ese pobre hombre habría tenido que abandonar toda esperanza. Esta escena ilustra admirablemente lo que es la justificación por la fe, en virtud de la soberana y perfecta gracia de Dios. “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Verdaderamente, esta respuesta superaba “mucho más abundantemente” (o “infinitamente más”) todo lo que “pedimos o entendemos”; era la respuesta del “amor de Cristo, que excede a todo conocimiento” (Efesios 3:19-20).
Así, el pobre ajusticiado halló, en la undécima hora de su triste existencia, la “consolación eterna y buena esperanza por gracia” (2 Tesalonicenses 2:16) en Aquel cuya sangre sería vertida para expiar sus pecados. El Señor Jesús también gozó de una preciosa consolación mediante este primer fruto de sus sufrimientos expiatorios. Ya en la cruz pudo ver el fruto del trabajo de su alma y quedó satisfecho (Isaías 53:11). Él no entró solo en el paraíso; y un día nosotros también veremos, entre la multitud innumerable de redimidos, al ladrón salvado en la cruz.
Pero en el Gólgota hubo una tercera cruz. ¡Cuán diferente fue la parte del segundo ladrón! Él despreció la “oportunidad para el arrepentimiento” (Hebreos 12:17); ahora está en tormentos y tendrá su parte eterna en el lago de fuego y azufre. Este hombre hizo errar su alma (Jeremías 42:20) y descuidó “una salvación tan grande” (Hebreos 2:3). “Hoy” significó para el primero de estos malhechores el día de la felicidad celestial, y para el segundo, el de la perdición eterna. Proclamemos, pues, en toda ocasión: “Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones” (Hebreos 4:7).
- 1N. del T.: Compárense con los pasajes citados en la nota 19) de la página 67, concernientes a los testimonios dados sobre la inocencia de Jesús.