“Sálvate a ti mismo”
Ahora contemplamos al Señor Jesús colgado en una cruz, expuesto a los rayos del sol del oriente y a las miradas impúdicas de la multitud, así como a los incesantes sarcasmos de sus enemigos, a todo lo cual se añaden las torturas físicas de la crucifixión. Nos resulta muy difícil percibir la intensidad de los sufrimientos morales que Él padeció en su alma divinamente sensible, bajo el efecto del “veneno mortal” (Santiago 3:8) destilado por la acerada lengua de sus adversarios.
Mi vida está entre leones; estoy echado entre hijos de hombres que vomitan llamas; sus dientes son lanzas y saetas, y su lengua espada aguda
(Salmo 57:4).
“Me han rodeado muchos toros; fuertes toros de Basán me han cercado. Abrieron sobre mí su boca como león rapaz y rugiente. He sido derramado como aguas, y todos mis huesos se descoyuntaron; mi corazón fue como cera, derritiéndose en medio de mis entrañas. Como un tiesto se secó mi vigor, y mi lengua se pegó a mi paladar, y me has puesto en el polvo de la muerte” (Salmo 22:12-18). ¡Qué conmovedor es oír de la propia boca del Señor la descripción de los sufrimientos físicos y morales que padeció en la cruz!
Tales sufrimientos acentúan aún más la indignidad y crueldad de las injurias con que sus enemigos lo colmaban. Salvo algunos fieles que “estaban junto a la cruz” (Juan 19:25), los demás espectadores de esta escena jugaban un papel en este concierto ignominioso: el pueblo, los jefes, los soldados y los malhechores crucificados con Jesús. Más adelante veremos que ni siquiera los terrores de las tres horas de tinieblas les cerraron la boca por completo (Mateo 27:47-49).
Las grandes multitudes del pueblo y de todas las regiones del país, que habían llegado a Jerusalén para la fiesta, “estaban presentes en este espectáculo” (Lucas 23:48). Tanto el pueblo que “estaba mirando”, como “los que pasaban” ante la cruz, todos, injuriaban al “varón de dolores”, se burlaban de él y lo colmaban de ultrajes (Mateo 27:39, 41, 44; Lucas 23:35).
“Todos los que me ven me escarnecen; estiran la boca, menean la cabeza” (Salmo 22:7). ¡Qué admirable es la Palabra de Dios! Lo que estaba escrito en este salmo se cumplía en la cruz. “Y los que pasaban le injuriaban, meneando la cabeza, y diciendo: Tú que derribas el templo, y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo” (Mateo 27:39-40). Ellos expresaban otra vez las mentiras de las que se habían valido la noche anterior para sostener sus falsos testimonios contra Jesús.
¡Qué infamia fue imputarle nuevamente las palabras que Él no había pronunciado! “Todos los días tuercen mis palabras; contra mí están todos sus pensamientos para mal” (Salmo 56:5, V. M.). “Si eres Hijo de Dios, desciende de la cruz” (Mateo 27:40). Estas palabras, ¿no nos recuerdan el lenguaje de Satanás, cuando tentó a Jesús en el desierto? No era, pues, sorprendente que los “hijos de desobediencia” se expresaran como su padre. “Y aun los gobernantes se burlaban de él” (Lucas 23:35). “Hablaban contra mí los que se sentaban a la puerta” (Salmo 69:12).
En una ocasión precedente, ellos habían dicho: “Esta gente que no sabe la ley, maldita es” (Juan 7:49), pero ahora hacían causa común con tal gente. Asimismo, las humillaciones que Pilato y Herodes habían infligido a su inocente víctima hicieron que se reconciliaran el uno con el otro. Así fue con el pueblo y sus jefes. “De esta manera también los principales sacerdotes, escarneciéndole con los escribas y los fariseos y los ancianos…” (Mateo 27:41). Aunque lo hacían diciéndoselo “unos a otros” (Marcos 15:31), la actitud de ellos era tanto más condenable por cuanto la adornaban con formas hipócritas, estimadas por los hombres presumidos.
“A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar” (Mateo 27:42). Pocos días antes habían preparado un complot para dar muerte a Lázaro, cuya resurrección atestiguaba que Jesús salvó “a otros”. Querían hacer desaparecer a este testigo “porque a causa de él muchos de los judíos se apartaban y creían en Jesús” (Juan 12:11). Ahora que pensaban haber alcanzado su objetivo, reconocían, con una franqueza colmada de cinismo, que Él había salvado a los otros. ¿No habría podido salvarse a sí mismo? ¡Por cierto que sí! Pero nuestro Salvador no quiso.
Para poder salvar a los otros fue necesario que renunciara a salvarse a sí mismo. No había otro medio que permitiese llevar a Dios a los seres culpables, caídos y alejados de él. Tal como el siervo mencionado en Éxodo 21, Él dijo: “Yo amo a mi señor, a mi mujer y a mis hijos, no saldré libre” (v. 5). No quiso salvarse a sí mismo porque quería salvarnos. Él vino a este mundo “a buscar y a salvar lo que se había perdido”, no a buscar algo para sí mismo, “sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mateo 20:28).
A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar. El Cristo, Rey de Israel, descienda ahora de la cruz, para que veamos y creamos
(Marcos 15:31-32).
Tal había sido el lenguaje de ellos en todo tiempo. El Señor les había dicho: “La generación mala y adúltera demanda señal; pero señal no le será dada, sino la señal del profeta Jonás” (Mateo 12:38-39; 16:1-4). Pero tal señal tampoco les bastó. Porque después de que el Hijo del hombre estuvo “en el corazón de la tierra tres días y tres noches”, así como Jonás había estado en el vientre del gran pez, ellos “vieron”, pero no creyeron. Aún más, recurrieron a la corrupción y a la mentira, para ocultarle al pueblo, “hasta hoy”, la irrefutable verdad de la resurrección de Jesús.
Respecto a estos jefes religiosos se cumplió la profecía de Isaías, confirmada por las palabras de Jesús: “De oído oiréis, y no entenderéis; y viendo veréis, y no percibiréis” (Mateo 13:14). La ceguera de ellos se manifestó de manera particular al pronunciar unas palabras de las Escrituras, sin darse cuenta de que el salmista las coloca en la boca de los enemigos del Mesías: “Confió en Dios; líbrele ahora si le quiere” (Mateo 27:43; Salmo 22:8). “Como quien hiere mis huesos, mis enemigos me afrentan, diciéndome cada día: ¿Dónde está tu Dios?” (Salmo 42:10). Ninguna palabra humana podría describir mejor los sentimientos del Hombre perfecto, que era ultrajado de tal manera.
La medida de su humillación llegó al colmo cuando los mismos soldados y los malhechores crucificados junto a Él añadieron sus injurias a las del pueblo y a las de sus jefes (Lucas 23:36-37; Mateo 27:44). Nosotros, mediante el Espíritu profético, lo escuchamos exclamar: “Se han aumentado más que los cabellos de mi cabeza los que me aborrecen sin causa… ¡Oh Jehová, cuánto se han multiplicado mis adversarios! Muchos son los que se levantan contra mí. Muchos son los que dicen de mí: No hay para él salvación en Dios”. Sin embargo, su confianza en Dios permaneció inquebrantable; sabía que sería librado: “Mas tú, Jehová, eres escudo alrededor de mí; mi gloria, y el que levanta mi cabeza” (Salmo 69:4; 3:1-3).