“Consumado es”
La obra hecha en la cruz ofrece aun otro aspecto que, en todas las épocas, ha llenado de admiración a quienes han meditado en ella. Es lo que expresa esta estrofa de un cántico:
De aquel fulgor dejaste Tú la gloria,
y por tu cruz, Dios exaltado está,
su santidad, su amor y su justicia,
oh Cristo tu muerte todo cumplió ya.
(Himno en francés, traducción literal)
“Sacrificio y ofrenda no te agrada; has abierto mis oídos; holocausto y expiación no has demandado. Entonces dije: He aquí, vengo… El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu ley está en medio de mi corazón” (Salmo 40:6-8). Tales son las palabras que el Señor pronunció por boca del salmista.
El segundo Hombre, que vino del cielo, apareció con esa disposición de corazón en la escena donde el primer hombre, tomado “de la tierra”, del “polvo”, fue manifiestamente incapaz de cumplir ni siquiera uno solo de los mandamientos de Dios.
Así, pues, a Cristo lo animaba plenamente el deseo de agradar a Dios:
Aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia
(Hebreos 5:8).
Y leemos que “cuando se cumplió el tiempo en que él había de ser recibido arriba, afirmó su rostro para ir a Jerusalén” (Lucas 9:51), y que “mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios” (Hebreos 9:14).
Así como durante su andar en este mundo Él fue la verdadera ofrenda vegetal, y luego, durante las horas de tinieblas en la cruz, el perfecto sacrificio por el pecado y por la culpa, así también fue el perfecto holocausto (cf. Levítico capítulos 2, 4, 5, 1), habiéndose entregado “a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante” (Efesios 5:2).
Dirijamos nuevamente nuestras miradas hacia el Gólgota. Allí, el Señor de gloria se entregó por entero; allí, él cumplió todo lo necesario para glorificar a Dios y para nuestra salvación eterna; allí puso su rostro “como un pedernal” con la convicción de que no sería avergonzado (Isaías 50:7). ¡Qué “ofrenda encendida de olor grato para Jehová”! ¡Qué holocausto único y perfecto! (Levítico 1).
El sacrificio de Cristo como holocausto es presentado de manera especial en el evangelio según Juan. Comprendemos sin dificultad el hecho de que la mirada del Padre reposara sin cesar, con delicia, sobre su amado Hijo. Por eso dicho evangelio no habla ni de las horas de tinieblas ni del abandono del Señor Jesús. Al contrario, lo escuchamos decir: “No estoy solo, porque el Padre está conmigo” (Juan 16:32).
El que me envió, conmigo está; no me ha dejado solo el Padre, porque yo hago siempre lo que le agrada
(Juan 8:29).
“Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba consumado, dijo, para que la Escritura se cumpliese: Tengo sed” (Juan 19:28). “Algunos de los que estaban allí”, ignorando todo sentimiento de compasión, le ofrecieron el brebaje que tenían la costumbre de dar a los malhechores crucificados, para calmar su ardiente sed. No es dudoso que el clamor del Señor: “Tengo sed”, deba ser interpretado primeramente en el sentido literal. Pero –y cuán digno es de nuestra atención– solo pronunció esto cuando supo “que ya todo estaba consumado”.
No obstante, si Él sentía los tormentos de la sed, ¡cuánto más ardiente era la sed de su alma! Efectivamente, ¡con qué santa prisa contemplaba “el gozo puesto delante de él”! (Hebreos 12:2). Habiendo “puesto su vida en expiación por el pecado”, deseaba ardientemente ver “el fruto de la aflicción de su alma” y quedar satisfecho (Isaías 53:10-11). Así, en el instante supremo, su amor dirigía sus pensamientos hacia aquellos por los cuales daba su vida.
Una vez más, sin dejar de contemplar lo que el Señor sufrió por nosotros, debemos dirigir nuestras miradas hacia otro ángulo a fin de considerar su consagración a Dios. En efecto, después de haber bebido completamente la copa amarga, ¡qué “sed” sentía su corazón de pasar “de este mundo al Padre”! (Juan 13:1). “Yo te he glorificado en la tierra… Ahora pues, Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese” (Juan 17:4-5). Tal era el ferviente deseo que el Señor había expresado al Padre, anticipando la hora de la cruz. Y, volviéndose hacia los suyos, deseaba que ellos participaran de Sus propios sentimientos:
Si me amarais, os habríais regocijado, porque he dicho que voy al Padre
(Juan 14:28).
¿Quién de nosotros no podría compartir un poco de esa “sed” de nuestro Señor? “Dios, Dios mío eres tú… mi alma tiene sed de ti, mi carne te anhela, en tierra seca y árida donde no hay aguas, para ver tu poder y tu gloria, así como te he mirado en el santuario” (Salmo 63:1-2). “Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, así clama por ti, oh Dios, el alma mía. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo vendré, y me presentaré delante de Dios?” (Salmo 42:1-2). Ciertamente, la esponja empapada en vinagre y puesta en la punta de una caña, en un hisopo (Mateo 27:48; Juan 19:29), no podía apagar esa sed, sino que, por el contrario, la hacía aún más ardiente.
Pero, a pesar de lo que hemos visto hasta aquí, pensamos que aún no hemos llegado hasta las últimas profundidades de esta quinta frase del Crucificado, la más breve de todas. De nuevo, el evangelio según Juan es el que la refiere, el evangelio en que vemos al Señor dominar soberanamente el sufrimiento y la muerte, y manifestar su gloria “como del unigénito del Padre”, gloria que brilla con todo su esplendor a despecho de las sombrías nubes del odio y de la maldad del hombre caído. Era la gloria de Aquel que había dicho:
Yo tengo una comida que comer, que vosotros no sabéis… Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra
(Juan 4:32, 34).
Por eso el Señor, sabiendo que ya todas las cosas estaban cumplidas, pronunció esta frase “para que la Escritura se cumpliese”.
En el momento en que acabó la obra que el Padre le había dado que hiciese, echó una mirada hacia atrás, por así decirlo, y comprobó que la profecía debía cumplirse aún en otro punto. Efectivamente, ni una jota ni una tilde de la Escritura podía caer en tierra (Mateo 5:18). “Me pusieron además hiel por comida” –lo cual había tenido lugar justo antes de la crucifixión–; pero faltaba aún esto: “Y en mi sed me dieron a beber vinagre” (Salmo 69:21; Mateo 27:34).
“Cuando Jesús hubo tomado el vinagre, dijo: Consumado es. Y habiendo inclinado la cabeza, entregó el espíritu” (Juan 19:30). Todo estaba terminado. Estaba acabada la obra que el Padre le había dado que hiciese (Juan 17:4). ¿Qué podía retener aún al celestial Extranjero en esta tierra? Sin embargo, antes de entregar el espíritu, Él proclamó, ante la faz del mundo, que su obra estaba acabada. ¡Proclamación sublime por los resultados que implica! “¡Consumado es!”. La voluntad de Dios, sus designios eternos de gracia y de justicia habían sido plenamente ejecutados. La obra por la cual Dios debía ser glorificado y el pecador debía ser redimido, había sido conducida hasta su bendito final.
Por primera vez desde la creación, Dios podía declarar que “todo… era bueno en gran manera”, que la obra era perfecta. No bien había puesto al hombre en el huerto de Edén, el tal había obrado y arruinado todo por su desobediencia. Luego, Dios dio la ley. ¿No era ella santa, justa y buena? (Romanos 7:12). ¡Por cierto que sí! Pero, tanto bajo la ley como antes de ella, el hombre, puesto a prueba, manifestó su total incapacidad para cumplir la voluntad de Dios. De modo que “nada perfeccionó la ley”; y las “ofrendas y sacrificios” que ella prescribía no podían hacer perfectos, en cuanto a la conciencia, a aquellos que los ofrecían (Romanos 5:20; Gálatas 3:24; Hebreos 7:19; 9:9).
Aún hoy, al hombre natural le gusta practicar una religión fundada sobre los mismos principios: todos sus esfuerzos tienden a establecer su justicia mediante sus obras y a salvarse a sí mismo. Pero dichas obras carnales son totalmente vanas y tanto más inaceptables por cuanto el hombre pecador se imagina que puede acercarse al Dios justo y santo mediante ellas.
Las ordenanzas levíticas, pues, no aportan perdón ni paz al que se acerca a Dios. “Y ciertamente todo sacerdote está día tras día ministrando y ofreciendo muchas veces los mismos sacrificios, que nunca pueden quitar los pecados”. ¡Qué contraste con lo que sigue!: “Pero Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios… porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Hebreos 10:11-14).
Cuando nos miramos a nosotros mismos, a menudo suspiramos en pos de una real perfección. Es en vano que la busquemos en nosotros o alrededor de nosotros. Ella solo se encuentra en la cruz del Gólgota. Allí, Cristo cumplió una obra perfecta y que hace perfectos a los suyos; una obra “hecha una vez para siempre” (Hebreos 10:10), de manera que no necesita ser repetida; una obra a la cual no se puede ni se debe añadir nada; una obra que el mismo Señor declara “consumada”.
¡“Consumado es”! Como un grito de triunfo, estas palabras resonaron en el silencio del Calvario, donde acababa de librarse el combate más terrible que jamás hayan registrado los anales del cielo y de la tierra. Dios, quien hasta ese momento había guardado silencio, dio también testimonio de la perfección de esta obra, rasgando el velo del templo –abriendo así el acceso hasta su santa presencia–, librando de la tumba a muchos santos que habían dormido, y haciendo brotar la sangre y el agua del costado abierto de Jesús (Mateo 27:51-53; Juan 19:31-37).
“Consumado es”. La obra de la gracia hecha está.
De la victoria por fin sube el grito.
Inclinando la cabeza, el que murió ha triunfado.
Cumplido está.
De arriba abajo, Dios mismo rasgó el santo velo.
El camino abrió, nuevo, vivo,
Hasta el día supremo nos está abierto.
Consumado es.
(Himno en francés, traducción literal)
“Entonces Jesús, clamando a gran voz, dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y habiendo dicho esto, expiró” (Lucas 23:46). El Señor no murió a causa de la crucifixión. No, Él expiró “clamando a gran voz”. Tanto antes como después de Él, ningún crucificado murió de esta manera. “Pilato se sorprendió de que ya hubiese muerto” (Marcos 15:44).
Nosotros recibimos de la boca del centurión un testimonio irrecusable de esta muerte extraña. Dicho centurión “estaba frente a Él” y había observado en Su santo rostro todas las marcas del sufrimiento, todo el dolor de esa agonía. Turbado por tal muerte, ese legionario pagano exclamó:
Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios
(Marcos 15:39).
Y no fue el último a quien esa muerte llenaría de admiración.
¡Qué impresionante es esta última revelación del gran “misterio de la piedad”!: ¡“Dios fue manifestado en carne” hasta el final de su vida! (1 Timoteo 3:16). ¡Dios y hombre a la vez! Verdaderamente, esta escena nos revela la profunda humillación y la suprema grandeza de Aquel que estaba allí “colgado en un madero”. Si el Señor puso su vida por sus ovejas, entonces nadie se la quitó. Él había dicho: “Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi Padre” (Juan 10:18).
Con la cabeza en alto, Él había cumplido la obra hasta finalizarla. Solo entonces inclinó la cabeza y “entregó1 el espíritu” (Juan 19:30). Haciendo esto, fue “obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:8).
Así, pues, “por cárcel y por juicio fue quitado” el Señor (Isaías 53:8). Él dejó esta tierra como “primicias de los que durmieron” (1 Corintios 15:20), para entrar en otro mundo, en una vida donde nunca más se planteará la gran cuestión del pecado. “Porque en cuanto murió, al pecado murió una vez por todas; mas en cuanto vive, para Dios vive” (Romanos 6:10). “Su partida (la muerte), que iba Jesús a cumplir en Jerusalén”, se había consumado. Él había terminado para siempre con la vida de sufrimiento en la cual, para llevarnos a Dios, había sido el “Varón de dolores”.
El hombre perdido, del fondo de su miseria,
Ve el pecado por Jesús abolido.
Para pagar del pecado el terrible salario,
Él sufrió. Cumplido está.
De los nuevos cielos a la nueva tierra
Todo cantará pronto, de amor lleno.
¡Alabanzas a Dios, gloria al Hijo, gloria al Padre!
Para siempre todo está consumado.
(Himno en francés, traducción literal)
- 1Es decir, por un acto de su voluntad. El verbo griego, traducido aquí por “entregar”, no es el mismo que se encuentra en Lucas 23:46 (traducido por “encomendar”), pero sí en Efesios 5:2 (donde también se traduce “entregar”). No se emplea en ninguna parte respecto de la muerte de un hombre, de manera que el uso que se le da en Juan 19:30 en este sentido es absolutamente único en la Escritura.