La obra cumplida

Mateo 26:47-56 – Marcos 14:43-52 – Lucas 22:47-53

Judas Iscariote, el que entregó a Jesús

En los tres primeros evangelios, el relato de los acontecimientos que consideraremos en esta meditación comienza con estas palabras: “Mientras él aún hablaba”. El Señor, en su infatigable gracia, asistía a los suyos; entre tanto el que iba a entregarlo, “Judas, uno de los doce”, se acercaba en medio de las tinieblas.

En la Palabra, el Espíritu Santo asigna un lugar muy especial a la traición de Judas. Ningún otro momento de la vida del Señor en este mundo nos es relatado con tantos detalles como el de esa noche. Cuando quiere mencionarla en pocas palabras, el Espíritu la llama “la noche que [el Señor Jesús] fue entregado” (1 Corintios 11:23). En los evangelios, cada vez que se menciona el nombre de Judas se hace alusión a su traición: “Judas Iscariote, el que también le entregó” (Mateo 10:4, etc.). ¡Qué acto infame!

El Hijo del hombre va, según está escrito de él, mas ¡ay de aquel hombre por quien el Hijo del hombre es entregado! Bueno le fuera a ese hombre no haber nacido
(Mateo 26:24).

Los hombres han intentado analizar la personalidad de Judas, han tratado de explicar el estado en que se encontraba su alma, así como sus móviles y su dramático fin, pero no han logrado hacerlo de manera satisfactoria. Sin embargo, para aquel que tiene un “ojo bueno” (o simple, que no tiene visión doble), todo esto le resulta claro, aunque colmado de serias advertencias. Judas ofrece un cuadro del estado vergonzoso en que puede caer el hombre. Si las Escrituras no nos presentaran ese cuadro, ignoraríamos a qué extremos puede llegar el hombre en su infamia.

Se puede haber hecho lo que se describe en Mateo 7:21-22: “Profetizamos en tu nombre”; “en tu nombre hemos echado demonios” e “hicimos muchos milagros” (y Judas debe de haberlos hecho, ya que él era uno de los doce, a quienes Jesús había enviado para sanar y predicar).

Se puede tener una “lámpara”, es decir, un testimonio exterior, se puede ser de aquellos que han “comido y bebido” delante de Él (Mateo 25:1-13; Lucas 13:25-27), uno puede haberse sentado a Sus pies, y, no obstante, encontrarse fuera cuando la puerta sea cerrada y se escuche la terrible declaración: “Nunca os conocí; apartaos de mí…” (Mateo 7:23). Se puede caminar con la luz que vino al mundo y, sin embargo, no venir a la luz, porque se ama más las tinieblas que la luz, pues las obras son malas y se teme que ellas sean reprendidas (Juan 3:19-21).

Judas no estaba “limpio” (Juan 13:11); su corazón, cada vez más invadido por el amor al dinero, jamás se había quebrantado. Se había convertido en un ladrón (Juan 12:4-6) y, en esa resbaladiza pendiente, fue arrastrado cada vez más lejos, hasta que el diablo puso en su corazón el audaz propósito de cometer la más horrible traición que un hombre haya urdido jamás, hasta que “Satanás entró en él” y fue endurecido irremediablemente (Mateo 26:15; Juan 13:2, 27; Lucas 22:3).

Los hombres pueden haberse engañado respecto al real estado de su corazón, pero el Señor conocía a su discípulo “desde el principio” y había dicho de él: “Uno de vosotros es diablo”; Judas era “el hijo de perdición” (Juan 6:64, 70-71; 17:12). Comprendemos por qué el Señor Jesús “se conmovió en espíritu cuando, reunido por última vez con los doce, debió declararles solemnemente: “De cierto, de cierto os digo, que uno de vosotros me va a entregar” (Juan 13:21).

Así, aquel que era contado entre los apóstoles y tenía parte en ese ministerio, aquel que había estado con ellos todo el tiempo que el Señor Jesús entraba y salía entre ellos (Hechos 1:17-21), aquel que comía pan con Él y cuya mano estaba en la mesa con Él (Juan 13:18; Lucas 22:21), se convirtió en el “guía de los que prendieron a Jesús” (Hechos 1:16). Leemos: “Vino Judas… y con él mucha gente con espadas y palos”, y Judas “iba al frente de ellos” (Mateo 26:47; Lucas 22:47). Tampoco faltaban las “linternas y antorchas” (Juan 18:3), porque el traidor había pensado en todo y había preparado su acto pensando hasta en los menores detalles.

¡Ay, de qué manera su corazón lleno de perfidia supo buscar la ocasión para entregarlo en un momento oportuno! (Marcos 14:11). ¡Con qué habilidad escogió el huerto de Getsemaní, lugar que conocía bien, “porque muchas veces Jesús se había reunido allí con sus discípulos”! (Juan 18:2). ¿Se despertaría en su corazón algún recuerdo de ese pasado tan cercano? ¿Sería un poco consciente del horror de su acto? Desgraciadamente, su corazón había llegado a ser demasiado insensible para detenerlo en esa pendiente fatal. Lo único que Dios podía hacer –si nos atrevemos a expresarnos así– era servirse de él para cumplir Sus propios designios.

Jesús había dicho a Judas: “Lo que vas a hacer, hazlo más pronto” (Juan 13:27). Desde entonces vemos que Judas, lleno de una energía feroz, siguió hasta el fin el camino de perdición que Satanás abría delante de él. Habiendo recibido el bocado, “salió al instante” buscando la oscura complicidad de la noche. “Y al momento, mientras él (Jesús) todavía estaba hablando”, Judas llegó al frente de sus acompañantes. “Y en seguida se acercó a Jesús y dijo: ¡Salve, Maestro! y le besó1 ” (Juan 13:30 V. M.; Marcos 14:43 V. M.; Mateo 26:49).

“Y el que le entregaba les había dado señal, diciendo: Al que yo besare, ese es; prendedle, y llevadle con seguridad” (Marcos 14:44). ¿No habría podido valerse de otra señal? Desgraciadamente, él creía que podía engañar a Aquel que “discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (Hebreos 4:12). ¿Habrá temido que el Señor, quien poseía todo el poder, hiciera fracasar la violencia que los malvados habían intentado usar contra Él? ¿No había logrado Jesús escapar siempre de sus adversarios?

Lo cierto es que el Señor sentía profundamente el bien o el mal que se le hacía. Por eso Él había tenido que decir a Simón:

No me diste beso; mas esta, desde que entré, no ha cesado de besar mis pies
(Lucas 7:38, 45).

La indiferencia del fariseo, así como el ardiente amor de la pecadora, lo habían conmovido hasta lo más profundo de su alma. ¡Cuánto más vivo aún fue su sufrimiento en Getsemaní donde, en la persona de Judas, el hombre manifestó toda su infamia!

En una tercera ocasión, la Palabra se sirve de la misma expresión para designar las manifestaciones de amor y de perdón del padre respecto al hijo pródigo que volvió de la “provincia apartada”. Leemos: “Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó (o lo cubrió de besos)” (Lucas 15:20). Por un lado, tenemos al hombre y, por otro, a Dios.

Jesús, usando la espada de dos filos de su palabra, había intentado muchas veces tocar la conciencia de Judas. Las “heridas del que ama” habían sido “fieles”, pero “los besos del que aborrece” habían venido a ser “importunos” para Jesús (Proverbios 27:6). Una última vez, lleno de amor por el pobre discípulo, Jesús se dirigió a su corazón y a su conciencia: “Amigo, ¿a qué vienes?” (Mateo 26:50). “Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?” (Lucas 22:48). Estas preguntas demuestran también cuán dolorosamente sentía Jesús, en su sensible corazón, la traición de su discípulo.

Consideremos ahora los hechos tales como Juan los relata. Él se coloca en un punto cuya perspectiva es diferente de la que nos brindan los otros evangelistas. También en el evangelio de Juan vemos que Judas toma “una compañía de soldados2 , y alguaciles de los principales sacerdotes y de los fariseos” (cap. 18:3), pero el traidor no los precede: “Y estaba también con ellos Judas” (cap. 18:5). El Señor lo previó –lo cual está en conformidad con el carácter de este evangelio–, porque sabía “todas las cosas que le habían de sobrevenir”. Se adelantó Jesús, pues, para encontrarse con sus enemigos y les preguntó: “¿A quién buscáis?”, ante lo cual solo atinaron a responder: “A Jesús nazareno”. Jesús les dijo: “Yo soy”. Él hablaba “como quien tiene autoridad”, por lo cual leemos también: “Con la palabra echó fuera a los demonios” (Mateo 7:29; 8:16). “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!” (Juan 7:46). Con una sola palabra hizo retroceder y caer a tierra a sus enemigos (Juan 18:6). Él habría podido pasar por en medio de ellos e irse, tal como un día lo había hecho en la escarpada cumbre del monte de Nazaret (Lucas 4:29-30); pero permaneció allí, perfectamente sereno, defendiendo a sus amados discípulos, y se entregó voluntariamente a sus enemigos: “Os he dicho que yo soy; pues si me buscáis a mí, dejad ir a estos” (Juan 18:8).

La fe discierne, en estas pocas palabras, toda la obra de la salvación, como también la profundidad del amor y de la abnegación de Aquel que la cumplió. “El asalariado… deja las ovejas y huye”, mientras que

el buen pastor su vida da por las ovejas
(Juan 10:11-12).

Él sacrificó su propia libertad a fin de “poner en libertad a los oprimidos” (Lucas 4:18). Y después, “subiendo a lo alto, llevó cautiva la cautividad” (Efesios 4:8). Habiendo sido llamado a glorificar a Dios de esta manera, ¿cómo no habría de beber la copa que el Padre le había dado?

“Entonces se acercaron y echaron mano a Jesús, y le prendieron” (Mateo 26:50). Por primera vez el hombre puso su mano sobre el Señor Jesús, exceptuando quizá la escena de Nazaret, cuando “le echaron fuera de la ciudad” (Lucas 4:29). Hasta ese momento “ninguno le echó mano”, “nadie le prendió”, “él se escapó de sus manos” (Juan 7:30, 44; 8:20; 10:39). Pero ahora Dios permitía que el mal tomase libre curso, pues, para Jesús, “su hora había llegado” (Juan 13:1).

Toda la locura de la carne se manifiesta en el gesto de Simón Pedro, “que tenía una espada, la desenvainó, e hirió al siervo del sumo sacerdote, y le cortó la oreja derecha” (Juan 18:10). Sin duda obró de esa manera por amor a su Señor, pero no solo él tuvo tales pensamientos, pues en Lucas 22:49 leemos: “Viendo los que estaban con él lo que había de acontecer, le dijeron: Señor, ¿heriremos a espada?”. En otra ocasión, algunos discípulos habían preguntado a Jesús: “Señor, ¿quieres que mandemos que descienda fuego del cielo… y los consuma?”. En estas dos circunstancias ellos manifestaban que no sabían de qué espíritu estaban animados (véase Lucas 9:54-55).

El hecho de que dos discípulos tuviesen espadas es ya algo muy sorprendente (Lucas 22:38). Desgraciadamente, en todas las épocas de la historia de la Iglesia cristiana se levantaron algunos que, invocando el nombre de Cristo, «tomaron la espada», tanto en el sentido literal del término como en su sentido figurado, y frustraron así el espíritu que manifestó Aquel que es “manso y humilde de corazón” (Mateo 11:29). ¡Con qué dulzura enseñó a sus discípulos, aun en ese momento: “Basta ya; dejad”. “Vuelve tu espada a su lugar; porque todos los que tomen espada, a espada perecerán”! (Lucas 22:51; Mateo 26:52). La historia y la experiencia confirman la veracidad de estas palabras.

Además, el intento de enfrentar con dos espadas a los soldados del tribuno era una locura. Por otro lado, Pedro manifestó una gran torpeza al emplear su arma. Pero en medio de la confusión general, el Señor halló el tiempo para reparar los efectos del irreflexivo acto de su discípulo. Por última vez, Él extendió su compasiva mano para hacer bienes y sanar (Hechos 10:38)3 .

Finalmente, el acto de Pedro era una locura, porque rebajaba a Cristo al nivel de un hombre que necesitaba protección y, de ese modo, lo despojaba de su gloria divina. Esta había permanecido oculta frente a los hombres, pero fue plenamente revelada a Pedro (Mateo 16:16; 17:1-7).

No era, pues, asunto de los apóstoles garantizar la protección de Jesús –¿no lo había traicionado uno de ellos?– ya que a él le habría bastado orar a su Padre para obtener la intervención invencible de “más de doce legiones de ángeles” y de “una multitud de las huestes celestiales” (Mateo 26:53; Lucas 2:13). Y, ¿no era “Jehová de los ejércitos, el Fuerte de Israel”, quien había dicho: “Tomaré satisfacción de mis enemigos, me vengaré de mis adversarios”? (Isaías 1:24).

Pero la hora del juicio y de la venganza aún no había sonado. El Señor se encontraba en medio de los hombres, manifestando su gracia, a fin de cumplir la obra necesaria para la redención de ellos. Por eso era “necesario que así” se hiciera (Mateo 26:54). Cuando el Señor Jesús descienda por segunda vez a la tierra ya no lo hará para manifestar su gracia, sino que vendrá para juicio; no en su humillación, sino “en su gloria, y todos los santos ángeles con él” (Mateo 25:31).

En la escena que estamos considerando, vemos al Señor en su humillación y su oprobio; sin embargo, elevado por encima de todo lo que lo rodeaba. Él no se preocupó por sí mismo, sino por Judas, luego por los suyos, por Pedro, por Malco y, finalmente, se dirigió con soberana dignidad a los que venían a prenderlo, poniendo en evidencia la infamia de la conducta de esa gente:

¿Cómo contra un ladrón habéis salido con espadas y con palos para prenderme?
(Mateo 26:55).

Esas armas daban testimonio de la malvada conciencia que tenían. Él había estado todos los días entre ellos, enseñándoles en el templo (Lucas 21:37-38). ¿Habría sido tan difícil prenderlo en esos momentos? Ciertamente que si ellos finalmente lo aprehendían, no era gracias a las armas que tenían, sino para que se cumpliesen las Escrituras de los profetas (Mateo 26:56). Su hora había llegado; pero era también la hora de ellos y el poder de las tinieblas (Lucas 22:53), es decir, el hombre y Satanás unidos contra Dios. Sin embargo, la aparente victoria que ellos obtuvieron entonces, pronto se transformaría en una humillante derrota.

“Entonces todos los discípulos, dejándole, huyeron” (Mateo 26:56). Todos ellos “se escandalizaban de él”, tal como Jesús mismo se los había anunciado, pues no podían comprender lo que él iba a cumplir. Sus amigos y compañeros se alejaron de Él, las ovejas del rebaño fueron dispersadas y dejaron solo al Pastor, contra quien se levantó la espada (véase Salmo 88:18; Mateo 26:31; Zacarías 13:7).

No podía ser de otra manera. Cuando el pueblo de Israel entró en Canaán, entre el arca (figura de Cristo) y el pueblo debía mantenerse una distancia de alrededor de dos mil codos. “Marcharéis en pos de ella, a fin de que sepáis el camino por donde habéis de ir… No os acercaréis a ella”. ¿Cuál era ese camino? Ese camino llevaba a atravesar el Jordán, del cual leemos que “suele desbordarse por todas sus orillas”, un camino por el que ningún hombre había pasado antes.

El arca debía abrir el río Jordán delante del pueblo (véase Josué 3:3-4, 6-15). Son numerosos los que, ciegos en cuanto a su propio estado pecaminoso, se esfuerzan por pasar el Jordán y por entrar en la tierra prometida sin el arca, es decir, se esfuerzan intentando ir al cielo sin el Salvador. ¡Qué funesto error! Serán tragados para siempre por el raudal del “Jordán”. Su parte será permanecer separados de Dios eternamente –“la muerte segunda” (Apocalipsis 20:14)– porque creen que les será posible aparecer en Su santa presencia sin estar limpios de su estado pecaminoso.

El Señor había dicho a Pedro: “A donde yo voy, no me puedes seguir ahora” (Juan 13:36). Solo aquel que reconoce que el hombre natural se encuentra en un estado de perdición y ruina completas, puede comprender estas palabras. Era lo que le faltaba a Pedro y a los demás discípulos. Por eso también leemos que “cierto joven”, quien había querido seguir a Jesús, tuvo que huir lleno de vergüenza, dejando la “sábana”, de la cual sin duda se servía para permanecer en su miseria y desnudez absolutas (Marcos 14:52).

¿Qué sucedió con el Señor? “Entonces la compañía de soldados, el tribuno y los alguaciles de los judíos, prendieron a Jesús y le ataron” (Juan 18:12). De este modo, a esas manos que por todas partes habían hecho bienes tras bienes, los hombres solo les ofrecieron ataduras infames y, unas horas más tarde, dolorosos clavos.

  • 1Le besó con particulares demostraciones de afecto. El verbo griego utilizado en este versículo, como en otros más, significa literalmente: “Cubrir de besos” o “besar repetidamente”, “besar con efusión” (véase Lucas 7:38, 45; 15:20).
  • 2Este es el único pasaje que menciona esta “compañía”. De manera que Judas no tenía a sus órdenes sólo a los servidores de los principales sacerdotes y la guardia (levítica) del templo (Lucas 22:52), sino también a soldados de la guarnición romana de la fortaleza Antonia. El hecho de que esa compañía fuese comandada por un tribuno, es decir, un jefe de mil soldados (Juan 18:12), permite deducir que tal compañía era numerosa.
  • 3Solo Lucas menciona este milagro, manteniendo su costumbre de referir muchos rasgos tocantes a la vida del Señor. Juan cita el nombre del siervo: Malco (cap. 18:10), lo que permite suponer que posteriormente este fue salvo y, por este hecho, conocido entre los primeros cristianos.