El fin del traidor
“Entonces Judas, que le había entregado, viendo que era condenado, lleno de remordimiento…” (Mateo 27:3; V. M.). Sin duda no había pensado en tal desenlace para el Señor, quien siempre había logrado escapar de las conspiraciones de sus enemigos. Judas había juzgado que era la ocasión favorable para satisfacer una vez más su codicia. El que se introduce en el camino del pecado se convierte en esclavo de Satanás, y cuando se cosecha el fruto inesperado, el despertar es terrible.
El remordimiento de Judas se produjo demasiado tarde y no fue profundo, como siempre sucede cuando el corazón se espanta por las consecuencias de un pecado en lugar de sentir la gravedad del acto mismo. “Yo he pecado” (Mateo 27:4). ¡Con qué facilidad los hombres pronuncian estas palabras sin arrepentirse verdaderamente delante de Dios!
En las Escrituras hallamos varias veces esta expresión1 , pero solo en tres casos Dios discierne un real arrepentimiento y puede conceder el perdón (David, en dos ocasiones, y el hijo pródigo). En todo su caminar, Judas careció de un verdadero temor de Dios, y le faltó hasta el fin, a pesar de su declaración: “Yo he pecado entregando sangre inocente”. ¿Era este verdaderamente todo su pecado? Aquel que había sido traicionado por su discípulo de una manera tan odiosa, ¿no tenía el derecho de esperar de parte de este una confesión totalmente diferente?
En Judas no se ve, en absoluto, “la tristeza que es según Dios”, como la que sintió Pedro, sino solamente “la tristeza del mundo (que) produce muerte” (2 Corintios 7:10). Satanás obtuvo así una doble victoria: alcanzó su objetivo en lo concerniente al Señor Jesús y, por otra parte, empujó a la desesperación al instrumento del que se había servido. Judas “salió, y fue y se ahorcó” (Mateo 27:5). El apóstol Pedro, refiriéndose a la profecía de David, describe el terrible juicio que esperaba a Judas y a su casa (Hechos 1:16-20; Salmo 109:6-20).
Judas arrojó en el templo, a los pies de los principales sacerdotes, “el salario de su iniquidad” (Mateo 27:3-5; Hechos 1:18). Pero ni el remordimiento de su desgraciado cómplice, ni el testimonio que él dio acerca de la inocencia de Jesús, lograron tocar esos corazones insensibles. “¿Qué nos importa a nosotros? ¡Allá tú!”. Solo les preocupaba una cosa: cómo utilizar convenientemente el dinero entregado por el traidor. “Tomando las piezas de plata, dijeron: No es lícito echarlas en el tesoro de las ofrendas, porque es precio de sangre” (Mateo 27:6).
¡He ahí el corazón del hombre! En lugar de juzgar su pecado a la luz de Dios, se complace en la observancia de una religión exterior. El pasaje de las Escrituras sobre el cual se basaban (Deuteronomio 23:18) sin duda resalta su propósito de insultar al Señor incluso después de su muerte, poniendo el precio de su sangre al mismo nivel que “la paga de una ramera” o “el precio de un perro”, porque “abominación es a Jehová… tanto lo uno como lo otro”.
“Y después de consultar, compraron con ellas el campo del alfarero, para sepultura de los extranjeros. Por lo cual aquel campo se llama hasta el día de hoy: Campo de sangre” (Mateo 27:7-8). Así, de alguna manera, ellos levantaron un monumento a su propia infamia, a la vista y conocimiento de “todos los habitantes de Jerusalén” (Hechos 1:19).
Cuando el pueblo judío quitó de su presencia al “Santo de Israel” y echó sobre sí su sangre, ¿no convirtió la tierra prometida en un “Acéldama”? ¿No fue dispersado entre las naciones y quebrado “como se quiebra un vaso de alfarero, que sin misericordia lo hacen pedazos; tanto, que entre los pedazos no se halla tiesto”? (Isaías 30:8-14; cf. Jeremías 19:10-13).
El campo del alfarero nos recuerda un campo estéril sobre el cual el alfarero arroja sus desperdicios y fragmentos de las vasijas quebradas. La tierra de Israel, ocupada por las naciones, vino a ser un lugar “para sepultura de los extranjeros”.
Pero la tierra entera también es un “campo de sangre” y un “campo del alfarero”. La sangre del Hijo de Dios que fue derramada clama, aún hoy, hacia el cielo. La creación salió perfecta de las manos de Dios, es ahora un campo cubierto de ruinas, un cementerio. ¿Qué podría buscar aún el creyente en tal mundo? El mismo Señor solo encontró allí una cruz y una tumba. Este es un pensamiento muy apropiado para hacernos considerar, bajo su verdadera luz, la escena pasajera de este mundo.
“Así se cumplió lo dicho por el profeta Jeremías, cuando dijo: Y tomaron las treinta piezas de plata, precio del apreciado, según el precio puesto por los hijos de Israel; y las dieron para el campo del alfarero”2 (Mateo 27:9-10).
Échalo al tesoro (o al alfarero); ¡hermoso precio con que me han apreciado!
(Zacarías 11:12-13).
Solo Mateo menciona este precio, atestiguando así que Israel había valuado a su Mesías al precio de un siervo que había muerto acorneado por un buey (Éxodo 21:32). Cuando Dios vuelva a reanudar sus relaciones con su pueblo terrenal, el remanente reconocerá: “Fue menospreciado, y no lo estimamos” (Isaías 53:3).
El Señor Jesús, que “no estimó el ser igual a Dios como cosa a qué aferrarse, sino que se despojó a sí mismo” (Filipenses 2:6-7), “vendió todo lo que tenía” para comprar la perla preciosa (Mateo 13:46). “Nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo… se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras” (Tito 2:13-14).
- 1El faraón (Éxodo 9:27; 10:16); Balaam (Números 22:34); Acán (Josué 7:20); Saúl (1 Samuel 15:24 y sig.; 26:21); David (2 Samuel 12:13; 24:10 y sig.; cf. Salmo 51:4); el hijo pródigo (Lucas 15:18, 21) y Judas.
- 2Estas palabras de Jeremías no nos han sido transmitidas. Algunos autores explican la dificultad suscitada por este versículo de la siguiente manera: En la colección judía de los escritos de los profetas, el libro de Jeremías se ubicaba al principio, de manera que cuando los judíos citaban a un profeta tenían la costumbre de decir: «Jeremías o alguno de los profetas», o simplemente «Jeremías» (véase Mateo 16:14). Sin embargo, el pasaje de Zacarías 11:12-13 no concuerda exactamente con la cita de Mateo 27:9-10.