“Padre, perdónalos”
Los evangelios refieren siete frases pronunciadas por el Señor en la cruz (Mateo 27:46; Marcos 15:34; Lucas 23:34, 43, 46; Juan 19:26-30). Meditemos sobre la primera de ellas. El Señor la pronunció inmediatamente después de haber sido crucificado.
Le crucificaron allí… Y Jesús decía: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen
(Lucas 23:33-34).
De su boca santa no salieron ni quejas, ni protestas, ni amenazas. Cada vez que la abrió fue para pronunciar palabras de gracia. Tampoco expresó una santa y justa ira, ni apeló a la venganza y al juicio de Dios. “Padre, perdónalos”: tal fue su respuesta ante la más cruel de las ofensas que sufrió de parte de sus enemigos.
Pensamos que ya habría sido admirable que el Señor intercediera a favor de los legionarios, agentes ignorantes de Sus verdugos. Pero, ¿es posible que Él invocara el perdón de Dios a favor de los judíos, en boca de los cuales la bella expresión “Hosanna” había cedido lugar tan rápidamente a la terrible “¡Crucifícale!”; a favor de un pueblo que en pago de los innumerables beneficios que había recibido de Su parte lo había colmado de ultrajes?
Ciertamente, todo lo que pertenecía a la antigua economía fue puesto de lado, pues Israel, como nación, había faltado completamente a su responsabilidad para con Dios. No supo discernir en “su día” lo que era para su paz (Lucas 19:42). Si las cosas hubiesen quedado allí, toda esperanza de restauración para Israel habría quedado perdida para siempre, porque al rechazar a su Mesías, la nación había llegado al colmo de su iniquidad.
Pero Dios cumplía así, en Cristo, los designios eternos de su gracia; de manera que donde “el pecado abundó, sobreabundó la gracia” (Romanos 5:20). He aquí lo que su pueblo hizo del “Santo de Israel”: Cristo “fue contado con los pecadores” (Isaías 53:12). Pero Él oraba “por los transgresores”. Tal fue la respuesta de Aquel que había venido del cielo para manifestar su gracia.
Un día, estando en el monte, el Señor había dicho: “Amad a vuestros enemigos… orad por los que os ultrajan y os persiguen” (Mateo 5:44). Ningún mandamiento es tan contrario a la naturaleza humana como este. Pero en Cristo se hallaba una perfecta concordancia entre sus actos y sus enseñanzas. Por eso podía decir de sí mismo: Yo soy “lo que desde el principio os he dicho” (Juan 8:25).
Pablo, animado por el espíritu de su Señor, escribió a los corintios: “Nos difaman, y rogamos” (1 Corintios 4:13). Y Pedro también escribió: "Porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas; el cual… cuando padecía, no amenazaba”, sino que, por el contrario, oraba por sus enemigos (1 Pedro 2:21-23).
Moisés, bello tipo de Cristo, también había intercedido por el pueblo, aun cuando este lo había abrumado con sus incesantes manifestaciones de envidia. Dios habría destruido a Israel, “de no haberse interpuesto Moisés su escogido delante de él, a fin de apartar su indignación” (Salmo 106:16, 23; Éxodo 32:30-32; Números 14:10-19).
Pero luego Dios no encontró ningún intercesor entre los jefes del pueblo. Por eso expresa su amargura: “Busqué entre ellos hombre que… se pusiese en la brecha delante de mí, a favor de la tierra, para que yo no la destruyese; y no lo hallé” (Ezequiel 13:5; 22:30). Ahora había encontrado uno en la persona de su Hijo unigénito, y esto en el preciso momento en que su pueblo acababa de crucificarlo.
“Padre, perdónalos”. En virtud de esta intercesión Israel no fue rechazado por Dios definitivamente, como lo hubiera merecido; y el juicio que debía caer sobre él fue diferido aún por un tiempo.
Después del descenso del Espíritu Santo, el pueblo escuchó predicar acerca del arrepentimiento, expuesto principalmente por Pedro. Los primeros capítulos de los Hechos describen los extraordinarios frutos que resultaron de esa predicación.
Pero Israel, como pueblo, continuó despreciando y rechazando a su Mesías. Esteban les dijo:
¡Duros de cerviz, e incircuncisos de corazón y de oídos! Vosotros resistís siempre al Espíritu Santo
(Hechos 7:51).
La muerte de Esteban a manos del pueblo fue como la “embajada” mencionada en el evangelio, la cual ellos enviaron al Hombre noble que se había ido a un país lejano, diciéndole: “No queremos que este reine sobre nosotros” (Lucas 19:12-14).
Sin embargo, “no ha desechado Dios a su pueblo… Así también aun en este tiempo ha quedado un remanente escogido por gracia”; y, después de los juicios, “todo Israel será salvo” (Romanos 11:2-5, 26).
El motivo de la intercesión del Señor Jesús a favor de su pueblo es tan admirable como la intercesión misma. “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Nosotros ciertamente habríamos juzgado de otro modo. ¿No obraban ellos con perfecto conocimiento de causa? ¿No habían discernido quién era Jesús? Tal como en la parábola, ¿no habían dicho abiertamente: “Este es el heredero; venid, matémosle, para que la heredad sea nuestra”? (Lucas 20:14).
No obstante, el Señor dijo: “No saben lo que hacen”. Él amaba a su pueblo “con amor eterno”; y su corazón, lleno de gracia para con ellos, los atraía con “misericordia” (Jeremías 31:3).
Pedro dijo: “Hermanos, sé que por ignorancia lo habéis hecho, como también vuestros gobernantes” (Hechos 3:17).
“Ninguno de los príncipes de este siglo conoció” la sabiduría de Dios, “porque si la hubieran conocido, nunca habrían crucificado al Señor de gloria” (1 Corintios 2:8). Sin embargo, cuando rechazaron al Salvador resucitado y glorificado, así como habían rechazado al Salvador sufrido y humillado, ya no podían invocar ignorancia. Por eso Esteban, en su intercesión, no pidió que el Señor los perdonara porque no sabían lo que hacían, sino que “clamó a gran voz: Señor, no les tomes en cuenta este pecado” (Hechos 7:60).
“En pago de mi amor me han sido adversarios; mas yo oraba” (literalmente: mas yo soy todo oración) (Salmo 109:4). El evangelio según Lucas nos presenta siete ocasiones en que se ve al Señor Jesús orando. Él, el Hombre dependiente, pasó noches enteras en oración (Lucas 6:12). También leemos: “Levantándose muy de mañana, siendo aún muy oscuro, salió y se fue a un lugar desierto, y allí oraba” (Marcos 1:35). “Mas yo a ti he clamado, oh Jehová, y de mañana mi oración se presentará delante de ti (o: mi oración te previno)” (Salmo 88:13; RV 1909).
En la “mañana” de Getsemaní su oración también se había “presentado”, había “prevenido” a Dios, cuando “estando en agonía, oraba más intensamente”, en el momento en que recibía la copa de la mano del Padre. “Te he llamado, oh Jehová, cada día; he extendido a ti mis manos” (Salmo 88:9). “Cada día”, incluso en la cruz, Cristo clamó a Dios y extendió a él sus manos, esas manos heridas por aquellos por los cuales intercedió: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.