La obra cumplida

Meditaciones acerca de la muerte de nuestro Señor Jesucristo

De Betania a Getsemaní

Tanto Mateo 25, como Marcos 13 y Lucas 21, describen el final del ministerio público del Señor Jesús; y desde los capítulos siguientes el Espíritu Santo relata los sufrimientos que el Señor soportó durante el último período de su vida terrenal1 . A la hora en que los principales sacerdotes y los ancianos, reunidos en consejo secreto, decidieron “prender con engaño a Jesús, y matarle”, el Señor, habiendo acabado “todas estas palabras”, anunció por última vez a los discípulos lo que le iba a suceder: “Sabéis que dentro de dos días se celebra la pascua, y el Hijo del hombre será entregado para ser crucificado” (Mateo 26:1-5, 14-16; Marcos 14:1-2, 10-11; Lucas 22:1-6; Juan 11:45-57).

¿Comprendieron sus discípulos esas palabras? ¿Entendieron claramente lo que su amado Maestro iba a sufrir? El comportamiento que manifestaron nos obliga a responder negativamente a estas preguntas. En tales circunstancias, fue una mujer la que tuvo el privilegio de expresar los sentimientos convenientes respecto al Señor. Para revelárnoslo, el Espíritu Santo nos expone la escena que se presentó en Betania, cuando “le hicieron allí una cena” (Juan 12:1-8).

En tal escena vemos, por tercera vez, a María a los pies de Jesús –como cada vez que la hallamos en su presencia (Lucas 10:39; Juan 11:32; 12:3)– lo que expresa los santos afectos que sentía por Él y que llenaban su corazón. Ella ungió al Señor con un “perfume de nardo puro, de mucho precio” y le enjugó los pies con sus cabellos, los cuales son la gloria2  de la mujer. “Y la casa se llenó del olor del perfume”. Mediante este acto único, María expresó a Jesús la profunda simpatía y comprensión que siente un corazón lleno de amor, mientras que los discípulos consideraron que aquello era un “desperdicio” (Mateo 26:8).

Un día, María había “escogido la buena parte” y había escuchado la palabra del Señor. Este hecho hizo que ella tuviese una mayor capacidad que los discípulos para percibir por adelantado cuál sería la parte de Aquel a quien amaba ardientemente. Ella discernía, con mayor claridad que todos los demás, las sombrías nubes de odio que se cernían, cada vez más amenazantes, sobre Su cabeza. Por eso sentía el deseo de testimoniarle su simpatía y afecto.

Pero, ¿qué podía hacer esta mujer débil? Ella tomó lo más precioso que tenía, un vaso de alabastro, para quebrarlo y derramar el perfume sobre la cabeza y los pies de Jesús, tal como lo hallamos en el relato de Mateo 26:6-13 y Marcos 14:3-9. Así le rindió el homenaje que le era debido como rey de Israel, como siervo de Dios y como Hijo unigénito del Padre, en el momento en que, mediante el Espíritu eterno, Él iba a ofrecerse “a sí mismo sin mancha a Dios” (Hebreos 9:14)3 .

El Señor dijo: “Esta mujer… al derramar este perfume sobre mi cuerpo, lo ha hecho a fin de prepararme para la sepultura” (Mateo 26:10-12)4 . Tal es el significado que Él atribuyó a ese acto, cuando se interpuso entre María y los discípulos que la censuraban. El Señor proclamó solemnemente que este acto jamás caería en el olvido, lo que demuestra el gran valor que Él le asignó.

Así como Jonatán, que mientras perseguía al enemigo mojó la punta de una vara en un panal de miel para gustar un poco de ella, “y fueron aclarados sus ojos” (1 Samuel 14:27), así también, ¡y cuánto más!, nuestro amado Salvador gustó en esa circunstancia un refrigerio que ya ningún hombre –excepto, sin embargo, el malhechor en la cruz– le podría dar durante las dolorosas horas que iba a atravesar.

Llegó “el primer día de la fiesta de los panes sin levadura”. Al caer la noche, Jesús se sentó a la mesa con los doce para celebrar la pascua (Mateo 26:17-20; Marcos 14:12-18; Lucas 22:7-18). Entonces les dijo: “¡Cuánto he deseado comer con vosotros esta pascua antes que padezca!”. Antes de que el Hijo del hombre, el heredero de todas las cosas, fuese rechazado definitivamente, antes de que las olas del odio del hombre se abatiesen sobre la cabeza del Santo y del Justo, antes de que el verdadero Cordero pascual diese su vida y fuese vertida su sangre, el deseo de su corazón era estar reunido una vez más con el débil remanente de su pueblo, según la perfecta ordenanza instituida por Dios (Mateo 26:21-25, 31-35; Marcos 14:18-21, 27-31; Lucas 22:21-38; Juan 13:18-30, 36-38).

Sin embargo, esta escena, esta despedida tan solemne, fue ensombrecida por muchas razones que causaban tristeza. No solamente por lo que hizo Judas, el traidor, quien, sobornado por los principales sacerdotes y poseído completamente por su siniestro propósito, se hundió en la noche para llevarlo a cabo, sino también por los discípulos que discutían entre sí “sobre quién de ellos sería el mayor” (Lucas 22:24). Y, finalmente, por Simón Pedro, quien afirmaba osadamente que estaba dispuesto a ir a la cárcel y a la muerte con su Señor, pero que esa misma noche llegaría a negarlo tres veces.

Aunque sintió todo esto con una intensidad infinitamente mayor que lo que nosotros podríamos percibir, el Señor no retrocedió, pues

como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin
(Juan 13:1-17).

Durante la cena el Señor Jesús les enseñó, a través del símbolo del lavamiento de los pies, que siempre estaría dispuesto a socorrer a los suyos mediante el poder purificador de su Palabra. Después de la cena les confió un legado particularmente precioso (Mateo 26:26-30; Marcos 14:22-26; Lucas 22:19-20).

Él sabía que nuestros corazones son muy olvidadizos y también que, desgraciadamente, nuestro espíritu solo retiene fugitivas impresiones de la escena tan conmovedora de sus sufrimientos y de su muerte. Por eso instituyó, para beneficio nuestro, su cena, la cena del Señor: el pan y el vino, símbolos de su cuerpo y de su sangre, de su cuerpo dado por nosotros y de su sangre vertida por nosotros; símbolos del Cristo que murió por nosotros, del Cristo que glorificó perfectamente al Padre y satisfizo para siempre al Dios santo.

El deseo del Señor:

Haced esto en memoria de mí
(Lucas 22:19),

deseo que luego confirmó desde lo alto, de los cielos (1 Corintios 11:24-25), ¿no debería hallar una respuesta más ferviente en todos nosotros, en lo profundo de nuestro corazón?

Cantaron un himno y luego salieron a la oscuridad de la noche (Mateo 26:30). Entonces Él “se fue, como solía, al monte de los Olivos” (Lucas 22:39). Pero esta vez, las palabras que dirigió a los discípulos fueron palabras de despedida: “No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo” (Juan 14:1, 27). ¡Qué solicitud! Él tenía muchos motivos para preocuparse solo por sí mismo; pero lo vemos consolando, alentando y enseñando a los once. Les habló de las “muchas moradas” en la casa de su Padre, y del camino que conduce allí (Juan 14). Luego les habló sobre la relación tan tierna e íntima entre ellos, los pámpanos, y Él, la verdadera vid (Juan 15).

Pero ellos prosiguieron su camino en la noche, dejando lejos, a sus espaldas, la ciudad santa. Entonces el Señor les anunció que las sombras del antiguo pacto iban a desaparecer para ellos y que pronto vendría otro Consolador, el Espíritu Santo, el cual los guiaría “a toda la verdad” y los introduciría en una nueva relación con el Padre (Juan 16). Luego, levantando los ojos al cielo, pronunció la oración que hallamos en Juan 17. Así devolvió al Padre, en alguna medida, a aquellos a quienes este le había dado del mundo, a fin de que el Padre los guardase hasta el fin, en medio del “presente siglo malo”. Y terminó su oración con una declaración –preciosa entre todas– que solo él, el Hijo, tenía el derecho de dirigir a su Padre:

Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria…
(Juan 17:24).

“Habiendo dicho Jesús estas cosas, salió con sus discípulos al otro lado del torrente de Cedrón, donde había un huerto, en el cual entró con sus discípulos” (Juan 18:1; Mateo 26:36-46; Marcos 14:32-42; Lucas 22:39-46).

Mil años antes, David subía por ese mismo camino, es decir, por la cuesta de los Olivos, embargado de tristeza, pensando en todo lo que dejaba tras él (2 Samuel 15:23-30). Pero si el rey David se vio obligado a tomar ese camino fue a causa de su propio pecado y del castigo que merecía, mientras que el Hijo de David, nuestro Señor, se introdujo en tal senda, escogiéndola voluntariamente, para poder cargar “el pecado de todos nosotros” (Isaías 53:6).

Allí, en las tinieblas de “la noche que fue entregado”, en el “lugar que se llama Getsemaní”, se le permitió a Satanás –quien se había apartado de Jesús por un tiempo (Lucas 4:13)– acercarse a Él por segunda y última vez. La sombra de la cruz ya se proyectaba sobre el camino de Jesús, y la copa que había venido a beber en este mundo, la amarga copa de la ira de Dios, quien ejercía así un justo juicio contra el pecado, le era presentada por el Padre.

Frente a Él se levantaba la cruz sobre la cual, durante tres tenebrosas horas, llevaría “nuestros pecados en su cuerpo” (1 Pedro 2:24), y donde Aquel que no había conocido pecado, sería hecho pecado por nosotros (2 Corintios 5:21). ¿Era posible que su santa alma no se estremeciese de horror en el momento en que Satanás colocaba ante él los terrores de la muerte, de la “partida que iba Jesús a cumplir en Jerusalén”?

Podemos contemplar allí al Hombre Cristo Jesús, quien manifestaba así la divina perfección de su total obediencia. Mientras avanzaba en el camino donde había entrado para cumplir los designios de Dios, sentía cada vez más el horror de lo que le esperaba y, cuanto más avanzaba, tanto más crecía este sentimiento en su corazón, por lo cual leemos: “Y comenzó a atemorizarse, y a angustiarse en gran manera” (Marcos 14:33; V. M.). Entonces Jesús dijo a sus discípulos:

Mi alma está muy triste, hasta la muerte; quedaos aquí, y velad conmigo
(Mateo 26:38).

Les pedía que se compadeciesen de Él y esperaba que se manifestaran como “consoladores” (Salmo 69:20), pues tenía derecho a ello; pero Jesús conocía la amargura que le esperaba. Su fuerza procedía únicamente de lo alto, del Padre.

Jesús entró en la profundidad del huerto. Previamente había tomado consigo a sus discípulos más íntimos, a Pedro, a Jacobo y a Juan. Pero pronto los dejó. “Él se apartó de ellos a distancia como de un tiro de piedra” (Lucas 22:41) y allí, totalmente aislado, “puesto de rodillas”, “se postró en tierra”; incluso leemos que “se postró sobre su rostro” (Marcos 14:35; Mateo 26:39). Entonces ofreció “ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte” (Hebreos 5:7).

A lo largo de todo su camino –excluidas solo las tres horas de tinieblas en la cruz– el cielo estuvo abierto sobre Él, y los ángeles de Dios subían y descendían sobre el Hijo del hombre (Juan 1:51). Así fue también en esta solemne circunstancia: “Se le apareció un ángel del cielo para fortalecerle” (Lucas 22:43). No olvidemos que su amor para con nosotros fue el motivo por el cual estuvo allí “en agonía”, orando “intensamente”, hasta el punto de que era “su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra” (Lucas 22:44).

Pero la oración que dirigió a su Padre es aún más conmovedora que esta escena en sí misma. ¿No había otra salida? “Oró que si fuese posible, pasase de él aquella hora” (Marcos 14:35). ¿No le eran posibles todas las cosas al Padre? “Abba, Padre –esta es la única vez que oímos al Señor usando esta expresión tan íntima–, todas las cosas son posibles para ti; aparta de mí esta copa” (Marcos 14:36). “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa” (Mateo 26:39).

Pero Él sabía, mejor que nadie, que justamente esto no le era posible al Padre si quería salvar a los pecadores y cumplir sus designios eternos. Por eso el Señor Jesús añade estas palabras que expresan su entera sumisión:

Pero no sea como yo quiero, sino como tú… Padre mío, si no puede pasar de mí esta copa sin que yo la beba, hágase tu voluntad
(Mateo 26:39, 42).

Aun en esta circunstancia, la única en que su voluntad, aparentemente, difería de la del Padre, se sometió completamente; de modo que fue “oído a causa de su temor reverente” (Hebreos 5:7). Él salió victorioso de ese doloroso combate.

Mientras sus discípulos estaban “durmiendo a causa de la tristeza” (Lucas 22:45), Él se levantó de su oración y, con perfecta paz, avanzó para beber hasta los sedimentos la copa que acababa de recibir de la mano del Padre.

  • 1El evangelio según Juan presenta un período intermedio: la resurrección de Lázaro y las circunstancias que se relacionan con ello. En dicho evangelio, el ministerio público del Señor llega a su fin en el capítulo 10.
  • 2Nota del traductor (N. del T.): Véase 1 Corintios 11:15 donde, en varias versiones castellanas, leemos: “Si la mujer tiene cabellera larga, le es una gloria [en griego: doxa]”.
  • 3En los evangelios según Mateo y Marcos –que nos presentan a Cristo como el Mesías y el Profeta, respectivamente– vemos que el perfume fue derramado sobre su cabeza, mientras que en el evangelio según Juan, donde Cristo es revelado como el Hijo de Dios, leemos que María ungió sus pies. Es comprensible que Lucas no contenga este relato, pues en este evangelio el Señor Jesús es presentado como el Hijo del hombre, Hombre sumiso y humilde.
  • 4En el evangelio según Marcos está escrito: “Esta… se ha anticipado a ungir mi cuerpo para la sepultura” (cap. 14:8). Se sabe que las otras mujeres, que fueron al sepulcro del Señor con esa intención, llegaron demasiado tarde (Lucas 24:1-3).