“Fuera del campamento”
“Tomaron, pues, a Jesús, y le llevaron. Y él, cargando su cruz, salió…” (Juan 19:16-17). En el transcurso de los tiempos, ¡cuántos creyentes han sentido su corazón oprimido al detenerse a considerar esta escena! Poco antes, Pilato había dicho al pueblo: “Mirad, os lo traigo fuera… Y salió Jesús” (Juan 19:4-5). En aquel momento, Jesús llevaba la corona de espinas y el manto de púrpura; ahora llevaba la cruz, el madero maldito.
Aparentemente, quienes obraban e imponían su voluntad eran los hombres, pero la Palabra dice: “Y él, cargando su cruz, salió”. No era necesario obligarlo; en ningún momento se debilitaron sus fuerzas físicas o morales. “Él, cargando su cruz, salió” dominando soberanamente a los hombres y los acontecimientos, en el poder de un espíritu completamente sumiso a Dios.
El relato de los evangelios sinópticos no cambia nada de lo afirmado anteriormente. “Y le sacaron para crucificarle. Y obligaron a uno que pasaba, Simón de Cirene, padre de Alejandro y de Rufo, que venía del campo, a que le llevase la cruz” (Mateo 27:31-32; Marcos 15:20-21; Lucas 23:26-32). Algunos han pensado que los soldados obraron de ese modo porque vieron signos de fatiga en el Señor Jesús o, incluso, que caía agobiado bajo la carga. Pero la Palabra no menciona ningún hecho que se pueda citar en apoyo de tales suposiciones.
Ciertamente, el Señor Jesús, como hombre perfecto, sufría intensamente, pero lo que él sentía no lo expresaba delante de los hombres, sino solamente a Dios, tal como se aprecia en los profetas y en los salmos. Él era Dios manifestado “en carne”. Pero para nosotros es imposible sondear el misterio de la encarnación. “Nadie conoce al Hijo, sino el Padre” (Mateo 11:27). No nos corresponde mirar dentro del arca. ¡Que nos sirva de advertencia lo que les sucedió a los hombres de Bet-semes! (1 Samuel 6:19-21).
Un hecho es cierto: Jesús llevó su cruz, y la habría llevado hasta el Gólgota si los soldados no hubiesen obligado a Simón a que lo hiciera. Más tarde, cuando estuvo en la cruz, Él llevó una carga aún más pesada: la de nuestros pecados, la cual nadie pudo cargar. “Mis iniquidades… como carga pesada se han agravado sobre mí” (Salmo 38:4).
Simón de Cirene1 era un extranjero. Era “uno que pasaba… que venía del campo” (Marcos 15:21). Parece que los acontecimientos que se desarrollaban en Jerusalén no le interesaban; él pasaba por allí. Es una imagen del hombre indiferente a Cristo; no obstante, fue obligado a obedecer a Satanás y a sus agentes. Ellos lo “hallaron”, lo “tomaron”, lo “obligaron” y “le pusieron encima la cruz para que la llevase tras Jesús” (Mateo 27:32; Marcos 15:21; Lucas 23:26). Pero, aunque Simón no tuviera conciencia de ello, ¡qué honor para él! Tal vez ese incidente lo despertó y quitó su indiferencia respecto a Cristo. Al menos se puede suponer que, más adelante, sus dos hijos fueron conocidos como creyentes, y quizá también su esposa (véase Romanos 16:13).
“Y le seguía gran multitud del pueblo, y de mujeres que lloraban y hacían lamentación por él” (Lucas 23:27). ¿No regocijaba esto su corazón? ¿No era la “compasión” que había esperado? ¡De ninguna manera! En Jerusalén, una pascua anterior, muchos habían creído “en su nombre, viendo las señales que hacía”. Pero
Jesús mismo no se fiaba de ellos, porque conocía a todos
(Juan 2:23-25).
Él sabía que, por loables que fueran en sí mismas, las lágrimas de esas mujeres solo eran la expresión de sentimientos naturales. En lugar de llorar por Él, ellas habrían tenido que llorar por sí mismas y por sus hijos, porque vendrían días en los que se llamarían bienaventuradas a aquellas que no hubieran sido madres, a causa de los terribles juicios que caerían sobre Israel (Lucas 23:28-30).
¡Qué diferencia se nota entre estas “hijas de Jerusalén” y “las mujeres que le habían seguido desde Galilea”! (Lucas 8:2-3; 23:49). Si las primeras hubieran recibido las palabras del Señor, también ellas habrían sido guardadas de esos juicios venideros, tanto como las segundas. Jesús añade: “Porque si en el árbol verde (es decir, en Él) hacen estas cosas, ¿en el seco (en Israel), qué no se hará?” (Lucas 23:31). Del “tronco de Isaí”, de la “tierra seca”, había salido un renuevo “como raíz”, un “retoño” para dar fruto (Isaías 11:1; 53:2). Era importante, pues, recibirlo como tal, en lugar de llorar por él.
“Llevaban también con él a otros dos, que eran malhechores, para ser muertos” (Lucas 23:32). El Señor acabó su carrera en este mundo yendo, en compañía de dos malhechores, “al lugar llamado de la Calavera, y en hebreo, Gólgota” (Juan 19:17). Ese lugar estaba situado cerca de la ciudad. Así como en su nacimiento “no había lugar” para Él en el mesón (Lucas 2:7), y en su camino no tuvo “dónde recostar la cabeza” (Lucas 9:58), así también debió morir fuera de la santa ciudad. Como el macho cabrío que se inmolaba por el pecado del pueblo en el gran día de la expiación, y debía ser sacado y quemado fuera del campamento, del mismo modo Jesús fue echado fuera del campamento de Israel, y “padeció fuera de la puerta” (Levítico 16:15-27; Hebreos 13:11-13).
- 1Cirene era una ciudad de Libia (Hechos 2:10).