“He ahí tu madre”
“Estaban junto a la cruz de Jesús su madre, y la hermana de su madre, María mujer de Cleofas, y María Magdalena” (Juan 19:25-27). ¡Cuán preciosas eran las relaciones que estas mujeres mantenían con Jesús!
Ellas lo habían seguido desde Galilea y “le servían de sus bienes” (Marcos 15:41; Lucas 8:2-3). “Y otras muchas que habían subido con él a Jerusalén”.
Las hallamos de nuevo más adelante: “Y estaban allí María Magdalena y la otra María, sentadas delante del sepulcro… miraban dónde lo ponían… y vieron el sepulcro, y cómo fue puesto su cuerpo”.
Luego ellas “compraron… y prepararon especias aromáticas y ungüentos”; interrumpieron su servicio para el Señor solamente durante el sábado (Mateo 27:61; Marcos 15:47; 16:1; Lucas 23:55-56). “Pasado el día de reposo… El primer día de la semana, muy de mañana” (incluso vemos que una de ellas fue “siendo aún oscuro”) fueron al sepulcro (Mateo 28:1-10; Marcos 16:9-10; Lucas 24:1-10; Juan 20:1-18).
Así que estas mujeres fueron las primeras testigos de la resurrección de Cristo y también sus mensajeras para con los discípulos, pues fue a ellas a quienes Él apareció primeramente. De igual manera, en el Gólgota, eran las mismas seguidoras fieles quienes observaban atentamente lo que sucedía, aunque casi todas “estaban lejos”. No obstante, algunas “estaban junto a la cruz”, al menos momentáneamente (Lucas 23:49; Mateo 27:55; Juan 19:25).
Sin duda ellas corrían menos peligro que los discípulos, pero lo que las condujo hasta ese lugar fue el apego y la consagración al Señor. ¡Qué conmovedor es contemplar la fidelidad de estas mujeres!
El pasaje que estamos meditando ahora nos habla de la madre de Jesús; de esa débil mujer, esposa de un modesto carpintero de la despreciada ciudad de Nazaret; nos habla de “su madre” y de él, “su hijo”. El Espíritu, pues, atrae nuestra atención hacia la perfecta humanidad de Cristo y su profunda humillación.
Cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer
(Gálatas 4:4).
Pero el admirable misterio de la encarnación no le bastó a la carne religiosa. Una parte de la cristiandad desvió su mirada del Hijo de Dios para fijarla en su madre, rodeándola de una veneración de la que solo es digna la divinidad. En la Palabra de Dios no hay nada que autorice a rendirle tal culto.
Ciertamente, el ángel Gabriel llamó a María “muy favorecida” –es decir, que Dios la hacía gozar de su favor– y le dijo: “Bendita tú entre las mujeres”. Comprendemos también que Elisabet la llamara “bienaventurada” y que “todas las generaciones” deben hacer lo mismo (Lucas 1:28, 45, 48).
Los magos que habían llegado del oriente adoraron al niño y no a su madre (Mateo 2:11). Simeón bendijo a María y a José, y no al niño (Lucas 2:33-34), pues “sin discusión alguna, el menor es bendecido por el mayor” (Hebreos 7:7).
¡Con qué santa reverencia María misma consideraba el privilegio que le había sido concedido, lo cual se comprueba al leer su respuesta al ángel Gabriel, como también su cántico! (Lucas 1:38, 46-55). Ella estaba maravillada “de todo lo que se decía de él” y “guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (cf. Lucas 2:33, 50 con 2:19, 51). Lo mismo sucedió cuando Jesús comenzó a ejercer su ministerio: las palabras que María pronunció en las bodas de Caná demuestran que ella sabía quién era Él (Juan 2:3, 5).
Después de este acontecimiento en Caná no se menciona más a María hasta el momento de la crucifixión de Jesús, salvo en dos ocasiones (Mateo 12:47; 13:55). De manera que ella pasa a un segundo plano.
Jesús, enteramente consagrado a la obra que el Padre le había dado que hiciese, no dejó que sus relaciones naturales con su familia o con su pueblo fueran un obstáculo para cumplirla. Cuando tenía solo doce años, les dijo a sus padres: “¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?” (Lucas 2:49).
En el momento en que “salió de la casa” (Mateo 13:1), es decir, cuando se dispuso a apartarse de Israel, que lo había rechazado, lo escuchamos hacer esta pregunta: “¿Quién es mi madre, y quiénes son mis hermanos?” (Mateo 12:48).
Lo que le dijo a su madre en Caná también puede parecernos extraño: “¿Qué tienes conmigo, mujer?” (Juan 2:4). La hora de manifestar su gloria a Israel y de cambiar su duelo en alegría –de lo cual el milagro de Caná es una figura– aún no había llegado. ¿De qué se trataba entonces?
Si María sintió “angustia” (Lucas 2:48) al buscar a su hijo durante varios días en Jerusalén, ahora sentía una pena infinitamente mayor, pues se cumplía la profecía de Simeón: “Una espada traspasará tu misma alma” (Lucas 2:35), poniendo fin para siempre a las relaciones naturales que la habían unido a su Hijo hasta ese momento.
“Cuando vio Jesús a su madre, y al discípulo a quien él amaba, que estaba presente, dijo a su madre: Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo al discípulo: He ahí tu madre” (Juan 19:26-27). En el momento en que su madre iba a perderlo, le dio otro hijo en la persona del discípulo a quien lo unían los vínculos más dulces.
Las palabras que acabamos de citar nos revelan las profundidades infinitas del amor que llenaba el corazón de Jesús. Con una gracia admirable había dicho de sus enemigos: “No saben lo que hacen”. Al ladrón arrepentido le abrió las puertas del cielo, diciéndole: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”.
Ahora, dominando la cruz, sus sufrimientos y su ignominia, piensa en su madre con la más conmovedora ternura filial. Los sentimientos humanos no le eran extraños, aunque su consagración a Dios los ponía siempre en su verdadero lugar. ¿Podía ser de otro modo en Aquel que, siendo verdadero Dios, era también verdadero hombre?
No podemos contemplar este misterio sin dejar de postrarnos y adorar a nuestro glorioso Señor y Salvador Jesucristo.
Juan, en su evangelio, siempre se menciona a sí mismo como “el discípulo a quien Jesús amaba” (Juan 13:23; 19:26; 20:2; 21:7, 20). Lo que ocupaba sus pensamientos no era su amor por Jesús, sino el maravilloso amor de su Salvador.
No es sorprendente que Juan, habiendo gustado de dicho amor en tal medida, haya sido influenciado por él en todo su comportamiento. Lo vemos cuando, en la última cena, se encontraba “recostado al lado de Jesús” y, para preguntarle, se inclinó “cerca del pecho de Jesús” (Juan 13:23, 25; 21:20). Juan fue el único discípulo que siguió a su Maestro hasta la cruz; él se adelantó a los demás para llegar a la tumba vacía (Juan 20:2-4, 8). En la ribera del mar de Tiberias, fue el primero en reconocer al Señor, y desde ese instante hasta el fin del evangelio vemos que no se apartó más de Él.
El Señor nunca deja de manifestarse a un corazón que está lleno de Su amor:
El que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él
(Juan 14:21).
“El discípulo a quien Jesús amaba” fue el primero que, durante la cena, recibió de la boca del mismo Señor la comunicación que todos esperaban impacientemente (Juan 13:25-26). Él le dio una revelación extraordinaria a orillas del mar de Tiberias (Juan 21:22) y, en el pasaje que estamos meditando, lo honró con una confianza muy especial. “Mujer, he ahí tu hijo… He ahí tu madre”.
A partir de ese momento, Juan debió tomar el lugar que el Señor tenía en la relación natural con su madre. “Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa” (Juan 19:27). ¿Habría podido obrar de otra manera? La solicitud del discípulo responde a la ternura del Señor.
De allí en adelante, Juan podía manifestar hacia la madre de Jesús el “amor en el Espíritu”, el amor “que es el vínculo perfecto” (Colosenses 1:8; 3:14).