La obra cumplida

Meditaciones acerca de la muerte de nuestro Señor Jesucristo

El interrogatorio nocturno

El Señor tuvo que soportar seis interrogatorios consecutivos, a saber:

 

1.  Ante los principales sacerdotes. Juan 18:12-24.

2.  Interrogatorio nocturno ante el concilio o sanedrín (los principales sacerdotes “buscaban falso testimonio contra Jesús”). Mateo 26:57-66; Marcos 14:53-64.

3.  Sesión del sanedrín al amanecer (los principales sacerdotes “entraron en consejo contra Jesús”), descrito solamente en Lucas 22:66-71; mencionado en Mateo 27:1 y en Marcos 15:1.

4.  Ante Pilato. Mateo 27:11-14; Marcos 15:2-5; Juan 18:28-38.

5.  Ante Herodes. Lucas 23:8-12.

6.  Por segunda vez ante Pilato. Mateo 27:15-26; Marcos 15:6-15; Lucas 23:13-25; Juan 18:38 a 19:16.

 

Nosotros podemos comprender solo de manera imperfecta el alcance de un proceso tan insólito y, probablemente, único en los anales del mundo. Los primeros cristianos aún estaban embargados por la emoción que estos eventos habían producido en ellos, cuando “alzaron unánimes la voz a Dios, y dijeron:… Porque verdaderamente se unieron en esta ciudad contra tu santo Hijo Jesús, a quien ungiste, Herodes y Poncio Pilato, con los gentiles y el pueblo de Israel”. Sí,

se reunieron los reyes de la tierra, y los príncipes se juntaron en uno contra el Señor, y contra su Cristo
(Hechos 4:24-31).

Desde el punto de vista humano, Aquel que comparecía delante de tales jueces no tenía ninguna posibilidad de escapar de la condena. Sin embargo, leemos que el amotinamiento de las gentes (cap. 4:25) solo desemboca en una victoria falaz y que “los pueblos piensan cosas vanas”. Efectivamente, ¿para qué se habían reunido? “Para hacer cuanto tu mano y tu consejo habían antes determinado que sucediera”. Pero esto no atenúa en nada la responsabilidad del hombre y, en particular, la del pueblo de Israel.

Cuando el Señor vino a esta tierra, ya entonces “el rey Herodes se turbó, y toda Jerusalén con él”. También entonces se reunieron contra él “todos los principales sacerdotes, y los escribas del pueblo” (Mateo 2:3-4). La oposición y el creciente odio que manifestaban fueron los móviles constantes de las artimañas que usaron contra Cristo durante toda su vida.

Poco antes de su crucifixión, ese odio alcanzó su paroxismo, pero ya a partir del momento en que ellos creyeron tenerlo completamente en su poder, tal odio los impulsó a obrar sin ninguna tregua ni descanso.

Después de su arresto, el Señor fue llevado primeramente ante Anás, quien lo envió rápidamente a Caifás, “que era sumo sacerdote aquel año1 ”(Juan 18:12-24).

En el evangelio según Juan vemos al Señor ante estos dos hombres solamente, y no ante todo el sanedrín. Ellos, y sobre todo Caifás, son los responsables de su condenación (Juan 19:11). Caifás ya es mencionado en Juan 11.

Al resucitar a Lázaro, el Señor se había revelado de manera evidente como el Hijo de Dios, por lo que muchos de los judíos creyeron en él (Juan 11:45). Entonces Caifás, barriendo todas las vacilaciones de su comitiva, se puso al frente de ella y exigió la muerte de Jesús, esgrimiendo razones de interés nacional. Él fue el instigador de la muerte del Señor, pues “desde aquel día acordaron matarle” (Juan 11:51-53; 18:14).

¡Pobre hombre! ¡Le declaraba la guerra a Dios! Esto iba a costarle caro ya en la tierra, pues tuvo que desembolsar “mucho dinero” (Mateo 28:11-15) y mentir para mantener ante los ojos del pueblo la apariencia de un éxito. Su nombre se menciona nuevamente entre los perseguidores de los primeros cristianos (Hechos 4:6). ¡Qué aterradora cosecha habrá recogido de su propia siembra2 !

“Y el sumo sacerdote preguntó a Jesús acerca de sus discípulos y de su doctrina” (Juan 18:19). Fue una pregunta meramente formalista. Quizá Caifás quería instruir el proceso a fondo –de ahí la pregunta concerniente a los discípulos– y establecer contra Jesús fiscales acusadores que le permitieran alcanzar con mayor seguridad el objetivo que se había propuesto desde hacía largo tiempo.

Pero el buen Pastor no estaba dispuesto, de ninguna manera, a entregar ni a la menor de sus ovejas al lobo. En cuanto a su doctrina, Caifás había tenido la ocasión de escucharla más de una vez, pues el Señor dice:

Yo públicamente he hablado al mundo; siempre he enseñado en la sinagoga y en el templo… y nada he hablado en oculto
(Juan 18:20).

Ciertamente él “no pudo pasar inadvertido” (Marcos 7:24; BAS).

Si Caifás no supo aprovechar esas numerosas ocasiones para escucharlo, la responsabilidad era únicamente de él. El Señor podía dirigirse a los publicanos y a los pecadores, porque ellos tenían “oídos para oír”. El Señor afirmó: “Ellos saben lo que yo he dicho” (Lucas 14:35; 15:1; Juan 18:21).

¡Con qué sabiduría y con qué dignidad el Señor respondía a Caifás, el más pérfido de sus enemigos! Lo vemos nuevamente en esta circunstancia –como siempre en este evangelio– dominando a los hombres y a los acontecimientos.

La ruina del pueblo de Israel era completa, por eso Jesús no pudo reconocer, de ninguna manera, al sumo sacerdote establecido por los hombres; y tampoco se retractó, como tuvo que hacerlo Pablo en una circunstancia parecida (Juan 18:22-23; cf. Hechos 23:1-5).

Frente a Caifás, el Señor tiene la última palabra. En contraste con el evangelio de Juan, en Mateo y Marcos vemos cómo triunfa, aparentemente, la injusticia de los jefes del pueblo, ya al comienzo de este primer interrogatorio.

Hasta entonces, el Señor tenía frente a sí solamente un pequeño número de acusadores. Pero la escena se animó bruscamente: “Se reunieron todos los principales sacerdotes y los ancianos y los escribas”, ahora con Caifás (Marcos 14:53-64; Mateo 26:57-66). Aunque la sesión oficial del sanedrín no comenzaba hasta el amanecer (Lucas 22:66), Cristo fue condenado, en lo que concierne a Israel, durante el curso de esta audiencia nocturna3 .

¡Qué extraña jurisdicción! “Y los principales sacerdotes y todo el concilio buscaban testimonio contra Jesús, para entregarle a la muerte” (Marcos 14:55). La sentencia que dictaría estaba decidida por anticipado. Pero primero, para poder revestirla de una apariencia de legalidad, ¡necesitaban buscar algún testimonio contra Él! Mateo dice, con precisión, que “buscaban falso testimonio contra Jesús” (cap. 26:59). Ellos, pues, estaban convencidos de que no llegarían a fundar su veredicto sobre la justicia.

Anteriormente ya habían consultado entre sí para ver “cómo sorprenderle en alguna palabra”. Leemos: “Y acechándole enviaron espías que se simulasen justos, a fin de sorprenderle en alguna palabra” (Mateo 22:15; Marcos 12:13; Lucas 20:20).

Como “no pudieron sorprenderle en palabra alguna delante del pueblo” (Lucas 20:26), ellos iban a esforzarse –¡y de qué modo encarnizado!– para lograrlo en una audiencia realizada a puertas cerradas y nocturna. Poco se preocuparon por el hecho de que la ley castigaba severamente el falso testimonio (Éxodo 20:16; Deuteronomio 19:16-21).

Por otro lado, sus esfuerzos eran vanos:

Buscaban falso testimonio contra Jesús, para entregarle a la muerte, y no lo hallaron, aunque muchos testigos falsos se presentaban
(Mateo 26:59-60).

Sin embargo, habría sido suficiente que se presentaran dos testimonios concordantes. Así, la declaración del Señor Jesús: “¿Quién de vosotros me redarguye de pecado?” (Juan 8:46), halló su más espléndida confirmación ante el tribunal supremo de los judíos. Los dos testigos que se presentaron “al fin”, también eran “testigos falsos”, pues el Señor Jesús no había pronunciado las palabras que ellos le imputaban (Mateo 26:60-61; Marcos 14:57-58; Juan 2:19-21).

Efectivamente, el Señor no había dicho: «Yo puedo destruir», ni «yo destruiré», como tampoco había pensado en el templo “hecho de mano”, sino que había anunciado lo que ellos, sus enemigos, harían del “templo de su cuerpo”, hablando así de su muerte y de su resurrección (cf. Juan 2:19-21). “Pero ni aun así concordaban en el testimonio” (Marcos 14:59), de manera que no quedaba satisfecha la condición prescrita por la ley, según la cual “solo por el testimonio de dos o tres testigos se mantendrá la acusación” (Deuteronomio 17:6; 19:15).

Dios había advertido a su pueblo, en términos solemnes, manifestándose contra todo juicio arbitrario (Deuteronomio 16:18-20). Pero estos jueces no tenían en cuenta esto y solo se preocupaban por guardar las apariencias de obrar con justicia. El tiempo pasaba, y Caifás quería concluir el asunto. “Entonces el sumo sacerdote, levantándose en medio, preguntó a Jesús, diciendo: ¿No respondes nada? ¿Qué testifican estos contra ti? Mas él callaba, y nada respondía” (Marcos 14:60).

El primer hombre, culpable, había intentado disculparse frente al Juez omnisciente (Génesis 3:12). El segundo hombre, inocente, compareciendo ante un juez inicuo, no trató de justificarse, sino que guardó silencio.

En el relato de la pasión, los autores inspirados mencionan siete veces este divino mutismo. “Mas Jesús callaba… nada respondió… Jesús no le respondió ni una palabra… nada respondía… no le dio respuesta” (Mateo 26:63; 27:12, 14; Marcos 14:61; 15:5; Lucas 23:9; Juan 19:9). ¡Adorable Señor,

quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente!
(1 Pedro 2:23).

Entonces el sumo sacerdote, perdiendo la paciencia, echó mano del último recurso: el conjuro. Y dijo a Jesús: “Te conjuro por el Dios viviente, que nos digas si eres tú el Cristo, el Hijo de Dios” (Mateo 26:63). Este fue un instante solemne, concedido por Dios mismo para sacar a la luz los verdaderos móviles que impulsaban al hombre a rechazar al Hijo de Dios. Efectivamente, ni los falsos testimonios ni ninguna acusación formulada por el hombre motivaron su condenación, sino solamente el testimonio que Él mismo dio a la verdad, el testimonio del que era “la verdad” (Juan 1:17; 14:6; 18:37).

Después de haber escuchado el conjuro de Caifás, el Señor habría contradicho la ley de Dios si hubiera persistido en guardar silencio4 . Tal desobediencia era inconcebible para Él.

En esa atmósfera de odio y de mentira, Él permanecía como el hombre obediente y perfecto; el único que, en su silencio, era consagrado a Dios; el único que, en sus palabras, era “el testigo fiel y verdadero” (Apocalipsis 3:14). “Y Jesús le dijo: Yo soy…”. “Tú lo has dicho” (Marcos 14:62; Mateo 26:64).

Él no ignoraba las consecuencias que le acarrearía este testimonio que determinaría su culpabilidad a los ojos de sus jueces. Pero Jesús no amaba su vida (Juan 12:25). Hombre obediente, sumiso a la ley de Dios y a la voluntad del Padre,

se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz
(Filipenses 2:8).

Pero el hombre que comparecía ante el sanedrín había venido del cielo. Como tal, él se eleva inmediatamente de su posición de humillación y de dependencia, hasta las cumbres más gloriosas de su divina majestad. Con las palabras: “Y además os digo”, el Señor da vuelta a la página, por así decirlo, y de acusado pasa a ser juez, al tiempo que sus jueces deben sentarse en el banquillo de los acusados. “Y además os digo, que desde ahora veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo en las nubes del cielo” (Mateo 26:64).

Llegamos aquí al instante más solemne de esa noche. Jesús conocía el corazón de los jefes del pueblo, así como el eco que su testimonio a la verdad había hallado en ellos. Pero en adelante, aquel que rechazaba la gracia ofrecida tan generosamente se exponía al juicio del Dios justo y santo. Antes de que los jueces inicuos dictaran la sentencia, escucharon su propia condenación de la boca misma de Aquel cuyo “juicio es justo” (Juan 5:30).

Si ellos, hasta ese momento, tenían al Mesías como objeto de su espera (y aún era tiempo de reconocer al Señor Jesús como tal), “desde ahora” no les quedaba otra cosa que esperar al “Hijo del hombre” como juez. Si hasta entonces Él anduvo entre ellos “haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos por el diablo” (Hechos 10:38), de ahí en adelante ya no lo verían así, humilde y despreciado, sino “sentado a la diestra del poder de Dios”. Cuando vuelva a la tierra, ya no lo hará para “buscar y salvar”, sino que vendrá “sobre las nubes del cielo”, revestido de la gloria del cielo, para juzgar a su pueblo terrenal (Mateo 24:29-30; Salmo 110:1-2, 5).

Después de esta solemne declaración del Señor Jesús, será vano intentar hallar ni siquiera una mínima expresión de ansiedad en estos hombres impíos. La sentencia que él había dirigido a Jerusalén: “Mas ahora está encubierto de tus ojos” (Lucas 19:42), también se aplicaba a ellos. Pues lo que habría debido guiarlos al arrepentimiento, por el contrario, les proporcionó la ocasión que buscaban para ejecutar su diabólico designio.

“Entonces el sumo sacerdote rasgó sus vestiduras, diciendo: ¡Ha blasfemado! ¿Qué más necesidad tenemos de testigos? He aquí, ahora mismo habéis oído su blasfemia. ¿Qué os parece?” (Mateo 26:65-66). ¡Qué ceguedad! Mientras acusaba al Hijo de Dios de blasfemar y de desobedecer la ley –lo que merecía el castigo supremo–, aun cuando Él había dado testimonio a la verdad, ¡el propio Caifás violaba la ley y por lo tanto se hacía culpable de muerte! Efectivamente, la ley ordenaba al sumo sacerdote y a sus hijos: “No… rasguéis vuestros vestidos… para que no muráis, ni se levante la ira sobre toda la congregación” (Levítico 21:10; 24:16; 10:6).

“Y todos ellos le condenaron”, y dijeron: “¡Es reo de muerte!” (Marcos 14:64; Mateo 26:66). Esta sentencia constituía un verdadero crimen judicial. “¿Cómo te has convertido en ramera, oh ciudad fiel? Llena estuvo de justicia, en ella habitó la equidad; pero ahora, los homicidas” (Isaías 1:21).

El objetivo de ese cónclave nocturno había sido alcanzado, la sentencia había sido dictada; la suerte de Jesús había sido fijada. Pero también la de Israel, que condenaba así a su Rey, al ungido de Dios. El hombre condenaba a muerte a Dios “manifestado en carne” (1 Timoteo 3:16). Por insensato que parezca, por presuntuoso que fuera, este acto que tuvo lugar esa noche en la casa del sumo sacerdote vino a ser un hecho histórico. Dios lo permitió para que se manifestase el estado del corazón humano, pero también para abrir un camino por el cual el hombre culpable pudiese ser salvo.

  • 1Juan agrega este detalle cada vez que menciona el nombre de Caifás. De modo que cuando en Juan 18:15 y siguientes se trata del sumo sacerdote, ciertamente se refiere a Caifás y no a Anás (cf. v. 24). En esa época el sacerdocio estaba completamente en ruinas. El sumo sacerdote no estaba establecido según el orden hereditario, como Dios lo había prescrito (Éxodo 29:29-30; Levítico 16:32), sino que las influencias políticas, las diversas tendencias religiosas, la ambición y el dinero determinaban la elección. La historia profana relata que Anás fue destituido por los romanos en el año 15 de nuestra era, y que su yerno Caifás lo sucedió en el año 26. Las palabras citadas por Juan dan a entender que el sumo sacerdote cambiaba cada año (cf. Hechos 4:6), mientras que Lucas 3:2 parece indicar que los dos hombres ejercían este cargo conjuntamente. ¡Qué confusión manifestaban!
  • 2La historia refiere que fue destituido por los romanos en el año 36 o en el 37, es decir, algunos años después de la muerte del Señor. De manera que debe de haber terminado su vida sumido en la amargura, como muchos de aquellos que creen poder levantarse contra Dios y contra el Señor Jesús.
  • 3Según las ordenanzas judías, estaba prohibido que un tribunal sesionara de noche. El sanedrín (o concilio) era una corte suprema cuyos fallos no tenían apelación. Compuesto por 70 miembros y presidido por el sumo sacerdote, sesionaba en el templo y no, como en este caso, en la casa del sumo sacerdote (Lucas 22:54). Así, en el caso del Señor Jesús, el sanedrín se había reunido en horas que no le era lícito hacerlo y en un lugar insólito, lo cual ciertamente revelaba la mala conciencia que tenían sus miembros.
  • 4Las palabras: “Te conjuro por el Dios viviente”, constituían la fórmula del juramento pronunciado por el juez. Constreñía al que era sometido al conjuro a decir la verdad. La ley decía: “Si alguno pecare por haber sido llamado a testificar (o haber oído el conjuro, la advertencia del juramento), y fuere testigo que vio, o supo, y no lo denunciare, él llevará su pecado” (Levítico 5:1; cf. Proverbios 29:24).