¿Barrabás o Jesús?
La lucha entre las tinieblas y la luz, de la cual somos testigos, confirma la verdad enunciada al principio del evangelio según Juan: “Aquella luz verdadera, que alumbra a todo hombre, venía a este mundo” (cap. 1:9). Ya sea que se trate de Judas o de los demás discípulos, de los principales sacerdotes, de los ancianos, de los escribas y del concilio entero, o de Pilato y Herodes o, como lo veremos, del pueblo judío, todos manifestaron el verdadero estado moral de su corazón cuando fueron puestos bajo los rayos de la “luz verdadera”.
Cuando Pilato salió del pretorio, un clamor ensordecedor resonó en sus oídos: “Y viniendo la multitud, comenzó a pedir que hiciese como siempre les había hecho” (Marcos 15:6-8). Efectivamente, “en el día de la fiesta, acostumbraba el gobernador soltar al pueblo un preso, el que quisiesen” (Mateo 27:15). Ahora bien, además del Señor Jesús, “había uno que se llamaba Barrabás, preso con sus compañeros de motín que habían cometido homicidio en una revuelta”. Pero el pueblo, ¿a favor de cuál de los dos presos invocaría la gracia del gobernador? En cuanto a Pilato, esa costumbre le abría la puerta para hallar la escapatoria deseada; al menos eso era lo que él esperaba (Lucas 23:17).
“Entonces Pilato, convocando a los principales sacerdotes, a los gobernantes, y al pueblo, les dijo: Me habéis presentado a este como un hombre que perturba al pueblo; pero habiéndole interrogado yo delante de vosotros, no he hallado en este hombre delito alguno de aquellos de que le acusáis. Y ni aun Herodes, porque os remití a él; y he aquí, nada digno de muerte ha hecho este hombre” (Lucas 23:13-15).
Tal como lo había declarado precedentemente (v. 4), Pilato estaba convencido de la inocencia de Jesús. Herodes también había demostrado, por la manera en que lo había vuelto a enviar a Pilato, que consideraba a este pretendido «rival» como absolutamente inofensivo e insignificante. Por eso Pilato temía caer en el ridículo si condenaba a tal hombre. Y dijo a los judíos: “Le soltaré, pues, después de castigarle” (v. 16).
Para impulsar a la multitud a inclinarse, él contaba con la autoridad que le atribuía su función, así como con el apoyo de los numerosos seguidores de Jesús. Justamente, lo que había despertado la envidia de los jefes del pueblo era el éxito que Jesús tenía con las multitudes.
Porque sabía que por envidia le habían entregado
(Mateo 27:18).
Esperando dividir los ánimos, Pilato preguntó: “¿Queréis, pues, que os suelte al Rey de los judíos?”. “¿A quién queréis que os suelte: a Barrabás, o a Jesús, llamado el Cristo?” (Juan 18:39; Mateo 27:17).
Jamás en la antigüedad un pueblo había tenido que tomar una decisión como esta, ni tampoco habrá alguno que deba tomarla en el futuro. Ese instante marcaba, pues, un giro en la historia de la humanidad: ¿se pronunciaría esta a favor o en contra de Cristo? Cuando los principales sacerdotes y los ancianos fueron llamados a determinar la suerte de Jesús, no había dudas de que ellos irían hasta el límite de sus criminales designios. Asimismo no es sorprendente que Pilato y Herodes, dos hombres que ostentaban el poder sin escrúpulos, hayan despreciado los derechos más sagrados del ser humano. Pero ahora el pueblo mismo –su pueblo–, ¿a cuál de los dos presos iba a elegir? ¿Barrabás o Jesús?
Puesto que la decisión aún era incierta, humanamente hablando, podía esperarse que esta sería favorable al despreciado Nazareno. Desde el principio de su ministerio, grandes multitudes de todas las regiones del país lo habían seguido (Mateo 4:25; 8:1; 19:2; etc.). Las personas se amontonaban de tal manera alrededor del Señor Jesús, “que unos a otros se atropellaban”; “el gentío se agolpaba sobre él para oír la palabra de Dios”; “eran muchos los que iban y venían”, de manera que Jesús y sus discípulos “ni aun tenían tiempo para comer”. A Jesús le afligía apartarse de la gente, pues “la gente le buscaba, y llegando a donde estaba, le detenían para que no se fuera de ellos” (Marcos 1:37, 45; 2:2; 3:9-10, 20; 5:24, 31; 6:31 y sig.; Lucas 4:42; 5:1; 12:1; etc.).
¡Con qué amor proveía a las necesidades de las multitudes! ¡Cuántas veces leemos que al verlas “tuvo compasión de ellas”! (Mateo 9:36; 15:32; etc.). Él les enseñaba, las alimentaba, sanaba a los enfermos, a los lisiados, y libraba a “todos los oprimidos por el diablo” (Hechos 10:38). Todos estos beneficios, ¿no habían tocado el corazón del pueblo? ¡Ciertamente! Por eso leemos estas expresiones: “Gran multitud del pueblo le oía de buena gana”. “Todos daban buen testimonio de él…”. “La gente se admiraba de su doctrina”, y “glorificó a Dios”, y “decía: Nunca se ha visto cosa semejante en Israel” (Marcos 12:37; Lucas 4:22; Mateo 7:28-29; 9:8, 33; 15:30-31). Sí, el pueblo lo reconocía: “Este verdaderamente es el profeta que había de venir al mundo”, y querían “hacerle rey” (Juan 6:14-15).
¡Cuán imponente fue el cortejo que un día atravesó Jericó, subiendo a Jerusalén, para ir a la fiesta! (Marcos 10:46; Lucas 19:3). ¡De qué manera solemne entró en la santa ciudad! “Y la multitud, que era muy numerosa, tendía sus mantos en el camino… Y la gente que iba delante y la que iba detrás aclamaba, diciendo: ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!” (Mateo 21:8-10; Juan 12:12-15). “Toda la ciudad se conmovió” y salieron a recibirle. Es comprensible que los principales sacerdotes y los fariseos temiesen a la multitud, y que hayan dicho entre sí: “Ya veis que no conseguís nada. Mirad, el mundo se va tras él” (Marcos 12:12; 14:2; Lucas 22:2; Juan 12:19).
Parece que la pregunta de Pilato provocó cierta duda entre la multitud. Pero incluso antes de que esta respondiera, Dios le otorgó un momento para reflexionar. Leemos que a Pilato se le entregó un mensaje de parte de su mujer, que decía:
No tengas nada que ver con ese justo; porque hoy he padecido mucho en sueños por causa de él
(Mateo 27:19).
Los principales sacerdotes y los ancianos, siempre listos para replicar, aprovecharon ese momento de tregua. Ellos “incitaron a la multitud para que les soltase más bien a Barrabás” (Marcos 15:11).
Persuadieron a la multitud que pidiese a Barrabás, y que Jesús fuese muerto
(Mateo 27:20).
“Pueblo mío, los que te guían te engañan, y tuercen el curso de tus caminos” (Isaías 3:12). “Más bien a Barrabás”, ¿se podría hallar una expresión que defina mejor el estado moral de los jefes de Israel? Pero el pueblo también manifestó que estaba a la misma altura de sus jefes.
Se requiere muy poco para incitar a una multitud a reaccionar de tal o cual manera. Así sucedió ese día. Y cuando Pilato, impresionado por el sueño de su mujer y fortalecido en su intención, hizo nuevamente la misma pregunta a la multitud, recibió un clamor unánime, un grito de odio que acrecentó su perplejidad: “Toda la multitud dio voces a una, diciendo: ¡Fuera con este, y suéltanos a Barrabás!” (Lucas 23:18; Juan 18:40). Con rigurosa precisión, la Palabra describe la despiadada unanimidad que manifestó el pueblo entero al rechazar a Jesús, su Mesías, el Hijo de Dios.
“No a este, sino a Barrabás. Y Barrabás era ladrón”. Esto es todo lo que Juan dice acerca de aquel a quien el pueblo acababa de elegir, pero es suficiente. Los otros evangelios completan el cuadro, precisando que había cometido homicidio en una revuelta organizada y ejecutada con la complicidad de muchos malhechores. Así –tal como aún hoy se comprueba en casos similares–, este hombre había adquirido gran notoriedad; era “un preso famoso” (Marcos 15:7; Lucas 23:19, 25; Mateo 27:16). De su nombre, que significa «hijo del padre», emana cierta ironía diabólica; como si Satanás hubiera querido oponer al “unigénito Hijo del Padre” la disforme imagen de Barrabás. Y como los judíos tenían por padre al diablo, hacían los deseos de su padre (véase Juan 8:44). Aun en esto, el mundo amó “lo suyo”. Ellos pidieron que se les “diese un homicida” y negaron al Santo y al Justo delante de Pilato “cuando este había resuelto ponerle en libertad” (Hechos 3:13-14).
Ya lanzado por ese camino, el pueblo dio libre curso a su furia sanguinaria contra el Hombre silencioso, contra la inocente víctima de ellos. “Pilato les dijo: ¿Qué, pues, haré de Jesús, llamado el Cristo?” (Mateo 27:22). ¡Desdichado, miserable Pilato! Le sucedió lo mismo que les ocurre tristemente a todos los que rechazan la gracia ofrecida por Dios: no saben qué hacer con Jesús.
Pero ellos volvieron a dar voces, diciendo: ¡Crucifícale, crucifícale!
(Lucas 23:21).
Pilato hizo una última tentativa, ciertamente muy tímida para un hombre revestido del poder y la responsabilidad que ejercía: “¿Pues qué mal ha hecho este? Ningún delito digno de muerte he hallado en él; le castigaré, pues, y le soltaré” (v. 22). Pero las débiles veleidades humanitarias que aún subsistían en él fueron ahogadas por la ola de odio que rompía contra las gradas de su tribunal. “Ellos gritaban aún más, diciendo: ¡Sea crucificado!” (Mateo 27:23). “Ellos instaban a grandes voces, pidiendo que fuese crucificado. Y las voces de ellos y de los principales sacerdotes prevalecieron” (Lucas 23:23).
El curso de los acontecimientos alcanzó un nuevo y culminante punto. Esa furia ciega, esa tempestad de clamores llenos de odio, esas pasiones desencadenadas, ese oleaje de violencia, se levantaban contra Aquel a quien Dios había enviado a este mundo para salvar a los hombres perdidos. ¿No tenía, también Él, derechos que reclamar sobre su “viña”, sobre este pueblo? ¡Con qué perseverante solicitud se había ocupado de él! Desgraciadamente, todos los cuidados que le brindó resultaron vanos. “Por último, teniendo aún un hijo suyo, amado, lo envió también a ellos, diciendo: “Tendrán respeto a mi hijo” (Marcos 12:6). Pero, ¡qué amarga decepción! Ellos no tuvieron ningún respeto por su Hijo, la perfecta revelación de Su amor, y manifestaron toda la infamia que les llenaba el corazón. ¡En qué triste condición se halla el hombre natural! Los que pocos días antes habían aclamado: “¡Hosanna!”, ahora gritaban: “¡Crucifícale, crucifícale!”. El desbordante entusiasmo que habían sentido, se había transformado en una rabia mortal. Sin embargo, nada justificaba tal cambio brusco. ¿Qué mal había hecho Jesús? Pilato mismo formuló esta pregunta. Este hombre pagano y sin escrúpulos testificó en siete oportunidades, delante de todo el pueblo –el pueblo de Dios– que aquel a quien ellos acusaban de crímenes dignos de muerte era completamente inocente1 .
Pilato, vencido y desconcertado, cedió. Las palabras: “Viendo Pilato que nada adelantaba…” resaltan la debilidad de su carácter. Y lo que sucedía: “… sino que se hacía más alboroto” (Mateo 27:24), le infundía el temor de perder su cargo. ¡Hombre pusilánime!, él quiso “satisfacer al pueblo” (Marcos 15:15). “Entonces Pilato sentenció que se hiciese lo que ellos pedían” (Lucas 23:24). Luego “tomó agua y se lavó las manos delante del pueblo, diciendo: Inocente soy yo de la sangre de este justo; allá vosotros”. Este gesto, que solo confirmaba su cobardía, provocó de parte del pueblo la horrible imprecación que demuestra hasta qué grado de infamia lo había llevado Satanás. “Y respondiendo todo el pueblo, dijo: Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos” (Mateo 27:24-25).
Dios, que escucha lo que decimos y nos toma la palabra, concedió aún un plazo de cuarenta años a Israel, para que se arrepintiese y creyese en el Evangelio. Los que persistieron en su actitud impenitente, sufrieron la maldición que ellos mismos habían invocado sobre sus cabezas2 . Aún hoy, este ciego y desdichado pueblo permanece bajo esa maldición, hasta que los terribles juicios de la gran tribulación den por cumplido “su tiempo” de angustia (Mateo 24:9 y sig.; Isaías 40:2).
“Entonces les soltó a Barrabás”. “Les soltó a aquel que había sido echado en la cárcel por sedición y homicidio… y entregó a Jesús a la voluntad de ellos” (Mateo 27:26; Lucas 23:25).
- 1Dios, quien desde lo alto de los cielos había dado testimonio de su amado Hijo, permaneció en silencio (nosotros sabemos por qué) durante esas trágicas horas. Pero veló para que, durante la pasión del Señor, la inocencia de su Amado fuese atestiguada once veces por los hombres (Judas, Mateo 27:4; Pilato, Lucas 23:4, 14-15, 22; Juan 19:4, 6; Mateo 27:24; la mujer de Pilato, Mateo 27:19; el malhechor y el centurión, Lucas 23:41, 47).
- 2Un millón de judíos fueron masacrados por los romanos durante la destrucción de Jerusalén en el año 70.