“¡He aquí vuestro Rey!”
La perplejidad de Pilato había llegado a su colmo. Hasta ese momento los judíos se habían constituido en defensores de aquellos que comparecían ante él. Ahora sucedía todo lo contrario: él estaba convencido de la inocencia del acusado, ¡y ellos exigían su condena a muerte!
Pilato no les ocultó su profundo desprecio:
Tomadle vosotros, y crucifícadle; porque yo no hallo delito en él
(Juan 19:6).
Los judíos se excusaron con el pretexto de que no les estaba permitido dar muerte a nadie1 (Juan 18:31). Finalmente, frente a la oposición de Pilato, dejaron caer su máscara y, renunciando a las acusaciones de orden político, dijeron: “Nosotros tenemos una ley, y según nuestra ley debe morir, porque se hizo a sí mismo Hijo de Dios” (Juan 19:7).
¿Hijo de Dios? Era la primera vez que el gobernador oía esta expresión. “Cuando Pilato oyó decir esto, tuvo más miedo. Y entró otra vez en el pretorio, y dijo a Jesús: ¿De dónde eres tú?” (Juan 19:8-9). Sin duda, recordó el sueño que había tenido su mujer. En ello se imponía el mantenimiento pleno de la soberana dignidad del Señor. ¿Habría descendido a ellos uno de los “dioses bajo la semejanza de hombre”? (Hechos 14:11). Él lo había tratado sin contemplaciones, y sus soldados lo habían ultrajado violentamente. Asaltado por el miedo, Pilato estaba decidido a no ir más lejos.
Acosado por sus terrores supersticiosos y por los reproches de su conciencia, entre su temor a los hombres y el miedo a la verdad, no sabía qué decisión tomar. ¡Oh, si hubiera preferido la verdad ante el ofrecimiento de una última ocasión para caer sobre su rostro delante del Hijo de Dios e implorarle su perdón! Pero Pilato era un “hombre de doble ánimo… inconstante en todos sus caminos”. Habiendo rehusado creer en la verdad, era “semejante a la onda del mar, que es arrastrada por el viento y echada de una parte a otra. No piense, pues, quien tal haga, que recibirá cosa alguna del Señor” (Santiago 1:6-8). Por eso leemos:
Jesús no le dio respuesta (Juan 19:9).
Ese silencio hirió su orgullo. ¿Acaso esperaba descubrir, por medio de sus preguntas, el secreto de este hombre misterioso? “Entonces le dijo Pilato: ¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para crucificarte, y que tengo autoridad para soltarte?” (Juan 19:10). ¡Qué error! Ni las amenazas, ni los discursos lograrían atemorizar o desviar de su camino a Aquel que no temía ni a los hombres ni a la muerte. Él era “el Autor de la vida” (Hechos 3:15). Era Aquel que había dicho: “Yo pongo mi vida… Yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi Padre” (Juan 10:17-18). La respuesta del Señor, llena de dignidad y dulzura a la vez, fue: “Ninguna autoridad tendrías contra mí, si no te fuese dada de arriba; por tanto, el que a ti me ha entregado, mayor pecado tiene” (Juan 19:11).
¡Pobre Pilato!, si bien fue Dios el que puso en su mano la “espada contra el pastor”, el cuchillo contra su amado Hijo (Zacarías 13:7; Génesis 22:10), esto no aminoraba en nada su total responsabilidad en el asunto. Sin embargo, “el Juez de toda la tierra” haría “lo que es justo” (Génesis 18:25). La gracia brillaría a través del juicio. Tanto el sumo sacerdote que entregó a Jesús a Pilato, como el mismo Pilato, recibirían individualmente un juicio justo. Todo esto no hacía otra cosa que acentuar la turbación del gobernador, quien ahora quería salvar de la muerte a Jesús: “Desde entonces procuraba Pilato soltarle” (Juan 19:12).
Pero la multitud no lo entendió así. ¡Ellos conocían muy bien sus tácticas y no se darían por vencidos! Los judíos volvieron a sus primeras acusaciones y gritaron: “Si a este sueltas, no eres amigo de César; todo el que se hace rey, a César se opone” (Juan 19:12). Así atraparon al gobernador en sus redes: ¡Pilato no quería tomar el riesgo2 de verse comprometido ante el emperador! Así terminaron esos debates en los cuales la cobardía del juez competía con su desprecio por la justicia.
“Entonces Pilato, oyendo esto, llevó fuera a Jesús, y se sentó en el tribunal en el lugar llamado el Enlosado, y en hebreo Gabata” (Juan 19:13). Tomó solemnemente, el lugar de juez supremo para pronunciar su veredicto. Con mayor solemnidad, el Espíritu Santo toma nota del lugar, del día y de la hora en que este juicio fue expresado.
Pilato, disimulando su cobardía con términos hirientes, se dirigió al pueblo pronunciando palabras llenas de desprecio: “¡He aquí vuestro Rey!… ¿A vuestro Rey he de crucificar?” (Juan 19:14-15). Una vez más, los judíos bajaron la cabeza ante la afrenta. Y llegando al extremo de negar la existencia de su Mesías nacional, exclamaron: “No tenemos más rey que César”.
Los soldados le quitaron el manto de púrpura a Jesús y le pusieron sus propios vestidos. “Así que entonces lo entregó a ellos (a los judíos) para que fuese crucificado” (Marcos 15:20; Juan 19:16). La hora del suplicio estaba cerca.
Echemos una mirada retrospectiva sobre esta escena y consideremos a sus tres protagonistas: Pilato, el pueblo y Jesús.
Pilato, el gobernador pagano, era consciente, en cierta medida, de la gravedad de los acontecimientos y del misterio divino que rodeaba a la persona de su prisionero.
Pero desgraciadamente, ávido de honores y de popularidad, no se decidió por Cristo cuando aún estaba a tiempo de hacerlo. Se le puede aplicar estas palabras del Señor: “¿Qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?” (Mateo 16:26). Pilato sacrificó al Señor Jesús y a su propia alma cambiándolos por la honra que le ofrecía el emperador, la cual solo tenía valor para este mundo; por otra parte, él perdió esa honra unos años después3 .
Pero la responsabilidad del pueblo judío fue mucho mayor que la de este desdichado. Pilato les había dicho: “¡He aquí vuestro Rey!”. Y esto era cierto. Cegado por su odio, el pueblo respondió: “No tenemos más rey que César”.
Ya en la parábola hallamos la expresión:
No queremos que este reine sobre nosotros
(Lucas 19:14).
Pero mucho tiempo antes, cuando el pueblo aún estaba en el desierto, Dios había dicho de él: “¿Hasta cuándo no me creerán, con todas las señales que he hecho en medio de ellos?” (Números 14:11).
Dios les había hablado “muchas veces y de muchas maneras… por los profetas” (Hebreos 1:1), “enviándolos desde temprano y sin cesar” (Jeremías 7:25). “Mas no quisieron oír” (Isaías 28:12). “No quisieron andar en sus caminos” (Isaías 42:24). Dijeron: “No serviré” (Jeremías 2:20). No quisieron escuchar el “sonido de la trompeta” (Jeremías 6:16-17). “En estos postreros días” Él les habló “por el Hijo”.
Pero está escrito: “No queréis venir a mí” (Juan 5:40). El Padre preparó un banquete para sus hijos, pero el “hijo mayor”, figura de Israel, “no quería entrar” (Lucas 15:28). Ellos “abrazaron el engaño, y no han querido volverse”, y se les ha dicho: “Este fue tu camino desde tu juventud”. Tal fue la “rebeldía perpetua” de este pueblo rebelde (Jeremías 8:5; 22:21).
¡Cuán punzantes son las palabras del Señor Jesús al dirigirse a Jerusalén: “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de sus alas, y no quisiste!” (Mateo 23:37). Él había querido hacerlo, ¡pero ellos no lo aceptaron! Y si en su rebeldía “endurecieron sus rostros más que la piedra”, el Señor, por amor, puso su “rostro como un pedernal” para salvar primeramente a algunos, y luego, en el tiempo del fin, a “todo Israel” (Jeremías 5:3; Isaías 50:7; Romanos 11:26).
Por encima de Pilato y del pueblo, y en una soledad colmada de majestad, se levantaba muy alto la persona de Cristo, el único inocente ante ese tribunal. En ningún momento dejó de someterse a la voluntad del hombre, pero al hacerlo permaneció completamente sumiso a la voluntad de Dios. Del camino recorrido por el Hombre obediente, camino que lo llevó “hasta la muerte, y muerte de cruz”, subía constantemente a Dios un “olor fragante” (Filipenses 2:8; Efesios 5:2).
- 1Ellos no tuvieron tantos escrúpulos cuando, más adelante, apedrearon a Esteban (Hechos 7).
- 2La Historia describe al emperador Tiberio como un soberano de carácter cruel, que hacía ejecutar sin piedad y ante sus ojos a los que habían caído en desgracia.
- 3En el año 36, o sea alrededor de seis años después de la muerte de Jesús, Pilato cayó en desgracia y pereció de muerte violenta (suicidio o quizá condena a la pena capital).